Los
muros, las portadas, las columnas de Salamanca abundan en conchas peregrinas; y
la repetida imagen del molusco venustino queda, con su mineral consistencia,
bien adherida a la piedra. Pero, para contraste con esta inerte condición,
también los tiernos querubines proliferan sobre la arquitectura de la ciudad
dándole una palpitación alegre. El movimiento prometido por sus alas y la
felicidad de las jocundas cabecitas infantiles llenan de vida pórticos y
cornisas; pues, al contrario de aquellas quietas veneras, estos querubines quieren
desprenderse de la piedra, y volar. ¿Serán ellos acaso los «¡Angelitos al
cielo!» con guitarra y aguardiente de los velorios aldeanos? Sostenidos en lo
alto por esas alitas suyas de paloma o de golondrina, miran desde arriba con un
regocijo inmortal hacia la afligida tierra...
También
en la galería del palacio Fonseca donde nosotros estamos alojados habitan
algunos querubines. Y hoy, cuando subíamos la escalera, hemos observado que la
corrosión, al atacar la blanda piedra rosada, ha convertido en agujeros negros
la boca, la nariz y los ojos de uno de ellos, prestando al mofletudo angelote
la apariencia espectral de una calavera. Tú, entonces, le has sacado una
fotografía, que es como el retrato desesperado al niño muerto, antes de su
entierro.
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