Conmigo dentro todavía de
la casa -y con la perra en el portal aullando tristemente-, la muerte ya ha
venido a visitarme, de hecho, muchas veces. Vino cuando mi hija volvió una
noche por sorpresa para ocupar la habitación que, desde el mismo día de su
muerte, había permanecido cerrada con candado. Vino cuando Sabina resucitó una
Nochevieja en aquel viejo retrato que las llamas consumieron lentamente y
cuando estuvo aquí, velando mi agonía, mientras yo me consumía, devorado por la
fiebre y la locura, entre estas sábanas. Y vino, para quedarse ya conmigo para
siempre, la noche en que mi madre apareció de pronto en la cocina, después de
tantos años enterrada.
Hasta esa noche, yo dudaba
todavía de mis ojos y de las propias sombras y silencios de la casa. Pese a la
claridad de lo vivido, hasta entonces yo creía todavía -o, al menos, lo
intentaba- que la fiebre y el miedo habían provocado y dado forma a unas
imágenes que sólo existían ya como recuerdos. Pero, esa noche, la realidad se
impuso, brutal e incontestable, a cualquier duda. Esa noche, cuando mi madre
abrió la puerta y apareció de pronto en mitad de la cocina, yo estaba allí,
sentado junto al fuego, frente a ella, despierto y desvelado igual que ahora,
y, al verla, ni siquiera sentí miedo.
Pese a los años transcurridos,
apenas me costó reconocerla. Mi madre seguía igual a como yo la recordaba,
exactamente igual que cuando aún estaba viva y deambulaba día y noche por la
casa atendiendo al ganado y a toda la familia. Llevaba todavía aquel vestido
que Sabina y mi hermana le pusieron después de que muriera y aquel pañuelo
negro que nunca se quitaba. Y, ahora, sentada en el escaño, junto al fuego, inmóvil
y en silencio, igual que siempre, parecía haber venido a demostrarme que era el
tiempo, y no ella, el que realmente estaba muerto.
Durante toda la noche, la
perra estuvo aullando en el portal, despierta y asustada, como cuando en
Ainielle los vecinos aún velaban a sus muertos o como cuando los
contrabandistas o los lobos se acercaban hasta el pueblo. Durante la noche, mi
madre y yo permanecimos en silencio contemplando cómo el fuego consumía las
aliagas y, con ellas, los recuerdos. Después de tantos años, después de tanto
tiempo separados por la muerte, los dos estábamos de nuevo frente a frente, sin
atrevernos, pese a ello, a reanuudar una conversación interrumpida bruscamente
hacía mucho tiempo. Yo ni siquiera me atrevía a mirarla. Sabía que seguía en la
cocina por los ladridos asustados de la perra y por la extraña sombra inmóvil
que las llamas proyectaban bajo el suelo del escaño. Pero, en ningún momento,
sentí miedo. Ni un solo instante dejé que me invadiera la sospecha de que mi
madre había venido para velar mi propia muerte. Solo al amanecer, cuando una tibia
luz me despertó de pronto sentado todavía junto al fuego y comprobé que ella no
estaba ya conmigo en la cocina, un negro escalofrío me recorrió por vez primera
al recordarme el calendario que aquella que se iba tras los árboles era la
última noche de febrero. La misma, exactamente, en que mi madre se había muerto
hacía ya cuarenta años.
A partir de aquel día, mi
madre volvió a hacerme compañía muchas veces. Llegaba siempre hacia la
medianoche, cuando el sueño comenzaba ya a rendirme y los troncos a extinguirse
entre las brasas de la hoguera. Aparecía siempre en la cocina por sorpresa, sin
ruido, sin pisadas, sin que las puertas del pasillo y de la calle anunciasen
previamente su llegada. Pero, antes de que entrara en la cocina, antes aún de
que su sombra apareciera en la calleja, yo sabía ya que mi madre se acercaba
por los ladridos asustados de la perra. Y, a veces, cuando la soledad era más
fuerte que la noche, cuando el cansancio y la locura desbordaban los recuerdos,
corría hacia la cama y me tapaba con las mantas, como un niño, para no tener
que compartirlos con ella.
Una noche, sin embargo,
hacia las dos o las tres de la mañana, un extraño murmullo me despertó en la
cama de repente. Era una noche fría, de finales de otoño, y la lluvia amarilla
cegaba, como ahora, la ventana. Al principio, pensé que aquel murmullo llegaba
desde fuera de la casa, que era el ruido del viento al arrastrar las hojas
muertas por la calle. Pero, en seguida, me di cuenta de que estaba equivocado.
Aquel murmullo extraño no llegaba de la calle. Aquel murmullo extraño llegaba
de algún sitio de la casa y era un ruido de voces, de palabras cercanas, como
si, en la cocina, hubiera alguien hablando con mi madre.
Inmóvil en la cama,
permanecí escuchando largo rato antes de decidirme a levantarme. La perra había
dejado de ladrar y su silencio me alarmaba más aún que aquel extraño eco de
palabras. Más, incluso, que la lluvia de hojas muertas que teñía por completo
de amarillo la ventana. Cuando salí al pasillo, el murmullo se detuvo de
repente, como si, en la cocina, también a mí me hubieran escuchado. Pero yo ya
había cogido ese cuchillo que, desde el día de la muerte de Sabina, llevo
siempre en la chaqueta y bajé las escaleras decidido a saber quién estaba en la
cocina con mi madre. No lo necesité. Ni siquiera me hubiera servido para nada.
Con mi madre, en la cocina sólo había sombras muertas, sombras negras,
silenciosas, sentadas en corrillo en torno al fuego, que se volvieron al
unísono a mirarme cuando, de pronto, abrí la puerta a sus espaldas, y en las
que apenas me costó reconocer los rostros de Sabina y de todos los muertos de
la casa.
Salí a la calle sin
detenerme siquiera para cerrar la puerta tras mis pasos. Recuerdo que, al
salir, un viento frío me golpeó la cara. La calle entera estaba llena de hojas
muertas y el viento las llevaba en remolinos por los huertos y los patios de
las casas. Junto a la de Bescós, me detuve a tomar aire. Todo había sucedido
tan deprisa, tan confusa y bruscamente, que todavía no me hallaba muy seguro de
no estar viviendo un sueño: aún sentía en la piel el calor de las sábanas, el
viento me cegaba y me empujaba hacia los lados y, sobre los tejados y las
tapias de las casas, el cielo era amarillo como en las pesadillas. Pero no.
Aquello no era un sueño. Aquello que había visto y oído en la cocina de mi casa
era tan cierto como que yo me hallaba ahora en medio de la calle, inmóvil y
asustado, oyendo nuevamente extrañas voces a mi espalda.
Durante unos segundos, me
quedé paralizado. Durante unos segundos -un tiempo interminable que el viento
subrayó azotando con violencia las ventanas y las puertas de las casas-, pensé que el corazón iba a
estallarme. Acababa de salir huyendo de la mía, acababa de dejar detrás de mí
el frío y la mirada de la muerte y, ahora, sin saber cómo volvía a encontrarme
con la muerte cara a cara. Estaba en la cocina de Bescós, sentada en el escaño,
velando junto a un fuego inexistente la memoria de una casa que ya nadie
recordaba, justo detrás de la ventana en la que, sin saberlo, yo acababa de
apoyarme.
Aterrado, eché a correr
por el medio de la calle sin saber tan siquiera a dónde iba. Un sudor frío me
recorría todo el cuerpo y las hojas y el viento me cegaban. De repente, todo el
pueblo parecía haberse puesto en movimiento: las paredes se apartaban,
silenciosas, a mi paso, los tejados flotaban en el aire como sombras desgajadas
de sus cuerpos y, sobre el vértice infinito de la noche, el cielo se había
vuelto amarillo por completo. Pasé sin detenerme ante la iglesia. Ni siquiera pensé
por un instante en refugiarme dentro de ella. La espadaña se inclinaba,
amenazante, ante mis ojos y las campanas volvía a sonar como si aún siguieran
vivas bajo tierra. En la calleja de Gavín, por el contrario, la fuente parecía haberse
muerto de repente. El caño había dejado de manar y, entre las negras sombras de
las ovas y los barros, el agua era amarilla igual que el cielo. Corrí hacia
Casa Lauro abriéndome camino contra el viento. La ortigas me arañaban y las
zarzas se enredaban en mis piernas como si también ellas quisieran detenerme.
Pero llegué. Exhausto. Jadeante. A punto de caerme varias veces. Y cuando al
fin estuve en campo abierto, lejos ya de las casa y de las tapias de los
huertos, me paré a contemplar lo que, a mi alrededor, estaba sucediendo: el
cielo y los tejados ardían confundidos en una misma luz incandescente, el
viento golpeaba las ventanas y las puertas de las casas y, en medio de la
noche, entre el aullido interminable de las hojas y las puertas, un lamento
infinito recorría todo el pueblo. No me hizo falta volver sobre mis pasos para
saber que todas las cocinas estaban habitadas por sus muertos.
Durante toda aquella
noche, vagué por los caminos sin atreverme a regresar junto a los míos. Durante
más de cinco horas, esperé el amanecer temiendo que, tal vez, jamás fuera a
llegar. El miedo me arrastraba por los montes sin rumbo y sin sentido y los
espinos se agarraban a mis ropas minando poco a poco mi ánimo y mis fuerzas.
Pero yo no los sentía. Cegado por el viento, apenas podía verlos y la locura me
empujaba más allá de la noche y de la desesperación. Y, así, cuando por fin
llegó el amanecer, yo estaba ya lejos del pueblo, en lo alto del Erata, junto
al abrevadero abandonado del rebaño que, desde había varios años, no había
vuelto a ver.
Aún esperé, no obstante,
sentado entre unas zarzas, a que saliera el sol. Sabía que en el pueblo ya
nadie me esperaba -mi madre se iba siempre con el amanecer-, pero estaba tan
cansado que apenas podía ya tenerme en pie. Poco a poco, sin embargo, me fui
recuperando -quizá llegué adormir, incluso, un rato- y, cuando el sol logró por
fin romper las negras nubes del Erata, me puse en marcha nuevamente dispuesto a
regresar. Monte abajo y a plena luz del día, no tardé en desandar lo andado
aquella noche. El viento había cesado y una calma profunda se extendía
mansamente por los montes. Abajo, en el hondón del río, los tejados de Ainielle
flotaban en la niebla con la misma dulzura de cualquier amanecer. Cerca ya de
las casas, la perra se me unió. Apareció, de pronto, al borde del camino, entre
unos matorrales, temblando todavía por el miedo y la emoción. La pobre había
pasado la noche allí escondida y, ahora, al encontrarme, me miraba en silencio
tratando de entender. Pero yo no le podía decir nada. Aunque entendiera mis
palabras, no podía explicarle algo que ni yo mismo lograba comprender. Quizá
todo, en realidad, no había sido más que un sueño, una turbia y torturada
pesadilla nacida del insomnio y de la soledad. O, quizá, no. Quizá lo que había
visto y oído aquella noche lo había visto y oído realmente -igual que ahora veía
las tapias de los huertos y oía en torno a mí los gritos de los pájaros- y
aquellas sombras negras seguían esperando mi regreso en la cocina. La compañía
de la perra me dio fuerzas, sin embargo, para adentrarme entre las casas y
acercarme lentamente hacia la mía. La puerta de la calle seguía abierta, igual
que había quedado, y un profundo silencio brotaba como siempre del fondo del
pasillo. No lo dudé un segundo. Ni siquiera me detuve a recordar lo que, en la
noche -y en otras muchas noches anteriores-, creía haber vivido. Atravesé el
portal y entré en casa convencido de que todo era mentira, de que dentro no
había nadie esperando en la cocina y que todo lo ocurrido aquella noche no
había sido en realidad sino el fruto torturado del insomnio y la locura. En
efecto, no había nadie en la cocina. El escaño estaba solo, igual que siempre,
y la ventana proyectaba sobre él la primera luz del día. Pero, en la chimenea,
inexplicablemente, el fuego que yo mismo había apagado al acostarme seguía
ardiendo todavía envuelto en un extraño y misterioso resplandor.
Pasaron varios meses sin
que nada parecido volviera a suceder. Yo esperé cada noche sentado en la
cocina, atento a cualquier ruido, temiendo que la puerta volviera a abrirse
sola y mi madre apareciera de nuevo frente a mí. Pero pasó el invierno sin que
nada ocurriera, sin que nada turbara la paz de la cocina y de mi corazón. Y,
así, cuando llegó la primavera, cuando las nieves comenzaron a fundirse y los
días a alargarse dentro de él, yo estaba ya seguro de que nunca volvería porque
nunca había existido más que en mi imaginación.
Pero volvió. De noche y
por sorpresa. En medio de la lluvia. Recuerdo que noviembre terminaba y que,
tras los cristales de la calle, el aire era amarillo. Se sentó en el escaño y
se quedó mirándome en silencio, igual que el primer día.
Desde entonces a hoy, mi
madre ha regresado muchas noches. A veces, con Sabina. A veces, rodeada de toda
la familia. Durante mucho tiempo, me escondí, para no verles, en cualquier
lugar del pueblo o vagué durante horas por los montes sin rumbo ni sentido.
Durante mucho tiempo, me resistí a aceptar su compañía. Pero siguieron acudiendo,
cada vez más a menudo, y, al final, no tuve otro remedio que resignarme y
compartir con ellos mis recuerdos y el calor de la cocina. Y ahora que la
muerte ronda ya la puerta de este cuarto y el aire va tiñendo poco a poco mis
ojos de amarillo, incluso me consuela pensar que están ahí, sentados junto al
fuego, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las
suyas.
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