“¿Vos me darías un riñón?”. Se lo había preguntado
la semana anterior por enésima vez mientras prendía un cigarrillo recostada en
el cabezal de la cama. “¿Un riñón?”, protestó él. “¿Nomás uno?”, bromeó. Y
entonces ella lo pateó para echarlo. “Andate”, le ordenó. “¿Por qué? ¿Qué te
hice?”, quiso saber él, que además se estaba muriendo de sueño. “Confesarme que
no me querés”, lo acusó ella. “Pero sí te quiero, ¿cómo no te voy a querer?”
“Si me quisieras, no me negarías un riñón”. Y ahí mismo, harto de acusaciones,
se arrancó uno como pudo y le dijo: “Tomá. Y ahora, dejame morir”.
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