El bergantín
holandés Alkmaar regresaba de Java cargado de especias y otras
mercancías preciosas.
Hizo escala en
Southampton, y a los marineros se les dio permiso para bajar a
tierra.
Uno de ellos,
Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro
sobre el izquierdo y, en bandolera, un fardo de telas indias que
tenía intención de vender en la ciudad, junto con los animales.
Era a principios de
primavera, y la noche caía todavía temprano. Hendrijk Wersteeg
caminaba a paso ligero por las calles algo brumosas que la luz de gas
apenas iluminaba. El marinero pensaba en su próximo regreso a
Amsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en su
prometida, que le esperaba en Monikedam. Sopesaba el dinero que
conseguiría de los animales y de las telas y buscaba una tienda en
donde vender tales mercancías exóticas.
En Above Bar Street,
un caballero vestido muy pulcramente le abordó, preguntándole si
buscaba comprador para su loro:
-Este pájaro -dijo-
me vendría muy bien. Necesito a alguien que me hable sin que yo
tenga que contestarle, pues vivo completamente solo.
Como la mayoría de
los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Puso un
precio que el desconocido aceptó.
-Sígame -dijo
este-. Vivo bastante lejos. Usted mismo colocará el loro en una
jaula que hay en mi casa. Me mostrará también sus telas, y puede
que haya entre ellas algunas que me gusten.
Muy contento por el
trato hecho, Hendrijk Wersteeg se fue con el gentleman, ante el cual,
con la esperanza de poder vendérselo también, elogió al mono, que
era, decía, de una raza bien rara, una de esas cuyos individuos
mejor resisten el clima de Inglaterra y que más se encariñan con el
dueño.
Pero pronto Hendrijk
Wersteeg dejó de hablar. Malgastaba en vano sus palabras, puesto que
el desconocido no le respondía y ni siquiera parecía escucharle.
Continuaron el
camino en silencio, el uno al lado del otro. Solos, añorando sus
bosques natales en los trópicos, el mono, asustado por la bruma,
soltaba de vez en cuando un gritito parecido al vagido de un recién
nacido y el loro batía las alas.
Al cabo de una hora
de marcha, el desconocido dijo bruscamente:
-Nos acercamos a mi
casa.
Habían salido de la
ciudad. El camino estaba bordeado de grandes parques cercados con
verjas; de vez en cuando brillaban, a través de los árboles, las
ventanas iluminadas de una casita de campo, y se oía a intervalos en
la lejanía el grito siniestro de una sirena en el mar.
El desconocido se
paró ante una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y
abrió la cancela, que volvió a cerrar una vez Herdrijk la hubo
franqueado.
El marinero estaba
impresionado: apenas distinguía, al fondo de un jardín, una casa de
bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban
pasar luz alguna. El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo
le resultaba bastante lúgubre. Pero Hendrijk se acordó de que el
desconocido vivía solo.
“¡Es un
excéntrico!” pensó, y como un marinero holandés no es lo
suficientemente rico como para que se le engañe con el fin de
desvalijarlo, se avergonzó de su instante de ansiedad.
-Si tiene cerillas,
ilumíneme -dijo el desconocido metiendo la llave en la cerradura de
la puerta de la casa.
El marinero obedeció
y, una vez dentro de la casa, el desconocido trajo una lámpara que
pronto iluminó un salón amueblado con buen gusto.
Hendrijk Wersteeg
estaba totalmente tranquilo. Alimentaba la esperanza de que su
extraño compañero le comprara una buena parte de sus telas.
El desconocido, que
acababa de salir del salón, volvió con una jaula:
-Meta aquí el loro
-le dijo-. No lo pondré en una percha hasta que se haya domesticado
y sepa decir lo que quiero que diga.
Después, tras haber
cerrado la jaula en la que, espantado, quedó el pájaro, le pidió
al marinero que cogiera la lámpara y fuese a la habitación
contigua, en donde se encontraba, según decía, una mesa cómoda
para extender las telas.
Hendrijk Wersteeg
obedeció y fue a la alcoba que se le había indicado. De pronto, oyó
que la puerta se cerraba tras él y que la llave giraba. Estaba
prisionero. Trastornado, dejó la lámpara sobre la mesa y quiso
arrojarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz le
detuvo:
-¡Un paso más y es
hombre muerto, marinero!
Levantando la
cabeza, Hendrijk vio por un tragaluz en el que antes no había
reparado que el cañón de un revólver le apuntaba. Aterrorizado, se
detuvo.
No le era posible
luchar: su navaja no iba a servirle en estas circunstancias; incluso
un revólver le hubiera resultado inútil. El desconocido que lo
tenía a su merced se escondía detrás de un muro, al lado del
tragaluz desde el cual vigilaba al marinero, y por donde sólo pasaba
la mano que esgrimía el revólver.
-Escúcheme -le dijo
el desconocido- y obedezca. El servicio obligado que usted me va a
prestar será recompensado. Pero no tiene elección. Es necesario que
me obedezca sin dudar o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de
la mesa… Hay dentro un revólver de seis tiros, cargado con cinco
balas… Cójalo.
El marinero holandés
obedecía casi inconscientemente. El mono, subido a su hombro,
gritaba de terror y temblaba. El desconocido continuó:
-Hay una cortina al
fondo de la habitación. Descórrala.
Descorrida la
cortina, Hendrijk vio un cuarto en el que, sobre una cama, atada de
pies y manos y amordazada, una mujer le miraba con los ojos llenos de
desesperación.
-Desate las ataduras
de esta mujer -dijo el desconocido- y quítele la mordaza.
Ejecutada la orden,
la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arrojó de
rodillas ante el tragaluz, gritando:
-¡Harry, es una
estratagema infame! Me has atraído a esta casa para asesinarme. Has
pretendido haberla alquilado para que pasáramos en ella los primeros
días de nuestra reconciliación. Creía haberte convencido. ¡Pensaba
que por fin estarías seguro de que yo no tuve nunca la culpa de
nada! ¡Harry! ¡Harry! ¡Soy inocente!
-No te creo -dijo
secamente el desconocido.
-¡Harry, soy
inocente! -repitió la joven con voz estrangulada.
-Ésas son tus
últimas palabras, las grabaré cuidadosamente. Se me repetirán toda
mi vida.
Y la voz del
desconocido tembló un poco, volviéndose rápidamente firme:
-Como todavía te
amo -añadió-, te mataría yo mismo, si te quisiera menos. Pero me
sería imposible, porque te amo… Ahora, marinero, si antes de que
haya contado hasta diez no ha metido una bala en la cabeza de esta
mujer, caerás muerto a sus pies. Uno, dos, tres…
Y antes de que el
desconocido hubiera contado cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó
sobre la mujer, quien, todavía de rodillas, le miraba fijamente.
Cayó de bruces contra el suelo. La bala le había entrado en la
frente. De inmediato, un disparo surgido del tragaluz le vino a dar
al marinero en la sien derecha. Se desplomó sobre la mesa, mientras
que el mono, lanzando agudos chillidos de horror, se refugiaba en su
blusón.
Al día siguiente,
algunos transeúntes que habían oído gritos extraños procedentes
de una casa de las afueras de Southampton, advirtieron a la policía,
que llegó rápidamente para forzar las puertas.
Encontraron los
cadáveres de la joven dama y del marinero.
El mono, saliendo
violentamente del blusón de su dueño, le saltó a la nariz a uno de
los policías. Asustó tanto a todos que, retrocediendo algunos
pasos, acabaron por abatirlo a tiros antes de atreverse a acercarse
de nuevo a él.
La justicia informó.
Parecía claro que el marinero había matado a la dama y que se había
suicidado acto seguido. Sin embargo, las circunstancias del drama
eran misteriosas. Los dos cadáveres fueron identificados sin
problemas y todos se preguntaban cómo Lady Finngal, esposa de un par
de Inglaterra, había sido encontrada sola, en una casa de campo
solitaria, con un marinero llegado la víspera a Southampton.
El propietario de la
casa no pudo dar dato alguno que ayudara a la justicia a esclarecer
los hechos. La casita había sido alquilada ocho días antes del
drama a un tal Collins, de Manchester, que además continuaba en
paradero desconocido. Este Collins usaba anteojos y tenía una larga
barba roja que bien podría ser falsa.
El lord llegó de
Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y su dolor daba lástima a
quien le veía. Como todo el mundo, no entendía nada de este asunto.
Después de estos
acontecimientos, se retiró del mundo. Vive en su casa de Kensington,
sin otra compañía que la de un criado mudo y un loro que le repite
sin cesar:
– ¡Harry, soy
inocente!
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