Lo
conocí cuando paseaba por el bosque de Chinaski. Había recogido
muchas setas cuando él apareció entre unos matorrales: ―¿Qué
hace una chica como tú en un lugar como éste? La pregunta era
vulgar, un lugar común, sin embargo, me gustaron sus ojos de
inquietante negro. Imaginé de inmediato la escena: Wolf tomándome
por la cintura y dando enormes lengüetazos a mi cuello. Le mostré
el canasto repleto de sabrosas amanitas.
―Podemos ir a tu casa y flambearlas con vino blanco, propuse. Wolf
sonrío y dejó asomar un colmillo: ―No, querida, ésas son
venenosas. ¿Venenosas? No tenía idea. Las lancé lejos y me
desnudé, aterrada de que mi ropa estuviera contaminada. ―Quédate
con la capa, te lo ruego, suplicó, con voz aguardentosa. Le hice
caso.
―Señor
Wolf, debo confesarle que…
―¿Sí?
Dime, criatura encantadora.
―Pues,
que me da vergüenza…, cometí una imprudencia, dada mi naturaleza
vehemente.
―Pero,
¿de qué se trata?, rugió, lleno de deseo. Sus garras casi arañaban
mi piel.
―Bueno,
sacié parcialmente mi deseo con el más grande de todos aquellos
nefastos hongos. Y ahora moriré. ¡Qué tonta he sido!
Él
se rió a carcajadas, sopló y sopló y mi pelo desordenó. Nos
besamos con pasión de callejeros. El bosque de Chinaski se cerró
sólo para que nosotros pudiéramos amarnos mejor. Hizo bien su
trabajo. Al poco rato, la lengua se le hinchó y le brotaron unas
pústulas violáceas. Cayó al suelo echando espuma hasta por las
orejas.
―Ah,
Wolf, aún crees en los cuentos de hadas ―apuré, mientras le
afanaba la billetera, el reloj y los elegantes zapatos de cabritilla.
Confesiones de una chica de rojo. Lilian Elphick. 2014.
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