Me
había acostumbrado a vivir en el armario.
Allí
no se oían las bombas ni los lamentos de los vecinos. Escondía la
cara entre los abrigos viejos y su olor me transportaba a las tardes
de juegos en el parque, a los cuentos del abuelo antes de dormir…
Pero
mi refugio no pudo evitar que escuchara el espantoso aullido que
desgarró nuestra casa. Durante unos segundos el tiempo se congeló,
hasta que sentí cómo el armario entero descendía vertiginosamente
y me tragaba una nube de polvo y gritos que no comprendía, aturdida
entre muebles, libros y recuerdos desparramados entre una montaña de
escombros.
Vinieron
unos hombres vestidos de soldados y nos hicieron subir a un camión
para llevarnos lejos. Nadie nos deseó buen viaje ni agitó pañuelos
para despedirnos.
Dijeron
que éramos los elegidos, los que teníamos que soplar contra el
viento para alcanzar la gloria. Ahora, por las noches, me escondo y
espero entre las dunas que cercan el campamento. Cuando comienza la
serenata de silbidos de los huesos sin nombre, las sombras sin dueño
salen a bailar y me dejan un rato al abuelo, que me enseña a
escribir palabras de paz sobre la arena.
Esta noche te cuento. Septiembre, 2014.
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