Le arranqué la camisa, le solté el cinturón y,
cuando los pantalones caían al suelo, noté su cola larga y escamosa, terminada
en punta de flecha.
-¡Ay, Dios mío! –grité.
-Llámame como quieras, a mí no me importa –dijo él,
mostrándome el verdadero infierno de su lengua.
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