jueves, 13 de septiembre de 2018

El juego de los viernes. Harkaitz Cano.


El juego en sí no tenía nada del otro mundo, era bien sencillo: en el Boulevard había dos cabinas de teléfono bastante alejadas entre sí, de una a otra había exactamente ochenta pasos. La medición exacta de la distancia era además muy importante para el correcto desarrollo del juego. Por otra parte, en la mitad del Boulevard, a cuarenta pasos de cada una de las cabinas, había una marca roja, una cruz roja pintada sobre un sumidero redondo del alcantarillado. Se reunían allí todos los viernes por la tarde, después de salir de la escuela. Para empezar el juego se colocaban sobre la cruz roja pintada en el sumidero. La competición se hacía de dos en dos: se daban la espalda, mirando cada cual a su cabina y tocando con la mano izquierda la derecha del contrincante, para que ninguno de los dos tuviera la más mínima ventaja. Luego, el que había sido nombrado juez -normalmente alguno a quien no le gustaba bailar o no era especialmente hábil corriendo- silbaba y bajaba el pañuelo que sujetaba con la mano derecha, dando inicio a la carrera. Esto es lo que había que hacer: llegar corriendo a la cabina antes de que el contrario alcanzara la suya, abrir de golpe la puerta de biombo y luego, con el auricular en la mano, marcar lo más rápido posible un número de teléfono previamente establecido por los contrincantes.
Había que invitar a bailar a quien respondiera al otro lado de la línea. Evidentemente, casi siempre era el que primero llegaba y primero marcaba quien conseguía la cita. Mientras tanto, el que estaba en la otra cabina telefónica, a ochenta pasos -hablemos claro: el perdedor- oía la señal intermitente de que estaba comunicando.

Enseres de ortopedia inútil. Harkaitz Cano, 2002.

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