El juego en sí no tenía nada del otro mundo, era
bien sencillo: en el Boulevard había dos cabinas de teléfono bastante alejadas
entre sí, de una a otra había exactamente ochenta pasos. La medición exacta de
la distancia era además muy importante para el correcto desarrollo del juego.
Por otra parte, en la mitad del Boulevard, a cuarenta pasos de cada una de las
cabinas, había una marca roja, una cruz roja pintada sobre un sumidero redondo
del alcantarillado. Se reunían allí todos los viernes por la tarde, después de
salir de la escuela. Para empezar el juego se colocaban sobre la cruz roja
pintada en el sumidero. La competición se hacía de dos en dos: se daban la
espalda, mirando cada cual a su cabina y tocando con la mano izquierda la
derecha del contrincante, para que ninguno de los dos tuviera la más mínima
ventaja. Luego, el que había sido nombrado juez -normalmente alguno a quien no
le gustaba bailar o no era especialmente hábil corriendo- silbaba y bajaba el
pañuelo que sujetaba con la mano derecha, dando inicio a la carrera. Esto es lo
que había que hacer: llegar corriendo a la cabina antes de que el contrario
alcanzara la suya, abrir de golpe la puerta de biombo y luego, con el auricular
en la mano, marcar lo más rápido posible un número de teléfono previamente
establecido por los contrincantes.
Había que invitar a bailar a quien respondiera al
otro lado de la línea. Evidentemente, casi siempre era el que primero llegaba y
primero marcaba quien conseguía la cita. Mientras tanto, el que estaba en la
otra cabina telefónica, a ochenta pasos -hablemos claro: el perdedor- oía la
señal intermitente de que estaba comunicando.
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