«Si allí donde hay humo hay fuego, en este armario
necesariamente hay un huevo», pensé entre desconcertado y satisfecho del
silogismo al encontrar la gallina entre las camisas. Lo hallé en el cajón de
los calcetines blancos, destacando por lo moreno.
A la vuelta del trabajo, un pato me esperaba
bebiendo en el fregadero. Le pregunté qué hacía allí. No supo explicarse.
Encontré su huevo, pues no era pato sino pata, en el
carrito de las verduras.
No conociendo las costumbres alimentarias de estas
especies, opté por pedir pizza. La comimos viendo televisión, pues había
transportado los huevos al sofá, de manera que pudieran empollarlos (y
empatarlos) con mayor comodidad.
Fue la pata quien comenzó a hablar. No entendí una
palabra. Intervino la gallina:
–He de ir a por tabaco. ¿Te importaría hacerte cargo
de mi huevo?
–Faltaría más, ve tranquila.
–Te acompaño –sospecho que dijo la palmípeda, a
quien de nuevo no entendí. Ambas salieron.
Me
acuclillé con ambos huevos bajo las posaderas. Así llevo dos semanas. Las muy
traidoras no han vuelto.
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