domingo, 9 de diciembre de 2018

La distancia exacta entre dos mujeres. Arantza Portabales.


Yo tenía dieciocho y aún daba los besos con los ojos cerrados. Él debía tener al menos treinta. Era francés. Y alto. Su mujer, no. Era muy bajita. Solo recuerdo eso. Lo bajita que era. Y el bebé, por supuesto. El bebé lo recuerdo muy bien. Todo sigue en mi mente. El vagón. El olor a vómito y a talco. Su pelo rubio. Los ojos claros de él, tan iguales a los del niño, clavados en mí. La mancha de nacimiento en el dorso de su mano.
El hombre que se sienta a mi lado en el AVE, tiene una mancha idéntica en la suya. Cierro los ojos. Y todo vuelve. Sus ojos grises. El paisaje deslizándose tras la ventana del tren, a toda velocidad. Entonces, era el tren el que estaba quieto mientras el cielo y los campos trigueños galopaban furiosos. Ahora el tiempo fuera se detiene, y aquí dentro todo se desboca. Miro mi reflejo en la ventanilla. La distancia exacta entre esta mujer y la que fui es de veintiún años, tres abortos y un divorcio. La distancia exacta entre esa mancha en la mano de ese hombre y la del otro se desvanece en cuanto alzo mi vista hacia su rostro y descubro los ojos marrones del hombre que viaja mi lado. Pelirrojo. Unos cuarenta. No es él. Y el tiempo vuelve de nuevo a detenerse en el vagón, para retroceder más de dos décadas. Cierro los ojos, como solo saben cerrarlos las chicas de dieciocho que besan a desconocidos en los baños de los trenes. Y vuelvo a recordarlo todo. Su aliento en mi cuello. Su mano en mis muslos. El roce de su barba. Recuerdo mi espalda pegada a la pared de ese baño minúsculo, claustrofóbico. Y de nuevo el tiempo detenido. El tren detenido. Me quedé media hora en aquel baño. Sin atreverme a abrir los ojos, hasta que el tren reanudó una marcha vacilante, incierta y convulsa. O quizá era yo la que me movía así. Como un autómata que sabe que se dirige de vuelta a un vagón que intuye vacío. Lo estaba. Olía a leche agria y a decepción.
Ignoro la distancia exacta entre este tren y aquel. Entre esta mancha en la mano y la otra. Entre la mujer que le pregunta la hora al pelirrojo y la chica que, con la cabeza apoyada en la ventanilla, perfilaba con el dedo índice sus labios hinchados. Solo sé que ambas observan su propio reflejo, mientras se preguntan quiénes son, a dónde van, si el tiempo corre, vuela, se para o se desboca. Quizá ni siquiera son la misma mujer. Porque ahora beso con los ojos abiertos, y nunca a desconocidos. Aunque veintiún años, tres abortos y un divorcio después, fijo la vista en ese reflejo y veo a las dos, haciendo equilibrios en el espacio y en el tiempo. Y creo que no me equivoco, juraría que ambas, en un ejercicio de perfecta sincronización, nos hemos echado a llorar.

Una nube de historias. Blog de Arantza Portabales.

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