Yo tenía dieciocho y aún daba los besos con los ojos
cerrados. Él debía tener al menos treinta. Era francés. Y alto. Su mujer, no.
Era muy bajita. Solo recuerdo eso. Lo bajita que era. Y el bebé, por supuesto.
El bebé lo recuerdo muy bien. Todo sigue en mi mente. El vagón. El olor a
vómito y a talco. Su pelo rubio. Los ojos claros de él, tan iguales a los del
niño, clavados en mí. La mancha de nacimiento en el dorso de su mano.
El hombre que se sienta a mi lado en el AVE, tiene
una mancha idéntica en la suya. Cierro los ojos. Y todo vuelve. Sus ojos
grises. El paisaje deslizándose tras la ventana del tren, a toda velocidad.
Entonces, era el tren el que estaba quieto mientras el cielo y los campos
trigueños galopaban furiosos. Ahora el tiempo fuera se detiene, y aquí dentro
todo se desboca. Miro mi reflejo en la ventanilla. La distancia exacta entre
esta mujer y la que fui es de veintiún años, tres abortos y un divorcio. La
distancia exacta entre esa mancha en la mano de ese hombre y la del otro se
desvanece en cuanto alzo mi vista hacia su rostro y descubro los ojos marrones
del hombre que viaja mi lado. Pelirrojo. Unos cuarenta. No es él. Y el tiempo
vuelve de nuevo a detenerse en el vagón, para retroceder más de dos décadas.
Cierro los ojos, como solo saben cerrarlos las chicas de dieciocho que besan a
desconocidos en los baños de los trenes. Y vuelvo a recordarlo todo. Su aliento
en mi cuello. Su mano en mis muslos. El roce de su barba. Recuerdo mi espalda
pegada a la pared de ese baño minúsculo, claustrofóbico. Y de nuevo el tiempo
detenido. El tren detenido. Me quedé media hora en aquel baño. Sin atreverme a
abrir los ojos, hasta que el tren reanudó una marcha vacilante, incierta y
convulsa. O quizá era yo la que me movía así. Como un autómata que sabe que se
dirige de vuelta a un vagón que intuye vacío. Lo estaba. Olía a leche agria y a
decepción.
Ignoro la distancia exacta entre este tren y aquel.
Entre esta mancha en la mano y la otra. Entre la mujer que le pregunta la hora
al pelirrojo y la chica que, con la cabeza apoyada en la ventanilla, perfilaba
con el dedo índice sus labios hinchados. Solo sé que ambas observan su propio
reflejo, mientras se preguntan quiénes son, a dónde van, si el tiempo corre,
vuela, se para o se desboca. Quizá ni siquiera son la misma mujer. Porque ahora
beso con los ojos abiertos, y nunca a desconocidos. Aunque veintiún años, tres
abortos y un divorcio después, fijo la vista en ese reflejo y veo a las dos,
haciendo equilibrios en el espacio y en el tiempo. Y creo que no me equivoco,
juraría que ambas, en un ejercicio de perfecta sincronización, nos hemos echado
a llorar.
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