Estábamos
cenando plácidamente en casa de los López Farnesi, tan agradables
ellos, tan buenos anfitriones, cuando el desconocido empezó a contar
su historia:
-Era
un atardecer ventoso y no había alma alguna por la costa del lago.
Yo avanzaba atento al vuelo de los patos y de golpe lo vi, al hombre
ahí arriba tan al borde del acantilado. Un lugar peligroso, una
pared a pico como de cuarenta metros de alto. Yo lo miraba a él,
sorprendido, y él me miraba a mí. Pensé que era un guardia costero
o algo parecido. De golpe la fina saliente de roca sobre la cual
estaba parado cedió y el hombre se habría precipitado al vacío de
no ser por unas ramas salientes a las que logró aferrarse en su
caída. Quedó así bamboleándose sobre el vacío sin poder hacer
pie en ninguna parte.
-¡Ay,
qué espanto! -exclamaron las señoras.
-Entonces
yo, ni corto ni perezoso, lo bajé -nos tranquilizó el desconocido.
-Menos
mal -suspiramos aliviados-. Usted es un héroe, cuéntenos cómo lo
bajó.
-Muy
simple. De un balazo.
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