El
día que repusieron “Casablanca” en el cine de verano hacía
tanto viento que a Humphrey Bogart se le voló el sombrero y fue a
parar a la fila siete, justo en mis rodillas. No pude evitar
ponérmelo. Cuando terminó la película el cielo se había vuelto
gris. Un hombre que se ocultaba entre las sombras me sonrió. Llovía
y por alguna ventana se escapaban las notas de un piano. Una chica me
pidió fuego. Yo no fumaba, pero me entraron unas ganas irresistibles
de encenderme un pitillo y llamarla muñeca. Desapareció en un
Austin blanco. Paré un taxi y dije: “Rápido. ¡Siga a ese
coche!”, pero la perdí. Al llegar a casa una mujer me esperaba
sentada en el sofá con un vestido negro. Me quité el sombrero y lo
dejé sobre la mesa. Cuando iba a besarla, me dijo: “Venga,
cámbiate, que llegamos tarde a la cena”, y todo recuperó su
aburrido color original.
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