“Voy
a contaros una historia”, dice el viajero.
Se
comunica con ellos a través del pensamiento. Resulta más fácil de
lo que había imaginado durante el aprendizaje. El viajero tiene
miedo. El jefe de los hombres grises lo mira con su único ojo.
“¿Qué
es una historia, viajero?”
El
viajero había sido el número uno de su promoción en Yale. Es
experto en física cuántica y astrofísica. Ha resultado elegido por
la NASA entre más de cinco mil aspirantes para su misión. Y sin
embargo, no sabe contestar esa pregunta.
Los
habitantes lo rodean. El círculo que forman a su alrededor se va
estrechando. Siente su aliento. Intuye el peligro.
“Llamadme
Ismael”, grita el viajero. Y les ofrece imágenes de océanos
profundos. Muestra la lucha de un hombre contra un ser gigante, como
nunca han visto en ese planeta gris. Sabe que está salvado cuando el
jefe hace un gesto con su extremidad derecha, un tentáculo largo y
filamentoso. Cuando acaba la historia, todos quedan en silencio.
Eso
sucedió hace tres días. Ahora está en su poblado. Según lo
planeado. Quedan muchos meses para ganarse su confianza. El poblado
también es gris. Los habitantes son seres cenicientos y solo su ojo
amarillo rompe la monocromía del planeta. Hasta su luna despide una
luz plomiza que se confunde con la línea del horizonte.
“Viajero,
cuéntanos otra historia”, le piden cada día. Y él abre su mente,
como si fuese un gran libro. Les habla de Huck y del joven Jim. Les
explica lo que es la libertad. Y a ese día le siguen otros días.
Otras historias. Como la del hombre que confundía molinos de viento
con gigantes. No alcanzan a entender la angustia de Gregorio Samsa.
El viajero, explica que así se siente él. Distinto. Y lo
comprenden. Les habla del amor. Heathcliff y Catherine. Viajan por el
planeta azul del viajero subidos en globo.
Se
suceden los días. Las historias. Hasta que un día se acaban.
“Viajero,
cuéntanos una historia”.
El
viajero calcula que faltan tres meses para que vuelva el equipo de
rescate.
“Viajero”,
claman los habitantes.
Y
el viajero, que ha sido el primero de su promoción en Yale, y es
capaz de descifrar una pizarra llena de ecuaciones, no recuerda más
relatos.
El
jefe se impacienta. Aparece en su ojo amarillo un destello de furia.
“Se
llamaba Mary Jane”, improvisa el viajero. “Era la chica más
bonita del instituto. Y yo un jodido empollón. No sabéis lo difícil
que es para un cuatro ojos, presidente del club de ciencia del
instituto de Ohio, salir con la chica más popular del instituto.
Pero a Mary Jane le gustaba mirar el firmamento. Un día me pidió
que le explicase qué era una lluvia de estrellas. Que la acompañase
a ver una. Le enseñé a dibujar constelaciones con su dedo índice.
Casiopea. Andrómeda. Y nos hicimos amigos. Como lo somos nosotros
ahora. Un día la besé. No entenderéis, ni en cien lunas grises, lo
que se siente”.
Y
el viajero sigue hablando. Día tras día. Luna gris tras luna gris.
Les cuenta otras historias. Las suyas. La beca en Yale. La muerte de
su madre por un cáncer de páncreas. La boda con Mary Jane. Su
primer empleo en el Instituto de Ciencias de Ohio. La llamada de la
Academia Nacional de Ciencias. El nacimiento de Rose.
Intercala
esos grandes acontecimientos de su vida con historias comunes. El
sabor de la hamburguesa con pepinillos en el bar de Al. La primera
función de Rose, en la que lloró tanto que no quiso subirse al
escenario. También les cuenta que añora la tarta de arándanos de
su madre. Todos juntos saborean la cremosidad del queso fresco que
contrasta con la acidez de los frutos rojos.
Y
un día les habla del accidente que sufrió Mary Jane en Arlington
Street. Y ve el horror en sus caras cuando desvela que ella falleció
en el acto. No así la pequeña Rose. Rose aguantó casi setenta
horas. Porque era una pequeña luchadora. Y les muestra el rostro de
aquel conductor borracho.
“Él
es tu Moby Dick”, sentencia el jefe.
También
les habla de la tristeza. “¿Qué es la tristeza, viajero?”. “La
tristeza es una lluvia de estrellas sin Rose ni Mary Jane”,
responde. Confiesa que es la tristeza la que lo llevó a presentarse
voluntario para esa misión.
Y
finalmente explica su misión. Faltan apenas diez lunas para que sus
compañeros vuelvan. Esperan que él se haya ganado su confianza. Les
cuenta que los viajeros que vienen no lo harán en son de paz. Que
ambicionan ese planeta gris. Que no se conformarán con contar
historias.
“Todos
moriréis”, grita. Y mil imágenes de destrucción se desploman
sobre ellos.
Los
habitantes lo miran con horror. Los mismos ojos que habían llorado
la muerte de Mary Jane y de la pequeña Rose, se fijan al unísono
sobre el viajero.
“Viajero,
dinos que eso es también una historia”.
Y
el viajero niega con la cabeza. Les dice que deben sacrificarlo a él.
Dejar su cadáver en el centro de la llanura. Luchar contra los
humanos. Y el jefe responde que no puede. Que son amigos. Como Huck y
Jim.
Pero
el viajero explica que es necesario.
Los
habitantes grises lloran con su único ojo amarillo, por el viajero
que llegó del cielo, repleto de historias.
Todos
lo acompañan a la gran llanura. Está a punto de anochecer. El gran
jefe, enrosca su largo tentáculo alrededor del cuello del viajero y
aprieta fuerte. “Te echaremos de menos, viajero”.
El
viajero extiende el dedo índice. Con ese dedo dibuja el perfil de
una imaginaria Osa Mayor. Y siente que el corazón se ralentiza a
medida que el jefe presiona más y más fuerte. Aunque sabe que da
igual. Que ya se paró hace cuatro años en Arlington Street. Fija
sus ojos en la luna gris que emerge en el horizonte.
Y
sonríe.
Blog: Una nube de historias, Arantza Portabales, 17 abril 2017.
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