El
hombre es un hueso.
(Afirmación
mía.)
PREÁMBULO
¡Dios
mío! ¡Dios mío! ¿Tendré el eficiente valor para contar esta
historia? ¿Podré ejercer sobre mis nervios un dominio bastante a
fin de no caer desvanecido antes de concluir?
¡Oh!
Cuando vuelvo la vista atrás todo yo me estremezco y el insomnio me
hace tiras y mis ojos se abren hasta el desorbiten.
¡Dios
mío, dame valor y algún dinero! Voy a empezar.
EMPIEZA
EL CUENTO
Hace
quince años yo era más joven de lo que soy ahora. Tenía buenas
ideas de todas las cosas y gastaba un hermoso peluquín que me había
costado cuarenta y seis pesetas y regañar con mi prima Eloísa, a la
que no le gustaban los postizos. Andando los años, este peluquín lo
perdí en Montecarlo. Se equivocará quien piense que me lo jugué a
la ruleta. Lo que me sucedió es —más claramente— que se me
extravió yendo en el tranvía de Mónaco, un día de viento.
Vivíamos
—mi prima Eloísa, mi abuela (que era una señora que en su
juventud había obtenido el primer premio en un concurso de idiotas
con paraguas), mi tía Marta, dos ancianos criados y yo— en una
vieja casona, situada en la Montaña. (Cuando los escritores hablamos
de la Montaña, el público está en la obligación de darse cuenta
de que nos referimos a Santander, un poco hacia la izquierda.)
Los
dos ancianos criados eran mujer y hombre, campesinos, tristes,
cabizbajos, humildes y supersticiosos. Ella lloraba con mucha
frecuencia y él no había usado botines nunca.
Mi
tía Marta era todo lo joven que le permitía el hecho de haber
asistido a los veinte años al nacimiento de Isabel II.
En
cuanto a mi prima Eloísa, no la describo porque me duele un poco la
cabeza.
Los
seis vivíamos en la antigua casona igual que sepultados en vida y de
noche todos nos reuníamos alrededor del fuego de la chimenea para
rezar el rosario y mascar altramuces.
CONTINUA
EL CUENTO
Una
de estas noches —aquello y jugar al marro no se me olvidará jamás—
el anciano criado entró en el salón de la chimenea con rostro
espantado. Venía temblando, hiperestesiado y con las mejillas a
medio afeitar. ¿Qué le ocurría?
Le
preguntamos, le apremiamos. Él nos enseñó con un dedo rígido el
contiguo pasillo.
—¡Allí!
¡Allí! —decía el desgraciado Gorgonio Pérez.
Miré
en la dirección indicada y todos vimos perfectamente, en el suelo,
destacándose en el fondo oscuro del pasillo, una calavera humana.
Las cuencas vacías, de las cuales una aparecía manchada de negro,
habrían aterrado a Narváez, y la doble hilera de dientes hacía un
gesto parecido al que se ejecuta para silbar La calesera. Todos
sabéis cómo se silba La calesera, aunque no asistierais al estreno.
Mi
abuela, mi prima, mi tía y yo lanzamos un grito de terror.
La
primera interrogóme (¡qué bonito es esto de «gome»!) mientras me
apretaba su brazo:
—¿Por
qué esa cuenca aparece negra?
Pero
yo no le contesté porque en tal momento me daba igual Cuenca que
Guadalajara. Iba a huir precipitadamente por una ventana, cuando mi
prima Eloísa comenzó a hacer encaje de bolillos. ¡Estaba loca!
TERMINA
EL CUENTO
La
calavera desapareció. ¿Había sido una visión? ¿Había sido un
ensueño, uno de esos ensueños, producto de la fremostasia
glandulosa tan frecuente en los organismos necopáticos, o había
sido un deroma vascular de los que padecen los temperamentos
neuroegemónicos cuando las variaciones termométricas se invierten
en un sentido verídico? No lo sé. Sin embargo, había desaparecido
la calavera que todos viéramos en el pasillo.
Pero,
¡ay!, la razón no volvió ya a la mente de mi prima Eloísa.
Alguien
lanzó la terrible especie de que mi prima había enloquecido de
remordimientos, pues todos recordaban en el pueblo vecino que el hijo
del veterinario Salomón Cateto, del que mi prima estaba enamorada
hasta el sujetador de corbata sin que él consintiera en corresponder
a aquel amor, había muerto misteriosamente dos años antes.
Un
día, Salomón salió al campo, se echó a dormir apoyado en un
tronco de encina y se lo encontró muerto, con la cabeza separada del
tronco.
Y
más tarde, el sepulturero de la localidad había jurado que la
calavera de Salomón no estaba en la sepultura del joven ni había
podido encontrarse, aunque se pusieron anuncios en los periódicos.
EPÍLOGO
Voy
con frecuencia a visitar a mi prima.
¡Pobre
Eloísa! Ahora le ha dado por jugar a las muñecas con una caja de
cerillas y les ha hecho vestiditos y sombreritos a todos los
fósforos.
Cuando
la visito, rezo, pienso en Dios Nuestro Señor, y suspiro.
¡Qué
amarga es la vida!
Odio
los gramófonos.
El hombre que iba a casa del dentista y otros cuentos inéditos. Enrique Jardiel Poncela, 2017.
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