lunes, 12 de marzo de 2018

El desaparecido. Julio Llamazares.

En todas las familias hay un secreto y la mía no es una excepción. Durante muchos años, formó parte de su imaginario y continúa formándola del mío, pese a que no conocía a su protagonista. Así son las cosas, a veces, en esta vida.
El secreto de mi familia, al que yo accedí siendo ya un adolescente, tiene que ver con la guerra civil, como los de muchas otras familias españolas. Pero su particularidad estriba en que no desapareció con ella, quiero decir, con la generación que vivió la guerra, sino que la sobrevive, incluso sobre su recuerdo. Y es que, como dijo alguien, los fantasmas sobreviven a los muertos.
Mi tío el desaparecido tendría ahora, si viviera, cerca de los cien años. Era hermano de mi padre, el segundo, en concreto, de una lista que llegó a sumar hasta diez, pero que las condiciones higiénicas de la época redujeron a la mitad apenas fueron naciendo y de la que mi padre fue el más pequeño. Maestro como su madre, mi tío el desaparecido ejercía en la escuela de Orzonaga, una pequeña aldea minera cercana a su localidad natal, cuando estalló la guerra civil y, ante la perspectiva de que lo asesinaran (los falangistas de Matallana fueron, de hecho, en su busca), huyó un día a las montañas donde se concentraban los republicanos que escapaban de las zonas sublevadas de León. Se dijo que dio clases a los niños de otra pequeña aldea montañesa, ésta ya en la zona roja, incluso que alguien lo vio en Asturias cuando el frente del note retrocedió, pero la pista se perdió para siempre con la caída definitiva de éste, que se produjo en 1937.
Durante muchos años, acabada ya la guerra, sus padres y sus hermanos trataron de encontrarlo infructuosamente. Por lo que me contó mi padre, lo hicieron a través de la Cruz Roja, de la policía (un tío mío lo era), de los programas de las radios clandestinas, aquellos con los que los exiliados se comunicaban con sus familias dedicándoles canciones y enviándoles noticias, incluso a través de los guerrilleros, antiguos compañeros de trinchera y de ideales de mi tío que durante varios años sobrevivieron en la cordillera tratando de seguir la lucha y con uno de los cuales mi padre se entrevistó una noche en el monte aprovechando que era la fiesta del pueblo y todo el mundo estaba en el baile. Nadie les pudo dar una pista cierta y las que les proporcionaron sólo sirvieron para aumentar su desasosiego; alguien dijo, por ejemplo, que, una noche, en un programa de radio de una emisora clandestina, habían leído una carta de un maestro de León que mandaba recuerdos desde Rusia a su familia, e incluso alguien llegó a afirmar que en algún lugar constaba que aquél había muerto en el País Vasco, parece que defendiendo Bilbao. Pero nunca se pudo confirmar ninguno de esos dos datos. Aparte de que, en principio, ninguno de ellos parecía muy fiable. El de que se encontraba en Rusia, por la filiación anarquista de mi tío Ángel, que le habría hecho tomar cualquier camino antes que el de la Unión Soviética, y el de que había muerto en el País Vasco porque se contradecía con los testimonios de otras personas que aseguraban haberlo visto por esas fechas en las montañas asturleonesas. El caso es que el tiempo fue transcurriendo sin que sus padres, que murieron esperando su regreso, ni sus hermanos supieran nada de él. Éstos, de hecho, ya han muerto todos y él sigue sin aparecer.
Todo esto, sin embargo, yo lo ignoraba cuando, de niño, pasaba las vacaciones en la casa de mis abuelos paternos, al principio con ellos, mientras vivieron, y luego, ya, con mis padres. Entonces, yo tenía otros intereses y ni siquiera pregunté nunca quién era el hombre de la fotografía que presidía el pequeño comedor adyacente de la cocina y que me daba miedo porque me perseguía con la mirada cuando entraba en aquél en busca de algo o, a la hora de la siesta, aprovechando que todo el mundo dormía en la casa. Comoquiera que el fotógrafo le había sorprendido de reojo, tenía la extraña capacidad de mirarte siempre, te pusieras donde te pusieras. Y eso era lo que me daba miedo.
Eso y que la gente hablaba de él en voz baja. Como si pudiera oírlos, todos bajaban la voz al hablar de él, sobre todo si había niños escuchando. Lo cual aumentaba aún más el misterio que el hombre de la fotografía proyectaba en torno a sí.
Un día –ignoro qué edad tendría yo ese verano– mi padre me reveló su secreto. Para entonces, yo ya no le tenía miedo, pues me había hecho mayor y sabía que las fotos no pueden hacerte daño (con el tiempo descubriría que no era cierto, pero aún faltaba mucho para eso), y el conocimiento de su verdadera historia despertó en mí una simpatía que no ha cesado hasta el día de hoy; tanto como para conservar su foto cuando, pasados los años, también mis padres murieron y la vieja casa de mis abuelos paternos pasó a mis manos, con los cambios que eso supone siempre. De todo lo que allí había mucho acabó en la cochera (la antigua cocina de horno donde mi abuela amasaba el pan), o, aún peor, en la basura, pero la foto de mi tío continuó colgada de una pared junto a mis nuevas fotos y mis recuerdos. Entre ellos, los dos únicos que en la casa se conservaban todavía de aquél: una caja de reloj y una lámpara de marquetería, labor a la que, al parecer, era aficionado. En la caja del reloj hay dos nombres tallados a navaja: los de sus padres, junto con el de su pueblo: La Mata de la Bérbula, y, en la lámpara, por dentro, una fecha escrita a lápiz: 1932.
Para entonces, como es lógico, yo ya había hecho algunas investigaciones dirigidas a saber quién había sido mi tío realmente. En el pueblo donde ejerció de maestro encontré a varios ancianos que había sido alumnos suyos (me contaron que, aparte de dibujar muy bien, les llevaba muchas veces de excursión, en una época en la que esto no era costumbre) y sus contemporáneos del pueblo me desvelaron que era muy inteligente. Supe asimismo que había tenido una novia en un pueblo no lejano al de su escuela (ignoro si seguía siéndolo cuando comenzó la guerra) y que antes mantuvo una relación con una prima carnal (esto por una fotografía), pese a lo cual seguía soltero en el momento de su desaparición. Y, también –y esto me dolió ya más, tanto por la historia en sí como porque nadie me lo contó en su momento–, que, por su causa, la Guardia Civil amenazó y pegó a mis abuelos más de una vez e incluso les obligó a acompañarlos en sus registros, convencida de que mi tío seguía con vida y de que mis abuelos sabían dónde podía esconderse. Y ello a pesar de que éstos habían dado tres de sus cinco hijos al ejército de Franco (mi padre uno de ellos, con diecinueve años tan sólo) por los dos que habían hecho la guerra con la República.
Pero lo que nunca encontré, como le pasó a mi padre, fue una pista sobre su paradero. Tan sólo una referencia en un libro sobre la represión de los maestros en León, que fue una de las más violentas (cientos de ellos murieron o escaparon al exilio y otros muchos fueron proscritos y depurados), y el recuerdo de aquellos dos legendarios datos (el de que se encontraba en Rusia, que a mi abuela le sirvió para seguir viviendo, y el de que murió en Vizcaya, que mi padre y sus hermanos dieron por bueno a falta de otro mejor) que continúan siendo los únicos a día de hoy. Y que tienen todos los visos de seguir siéndolo en el futuro, pues, tantos años después, mi esperanza de encontrar otro ya es tan remota como la de que mi tío regrese. Ni siquiera las exhumaciones que últimamente tienen lugar por todo el país en busca de los republicanos asesinados y enterrados en las cuentas o por los montes como alimañas me permiten alimentarla, porque ¿cómo podría reconocerlo? Si ni siquiera sé dónde está…
Así que, me temo mucho, mi tío el desaparecido seguirá siendo un fantasma como tantos y su fotografía continuará colgando de la pared de su vieja casa natal, ahora la mía de vacaciones, como lo viene haciendo desde hace décadas. Quizá mi hijo la quite un día cuando la herede como yo antes (a él no le da ningún miedo y ya nadie habla de la guerra) y entonces su fantasma desaparecerá también, sumergiéndose en las brumas infinitas de la historia. Ese fantasma que –esto no lo sabe nadie, excepto yo– un día se le apareció a mi abuela (lo vio sentado en el banco de la cocina cuando entró una mañana a encender el fuego), pero que se convirtió en un sueño cuando mi abuela, presa de la emoción de volver a verlo, se abalanzó llorando sobre su hijo. 

Tanta pasión para nada. Julio Llamazares, 2011.
 

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