Un
desconocido llora solo en el compartimiento de un tren. Cuando está
a punto de desvelarse la causa de su aflicción, de pronto el tren se
detiene en medio de un páramo. Caras de asombro pegadas en las
ventanillas; el estupor, el vaho y los murmullos recorren los
vagones, entre corrientes inmisericordes. De pronto alguien recuerda
al hombre que llora. Cunde la sospecha, la alarma, de que tenga algo
que ver con la brusca detención del convoy. Se elige inmediatamente
un comité, en representación de los viajeros (a quienes esperan
novias, madres y trabajos) para que aporree la puerta del
compartimiento del hombre que llora. Al poco, resuenan los pasos, las
voces educadas pero firmes, que exigen explicaciones. Un silencio
mortal del otro lado. Algunos, pero no están seguros, creen
distinguir el llanto aunque muy tenue, tras la puerta atrancada. Se
decide por unanimidad echarla abajo, quebrar el cristal, y obligar al
hombre que llora a deponer su pena inconsolable.
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