Estaba
viendo la tele cuando oí un fuerte estruendo detrás de mí, justo
en la biblioteca. Me levanté extrañado y fui a comprobar qué era.
Una masa inconsistente de papel agonizaba a los pies de la
estantería. La cogí entre mis manos y desmembrando sus partes pude
adivinar que aquello había sido un libro, Crimen y castigo
para ser exactos. No supe encontrar una explicación lógica a tan
extraño incidente.
A
la noche siguiente, estando de nuevo delante de la televisión, el
inquietante ruido. Esta vez, irónicamente, había sido Ana
Karenina quien se había convertido en un manojo de papel deforme
que yacía a los pies de sus compañeros.
Unas
noches más tarde me di cuenta de lo que ocurría: los libros se
estaban suicidando. Al principio fueron los clásicos. Cuanto más
clásico, más alta la probabilidad de estamparse contra el suelo.
Después comenzaron los de filosofía, un día moría Platón y al
otro Sócrates. Luego les siguieron autores contemporáneos como
Hemingway, Dos Passos, Nabokov…
Mi
biblioteca estaba desapareciendo a pasos agigantados. Había noches
de suicidios colectivos y yo, por más que me esforzaba, no conseguía
encontrar un rasgo común entre las obras kamikazes que me permitiera
saber cuál iba a ser la siguiente. Una noche decidí no encender la
televisión para vigilar atentamente los libros. Aquella noche no se
suicidó ninguno.
Un koala en el armario. Gines S. Cutillas.
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