Nadie
los creía vivos, pero llegaron anoche. Arrojaron el ancla y
dispararon
toda
su artillería. No desembarcaron en seguida ni se dejaron ver. Al
amanecer
aparecieron
sobre las piedras del muelle. Temblando y en andrajos, entraron en
Sevilla
con hachones encendidos en las manos. La multitud abrió paso,
atónita, a esta procesión de esperpentos encabezada por Juan
Sebastián de Elcano.
Avanzaban
tambaleándose, apoyándose los unos en los otros, de iglesia en
iglesia, pagando promesas, siempre perseguidos por el gentío. Iban
cantando.
Habían
partido hace tres años, río abajo, en cinco naves airosas que
tomaron
rumbo
al oeste. Eran un montón de hombres a la ventura, venidos de todas
partes, que se habían dado cita para buscar, juntos, el paso entre
los océanos y la fortuna y la gloria. Eran todos fugitivos; se
hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la cárcel o de
la horca.
Los
sobrevivientes hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas.
Han
visto
mares y tierras que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis
veces la zona donde el mundo hierve, sin quemarse nunca. Al sur han
encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro estrellas en cruz. Han
visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces volar. Han
escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos
pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las
fauces abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una
isla muy remota, cuentan, habitan personitas de medio metro de alto,
que tienen orejas que les llegan a los pies. Tan largas son las
orejas que cuando se acuestan, una les sirve de colchón y la otra de
manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas vieron llegar a
la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que las
chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les
daban de mamar.
Los
sobrevivientes cuentan que en el sur del sur, donde se abren las
tierras y
se
abrazan los océanos, los indios encienden altas hogueras, día y
noche, para no morirse de frío. Esos son indios tan gigantes que
nuestras cabezas, cuentan, apenas si les llegaban a la cintura.
Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos poniéndoles
unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas;
pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan
que no han tenido más remedio que beber agua podrida, tapándose
las
narices, y que han comido aserrín, cueros y carne de las ratas que
venían a
disputarles
las últimas galletas agusanadas. A los que se morían de hambre los
arrojaban
por la borda, y como no había piedras para atarles, quedaban los
cadáveres
flotando sobre las aguas: los europeos, cara al cielo, y los indios
boca abajo. Cuando llegaron a las Molucas, un marinero cambió a los
indios seis aves por un naipe, el rey de oros, pero no pudo probar
bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos
han visto llorar a Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del
duro
navegante
portugués Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el
océano jamás atravesado por ningún europeo. Y han sabido de las
furias terribles de Magallanes, cuando hizo decapitar y descuartizar
a dos capitanes sublevados y abandonó en el desierto a otros
alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de los
indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha
envenenada.
De
los doscientos treinta y siete marineros y soldados que salieron de
Sevilla
hace
tres años, han regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave
quejumbrosa, que tiene la quilla carcomida y hace agua por los cuatro
costados.
Los
sobrevivientes. Estos muertos de hambre que acaban de dar la vuelta
al
mundo
por primera vez.
Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano, 1982.
Lienzo: Juan Sebastián Elcano.Museo Naval de Madrid.
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