La
niña jugaba a solas a la mamá con la muñeca en esa edad en que
perder el tiempo en los juegos no es ningún pecado que disminuya la
producción nacional. Todos los días la tomaba en sus brazos y le
daba teterito y cucharaditas de sopa por papá que está en la
oficina por los hermanitos en el colegio por esto y por lo otro, por
las miles de variantes razones para tomar sopita. Como es de suponer,
la muñequita estaba lozana: cachetes rosados, ojos de lucero, labios
de arrebol, etc. Un día la niña empezó a pensar diferente, le
pareció cursi el tal jueguito, fue a fiestas, se enamoró, se hizo
una mujercita y el día del primer brasier ya ni sabía de la
muñequita. Siendo universitaria se puso a escarbar en el baúl donde
su infancia estaba archivada: patines oxidados, monopolios
incompletos, etc., y en el fondo del cajón vio algo que le hizo
retraer el rostro en una mueca de asco: un pequeño esqueleto con el
cráneo blanco, salpicado de mechones amarillos, marchitos, olorosos
a moho y tumba. Unas lágrimas corrieron por sus mejillas (para qué
vamos a negarlo) cuando comprendió que la muñequita había muerto
de hambre.
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