Vaya a saber a quién
se le había ocurrido, tal vez a Vera la noche de su cumpleaños
cuando Mauricio insistía en que empezaran otra botella de champaña
y entre copa y copa bailaban en el salón pegajoso de humo de cigarro
y medianoche, o quizá a Mauricio en ese momento en que Blues in
Thirds les traía desde tan antes el recuerdo de los primeros
tiempos, de los primeros discos cuando los cumpleaños eran más que
una ceremonia cadenciosa y recurrente. Como un juego, hablar mientras
bailaban, cómplices sonrientes en la modorra paulatina del alcohol y
del humo, decirse que por qué no, puesto que al fin y al cabo, ya
que podían hacerlo y allá sería el verano, habían mirado juntos e
indiferentes el prospecto de la agencia de viajes, de golpe la idea,
Mauricio o Vera, simplemente telefonear, irse al aeropuerto, probar
si el juego valía la pena, esas cosas se hacen de una vez o no, al
fin y al cabo qué, en el peor de los casos volverse con la misma
amable ironía que los había devuelto de tantos viajes aburridos,
pero probar ahora de otra manera, jugar el juego, hacer el balance,
decidir.
Porque esta vez (y
ahí estaba lo nuevo, la idea que se le había ocurrido a Mauricio
pero que bien podía haber nacido de una reflexión casual de Vera,
veinte años de vida en común, la simbiosis mental, las frases
empezadas por uno y completadas desde el otro extremo de la mesa o el
otro teléfono), esta vez podía ser diferente, no había más que
codificarlo, divertirse desde el absurdo total de partir en
diferentes aviones y llegar como desconocidos al hotel, dejar que el
azar los presentara en el comedor o en la playa al cabo de uno o dos
días, mezclarse con las nuevas relaciones del veraneo, tratarse
cortésmente, aludir a profesiones y familias en la rueda de los
cócteles, entre tantas otras profesiones y otras vidas que buscarían
como ellos el leve contacto de las vacaciones. A nadie iba a llamarle
la atención la coincidencia de apellido puesto que era un apellido
vulgar, sería tan divertido graduar el lento conocimiento mutuo,
ritmándolo con el de los otros huéspedes, distraerse con la gente
cada uno por su lado, favorecer el azar de los encuentros y de cuando
en cuando verse a solas y mirarse como ahora mientras bailaban Blues
in Thirds y por momentos se detenían para alzar las copas de
champaña y las chocaban suavemente con el ritmo exacto de la música,
corteses y educados y cansados y ya la una y media entre tanto humo y
el perfume que Mauricio había querido poner esa noche en el pelo de
Vera, preguntándose si no se habría equivocado de perfume, si Vera
alzaría un poco la nariz y aprobaría, la difícil y rara aprobación
de Vera.
Siempre habían
hecho el amor al final de sus cumpleaños, esperando con amable
displicencia la partida de los últimos amigos, y esta vez en que no
había nadie, en que no habían invitado a nadie porque estar con
gente los aburría más que estar solos, bailaron hasta el final del
disco y siguieron abrazados, mirándose en una bruma de semisueño,
salieron del salón manteniendo todavía un ritmo imaginario,
perdidos y casi felices y descalzos sobre la alfombra del dormitorio,
se demoraron en un lento desnudarse al borde de la cama, ayudándose
y complicándose y besos y botones y otra vez el encuentro con las
inevitables preferencias, el ajuste de cada uno a la luz de la
lámpara que los condenaba a la repetición de imágenes cansadas, de
murmullos sabidos, el lento hundirse en la modorra insatisfecha
después de la repetición de las fórmulas que volvían a las
palabras y a los cuerpos como un necesario, casi tierno deber.
Por la mañana era
domingo y lluvia, desayunaron en la cama y lo decidieron en serio;
ahora había que legislar, establecer cada fase del viaje para que no
se volviera un viaje más y sobre todo un regreso más. Lo fijaron
contando con los dedos: irían separadamente, uno, vivirían en
habitaciones diferentes sin que nada les impidiera aprovechar del
verano, dos, no habría censuras ni miradas como las que tanto
conocían, tres, un encuentro sin testigos permitiría cambiar
impresiones y saber si valía la pena, cuatro, el resto era rutina,
volverían en el mismo avión puesto que ya no importarían los demás
(o sí, pero eso se vería con arreglo al artículo cuatro), cinco.
Lo que iba a pasar después no estaba numerado, entraba en una zona a
la vez decidida e incierta, suma aleatoria en la que todo podía
darse y de la que no había que hablar. Los aviones para Nairobi
salían los jueves y los sábados, Mauricio se fue en el primero
después de un almuerzo en el que comieron salmón por si las moscas,
recitándose brindis y regalándose talismanes, no te olvides de la
quinina, acordate que siempre dejás en casa la crema de afeitar y
las sandalias.
Divertido llegar a
Mombasa, una hora de taxi y que la llevaran al Trade Winds, a un
bungalow sobre la playa con monos cabriolando en los cocoteros y
sonrientes caras africanas, ver de lejos a Mauricio ya dueño de
casa, jugando en la arena con una pareja y un viejo de patillas
rojas. La hora de los cócteles los acercó en la veranda abierta
sobre el mar, se hablaba de caracoles y arrecifes, Mauricio entró
con una mujer y dos hombres jóvenes, en algún momento quiso saber
de dónde venía Vera y explicó que él llegaba de Francia y que era
geólogo. A Vera le pareció bien que Mauricio fuera geólogo y
contestó las preguntas de los otros turistas, la pediatría que cada
tanto le reclamaba unos días de descanso para no caer en la
depresión, el viejo de las patillas rojas era un diplomático
jubilado, su esposa se vestía como si tuviera veinte años pero no
le quedaba tan mal en un sitio donde casi todo parecía una película
en colores, camareros y monos incluidos y hasta el nombre Trade Winds
que recordaba a Conrad y a Somerset Maugham, los cócteles servidos
en cocos, las camisas sueltas, la playa por la que se podía pasear
después de la cena bajo una luna tan despiadada que las nubes
proyectaban sus movientes sombras sobre la arena para asombro de
gentes aplastadas por cielos sucios y brumosos.
Los últimos serán
los primeros, pensó Vera cuando Mauricio dijo que le habían dado
una habitación en la parte más moderna del hotel, cómoda pero sin
la gracia de los bungalows sobre la playa. Se jugaba a las cartas por
la noche, el día era un diálogo interminable de sol y sombra, mar y
refugio bajo las palmeras, redescubrir el cuerpo pálido y cansado a
cada chicotazo de las olas, ir a los arrecifes en piragua para
sumergirse con máscaras y ver los corales azules y rojos, los peces
inocentemente próximos. Sobre el encuentro con dos estrellas de mar,
una con pintas rojas y la otra llena de triángulos violeta, se habló
mucho el segundo día, a menos que ya fuera el tercero, el tiempo
resbalaba como el tibio mar sobre la piel, Vera nadaba con Sandro que
había surgido entre dos cócteles y se decía harto de Verona y de
automóviles, el inglés de las patillas rojas estaba insolado y el
médico vendría de Mombasa para verlo, las langostas eran
increíblemente enormes en su última morada de mayonesa y rodajas de
limón, las vacaciones. De Anna sólo se había visto una sonrisa
lejana y como distanciadora, la cuarta noche vino a beber al bar y
llevó su vaso a la veranda donde los veteranos de tres días la
recibieron con informaciones y consejos, había erizos peligrosos en
la zona norte, de ninguna manera debía pasear en piragua sin
sombrero y algo para cubrirse los hombros, el pobre inglés lo estaba
pagando caro y los negros se olvidaban de prevenir a los turistas
porque para ellos, claro, y Anna agradeciendo sin énfasis, bebiendo
despacio su martini, casi mostrando que había venido para estar sola
desde algún Copenhague o Estocolmo necesitado de olvido. Sin
siquiera pensado Vera decidió que Mauricio y Anna, seguramente
Mauricio y Anna antes de veinticuatro horas, estaba jugando al
ping-pong con Sandro cuando los vio irse al mar y tenderse en la
arena, Sandro bromeaba sobre Anna que le parecía poco comunicativa,
las nieblas nórdicas, ganaba fácilmente las partidas pero el
caballero italiano cedía de cuando en cuando algunos puntos y Vera
se daba cuenta y se lo agradecía en silencio, veintiuno a dieciocho,
no había estado mal, hacía progresos, cuestión de aplicarse.
En algún momento
antes del sueño Mauricio pensó que después de todo lo estaban
pasando bien, casi cómico decirse que Vera dormía a cien metros de
su habitación en el envidiable bungalow acariciado por las palmeras,
qué suerte tuviste, nena. Habían coincidido en una excursión a las
islas cercanas y se habían divertido mucho nadando y jugando con los
demás; Anna tenía los hombros quemados y Vera le dio una crema
infalible, usted sabe que un médico de niños termina por saber todo
sobre las cremas, retorno vacilante del inglés protegido por una
bata celeste, de noche la radio hablando de Yomo Kenyatta y de los
problemas tribales, alguien sabía mucho sobre los Massai y los
entretuvo a lo largo de muchos tragos con leyendas y leones, Karen
Blixen y la autenticidad de los amuletos de pelo de elefante, nilón
puro y así iba todo en esos países. Vera no sabía si era miércoles
o jueves, cuando Sandro la acompañó al bungalow después de un
largo paseo por la playa donde se habían besado como esa playa y esa
luna lo requerían, ella lo dejó entrar apenas él le apoyó una
mano en el hombro, se dejó amar toda la noche, oyó extrañas cosas,
aprendió diferencias, durmió lentamente, saboreando cada minuto del
largo silencio bajo un mosquitero casi inconcebible. Para Mauricio
fue la siesta, después de un almuerzo en que sus rodillas habían
encontrado los muslos de Anna, acompañarla a su piso, murmurar un
hasta luego frente a la puerta, ver cómo Anna demoraba la mano en el
pestillo, entrar con ella, perderse en un placer que sólo los liberó
por la noche, cuando ya algunos se preguntaban si no estarían
enfermos y Vera sonreía inciertamente entre dos tragos, quemándose
la lengua con una mezcla de Campari y ron keniano que Sandro batía
en el bar para asombro de Moto y de Nikuku, esos europeos acabarían
todos locos.
El código fijaba el
sábado a las siete de la tarde, Vera aprovechó un encuentro sin
testigos en la playa y mostró a la distancia un palmeral propicio.
Se abrazaron con un viejo cariño, riéndose como chicos, acatando el
artículo cuatro, buena gente. Había una blanda soledad de arena y
ramas secas, cigarrillos y ese bronceado del quinto o sexto día en
que los ojos se ponen a brillar como nuevos, en que hablar es una
fiesta. Nos está yendo muy bien, dijo Mauricio casi enseguida, y
Vera sí, claro que nos está yendo muy bien, se te ve en la cara y
en el pelo, por qué en el pelo, porque te brilla de otra manera, es
la sal, burra, puede ser pero la sal más bien apelmaza la pilosidad,
la risa no los dejaba hablar, era bueno no hablar mientras se reían
y se miraban, un último sol acostándose velozmente, el trópico,
mirá bien y verás el rayo verde legendario, ya hice la prueba desde
mi balcón y no vi nada, ah, claro, el señor tiene un balcón, sí
señora un balcón pero usted goza de un bungalow para ukeleles y
orgías. Resbalando sin esfuerzo, con otro cigarrillo, de verdad, es
maravilloso, tiene una manera que. Así será, si vos lo decís. Y la
tuya, hablá. No me gusta que digas la tuya, parece una distribución
de premios. Es. Bueno, pero no así, no Anna. Oh, qué voz tan llena
de glucosa, decís Anna como si le chuparas cada letra. Cada letra
no, pero. Cochino. Y vos, entonces. En general no soy yo la que
chupa, aunque. Me lo imaginaba, esos italianos vienen todos del
decamerón. Momento, no estamos en terapia de grupo, Mauricio.
Perdón, no son celos, con qué derecho. Ah, good boy. ¿Entonces sí?
Entonces sí, perfecto, lentamente, interminablemente perfecto. Te
felicito, no me gustaría que te fuera menos bien que a mí. No sé
cómo te va a vos pero el artículo cuatro manda que. De acuerdo,
aunque no es fácil convertirlo en palabras, Anna es una ola, una
estrella de mar. ¿La roja o la violeta? Todas juntas, un río
dorado, los corales rosa. Este hombre es un poeta escandinavo. Y
usted una libertina veneciana. No es de Venecia, de Verona. Da lo
mismo, siempre se piensa en Shakespeare. Tenés razón, no se me
había ocurrido. En fin, así vamos, verdad. Así vamos, Mauricio, y
todavía nos quedan cinco días. Cinco noches, sobre todo,
aprovechalas bien. Creo que sí, me ha prometido iniciaciones que él
llama artificios para llegar a la realidad. Me los explicarás,
espero. En detalle, imaginate, y vos me contarás de tu río de oro y
los corales azules. Corales rosa, chiquita. En fin, ya ves que no
estamos perdiendo el tiempo. Eso habrá que verlo, en todo caso no
perdemos el presente y hablando de eso no es bueno que nos quedemos
mucho en el artículo cuatro. ¿Otro remojón antes del whisky? Del
whisky, qué grosería, a mí me dan Carpano combinado con ginebra y
angostura. Oh, Perdón. No es nada, los refinamientos llevan tiempo,
vamos en busca del rayo verde, en una de ésas quién te dice.
Viernes, día de
Robinson, alguien lo recordó entre dos tragos y se habló un rato de
islas y naufragios, hubo un breve y violento chubasco caliente que
plateó las palmeras y trajo más tarde un nuevo rumor de pájaros,
las migraciones, el viejo marinero y su albatros, era gente que sabía
vivir, cada whisky venía con su ración de folklore, de viejas
canciones de las Hébridas o de Guadalupe, al término del día Vera
y Mauricio pensaron lo mismo, el hotel merecía su nombre, era la
hora de los vientos alisios para ellos, Anna la dadora de vértigos
olvidados, Sandro el hacedor de máquinas sutiles, vientos alisios
devolviéndolos a otros tiempos sin costumbres, cuando habían tenido
también un tiempo así, invenciones y deslumbramientos en el mar de
las sábanas, solamente que ahora, solamente que ya no ahora y por
eso, por eso los alisios que soplarían aún hasta el martes,
exactamente hasta el final del interregno que era otra vez el pasado
remoto, un viaje instantáneo a las fuentes aflorando otra vez,
bañándolos de una delicia presente pero ya sabida, alguna vez
sabida antes de los códigos, de Blues in Thirds.
No hablaron de eso a
la hora de encontrarse en el Boeing de Nairobi, mientras encendían
juntos el primer cigarrillo del retorno. Mirarse como antes los
llenaba de algo para lo que no había palabras y que los dos callaron
entre tragos y anécdotas del Trade Winds, de alguna manera había
que guardar el Trade Winds, los alisios tenían que seguir
empujándolos, la buena vieja querida navegación a vela volviendo
para destruir las hélices, para acabar con el sucio lento petróleo
de cada día contaminando las copas de champaña del cumpleaños, la
esperanza de cada noche. Vientos alisios de Anna y de Sandro, seguir
bebiéndolos en plena cara mientras se miraban entre dos bocanadas de
humo, por qué Mauricio ahora si Sandro seguía siempre ahí, su piel
y su pelo y su voz afinando la cara de Mauricio como la ronca risa de
Anna en pleno amor anegaba esa sonrisa que en Vera valía amablemente
como una ausencia. No había artículo seis pero podían inventarlo
sin palabras, era tan natural que en algún momento él invitara a
Anna a beber otro whisky que ella, aceptándolo con una caricia en la
mejilla, dijera que sí, dijera sí, Sandro, sería tan bueno
tomarnos otro whisky para quitamos el miedo de la altura, jugar así
todo el viaje, ya no había necesidad de códigos para decidir que
Sandro se ofrecería en el aeródromo para acompañar a Anna hasta su
casa, que Anna aceptaría con el simple acatamiento de los deberes
caballerescos, que una vez en la casa fuera ella quien buscara las
llaves en el bolso e invitara a Sandro a tomar otro trago, le hiciera
dejar la maleta en el zaguán y le mostrara el camino del salón,
disculpándose por las huellas de polvo y el aire encerrado,
corriendo las cortinas y trayendo hielo mientras Sandro examinaba con
aire apreciativo las pilas de discos y el grabado de Friedlander.
Eran más de las once de la noche, bebieron las copas de la amistad y
Anna trajo una lata de paté y bizcochos, Sandro la ayudó a hacer
canapés y no llegaron a probarlos, las manos y las bocas se
buscaban, volcarse en la cama y desnudarse ya enlazados, buscarse
entre cintas y trapos, arrancarse las últimas ropas y abrir la cama,
bajar las luces y tomarse lentamente, buscando y murmurando, sobre
todo esperando y murmurándose la esperanza.
Vaya a saber cuándo
volvieron los tragos y los cigarrillos, las almohadas para sentarse
en la cama y fumar bajo la luz de la lámpara en el suelo. Casi no se
miraban, las palabras iban hasta la pared y volvían en un lento
juego de pelota para ciegos, y ella la primera preguntándose como a
sí misma qué sería de Vera y de Mauricio después del Trade Winds,
qué sería de ellos después del regreso.
-Ya se habrán dado
cuenta -dijo él-. Ya habrán comprendido y después de eso no podrán
hacer más nada.
-Siempre se puede
hacer algo -dijo ella-, Vera no se va a quedar así, bastaba con
verla.
-Mauricio tampoco
-dijo él-, lo conocí apenas pero era tan evidente. Ninguno de los
dos se va a quedar así y casi es fácil imaginar lo que van a hacer.
-Sí, es fácil, es
como verlo desde aquí.
-No habrán dormido,
igual que nosotros, y ahora estarán hablándose despacio, sin
mirarse. Ya no tendrán nada que decirse, creo que será Mauricio el
que abra el cajón y saque el frasco azul. Así, ves, un frasco azul
como éste.
-Vera las contará y
las dividirá -dijo ella-. Le tocaban siempre las cosas prácticas,
lo hará muy bien. Dieciséis para cada uno, ni siquiera el problema
de un número impar.
-Las tragarán de a
dos, con whisky y al mismo tiempo, sin adelantarse.
-Serán un poco
amargas -dijo ella.
-Mauricio dirá que
no, más bien ácidas.
-Sí, puede que sean
ácidas. Y después apagarán la luz, no se sabe por qué.
-Nunca se sabe por
qué, pero es verdad que apagarán la luz y se abrazarán. Eso es
seguro, sé que se abrazarán.
-En la oscuridad
-dijo ella buscando el interruptor-. Así, verdad.
-Así -dijo él.
Alguien que anda por ahí. Julio Cortázar, 1977.
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