Algunas noches –cuando en la tele no ponen nada interesante y hace calor y hay luna llena– mi mujer y yo copulamos. O, como le gusta decir a ella, hacemos el amor. Tiene un corazón de los de antes y se refiere a ciertas cosas como si no hubieran dejado de existir, así le duele menos su ausencia. Trabaja en la Universidad dando clases de Historia de los siglos XX, XXI y XXII, y cree que entonces el mundo era un lugar mejor. Además del amor, lamenta sobre todo la extinción de los poetas, los bailes folclóricos y las ballenas. En cambio, yo, que tengo el corazón transgénico y carezco de sentimientos, lo que recuperaría de aquellos tiempos sería el fútbol. Pelé, Maradona, Messi, qué hombres, lástima que las técnicas de criogenización se desarrollasen después.
Ayer, tras la cópula, salimos a pasear. La temperatura nocturna alcanzaba tantos grados que de no ser sintética nuestra piel, nos habríamos deshidratado de inmediato. Fuimos hasta el parque de sicomoros. Por suerte, ningún cuerpo colgaba de las ramas. Sentados en un banco, a la luz de la luna, ella me confesó que se sentía muy sola y quería adoptar un dogcat. Se echó a llorar y lloró dieciséis minutos. A veces no la entiendo.
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