Un día, la señora NTS se vio en el espejo y se asustó. La mujer del espejo no era ella. Era otra mujer. En un momento, se le ocurrió la idea de que podría ser una broma del espejo. Pero la desechó. Corrió a verse en el espejo del hall. Nada. La misma señora. Fue al baño, a la sala, sacó los espejitos de su bolsa. Lo mismo. La misma señora desconocida.
Se sentó, cerró los ojos. Habría querido huir alguna parte, lejos, donde no viera a aquella persona. Pero no. Era más prudente no dejarla sola. Observarla.
Se puso a reflexionar. ¿Quién podía ser esa señora? ¿La que vivió antes de mí en mi departamento? ¿O la que vivirá aquí cuando yo me cambie? ¿La mujer que sería yo si mi mamá se hubiera casado con el primer novio? ¿O, a lo mejor, la mujer que yo habría querido ser? Eché una furtiva mirada al espejo y decidí que eso no. De ninguna manera habría querido ser esa señora.
Después de meditar mucho tiempo, la señora NTS llegó a la conclusión de que todos los espejos de su casa se equivocaban, como atacados por una enfermedad misteriosa.
Traté de aceptar la situación, no preocuparme ya y simplemente dejar de mirarme en el espejo. Al fin, puede uno vivir muy bien sin verse en el espejo, ¿no crees? Guardé los espejitos —para tiempos mejores— y tapé los grandes.
Un día, cuando me estaba peinando por costumbre delante de la luna de mi ropero, de pronto se cae el trapo. Me está mirando la otra, la desconocida.
¿Desconocida? Me parece que ya no tanto. La contemplo durante unos largos minutos. Empiezo a encontrarle cierto aire de familia. Tal vez la dama esa comprende mi situación y, por pura bondad, trata de adaptarse a mí, a mi imagen, que durante tanto tiempo ha habitado mis espejos.
Desde entonces, me veo en el espejo todos los días, a toda hora. La otra, no hay ninguna duda, cada vez se parece más a mí.
¿O yo a ella?
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