El detective Hackett
golpeó ansiosamente en la puerta del chalet de Sir Eugen. ¡Quizá
llegara tarde! ¡Quizá ya lo hubieran asesinado!
Cuando al fin el
criado abrió, Hackett se precipitó dentro, a los gritos. Acudieron
de diferentes lados, una anciana -Lady Malver, evidentemente-, un
joven de ojos saltones y un caballero que parecía estar siempre
sonriéndose.
-¿Donde está Sir
Eugen? ¡Pronto, pronto! ¡Es cuestión de vida o muerte!
-En el desván,
revelando sus fotografías -atinó a decir el criado.
Y todos se lanzaron
escaleras arriba: los hombres, saltando los escalones de dos en dos;
Lady Malver, lentamente, como una oruga.
La puerta del desván
estaba cerrada. Golpearon.
-¡Sir Eugen, Sir
Eugen! ¿Está usted ahí?
Oyeron del otro lado
una voz temblorosa, angustiada:
-Ah, vengan, ¡por
favor!
Hackett hizo fuerzas
con el picaporte, pero le habían echado llave.
-¡Abra, Sin Eugen!
Lady Malver ya
estaba allí, sin aliento:
-¡Eugen! -dijo,
apenas.
Oyeron, por el lado
de adentro, el girar del cerrojo, después algo como un resuello, el
ruido de un cuerpo que se desplomaba… Y un silencio.
Hackett volvió a
empujar la puerta. Ahora cedió. Entraron todos, un tumulto.
En el primer momento
no pudieron ver nada. Sólo, a un costado, el ojo turbio de la
lámpara roja. La oscuridad era redonda, densa, rosada, pulposa. Y en
eso descubrieron en el centro (¡parecía el carozo de un fruto!) a
Sir Eugen, duro, tendido de bruces. Alguien encendió una luz blanca.
A Sir Eugen le
estaba creciendo un puñal a las espaldas. Era un mundo hermético,
como un durazno con el cadáver dentro, en el medio. Percutió el
suelo, las paredes; estudió la posición del difunto, del arma…
Al cabo de un rato
fue hacia la puerta, la cerró, se guardó la llave y empuñó el
revólver.
-El asesino -dijo
mirando a todos, uno por uno -está aquí. El asesino aprovechó la
atropellada en la oscuridad para apuñalar a Sir Eugen.
Hubo protestas.
Hackett contestó a
todas, descartando imposibilidades. La muerte era reciente. Asesinato
y no suicidio. No había escapes ni siquiera para un mono tití.
Tampoco pudieron arrojarle el puñal desde lejos. La habitación no
tenía mecanismos.
La anciana,
desencajada, propuso tímidamente.
-¿Y si fuera algo
sobrenatural? No sé…
Esas horribles
placas fotográficas, allí debajo de la luz roja… Parecen hechas
de carne, carne fofa y pálida de degenerado… Tal vez, al encender
la luz blanca, esas placas se han llevado el secreto… Tal vez se
han llevado al criminal mismo… Digo yo… Algún asesino
sobrenatural.
-¿Sobrenatural?
-comentó sardónicamente el detective -. No hay nada sobrenatural.
Entonces, al oír
ese “¡no hay nada sobrenatural!” todos, la misma Lady Malver y
hasta el cadáver, rompieron a reír como una fuente de muchos
chorros. Una carcajada a coro, simultánea, una sola carcajada reída
por las seis bocas en un único temblor de ritmos acordados. Y, sin
dejar de reír, las figuras de Hackett, Sir Eugen, Lady Malver, el
criado, el joven de los ojos saltones y el caballero de la boca
sonreidora se fueron encogiendo, se fueron consumiendo como seis
pálidas llamas. Después los personajes se acercaron, por el aire,
con la determinación de los fuegos fatuos y se fundieron en una sola
transparencia; y desde dentro de esa masa se rehizo la forma original
del duende. Era el duende de la casa, el duende aficionado a novelas
policiales.
Libre, invisible,
aéreo, licencioso, fraudulento, embrollador, el duende atravesó el
muro del desván cerrado, bajó por las escaleras de la mansión
solitaria y fue a buscar a los estantes otra novela de detectives.
¡Cómo le divertían esos fatídicos juegos sin azar que escribían
los hombres! Especialmente, le divertía protagonizar todos los
papeles.
El cuento. Revista de la imaginación. Nº 143.
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