Estiré
la mano y lo toqué. Sobresaltado encendí la lámpara y... allí
estaba, flotando a unos centímetros del piso, con su título
reluciente: Cien años de soledad.
Lentamente
me acerqué y cuando creí que eran el momento y la distancia
apropiados me descargué sobre él. Inútil. Permaneció suspendido
en el aire. Al cabo de cierto tiempo - y sin que mediara mi
intervención - se posó en el piso. Lo palpé y lo releí renglón
por renglón, cuidadosamente. Todo igual, excepto algo: no estaba
Remedios la Bella.
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