Al
amanecer, el llamado del cuerno anunció, desde la montaña, que era
la
hora
de los arcos y las cerbatanas.
A
la caída de la noche, de la aldea no quedaba más que humo.
Un
hombre pudo tumbarse, inmóvil, entre los muertos. Untó su cuerpo
con
sangre
y esperó. Fue el único sobreviviente del pueblo palawiyang.
Cuando
los enemigos se retiraron, ese hombre se levantó. Contempló su
mundo
arrasado. Caminó por entre la gente que había compartido con él el
hambre y la comida. Buscó en vano alguna persona o cosa que no
hubiera sido aniquilada.
Ese
espantoso silenció lo aturdía. Lo mareaba el olor del incendio y la
sangre.
Sintió
asco de estar vivo y volvió a echarse entre los suyos.
Con
las primeras luces, llegaron los buitres. En ese hombre sólo había
niebla y
ganas
de dormir y dejarse devorar.
Pero
la hija del cóndor se abrió paso entre los pajarracos que volaban
en círculos. Batió recia las alas y se lanzó en picada.
Él
se agarró a sus patas y la hija del cóndor lo llevó lejos.
Memoria del fuego I. Los nacimientos. Eduardo Galeano, 1988.
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