No
había visto llorar a mi madre hasta el día en que mi padre murió.
Hay algo antinatural y sobrecogedor en el llanto de una madre. Uno no
sabe cómo consolarla.
Papá
murió un lunes de madrugada. Estiró su mano y agarró la de mi
madre tan fuerte que le rompió los veintisiete huesos de su mano. Si
le preguntas a mi madre cuál es el sonido de la muerte, te dirá que
es muy semejante a un estallido de pajas secas. Ella, como pudo, se
liberó de la mano inerte de mi padre. Luego se levantó, se aseó y
se vistió de luto riguroso. A mi padre lo velaron en la biblioteca,
rodeado de toda su obra: doce novelas, un libro de cuentos y tres
ensayos.
Anochecía
cuando llegaron ellas. Altas, hermosas y sutilmente transparentes.
Así las recuerdo. La mayor de todas se acercó a darnos el pésame.
Mamá, que llevaba toda la vida esperando este momento, levantó su
mano sana y le dio un bofetón. “Ahora es solo mío”, dijo. La
musas, respetuosas, retrocedieron en silencio. De repente, sus ojos
dorados se fijaron unánimemente en mí. Sentí sus voces
susurrantes. La menor de todas se me acercó y me miró fijamente a
los ojos.
Fue
en ese momento cuando mi madre, totalmente vencida, rompió a llorar.
Blog: Una nube de historias. Arantza Portabales, 11 mayo 2017.
No hay comentarios:
Publicar un comentario