Una cosa que he observado: lo deprisa que levantan esos
edificios. Se llevan los escombros en carretillas, cuadriculan la excavación,
colocan el encofrado y arriba con él. Placas de hormigón en el suelo y, de
noche, lámparas de trabajo suspendidas como estrellas. Cuando una bandera
corona todo como si fueran a zarpar hacia algún lugar, instalan el ascensor,
tienden el cableado, las tuberías, acoplan el paramento de granito y ponen las
ventanas a través de las cuales ves que han enlucido las paredes interiores de
los apartamentos y no te das cuenta y hay ya un toldo hasta el bordillo de la
acera, un portero y, arriba, justo enfrente de mi ventana, un dormitorio
totalmente amueblado y con una chica desnuda bailando.
Otra cosa: cómo se deja arrastrar la gente en la calle por
perritos sujetos a una correa. Por lo general, un perrito de patas cortas que
mantiene la correa tirante de manera que salta a la vista quién manda. Olfatea
aquí y allá para hacer lo que hace, lo hace y ya está listo para reanudar la
marcha, dejando que su ayuda de cámara bípedo lo recoja. Son la realeza estos
perros, se paran para olisquearse mutuamente, menean sus colas bien peinadas,
es su paseo, con sus pelajes lustrosos y sus orejas dobladas y sus ojos
relucientes, y la correa, una tira de cuero, tensa como una médula espinal,
como si todo ello fuese una sola criatura, de forma extraña, con cuatro patas
cortas y un cerebro delante y dos patas largas y sin cerebro detrás.
¿Y cuando llueve en la ciudad? Aunque sólo sean cuatro gotas,
enseguida aparece el despliegue de paraguas. Gente provista de esos trastos que
son como sombreros ensartados en picas. Tiene gracia, la elemental lógica de
dibujos animados en esta situación, pero, cuando llueve de verdad, con viento y
lluvia a la vez, los paraguas salen volando y eso tiene aún más gracia, la
gente despegándose del suelo.
Seguro que en las praderas de Mongolia no tienen a mano
paraguas.
Para eludir a las viejas encorvadas y a sus carritos de la
compara y sus andadores y bastones y a sus ayudantes negras que ocupan tres
cuartas partes de la acera, corro por la calzada. No, los coches no dan tantos
problemas. En una situación de tráfico normal, están parados cuando paso
corriendo junto a las bocinas que emiten su disonante protesta masiva, así que
me pongo las orejeras y voy tan tranquilo.
Pero, en realidad, corro porque no sé qué otra cosa hacer.
Perdí la fe en el lugar donde estoy hace ya tiempo. ¿Por qué, frente a todos
los cines ante los que paso, hay gente en cola esperando para entrar? ¿Qué o
quién los ha convencido? ¿Y qué decir de los propios cines, con sus historias
filmadas por las que supuestamente debo preocuparme? Eso de sentarme a oscuras
y preocuparme por actores que interpretan historias… O la necesidad de comprar
antes palomitas de maíz… ¿Comprar palomitas de maíz en los cines como quien
enciende una vela votiva en una catedral? La obligación de comer palomitas de maíz,
algo que no comes en ningún otro momento, mientras ves imágenes en movimientos
por las que tienes que preocuparte es una peculiar costumbre antropológica para
la que no tengo una explicación aceptable.
Éste no es mi lugar. Yo no soy de este reino. Si fuese de
este reino, no me sentiría así. No comentaría estas cosas. ¿Por qué las chicas
ven un apartamento en un edificio nuevo como ocasión ideal para bailar
desnudas? Y lo de la gente sujeta a correas sosteniendo paraguas por encima de
la cabeza. ¿Y lo de los coches que no se mueven balando su disonancia masiva
como si fueran ovejas mongolas?
Y cómo podría evitar pensar que cuantas personas veo en la
acera están tan solas y sin amigos como yo, que somos totalmente anónimos,
hablando con pretendida importancia por nuestros móviles mientras caminamos
como actores en películas por las que todo el mundo tiene que preocuparse.
Por supuesto, sí se nos distingue vistos de cerca. Yo soy un
individuo esbelto y fibroso, estoy así de correr. Corro. No sé qué otra cosa
hacer con el fin de llenarme los pulmones de material carcinogénico. Podría
subir por la escalera del edificio de enfrente y llamar a la puerta de la chica
desnuda que baila, pero no lo hago. Corro al parque y luego corro con los otros
corredores alrededor del embalse.
Un tipo con una camiseta en la que se lee ¡EL PROGRAMA ESTÁ
EN MARCHA! A veces se acerca y trota a mi lado. Nunca sé cuándo aparecerá. A
veces son dos o tres los que llevan ese logo en la camiseta, como si no pudieran
correr sin más, como si tuvieran que formar un equipo de tíos enrollados para
que todos los demás se sintieran excluidos. Corres bastante bien, dice el tipo
con una mueca agramatical y, sin el menor esfuerzo, me adelanta y se aleja con
trote ágil. En tales ocasiones, tengo la sensación de que mis pies no pisan el
suelo sino que pedalean en el aire.
Y luego están las corredoras, mujeres que corren de dos en
dos con los hombros atrás y las barbillas en alto: no llevan el nombre impreso,
esas mujeres son como aves de patas largas que avanzan con sus mallas y los
jerséis atados por las mangas a la cintura flameando como enseñas por encima de
sus traseros.
Tal vez te preguntes a quién le hablo. Supongamos, por
ejemplo, que eres uno de esos chinos delgados, sin papeles, que reparten comida
a domicilio en bicicletas de neumático ancho. Me verías tal como yo veo todo lo
demás, es decir, no del todo normal. Quiero decir que todavía no soy una persona
característica e impasiblemente triste. No circulo en una bicicleta de
neumático ancho entregando comida china en apartamentos donde chicas desnudas
bailan y perritos de pelaje rizado y ojos relucientes se comen las sobras. Así
que incluso a mí, en mi ininteligible parloteo, puede vérseme como con un
aspecto más de este reino extraño.
En Mongolia el aire es limpio y rico y ves las estrellas por
la noche, las ves de verdad. Los pastores parecen casi chinos, con sus rebaños
de ovejas y cabras y con camellos y yaks para su transporte regio. Allí no hay
teléfonos móviles. No ves a pastores pasearse con teléfonos móviles al oído por
delante de porteros que los miran de reojo. Son hombres fuertes de complexión
robusta y saben que el reino de la tierra con unos yaks y camellos y cabras y
caballos salvajes es su territorio. Aceptan la responsabilidad. No correrían
sólo por correr. Si tuvieran un embalse, correrían alrededor, se postrarían de
rodillas para ver el cielo nocturno lleno de estrellas reflejado en el agua, a
menos que ésta se congelase y quedase opaca de noche, como pasa con todo en la
estepa, en cuyo caso, verían el claro de luna dentro del hielo.
Tal vez te preguntes cómo paso el tiempo cuando no corro.
Solo, esa es la respuesta, tan solo como cuando corro. Mi única compañía es el
gramático que vive conmigo en mi cerebro. Si me preguntas a quién hablo,
siempre hablo con él o con ella. Así que digo con quién. Así que no digo más grande sino que digo mayor. Digo le di y la cogí. Digo que
tú y yo no vamos a ninguna parte, no
digo que yo y tú no vamos a ninguna parte.
Digo que tú yo no vamos a ninguna parte
es una locución. Digo que tú yo no vamos
ninguna parte puede ser en cierto modo una metáfora, pero no es una sinécdoque
ni una metonimia. Cuando corro, tampoco voy a ninguna parte, ya que no tengo
más destino que regresar a mi ventana, que está enfrente de una chica desnuda
que baila. Ella y yo tampoco vamos a ninguna parte.
Como no sea con el gramático, nunca sé bien con quién
hablaré. Pulso la tecla de llamada rápida de mi móvil. Te encuentro a ti. Puede
que me preguntes con quién creo que estoy hablando. Digo que estoy hablando
contigo. Y se puede saber quién es, dices. Y entonces reconozco quien es, mi
madre.
Tienes todo el tiempo del mundo, dice ella.
¿Hasta cuándo?
Hasta que pase algo, dice mi madre.
¿Qué puede pasar?
Ay, si lo supiéramos, dice, antes de cortar la comunicación.
Vuelvo a pulsar la tecla de llamada rápida asignada a ella y unas palabras en
el contestador vuelven a asegurarme que tengo todo el tiempo del mundo. ¿Ahora
entiendes por qué corro? (¿Con quién pienso que estoy hablando?)
Siempre me alegro cuando hace mal tiempo, aunque es difícil
pasar corriendo junto a los solares en construcción con las grúas en la calle y
junto a los coches con sus bocinas de disonancia masiva y sus limpiaparabrisas
chasqueando y sus faros iluminando la lluvia. Compito con los repartidores
chinos en sus bicicletas de neumático ancho por los pasadizos entre los coches.
Pruebo la acera, pero las viejas con andadores y carritos de la compra y sus
iracundas ayudantes negras están por todas partes, provistas de paraguas que amenazan
con sacarte los ojos. Y los perritos, ahora con botines, brincando de aquí para
allá e intentando arrancarse con los dientes los botines que impiden que se les
mojen las patas y enredando así sus correas como para hacer tropezar y caer a
las viejas y obligar a saltar por encima de ellas a corredores como yo como si
estuviéramos en una carrera de obstáculos.
Estoy mojado y tengo frío por el agua de lluvia que me gotea
cuello abajo, pero sólo cuando llego al parque veo el aguacero en su totalidad.
Rodeo el embalse con el cielo negro sobre mí y la lluvia, en gotas grandes y
flagelantes, reventando como palomitas de maíz en el agua oscura. Los
programadores me adelantan chapoteando, hoy sin hablar, y más adelante esas mujeres
de patas largas dejan huellas momentáneas en el agua mientras trotan con sus
jerséis negros, ahora flácidos, adheridos al contorno de sus traseros recién
dibujados.
Cuando abandono el parque, las calles son como ríos y, en la
mañana negra iluminada por los faros de los coches inmóviles, las bolsas de
basura son arrastradas por el agua y la gente se apresura para llegar al
trabajo con los paraguas vueltos del revés por el viento como árboles que
hubiesen brotado de repente.
Sólo los niños van tan tranquilos avanzando trabajosamente
hacia el colegio con sus impermeables amarillos y sus estuches de violín
colgados a la espalda.
Un rayo de sol ilumina la calle por una rendija en el cielo
negro. Las nubes se dispersan, el aire de pronto es cálido y húmedo y, en cuestión
de minutos, me veo trotar en una mañana azul y radiante. El agua gotea desde
los toldos de los edificios, los riachuelos borboteantes corren junto al
bordillo. Me siento como su hubiese pasado de un elemento a otro.
En mi manzana, delante de mi edificio, se han derramado unos
papeles de una bolsa de plástico rota: cartas comerciales, facturas,
publicidad. Cojo una carta escrita a mano en papel azul, con la sensación de
que iba dirigida a mí. Mi portero atiende a un perro mojado sujeto a una correa
y el perro se sacude cuando atravieso el vestíbulo. La tinta de mi carta se
corre como lágrimas cuando leo, mientras subo a mi planta, el dolor de una
amante abandonada. No puede entender por qué él la ha dejado, necesita verlo,
vuelve, dice, ven a mí, porque ella todavía lo ama, siempre lo amará, y todo es
muy triste, muy triste, muy triste y no sé quién ha tirado la carta, si él después
de leerla o si ella después de escribirla, pero deseo pulsar la tecla de
llamada rápida correspondiente a la persona con quien hablo y expresar mi
gratitud, porque cuando llego arriba, en el edificio de enfrente, la persiana
está subida en la ventana de la chica que baila desnuda y yo lo único que he
deseado siempre es la especificidad.
Al termina de pensar eso suena mi teléfono móvil. Con quién
hablo, digo. Con quién crees que estás hablando, dices. Digo, mi padre, y así
es.
Te he prevenido sobre la especificidad, dice mi padre. Nada
es posible excepto aquello que ha ocurrido.
¿Y qué es aquello que ha ocurrido?
En este caso, algo muy triste, dice mi padre. Existen límites
incluso para lo que podemos hacer nosotros, dice, y corta la comunicación.
Pese a la advertencia de mi padre, me ducho y me afeito y me
visto bien y espero a última hora de la tarde para visitarla. Abajo, saludo con
la cabeza a mi portero, cruzo la calle al trote y le pido a su portero que me
anuncie. Noto que el corazón me late con fuerza. Subo en el ascensor. Llego a
su planta. Su puerta está abierta.
Adelante, dice una voz, y entro en una habitación tenuemente
iluminada. Hay allí un perro lazarillo, un enorme pastor alemán. Desde su arnés
de cuero se eleva una correa en la penumbra. Paciente, tolerante, el perro
avanza hacia mí paso a paso, con cuidado. Sé que eres tú, dice la voz, y la
interlocutora sale de la oscuridad, una vieja corpulenta cogida a un andador al
que está atada la correa. Me suena de algo. El pelo recogido en un moño como un
estropajo de acero. Mandíbula grande y huesuda, nariz fina. Ojos ciegos que
sobresalen en el esfuerzo de ver. Es la clase de fealdad en la vejez que
connota una antigua belleza. Lleva un amplio vestido de punto negro, remangado
por encima de los codos. Vueltas de perlas cuelgan de su cuello y tintinean
contra el andador. ¿Te has atrevido a volver?, dice. ¿Te has atrevido?
Miro más allá de ella hacia un comedor apenas iluminado. A la
trémula luz de una vela cuya llama resplandece y titila como una estrella en el
cielo, veo tendida en la mesa a una chica específicamente muerta, marcados los
contornos de su cuerpo en la mortaja blanca que la ciñe. No recuerdo su nombre,
pero sé que en otro tiempo la amé. Sus ojos cerrados sugieren una mente abstraída
en sus reflexiones. Llegas tarde, dice la vieja, llegas tarde, dice con enorme
satisfacción. Su triunfo queda reafirmado por el olor a comida china procedente
de la cocina. Voy allí y varios asistentes al velatorio sentados a la mesa de
la cocina alzan la vista, apartándola de los contenedores de cartulina blancos
abiertos donde hunden los palillos. Por un momento creo saber exactamente qué
ha pasado, pero, de pronto, por encima de las cabezas de los presentes ante su
comida china y a través de la ventana de la cocina que da a una calle lateral
oscura, veo en la ventana iluminada a una chica que baila desnuda.
Y ahora estoy otra vez en casa inexplicablemente triste. Al
mismo tiempo, siento que he sido juzgado de manera injusta. Ésta no es la clase
de especificidad que yo anhelo.
Tú, aquél con quien creo estar hablando, quizá preguntes qué
hago cuando no estoy corriendo o anhelando especificidad: cuestiono mi posición
en la vida. Creo que estoy jubilado, pero tengo la sensación de ser demasiado
joven para haberme jubilado. Por otra parte o, no sé, alternativamente, no sé
de ningún trabajo que pueda estar haciendo que indique que no estoy jubilado.
Como podrás imaginar, sería muy inquietante para cualquiera saber que hay cosas
sobre sí mismo que no sabe.
No soy permanentemente desdichado, no quiero decir eso, pero
mi inquietud crece hasta que tengo que hablar con alguien. En tales ocasiones
pulso la tecla de llamada rápida correspondiente a mi psicoterapeuta.
¿Sí? ¿Con quién cree que está hablando?
¿Doctor Sternlicht?
El mismo.
Vuelvo a tener esa sensación.
Era de esperar.
Es como si viviera en el exilio. Estoy solo. No tengo a
nadie.
Era de esperar.
¿Por qué? ¿Por qué era de esperar? Siempre dice lo mismo.
No, digo otras cosas. Digo que está estancado. Digo que
cambie de estilo de vida, que amplíe sus horizontes. Tiene toda una ciudad a su
disposición: museos, conciertos, el desfile de la vida. Digo, salga y
diviértase. Tiene todo el tiempo del mundo.
¿Hasta cuándo?
¿Qué?
Ha dicho que tengo todo el tiempo del mundo. ¿Hasta cuándo?
Hasta que pase algo.
¿Qué puede pasar?
Ay, si lo supiéramos, pero no lo sabemos, dice, y corta la
comunicación.
La idea de ampliar mis horizontes me resulta atractiva, así
que me encamino al Museo de Historia Natural. Y, para cambiar de estilo de
vida, decido coger el autobús. Despierto metafóricamente a la certeza de que
nunca he valorado la parada de autobús como el invento antiguo. Los carruajes
se detenían en las posadas, las carretas de bueyes iban chirriando de la plaza
de una aldea a otra, las piraguas desembarcaban en las orillas de los ríos en
Mongolia. La lógica de dibujos animados de la parada de autobús me arranca una
sonrisa de amor a todo el género humano. Espero fielmente en esta parada e
inhalo ligeramente el material carcinogénico de la ciudad.
Hay aquí una vieja con un andador acompañada de su ayudante
negra, cuyo rostro inexpresivo oculta una gran ira. También tres hombres de
mediana edad delgados con el pelo cortado al rape y chándales a juego. Llega a
la parada gente más confiada, un hombre con uniforme de portero, un sacerdote,
una chica guapa en minifalda a cuyo trasero lanzo una mirada furtiva. También
un par de niños pequeños, chico y chica, cada uno con su propio estuche de
violín bajo el brazo. Por sus vaqueros y cazadoras, por no hablar ya de su
común compromiso con el violín, podrían ser mellizos.
Veo nuestro autobús a cierta distancia. Lleva a esa distancia
ya un rato. Lo veo por encima de los techos de los coches. No parece moverse
nada. Tal como van las cosas, cientos de nosotros estarán esperando en esta
parada antes de que el autobús llegue. Andanadas de bocinazos disonantes
estallan en mis oídos. De pronto, pierdo mi amor por el género humano. Recupero
mi antiguo estilo de vida y echo a correr entre los coches, porque sólo así
llegaré al Museo de Historia Natural.
En cuanto cruzo la puerta, oigo el característico murmullo de
museo. Quizá sea el murmullo de visitantes que ya se han ido hace mucho, porque
miro alrededor y soy la única persona. Veo que estoy en la Sala de los
Mongoles. Recorro la taiga, que es el nombre de este bosque boreal agreste y
nevado de coníferas de hojas aciculares, píceas y pinos. Digo que “recorro”
porque estoy allí: esta sala es un terrario en el que entras y, mientras
atravieso este exuberante bioma, la tierra gira y, al dejar atrás el gélido
bosque boreal, con sus estrellas frías visibles incluso en la oscura luz del
día invernal, sus linces merodeadores y depredadores avanzando sigilosamente
por la nieve, su saltarina liebre y su campañol ciego aterrorizado y
tambaleante, me encuentro trasportado en esta rotación hasta la estepa verde,
donde la nieve se ha convertido en lluvia y el viento lluvioso alisa el pelo de
los abrigos de los pastores y los pastores robustos y sus hijos, calladamente
indiferentes a la meteorología, pasean a sus yaks y sus cabras y sus ovejas por
las suaves elevaciones de los prados naturales. Pero las cosas siguen cambiando
y la tierra se aplana poco a poco, se vuelve más templada y estoy en el
desierto de Gobi de Mongolia, donde el sol ciega y las serpientes se enroscan a
la sombra de las rocas y pequeños tornados de arena te aguijonean las piernas.
He aquí un monje budista con una túnica de color azafrán que se aleja bailando
de los aguijonazos de la arena. Así que no estoy solo. Lo sigo mientras baila
descalzo en círculos por la arena caliente y, girando y girando, abandona la
Sala de Mongolia del Museo de Historia Natural y se sube a un autobús que
espera. Lo ocupan exclusivamente monjes budistas con túnicas de color azafrán.
La puerta del autobús se cierra con un silbido como si pudiera marcharse, pero
por supuesto no puede, no porque sea un autobús budista sino porque está
atrapado en el tráfico inmóvil.
Ahora reanudo mi carrera, me dirijo hacia el centro. Corro
bien, aún decidido a ampliar mis horizontes, pero, de pronto, caigo en la
cuenta de que ya he atravesado trabajosamente la taiga y he recorrido la estepa
hasta el desierto, pasando del frío al calor, de la nieve al sol, muchas veces.
El hecho es que conozco el Museo de Historia Natural tan bien como la palma de
mi mano. ¿Qué horizonte nuevo va a ser? No sólo he estado en el museo
incontables veces sino que nunca he visto nada más que la Sala de Mongolia y
nunca sin ese monje budista girando en la arena.
Parece que una avalancha de personas avanza en mi misma
dirección, corredores que corren entre los coches, paseantes que caminan a buen
ritmo por las aceras. Ya cerca de Times Square, entro en un portal que tiene
escaparates con fotos en blanco y negro de bailarinas y abro mi teléfono móvil.
Hola ¿con quién hablo?
¿Con quién desea hablar?
Con mi médico internista. ¿Es usted?
El mismo.
Me siento débil, me tiemblan las piernas. Acabo de correr
cuarenta manzanas, pero estoy en buena forma y do debería sentirme así. Estoy
aquí en Times Square, hay alrededor miles de personas esperando no sé qué y
nunca me he sentido tan solo. Creo que tengo el pulso irregular.
No está solo.
¿Ah, no?
Tener el pulso irregular es algo muy corriente.
¡De qué sirve hablar con usted!
Solo está asustado. Es comprensible, pero se le pasará. Esto
no es una situación apremiante, ya lo sabe, tiene todo el tiempo del mundo.
¿Ah, sí?
Sí.
¿Hasta cuándo?
Hasta que ocurra algo.
¿Qué puede ocurrir?
Ay, si lo supiéramos, pero no lo sabemos. Y, por otro lado,
¿qué elección teníamos?
¿Quiere decir que seguiré sintiéndome insoportablemente solo
y que me temblarán las rodillas siempre que esté en medio de una multitud?
Probablemente así será, contesta. Y en otras situaciones
también.
¿Por qué no me lo ha dicho antes?
Se lo hemos estado repitiendo toda la vida.
¿Ah, sí?
Le informamos periódicamente. Para que cuando ocurra, si
ocurre, esté preparado.
¿Preparado para qué? ¡Está poniéndome de los nervios!
Poner de los nervios es una expresión coloquial. Las
expresiones coloquiales son sensibles al paso del tiempo. En realidad no son
útiles a largo plazo.
¿Cómo?
Haga el favor de utilizar solo palabras perdurables. Son
igual de importantes que las relaciones gramaticales.
Cuelgo ya, digo, corto, ahí tiene dos palabras sensibles al
paso del tiempo, digo, y cierro el teléfono.
Abandono el portal y me arrastra la multitud que empuja hacia
delante con gran agitación. Heme aquí desesperado, lamentando la pérdida de no
sé qué o quién y nada de ello importa a la gente que me rodea, que avanza
impetuosamente con los ojos encendidos y gritos de alegría. Me dejo llevar y,
levantando la vista, veo el despliegue de carteles y anuncios y vídeos
gigantescos de corredores en carrera y coches de carreras chocando y actores de
cine dándose de tiros y otros actores de cine besándose en escenas de películas
por las que quieren que te preocupes. Un brillo antinatural envuelve Times
Square, una luz más intensa que la luz del día, con colosales carteles de
modelos enfurruñadas, y estudios de radiodifusión construidos en voladizo con
sus indicativos luminosos, y modernos edificios de oficinas de cristal que
reflejan los colores irisados de los carteles luminosos y los vídeos: todo ello
basta para hacerme olvidar mis problemas de aquí con los vaivenes de la enorme
multitud, de la que formo parte, bañado, como si dijéramos, por el radiante sol
de Broadway, más intenso que la propia luz del sol, tanto que el azul del cielo
se vuelve blanco.
Pero ahora la multitud, detenida y apiñada, se queda inmóvil
mientras todos los carteles zumbantes se apagan uno tras otro y las pantallas
de vídeo quedan en blanco y, a la luz natural del día, aparece un enorme
escenario en el centro de Times Square. Me abro paso a empujones y la multitud
se aparta ante mí.
Sentado en el escenario hay un conjunto de lo que, calculo,
debe ser un millar de niños, los chicos en camisa blanca y corbata roja, las
chicas con blusón blanco y fular rojo, y las secciones de violines aguardando
con los violines encajados bajo las barbillas y los arcos en alto, los pequeños
violonchelistas encorvados sobre sus violonchelos, las docenas de bajistas
medio ocultos detrás de sus bajos, las filas de instrumentistas de viento con
su selección de metales reflejando el sol, los timbaleros, el triple de número
habitual, esperando con semblantes serios e intrépidos, filas de arpistas
infantiles a ambos lados enmarcando el conjunto en oro celestial. Un millar de
caras concienzudas se alzan hacia la directora de orquesta que con su vestido largo
y blanco ha ocupado su lugar en el podio. Levanta los brazos, eleva el mentón,
baja la batuta y tengo que contener las lágrimas porque esta es la famosa
Orquesta Infantil del Universo e interpreta la pieza “Bienvenida seas, dulce
primavera” sólo un poco desafinada.
Me abruma la emoción y acabo llorando por el remordimiento de
una vida casi demasiado dolorosa para sobrellevarla.
Abriéndome paso a codazos entre la multitud embelesada hacia
una de las calles laterales, corro temerariamente, cruzando avenidas donde,
como si no hubiera un concierto en Times Square, la gente se dedica a sus
asuntos corrientes, los paseadores de perros paseando a jaurías de perros con
correas, los corredores corriendo, las viejas con sus andadores, los coches
inmóviles, los conductores apeados para permanecer en pie junto a sus puertas
abiertas.
Una manzana o dos al oeste, subo corriendo por la escalinata
de una iglesia de piedra negra con chapitel y atravieso la puerta de roble. El
interior es frío y húmedo y huele a cemento. Bancos vacíos. Filas de velas
votivas en vasitos rojos. Veo una puerta afiligranada a un lado, la abro y
entro en un contenedor semejante a una caja en el que hay un banco y sé qué
decir exactamente porque lo pienso con desesperación.
Bendígame, padre, porque he pecado.
Lo siento, ése es el único consuelo que no ofrecemos.
¿Y entonces qué consuelo ofrecen?
La ilusión corpórea. Una identidad de género.
¿Qué es una ilusión corpórea?
Un eufemismo para la repugnante creencia de que habita un
cuerpo.
Un momento. ¿Eso es un consuelo? ¿Que un sacerdote me diga
que soy una ilusión de mí mismo?
Y memoria cultural. Eso no es moco de pavo. Debería dar
gracias por eso. Por mantenerlo dentro del contexto que usted ya conocía. Por
envolverlo con aquello que era.
¿Envolverme? ¿Envolverme?
El consuelo último es el olvido, claro está. Existe una
conciencia progresiva, pero hasta cierto punto. Así que uno sabe pero no sabe.
Así que hay que repetírselo una y otra vez. Hasta que…
¿Hasta cuándo?
...se requiera una conciencia sensible no procesada, pero en
estos momentos tiene usted todo el tiempo del mundo.
Tengo todo el tiempo del mundo.
Sí.
Hasta que se requiera una conciencia sensible.
Sí.
¿Y eso cuándo será?
Cuando pase algo.
¿Qué puede pasar?
Ay, si lo supiéramos.
Otra vez en Times Square y no hay ni un alma a la vista. En
el vacío reverberante, el zumbido de los carteles de Broadway es como un rugido
de maquinaria. Me cuelo en el cine. No hay nadie para venderme una entrada.
Nadie vendiendo palomitas de maíz. Soy el único en la sala. La película muestra
un cielo rojo oscuro como si el mundo estuviese en llamas. Un viento caliente
arrastra basura por las calles de una ciudad. Bolsas de basura rotas ruedan de
aquí para allá, trozos de papel giran en el aire. Violines destrozados,
pisoteados. No hay coches, no hay tráfico. Donde antes había edificios, ahora
quedan cráteres, montones de escombros y estacas de acero retorcidas. En lo
alto, el cielo se ha convertido en una bóveda de bronce con nubes de color humo
que se deslizan rápidamente. No entiendo esta película. ¿Qué ha pasado? El agua
corre por las calles. Sombras humanas avanzan a saltos, se ciernen, retroceden
a toda prisa. Aparece un chino en bicicleta pedaleando frenéticamente, sus
neumáticos anchos dejan una huella de agua. Al cabo de un momento, una jauría
de perros aullantes lo sigue chapoteando. Ahora sirenas, oigo sirenas.
Todo es demasiado real para mi gusto. Me voy. Cuando llego a
mi calle, casi me sorprendo al encontrarla intacta. He perdido el sentido del
tiempo. ¿Qué hora es? ¿Qué día es? El portero saluda con un gesto. El ascensor
funciona. Cierro mi puerta al entrar y escucho mi propia respiración. Después
de ampliar mis horizontes, sé con toda certeza que soy un deportado. Estoy
donde no me corresponde.
¿Y es este mi piso? Hay comida en la nevera que no es mi
comida. Hay fotografías en la pared de personas a quienes no conozco. Y un
dibujo distinto en la alfombra.
Abro las puertas del balconcito y salgo al aire templado de
la noche. Las luces de la ciudad están encendidas. Enfrente, un monje budista
baila con la chica desnuda. Tengo que hablar con alguien.
En este momento entiendo que no necesito un teléfono móvil y
nunca lo he necesitado.
¿Con quién pienso? ¿Es el programa?
Sí.
Tengo preguntas para las que espero respuestas.
¿Está tranquilo?
Estoy bastante tranquilo.
¿Qué quiere saber?
Hace tiempo que no tengo fe en el lugar donde estoy. ¿Por qué
fingir lo contrario?
¿Tiene usted alguna pregunta que no sea retórica?
¿Dónde estoy? ¿Qué ciudad es esta? Porque no es mi ciudad.
Reconocemos que nos hemos quedado a un paso de la perfección.
¿Eso es una respuesta?
A diferencia de usted, nosotros no teníamos todo el tiempo
del mundo. El tiempo era esencial.
¿Por qué era esencial el tiempo?
Esa respuesta usted ya la conoce.
¿Ah, sí?
Sí.
Todos los demás se han ido.
Cierto.
Y ahora sólo estoy yo. Sin más compañía que la muchedumbre
ilusoria.
Sí, establecimos que la procreación sencillamente no tenía
sentido. Era cíclica y no nos había llevado a ninguna parte.
¿La procreación no nos había llevado a ninguna parte?
Correcto. Y, como el tiempo era esencial, elegimos la vía más
lógica. De lo contrario, nos habríamos quedado sin la posibilidad de saber.
¿De saber qué?
Lo que no sabemos.
No puedo aceptarlo. Tiene que haber otros.
Podemos confirmar o negar, pero, de hecho, la gran labor fue
archivar. Y se nos acabó el tiempo.
¿Entonces no hay nada más? ¿Entonces de verdad soy el único?
¿Soy el elegido?
Podría decirse así. Aunque lo que menos nos preocupaba era
quién sería. En cuando dispusimos de los medios y supimos de qué éramos
capaces, todo lo que no era pertinente quedó de lado. Fue una apoteosis
gloriosa para nosotros.
Una apoteosis gloriosa para ustedes.
Gloriosa en el sentido de que tiene los atributos de la gloria.
Apoteosis en el sentido de último acto.
¡Basta ya!
Ha dicho que estaba tranquilo.
Ya no estoy tranquilo. ¡Yo me lavo las manos!
Eso podría ser una sinécdoque.
¡No es una sinécdoque!
Podría ser una metonimia.
¡No es una metonimia! Yo no he dado nunca mi consentimiento a
esto. ¡Me han puesto aquí sin mi consentimiento! ¡Tengo mis derechos! ¿Me oyen?
Un momento, por favor. Un momento, por favor…
¿Sí? ¡Hable conmigo!
Un momento. Un… No sabemos si existe la posibilidad de una
respuesta, pero, si existe, la revelación será para usted.
¿Qué?
Si se revela algo, será a usted.
Ah, no. No.
La revelación, si la hay, será suya.
¡No, no, no, no, no! Aún tengo opciones. Todo ser vivo tiene
opciones.
Ya no está equipado corpóreamente para tener opciones.
Programa, escúcheme. ¿Puede escuchar? Ha cometido un error.
Eso seremos nosotros quienes lo juzguemos.
Por favor, le ruego…
Pronto se sentirá mejor.
Permítame ser nada. ¡Quiero ser nada!
Nada no existe. Si nada existiera, sería algo.
El cielo se ha vuelto de un profundo color azul. Reina la
quietud en la ciudad. El aire es cálido. Percibo la más ligera y suave de las
brisas. Me encaramo a la barandilla de la terraza. Veo salir las estrellas con
la misma claridad que si estuviese en Mongolia.
La noche se oscurece y las constelaciones de estrellas
parecen saludarme. En un arrebato de júbilo que nace de mi corazón, levanto los
brazos y saludo al firmamento. ¡Bienvenida seas, dulce primavera!
Rozo algo con la mano.
Es el cielo. Estoy tocando el cielo. Lo palpo con las yemas de
los dedos. Es duro, metálico, con una textura de pequeñísimas rugosidades,
puntitos, como el braille, algunos resplandecientes, pero de pronto empiezan a
reblandecerse y fundirse. ¿O es mi mano la que se funde?
Y, por último, creo haber percibido un zumbido reverberante,
como el de un motor lejano.
Cuentos completos. E. L. Doctorow. Ed. Malpaso, 2015.
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