Imaginad
que un día estalla una guerra atómica. Los hombres y las ciudades desaparecen.
Toda la tierra es como un vasto desierto calcinado. Pero imaginad también que
en cierta región sobreviva un niño, hijo de un jerarca de la civilización
recién extinguida. El niño se alimenta de raíces y duerme en una caverna.
Durante mucho tiempo, aturdido por el horror de la catástrofe, sólo sabe llorar
y clamar por su padre. Después sus recuerdos se oscurecen, se disgregan, se
vuelven arbitrarios y cambiantes como un sueño. Su terror se transforma en un
vago miedo. A ratos recuerda, con indecible nostalgia, el mundo ordenado y
abrigado donde su padre le sonreía o lo amonestaba, o ascendía (en una nave espacial) envuelto en fuego y en
estrépito hasta perderse entre las nubes. Entonces, loco de soledad, cae de
rodillas e improvisa una oración, un cántico de lamento. Entretanto la tierra
reverdece: de nuevo brota la vegetación, las plantas se cubren de flores, los
árboles se cargan de frutos. El niño, convertido en un muchacho, comienza a
explorar la comarca. Un día ve un ave. Otro día ve un lobo. Otro día,
inesperadamente, se halla frente a una joven de su edad que, lo mismo que él,
ha sobrevivido a los estragos de la guerra nuclear. Se miran, se toman de la
mano: ya están a salvo de la soledad. Balbucean sus respectivos idiomas, con
cuyos restos forman un nuevo idioma. Se llaman, a sí mismos, Hombre y Mujer.
Tienen hijos. Varios miles de años más tarde una religión se habrá propagado
entre los descendientes de ese Hombre y de esa Mujer, con el padre del Hombre
como Dios y el recuerdo de la civilización anterior a la guerra como un Paraíso
perdido.
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