domingo, 5 de agosto de 2018

Mi mamá se fue a algún lado. Valentín Rasputin.


El niño abrió los ojos y vio una mosca que caminaba por el techo. Parpadeó y se quedó mirando adónde iba.
La mosca avanzaba irregularmente hacia la ventana. Correteaba sin detenerse y lo hacía rápidamente.
El niño pensó que iba por un camino trazado y esperó para ver si otra mosca la seguía, porque quería saber si realmente era un camino. Pero no había más moscas. A decir verdad, había, pero no andaban por el techo y el niño pronto perdió el interés por ellas. Se enderezó en la cama y gritó:
-¡Mamá, ya desperté!
Nadie le contestó.
-¡Mamá! -llamó-. Soy yo. Ya desperté.
Silencio.
El niño esperó, pero el silencio seguía.
Entonces saltó de la cama y corrió descalzo a la sala de estar. Estaba vacía. Miró primero el sillón, luego la mesa y las repisas con sus filas de libros, pero no había nadie. Todo estaba simplemente en su lugar, ocupando un espacio.
El niño corrió precipitadamente a la cocina, después al cuarto de baño. Nadie estaba escondido ahí tampoco.
-¡Mamá! -gritó el niño.
Su grito se hundió en el silencio que inmediatamente se hizo más denso. El niño, desconcertado, corrió de nuevo a su habitación; las huellas de sus talones y de sus dedos desnudos se marcaban sobre el suelo pintado y, al enfriarse, se esfumaban y desaparecían.
-Mamá -dijo el niño con la mayor tranquilidad que pudo-, desperté y tú no estás.
Silencio.
-¿No estás, verdad? -preguntó.
Su rostro se contrajo mientras esperaba la respuesta; se volvió hacia todos lados, pero la respuesta no llegaba y el niño rompió a llorar.
Entre lágrimas, caminó hasta la puerta y empezó a tirar de ella. La puerta no cedía. Entonces la golpeó con la palma de la mano, luego la empujó con el pie desnudo, lastimándose, y su llanto creció con más fuerza.
Estaba de pie, en medio de la habitación y sus tibias y grandes lágrimas le rodaban por la cara y caían al suelo. Después, sin dejar de llorar, se sentó.
Todo a su alrededor permanecía en silencio.
Sentía que de pronto, a sus espaldas, se oirían pasos, pero nada sucedía y no podía recuperar la calma.
Permaneció así largo tiempo. ¿Cuánto? No lo sabía.
Finalmente se tumbó en el suelo y se puso a llorar. Estaba tan cansado que ya no se sentía a sí mismo y ni siquiera se daba cuenta de que estaba llorando. Su llanto era tan natural como su respiración y ya no estaba bajo su control. Al contrario, era más fuerte que él.
De repente, al niño le pareció que alguien estaba en la habitación.
De un salto se levantó y empezó a mirar a su alrededor. La sensación que lo había hecho ponerse de pie no cesaba y el niño corrió a la otra habitación, después a la cocina y al cuarto de baño. No había nadie.
Sollozando, regresó y se tapó los ojos con las manos. Lentamente empezó a retirárselas de los ojos y una vez más miró a su alrededor. Nada había cambiado en la habitación. El sillón estaba vacío, la mesa estaba sola, los libros aguardaban como siempre en las repisas, pero sus lomos de diferentes colores miraban tristemente y como a ciegas. El niño se quedó pensativo:
-No lloraré más -se dijo-. Mi mamá no tardará. Seré un buen niño.
Se fue a la cama y se enjugó el rostro lloroso con la colcha. Después, sin apresurarse, como si anduviera de paseo, recorrió el apartamento, examinando cosa por cosa. Una idea luminosa cruzó por su mente.
-Mamá-dijo a media voz-, quiero hacer pipí…
No era cierto, pero sabía que si su mamá estaba en la casa sólo así la haría acudir inmediatamente.
-Mamá- repitió.
Pero mamá no estaba en casa. Ahora lo había entendido definitivamente.
Tenía que hacer algo. “Me pondré a jugar. Mamá tiene que venir” -decidió-. Se fue al rincón en donde estaban todos sus juguetes y eligió la liebre. Era su preferida. Se le había caído una pata y, varias veces, papá le había prometido pegársela, pero él de ningún modo había consentido. Volver a tenerla con sus dos patas sería aceptar que ya no la quería porque se había quedado con una sola y la otra, además, andaba por ahí, en alguna parte y vivía ahora su propia vida.
-Juguemos, liebrecita -propuso el niño.
La liebre asintió en silencio.
-Tú estás enferma. Te duele una patita y ahora yo te voy a curar.
El niño acostó a la liebre en la cama, tomó un clavo y hundiéndolo en el vientre de la liebre, le inyectó.
La liebre estaba ya acostumbrada a las inyecciones y jamás se quejaba.
Como si hubiera recordado algo, el niño se puso pensativo. Después se alejó de la cama y miró hacia la sala. Todo estaba igual, y el silencio, como antes, se balanceaba de un rincón a otro en la habitación.
El niño suspiró, regresó a la cama y miró a la liebre. Estaba recostada tranquilamente sobre una almohada.
-No, así no -dijo el niño-. Ahora yo seré la liebre y tú el niño pequeño. Tú me curarás a mí.
Sentó la liebre en una silla y se acostó en la cama. Encogió una pierna y empezó a gemir.
Sentada en la silla, la liebre lo miraba sorprendida con sus grandes ojos azules.
-Yo soy la liebre, me duele una pierna -le explicó el niño.
La liebre callaba.
-Liebre -le preguntó él enseguida-, ¿adónde se fue mamá?
La liebre no contestó.
-No te duermas. Escucha, dilo: ¿Adónde se fue mamá? -demandó el niño y tomó a la liebre de un brazo. La liebre seguía callada.
El niño había olvidado que era él quien contestaba siempre por la liebre y que enseguida representaba el papel de los dos, y ahora, en serio, le exigía una respuesta. Había olvidado que la liebre era sólo un juguete como los otros, como sus cubos que se colocaban uno junto al otro sólo si alguien los ponía, como sus coches que caminaban sólo si alguien los movía, como sus animalitos de peluche que rugían y conversaban sólo si alguien rugía y contestaba por ellos.
Se había olvidado de todo.
-Habla, habla -exigía.
Y la liebre seguía callada.
El niño la arrojó al suelo, saltó de la cama y se fue sobre ella dándole de puntapiés.
La liebre rodaba por el suelo dando saltos y volteretas y el niño rodaba también, saltaba y daba vueltas alrededor de la liebre, repitiendo sin parar “habla, habla, habla.” Pero la liebre ni contestaba ni podía tampoco librarse de él porque sólo tenía una pata. De repente, el niño lo comprendió. Se detuvo y se quedó mirando cómo la liebre, apretando su cara contra el suelo, lloraba en silencio. Oyó su llanto. Se inclinó sobre la liebre y perplejo exclamó con todo el peso de su culpa:
-Mamá se fue a algún lado.
Y, en ese momento, al niño le pareció que alguien subía por la escalera.


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