Vivo en
una casa no lejos de la carretera. Junto a esa carretera, a la entrada de la
curva, crece un árbol.
Cuando
yo era niño, la carretera era aún un camino de tierra. Es decir, polvorienta en
verano, fangosa en primavera y en otoño, y en invierno cubierta de nieve igual
que los campos. Ahora es de asfalto en todas las estaciones del año.
Cuando
yo era joven, por el camino pasaban carros de campesinos arrastrados por
bueyes, y sólo entre la salida y la puesta de sol. Los conocía todos, porque
eran de por aquí. Eran más raros los carros de caballos. Ahora los coches
corren por la carretera de día y de noche. No conozco ninguno, aparecen de no
se sabe dónde y desaparecen hacia no se sabe dónde.
Sólo el
árbol ha quedado igual, verde desde la primavera hasta el otoño. Crece en mi
parcela.
Recibí
un escrito de la Autoridad. “Existe el peligro –decía el escrito– de que un
coche pueda chocar contra el árbol, ya que el árbol crece en la curva. Por lo
tanto, hay que talarlo”.
Me
quedé preocupado. Llevaban razón. Efectivamente, el árbol está junto a la
curva, y cada vez hay más coches que cada vez corren más rápido y sin
prudencia. En cualquier momento puede chocar alguno contra el árbol. Así que
tomé una escopeta de dos cañones, me senté bajo el árbol y, al ver acercarse al
primero, disparé. Pero no acerté. Por eso me arrestaron y me llevaron a juicio.
Traté
de explicar al tribunal que había fallado únicamente porque mi vista ya no es
buena, pero que si me dieran unas gafas seguro que acertaba. No sirvió de nada.
No hay
justicia. Es verdad que un coche puede chocar contra el árbol y dañarlo. Pero
sólo con que me dieran unas gafas y algo de munición, me quedaría sentado
vigilando. ¿A qué tanta prisa por talar un árbol si hay otros métodos que
pueden protegerlo de un accidente?
Y no les costaría nada,
aparte de la munición. ¿Acaso es un gasto excesivo?
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