Aunque
en casa se empeñaron en ocultármelo, pronto supe que soy un monstruo. Desde que
los descubrí al otro lado, siempre los observo. Sueño con hacer deberes como
ellos, con dormir sin frío, con llorar por algo, sonreír por nada. Cómo
desearía que el escondite fuera solo un juego, no una condena.
Todos
los niños saben que existimos. Todos. Y conocen de sobras dónde nos ocultamos.
Pero nunca se asoman solos. Siempre se esperan a que haya algún adulto con
ellos para hacerlo. Hasta se dejan convencer, por esa noche, de que tan solo
nos están imaginando. Y un día crecen y dejan de creer para siempre en
nosotros, rompiendo así cualquier posibilidad de comunicarnos. Si no lo creo,
no lo veo. Así es para ellos.
De
todas formas, yo no pierdo la esperanza de que alguna vez un niño se atreva,
antes de que lleguen sus padres, a mirar bajo la cama, en el armario, tras la
puerta o en ese rincón oscuro, y me descubra al fin. Si eso ocurriera, me
hallará preparado para tirar con fuerza de su mano, de su pierna, de su ropa, y
saliendo de mi escondite haré que, entonces, le toque a él.
Esta noche te cuento. Junio, 2015.
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