En
Londres, es así: los radiadores devuelven calor a cambio de las monedas que
reciben. Y en pleno invierno estaban unos exiliados latinoamericanos tiritando
de frío, sin una sola moneda para poner a funcionar la calefacción de su
apartamento.
Tenían
los ojos clavados en el radiador, sin parpadear. Parecían devotos ante el
tótem, en actitud de adoración; pero eran unos pobres náufragos meditando la
manera de acabar con el Imperio Británico. Si ponían monedas de lata o cartón,
el radiador funcionaría, pero el recaudador encontraría, luego, las pruebas de
la infamia.
¿Qué
hacer?, se preguntaban los exiliados. El frío los hacía temblar como malaria. Y
en eso, uno de ellos lanzó un grito salvaje, que sacudió los cimientos de la
civilización occidental. Y así nació la moneda de hielo, inventada por un pobre
hombre helado.
De
inmediato, pusieron manos a la obra. Hicieron moldes de cera, que reproducían
las monedas británicas a la perfección; después llenaron de agua los moldes y
los metieron en el congelador.
Las
monedas de hielo no dejaban huellas, porque las evaporaba el calor.
Y así,
aquel apartamento de Londres se convirtió en una playa del mar Caribe.
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