domingo, 28 de junio de 2015

La pordiosera. Umberto Senegal. Microrrelato.



Allí en el andén, antes de subirme al bus, le di la limosna que sólo a mí suplicaba la incómoda anciana. Varias personas esperaban y ninguna le prestaba atención. Tampoco ella a ellos. Agradecida, la vieja me confió que era un hada. Subí al bus y ella subió tras de mí. La anciana se acomodó a un lado de la silla donde me senté. Buscando mis ojos, repitió: 

“Señor, míreme bien que soy un hada”. No era necesario verla. “Un trol, tal vez”, pensé, porque estaba sucia y olía mal. Sin embargo sus ojos eran limpios, para la edad que debía tener: setenta, setenta y cinco, acaso un poco más... 
Cuando me aproximé al sitio donde debía bajarme, por cortesía le dije: “Aquí me quedo, señora, tenga usted buen día”. Bajó tras de mí. Aunque yo no tuviese la sensación de ser perseguido, la anciana continuó caminando a mi lado, mientras repetía: 
“Un hada, señor, soy un hada”. Y por primera vez me tocó levemente el hombro. Tenía su mano manchada por grandes pecas y en el dedo anular una verruga repugnante. “No lo dudo, amiga”, le dije, deteniéndome un momento, “pero con esta maldita prisa que mantenemos... Los hombres, la vida, las hadas, la muerte. Es tan rápido todo que uno a veces no se da cuenta ni de uno mismo”. Le dije, aunque no sabía si me comprendía. 
Cuando llegué a mi casa, la anciana ya no me seguía. En algún lugar de la calle debió entrar a cualquier casa, eso creo, aunque mi hija no cesa de preguntarme: “Papá, ¿por qué la niña que venía a tu lado salió volando cuando abrí la puerta”.

sábado, 27 de junio de 2015

Pesado Plumaje. Enrique Anderson Imbert. Microrrelato.

Se fabricó unas alas con plumas de avestruz, subió al campanario y se lanzó al aire. Cuando lo recogieron, con las piernas rotas, explicó que había caído por culpa de las plumas que pesaban demasiado.
La próxima vez - dijo - volaré sin alas.


jueves, 25 de junio de 2015

Vergüenza. Alberto Sánchez Argüello. Microrrelato.

Era noche de luna nueva cuando Esther fue interceptada por tres hombres a una cuadra de su casa. Se la llevaron a un callejón y la violaron repetidas veces antes de acuchillarla. Un par de horas más tarde, Esther se levantó y caminó hasta su hogar. Entró en silencio,se cambió de ropa, cocinó y sirvió la comida. 
En el comedor, su esposo notó el goteó rojo del estómago y la condujo de inmediato a emergencias. Los médicos intentaron suturarla, pero no pudieron contener la hemorragia. La sangre se fue acumulando en pasillos y cuartos hasta inundar el hospital y luego el barrio. Llegaron los bomberos y comenzó la evacuación. 
Los canales locales de televisión mostraron lagos púrpuras que entraban a las casas y centros comerciales. Un mes después, helicópteros militares rescataban sobrevivientes en todo el territorio y el presidente cerraba un trato migratorio con países vecinos. 
Los últimos testigos que vieron a Esther, dicen que estaba en el techo del hospital, pidiendo disculpas, muerta de vergüenza.




domingo, 14 de junio de 2015

Libros. José Luis Zarate. Tuiteratura. (Selección)



-El Libro del Amor trae las últimas hojas rotas.

-Sólo con la ausencia total de ruido puede leerse el Libro del Silencio. Nadie ha podido evitar el susurro de la mirada sobre sus letras.

-En medio del Libro de Arena hay un espejismo.

-Abrió el libro, con un aleteo de aves las letras huyeron.

-Amo ese libro que, infiel, le canta a otros ojos.

-En el atlas de desiertos hay una página, líquida y fresca, que no existe pero parece estar ahí, justo enfrente.



domingo, 7 de junio de 2015

9 de julio. Leo Maslíah. Microrrelato.

Buenos Aires, Argentina. Día de sol. Avenida 9 de Julio. Semáforo rojo. Se junta gente que quiere cruzar. Enfrente también. El semáforo demora. Viene más gente por ambos bandos. Cada destacamento mira firmemente el semáforo opuesto, haciendo acopio de fuerzas. “Ánimo, muchachos”, dice un individuo a sus compañeros de acera, “ya llegará el día en que podamos cruzar”. Los demás lo reconocen inmediatamente como su líder. “Quizás algunos mueran en la empresa”, sigue diciendo él, “pero esos quedarán para siempre en nuestros corazones”. El semáforo continúa en el rojo. En frente, el bando contrario designó como líder a una mujer. Su aparatoso tren delantero la hace especialmente apta para violentos impactos frontales con peatones de sentido opuesto. “Estamos contigo, Tatiana” le gritan algunos. “Ese no es mi nombre” contesta ella, pero igualmente lo asume, como Wojtila el de Juan Pablo. Desde enfrente, el otro líder la mira, y le muestra el dedo medio de su mano derecha. Sus camaradas, hombres y mujeres, lo imitan. Algunos tienen binoculares y eligen contra quién van a chocar. Otros despliegan la navaja de su alicate, y la exhiben a modo de proa. De pronto, semáforo amarillo. Un estudiante, de los de Tatiana, pregunta si puede pintar de azul el vidrio amarillo del semáforo que está de su lado, para que quede verde y los del bando contrario, al tratar de cruzar, sean apisonados por los coches. La jefa le pide paciencia, y le asegura que a su debido tiempo ningún adversario quedará en pie. El estudiante recita a García Lorca “verde que te quiero verde”. Por fin el semáforo cambia. “A ellos”, grita el líder de enfrente, “hay que enterrarlos en el asfalto; el sol está de nuestra parte y ya lo reblandeció un poco”. Ambas cohortes inician su marcha hacia la colisión. Tatiana se acomoda el corpiño. El otro líder acomoda a su gente por orden de altura. “Las mujeres y los niños primeros”, dice. Todos avanzan con paso resuelto. Los autos, inmóviles, observan el espectáculo, y una cuadrilla de niños marginales que habitualmente se dedica a limpiar los vidrios de los coches a cambio de monedas, está ahora levantando suculentas apuestas referidas al desenlace de la cruzada peatonal. Atención, faltan pocos metros. Ya está, ya está. Dos pasos, un paso. Y entonces, súbitamente, todos cambian radicalmente su actitud. Empiezan a pedirse permiso unos a otros y a esquivarse. Se acabó Tatiana. Apenas si se producen algunos roces totalmente inocuos. Nadie cae, nadie es aplastado. Todos llegan a destino, a las respectivas aceras de enfrente, y continúan los abúlicos trayectos que habrán de conducirlos al desempeño de sus estúpidas ocupaciones. Nadie recuerda su intención preliminar. Todos fingen civismo, qué cagones.

jueves, 4 de junio de 2015

El burro y la flauta. Augusto Monterroso. Microrrelato.

Tirada en el campo estaba desde hacía tiempo una Flauta que ya nadie tocaba, hasta que un día un Burro que paseaba por ahí resopló fuerte sobre ella, haciéndola producir el sonido más dulce de su vida, es decir, de la vida del Burro y de la Flauta. 
Incapaces de comprender lo que había pasado, pues la racionalidad no era su fuerte y ambos creían en la racionalidad, se separaron presurosos, avergonzados de lo mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.

martes, 2 de junio de 2015

La punta de la madeja. Gustavo Masso. Microrrelato.

Cuando ella descubrió su primera cana quiso arrancarla de un 

tirón, pero como el odioso pelo blanco se prolongaba, jaló y jaló, 

mientras su cuerpo se destejía, hasta que sólo quedó una niña

llorando asustada.