miércoles, 31 de julio de 2019

Alegoría. Carlos Almira PIcazo.

En una pared habrá pintado un jardín maravilloso y en la pared de enfrente, un espejo. Cuando el alma se coloque entre los muros, tendrá la ilusión de pasear por un jardín, si se pone de cara el espejo, ya que la reflejará junto a la pintura; pero si se pone mirando a esta última, solo verá un jardín maravilloso al que no puede entrar.

La llave dorada, 2014.
 

martes, 30 de julio de 2019

Party. Ignacio Aldecoa.

Estaba sentado en un sillón de dorado terciopelo, cercano a la chimenea, en el saloncito melificado por luces empantalladas. Bebía a pequeños tragos su cuarto coñac y se encontraba sombrío y pasivo, mientras fuera la lluvia y el viento racheaban contra las persianas y se colaban por las juntas haciendo vibrar los cristales. De vez en vez el viento, bufando en la chimenea, aplastaba las llamas, que eran más áureas al volverse a erguir y quemaban el hollín del trasfuego en diminutas cascadas pirotécnicas y en constelaciones de un instante.
Había una fiesta, no sabía dónde, y ella estaba allí. Fiesta era una palabra cargada de frustración e ironía, pizcando, interrumpiendo la fluidez del pensamiento. En otros tiempos, no atrevidos a rememorar, tuvo algún sentido limítrofe a la alegría, aunque ahora nada grato podría denominarse así.
Estiró las piernas aproximándolas al hogar hasta que sintió bajo las perneras la piel tirante y ardiente. Bebió más y se fue recogiendo con lentitud, arrebujándose por fin en el sillón. Cuando ella volviera pondría las cosas en claro de una vez y para siempre, con lo que quería significarse que iba a hablar de sufrimientos en la soledad y de desesperación.
-Bien- diría al verla, suponiendo que no se fuese directamente al dormitorio-. Es necesario que este estado de provisionalidad en el que vivimos… Ella sonreiría, acaso conmiserativa, interrumpiéndole:
-Otra vez, ¿otra vez con tus celos? ¡Da gusto volver a casa! ¿Por qué no has venido a la fiesta? Hoy no tengo ganas de discutir hasta el amanecer. Estoy profundamente cansada, más cansada que nunca. ¡Archicansada!
O podría dejarle continuar, mirándole con sus grandes ojos fijos de espectadora sabia y ausente.
-…desde hace más de un año -continuaría entonces- y esto no puede, no debe seguir de esta manera -levantando un poco la voz y amenazando con alzarla más-. Tú sabes que es imposible y que nos estamos haciendo daño. Un daño inútil…
Cabía la resignación del momento:
-Bien, como tú quieras. Tú tienes la palabra.
O un cierto humor hiriente:
-Hoy toca melodrama y del peor. Vas perdiendo facultades.
O la indiferencia absoluta.
-Me voy a dormir. Que descanses y no te atormentes. No merece la pena.
O la odiosa tutela ambigua:
-Niñín mío, pero qué cosas se te ocurren. Ves cómo debieras haber venido. Con lo que nos hemos divertido. Piensas demasiado y esto no es bueno para ninguno de los dos.
O el desprecio, tantas veces manejado con eficacia:
-Bebes demasiado. El alcohol te está destrozando los nervios y la cabeza.
O la reflexiva, ponderada y amarga respuesta:
-Tienes razón, tu razón. Pero yo tengo, también, razón, mi razón, y lo sabes de sobra.
Ésta era la réplica que daría lugar a la construcción de la enorme queja de su matrimonio, y en su simplicidad sería analizada, minuciosa y fatigosamente, trayendo del tiempo pasado la desfortuna, el desamor y la desgracia. Pero también la cabellera, en el caso del silencio, podría ser una respuesta -como recién peinada, suavemente alborotada o enmarañada y hasta desgreñada- y los ademanes que podían estar cargados o no de nerviosismo y violencia, en distintos grados y matices.
-Tienes razón, tu razón. Pero yo tengo, también, razón, mi razón, y lo sabes de sobra.
-Nunca nos hemos entendido -concedería él-. Demasiadas veces hemos discutido y nos hemos enfadado y cuando hemos dejado de ser jóvenes cada uno se ha quedado con su razón sin querer entender la del otro. Con eso que tú llamas tu razón…
-Mi razón es que algo ha desaparecido de mí, que había antes, por lo menos cuando nos casamos. Y tú razón es…
-No me expliques lo que sé muy bien y nada tiene que ver con lo que dices.
-Es inútil que me moleste -diría ella- o mejor dicho es inútil que nos molestemos, porque todo está acabado.
Tal vez una pausa y el ofrecimiento de una bebida, no aceptada, y un compás de espera, improbable, hablando de las llamas, de la noche o de la gente de la fiesta.
-Volvamos al principio -diría él-. ¿Por qué nos hemos querido tanto y ahora estamos tan separados? Dime por qué ha sido así. ¿Tenía que sucedernos a nosotros?
-No lo sé –y habría melancolía en la respuesta-. Yo no lo he querido. ¿Y tú? ¿Has puesto tú de tu parte lo que era necesario para que se conservase nuestro cariño? Di, ¿lo has puesto? No, no me puedes contestar. Eres demasiado egoísta.
-¿Yo egoísta?
-Egoísta en todo. Nunca has contado conmigo. Has vivido como si yo no existiese y ahora me toca a mí, mejor dicho nos toca a los dos. Tú vives tu vida y yo vivo la mía, que no me agrada demasiado, pero que es como volver atrás.
-No sabía que allá lejos, en el otro tiempo, hubieras llevado una vida tan -precisaría cínicamente- liviana o corrompida, como quieras.
-No nos insultemos, por favor. Sabes que lo que dices no es verdad.
-¿Qué no es verdad? ¿Soy yo el que te corrompe? Entras y sales cuando quieres. Y no me vas a decir que una mujer con cuarenta hermosos años, que parecen muchos menos, no me des las gracias, una mujer todavía apetecible y casada, va a las fiestas únicamente por matar el rato. ¡Qué tonterías!
-Me gustan las fiestas. Encuentro lo que no tengo aquí: Grata compañía, admiración… No soy distinta a las demás.
-Ves. Has confesado y ni siquiera te puedo decir que me des un poco de repugnancia. Me es del todo indiferente.
-Bueno. Así mejor.
Bebería su sexto coñac y atizaría el fuego. Las llamas se alzarían en una bella espiral y dorarían las puertas del gran armario de los discos y de las bebidas. Encendería un cigarrillo con fingida calma.
-¿Has tenido galán? -preguntaría-. ¿Joven, guapo, viejo, interesante, rico…?
-Lo mejor va a ser dejarte -respondería ella cansadamente-. Con tanto alcohol te pones intratable.
-Intratable -ahuecaría la voz-. Soy intratable porque te hago una pregunta nada maliciosa o soy intratable porque sospecho otras cosas que tienen más malicia, que todo el mundo reconoce como más maliciosas.
-Te pones intratable porque te pones ofensivo. Eso es todo. Y me voy.
-No te vas -la tomaría de la muñeca y la obligaría a sentarse-. No te vas porque tenemos que hablar. Borracho o como quieras tenemos que hablar.
-Me estás haciendo daño -diría ella contenidamente hasta que la presión de su mano aflojara y lograra desasirse.
-Bien. Te estoy haciendo daño. ¿Y tú no me estás haciendo daño?
-Procuro no hacértelo.
-¿Engañándome? Vamos, mujer, es una pretensión, hay que reconocerlo -diría con falsa serenidad-. Una estupenda pretensión. ¿Crees que soy un idiota?
-Eres un bárbaro. Yo nunca te he engañado. El día que te engañe lo sabrás por mí. Mejor dicho, lo sabrás antes de que te engañe.
-La lealtad es una hermosa virtud -explicaría sarcásticamente-. Una hermosa y buena virtud que tienen las hermosas y buenas mujeres que han superado la fidelidad.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que es una muestra de civilización, no otra cosa. ¿Tú no sabes que lo más airado para una mujer que tiene dos dedos de frente es un marido engañado? Una mujer con un adarme de inteligencia es leal y se lo dice. Quiero decir que es leal consigo misma y así no hace el ridículo. El marido aguanta. Por ejemplo, yo. Más en nuestro caso no tenemos hijos y no vamos a complicar, fuera de nosotros, la vida a nadie.
-Yo te digo que si algún día sucede lo sabrás por mí, mientras, puedes dormir tranquilo o emborracharte tranquilo o hacerme escenas absolutamente tranquilo. Ahora dame una copa para que yo también me tranquilice -pediría airadamente.
-Bien, en tu fiesta no ha habido generosidad. Hay que tenerlo en cuenta: Al menos generosidad en las bebidas, más capacidad de virtud.
-Me das pena con tus groserías, pena y asco.
Los dos nos damos asco. Aunque de forma diferente. A mí me das un asco más reconcentrado, más espeso, como si fueras un volcán y la lava que arroja es…
Aquel era el punto crucial de la discusión. Probablemente ella se echaría a llorar con mansedumbre, como otras veces, o acaso no, y lloraría crispada de indignación. De todas maneras seguiría un silencio extraño, como una tregua en la lógica de la guerra, que aprovecharían ambos para centrar sus posiciones. Después vendría el choque final. Nunca llegaron tan lejos, aunque a lo largo de su matrimonio habían menudeado las peleas y los insultos. Si ella se quedaba, lo que era bastante improbable, podría asestarle el último golpe tras de unas ligeras escaramuzas, pero estaba en dudas al elegir su condición belicosa entre las cautelas del engañado y los arrebatos del celoso. Y repensándolo se percató de que era una banalidad el dilema y que podía muy bien conjuntar en una sola interpretación teatral su pantomima de celoso-engañado, y añadirle matices trágicos, amenazas de suicidio y de crimen. Bebió su coñac y se sirvió otro. No se sentía afectado por el alcohol y sus “últimos argumentos” eran lúcidos, aunque todavía pudo pensar que sus llamados “últimos argumentos” no eran más que una necesaria consecuencia del alcohol ingerido a lo largo de la relación.
-Yo tengo el sentimiento del amor -diría-. Algo que ni mi fracaso total, ni tú podéis quitarme.
-Y ¿a qué llamas el sentimiento del amor? ¿Se puede saber?
-No. No, porque es absolutamente inútil que te lo explique.
-No lo entendería, ¿verdad?
-Eres incapaz.
-¿Yo no he tenido alguna vez ese sentimiento del amor por ti?
-Tú alguna vez me has querido, pero el sentimiento del amor no es eso, es otra cosa, que se tiene o no se tiene.
-Pamplinas.
-Ves cómo es inútil, ves como eres muy simple. Si yo estuviera enamorado tendría el sentimiento del amor por ti. Ahora que no estoy enamorado sigo teniendo el sentimiento del amor hacia ti, aunque me has destruido y fatigado y estoy acabado de una vez.
-No te he destruido. Te está destruyendo todo lo que bebes y tu propia cabeza.
-Mi cabeza con dos grandes cuernos que crecen hacia dentro y me están destrozando el cerebro.
Aquí era el momento de reír. Una risa enfáticamente alegre. Bebió y ensayó a reír. No parecía convincente risa tan fanfarrona y estruendosa. Lo intentó de nuevo y le sobrevinieron turbación y angustia. Evidentemente había bebido demasiado, pero quiso llevar el asunto hasta el fin y se sirvió coñac y luego se rió como con pena de sí mismo.
-Tú estás disculpada -dijo en alta voz-. Estás al margen de todo lo que a mí me sucede y lo que hagas por tu cuenta, aunque sea en contra mía, es lo que se me debe. No otra cosa.
Se levantó del sillón, se acercó a la chimenea y contempló las llamas, que le desencajaban el rostro, partiéndoselo con cuchilladas de sombras, resaltándoselo en protuberancias de máscara.
-Pero aún te quiero -dijo.
Y luego arregazado en el sillón pensó que podría confesárselo y que ella se quedaría algunos momentos meditando la respuesta que podría ser una queja de lo que ya era imposible o por el contrario una reanudación.
-Pero aún te quiero -diría.
-Es tarde. Ya es tarde.
-El otro…
-No hay otro. Es tarde y lo siento. Necesitaba que me lo hubieras dicho antes, porque yo no te quiero. Muchas noches he estado esperando que me lo dijeras…
Evidentemente ella tenía un dramático tono de alta comedia o todas las mujeres tienen en las mismas circunstancias el retintín de los cómicos o, acaso, los seres humanos toman del teatro, por incapacidad de expresividad natural, los dejos, gestos y ademanes de los escenarios. en todo caso podría la escena tener su envés.
-Es tarde -diría-, pero aún te quiero.
Ella bisbisearía su parte:
-No es tarde, todavía…
-Me tienes que perdonar todo lo que te he hecho sufrir y no creo que puedas.
-No te tengo que perdonar…
-Era mucho peor y además ella no diría jamás aquellas palabras. En cambio podría decir estas otras:
-Estás obra vez borracho.
-Te estaba esperando.
-No necesito que me esperes. Estás otra vez borracho y parece que esto no va a tener nunca solución.
-¿Quieres que me muera?
-Quiero que no te emborraches, quiero que vuelvas a ser tú. Apestas.
-¿Para qué quieres que vuelva a ser yo?
-Porque antes eras algo mejor de lo que eres. Valías un poco más.
Estaba sirviéndose otro coñac cuando creyó oír el ruido del llavín en la puerta de la entrada. Dejó de hacerlo y recompuso su figura. Apenas le había dado tiempo cuando entró la mujer. Debió haber tenido un lindo rostro ahora marchitado. Se derrumbó en un sillón y se sacó con un rápido movimiento de los pies los zapatos.
-¡Uff!, me estaban matando -dijo y continuó hablando muy de prisa: ¿Hay cocas en el refrigerador?
-Creo que sí. ¿Qué tal lo has pasado?
-Como siempre. Allí estaba todo el mundo. Estoy estragada de fumar. Estaban los Bernal, los Liencres, todos y ese tipo amigo tuyo, que tanto habla de ti…
-¿Qué tipo?
-No sé. Un tipo cualquiera. Uno que siempre está en las fiestas.
-Será Almorox. Uno alto y fuerte.
-Será -dijo indiferente-. Se empeñó en traerme a casa.
-¿Te trajo?
-No. Me trajeron los Liencres. Mina estaba monísima. Dame una coca, chatito, que me muero de sed.
Por el pasillo tanteaba las paredes buscando apoyo. En la cocina respiró profundamente aire fresco. “Ahora me mareará con los vestidos de las amigas. Me mareará con las gracias y los chismes de todos los cretinos. Me mareará con su éxito. Podía haberse quedado en su fiesta.
-Date prisa -gritó en agudo la mujer-. ¿Qué te pasa?
-Ya voy -dijo con cansancio el hombre-. Ya voy.
-Ha sido algo fantástico -explicó la mujer a media voz, como recapitulando, antes de que llegara el hombre-. Toda la sociedad. Algo verdaderamente fantástico.

Cuentos completos, 1973.
 

lunes, 29 de julio de 2019

El perro fantasma. Juan José Millás.

Paso todos los días con mi perro por delante de una casa con jardín donde en tiempos vivió otro perro que nos ladraba. Al mío se le erizaban los pelos unos metros antes de llegar a la verja tras cuyos barrotes aparecía el rostro oscuro de su adversario. Una vez cara a cara, se enseñaban los dientes y hacían grandes manifestaciones de odio mientras yo sujetaba al mío de la correa. Se trataba de un rito más o menos inocente al que todos estábamos acostumbrados. Un día el perro enemigo no apareció tras la verja. Casualmente, esa misma tarde me encontré en el mercado con su dueño, que me dijo que había muerto. Le di el pésame y pedí tres cuartos de kilo de chuletas de cordero.
De eso hace ya un año, más o menos. Sin embargo, cada vez que pasamos por delante de la casa del perro muerto, el mío se eriza como la primera vez y lanza hacia el interior del jardín tres o cuatro ladridos de advertencia. A mí me hace gracia, pues ya le he dicho varias veces y en distintos idiomas (menos el suyo, evidentemente) que su enemigo está muerto, y que por lo tanto hace un gasto inútil de agresividad y adrenalina. El otro día, sin embargo, se me ocurrió de súbito la posibilidad de que mi perro ladrara al fantasma del animal fallecido. Es obvio que él no está, pero cómo asegurar que no se ha quedado su fantasma. Se lo comenté a un amigo aficionado a asuntos esotéricos y no le pareció descabellado. El mundo, dijo, está lleno de espíritus que los seres humanos no percibimos porque hemos perdido esa capacidad, si algún día la tuvimos. Mi gato, añadió, juega todos los días en el jardín con el fantasma de otro animal cuya naturaleza no he logrado averiguar.
Fantasmas. Estuve dándole vueltas al asunto y pensé que yo mismo me pongo muchas veces en guardia para defenderme de situaciones irreales. Basta que algo evoque un asunto doloroso de la infancia o de la juventud para que reaccione como si la situación aquella volviera a repetirse. A veces soy yo, sin darme cuenta, quien provoca su repetición, para justificar mi agresividad sin duda. El mundo está, en efecto, lleno de fantasmas. La pregunta es si se encuentran dentro o fuera de nuestra cabeza.

 Articuentos escogidos, 2012.

domingo, 28 de julio de 2019

Su primer libro de historia. Francisco Rodríguez Criado.

Estaba aproximándose a un momento clave de su Primer Libro de Historia. Presintiendo lo que podría suceder con la llegada del inminente año 456 –tanta barbarie no pintaba nada bien–, el niño pasó la página con sumo cuidado, reteniendo la respiración, temeroso de que un descuido de sus temblorosos deditos pudiera provocar el desplome definitivo del castigado Imperio Romano de Occidente.

 

sábado, 27 de julio de 2019

La mosca. José María Merino.

La mosca revolotea sin demasiada vitalidad en el cuarto de baño. La miro con asco. ¿Qué hace este bicho en un hotel de lujo, y además en febrero? La golpeo con una toalla y cae exánime sobre el mármol del lavabo. Es una mosca rara, arrubiada, no muy grande. Se me ocurre que es el último ejemplar de una especie que desaparecerá con ella. Se me ocurre que tenía en el cuarto de baño su refugio invernal. Que en el jardín que se extiende bajo mi ventana hay alguna planta también muy rara, que solo podía ser polinizada por esta mosca. Y que de la polinización y multiplicación de esa planta va a depender, dentro de unos milenios, la existencia del oxígeno suficiente como para que nuestra propia especie sobreviva. ¿Qué he hecho? Al matar a esa mosca os he condenado también a vosotros, descendientes humanos. Pero la mosca mueve sus patitas en un leve temblor. ¡Parece que no ha muerto! Ya las agita con más fuerza, ya consigue ponerse de pie, ya se las frota, ya se alisa las alitas para disponerse a volar otra vez, ya revolotea en el cuarto de baño. ¡Vivid, respirad, humanos del futuro! Mas ese vuelo torpe me devuelve la inicial imagen repugnante. Salgo de mi pasmo. ¿Qué hace aquí este bicho asqueroso? Cojo la toalla, la persigo, la golpeo, la mato. La remato.

 

viernes, 26 de julio de 2019

La nueva vida de Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma. Camilo José Cela.

Los pisos de goma de las zapatillas no dejan mucho, dejan más otras cosas: las botellas, las guerreras de caqui y las botas de caballero. Con los pisos de goma de las zapatillas no sale una de pobre; se va tirando, y ya es bastante, porque una, no hay que engañarse, ya no es la que fue y ya está para poco. Ampliando el negocio, las ganancias no tardarían en dejarse ver. A una lo que le gustaría era disponer de unos cuartos para explotar la sastrería y reponer existencias. La sastrería sí deja sus beneficios y, además, es más limpia y provechosa. La ropa usada, sobre todo si es de caballero, deja más margen. En un pantalón, al que no se le clareen los fondillos, se pueden ganar dos duros y hasta tres. Cuando mi Esteban dejó este valle de lágrimas, le saqué a su sastrería para el entierro y para el luto, y aún me sobró.
Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, era feliz con sus filosofías. Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, tenía tres aficiones: la filosofía, el vino de Valdepeñas y un vidriero fontanero de la calle del Amparo que, la verdad sea dicha, no estaba nada, pero que nada mal.
El vidriero fontanero de la calle del Amparo se llamaba Estanislao, y había querido ser matador de reses bravas (novillos y toros).
-Pero, hombre, Estanislao -le decían sus amigos-, ¿tú no te percatas de que con ese nombre no se puede ser torero?
-¡Anda, y por qué no! ¡Lo que hace falta para la tauromaquia es arte y echarle valor! ¿Qué tendrá que ver el nombre?
Estanislao de Dios había conocido a la Encarna en un baile de los de caballero tres pesetas y señoritas por rigurosa invitación.
-¿Baila usted, joven?
-Y esto, ¿qué es?
-Nada: un mambo. Todo seguido.
La Encarna y Estanislao pronto intimaron, porque, como Estanislao decía, tenían muchos puntos comunes en contacto.
-¿Eh?
-Pues nada, que tenemos muchos puntos comunes en contacto.
La Encarna puso un gesto de circunstancias.
-Pero sin propasarse, ¿eh?
El Estanislao, al día siguiente, le dijo a la Encarna que habían nacido el uno para el otro.
-¡Qué tío, cómo habla! -le explicaba Mahoma a una clienta.
-¿Y cómo es?
-¿Que cómo es? Pues, ¿cómo le diría a usted? ¿Ve usted al marqués de la Valdivia? Pues igual de fino, aunque peor trajeado. ¡Un tipazo! Y lo que es más importante, ¡todo un caballero!
-Bueno, bueno, pues que la cosa marche y que sean ustedes muy dichosos…
Encarnación Ortega Ripollet entornó los ojos y se calló.


A la Encarna, un día, le dijo el Estanislao:
-Oye, Encarna, chata: he pensado que debías ampliar el negocio. A mí me parece que lo mejor era atender la sastrería. Al tiempo que vamos se encuentran abrigos y americanas en buen precio; en el invierno valen el doble.
-Si…
-Pues claro. Si a ti te parece podíamos formar sociedad. Yo tengo una cartilla en la caja de ahorros, una miseria, y si tú quieres la invertimos en la sastrería.
La Encarna estaba emocionada; los pisos de goma de las zapatillas no daban más que para ir mal tirando.
-Bueno, si a ti te parece…

El Estanislao, al día siguiente, se fue a la caja de ahorros y retiró sus cuartos.
-Oiga -le dijo al de la ventanilla-, ¿a cuánto asciende?

Y el de la ventanilla sacó un lápiz para echar la cuenta de los intereses y le respondió:
-A dos mil ciento diecisiete con sesenta y tres.
El Estanislao dejó una con sesenta y tres y se llevó el resto.
-No es mucho -le dijo a la Encarna-, pero para arrancar ya tienes.
-¡Anda, pues claro! ¡Muchas habrán arrancado con menos!
La Encarna, con sus cuartos guardados en el escote, empezó las primeras compras.
-¿Seis duros por esta americana? ¡Usted está loco, pollo! Por esta americana no le puedo dar a usted más de seis pesetas, si las quiere.
-¿Seis pesetas?
-Sí, hijo, seis pesetas y al contado, y ni una más. ¡Pero si esto es algodón y del peor!
-¡Hombre, señora! ¡Será algodón, pero, vamos, seis pesetas! ¿Da usted cuatro duros?
-No. Esa americana no vale más de seis pesetas. Mire usted, para no discutir, ¿quiere usted siete cincuenta?
-Pues hombre, no. Con siete cincuenta, ¿a dónde voy?
-¡Anda, y yo qué sé! Váyase usted a dar una vueltecita por el río, que siempre es económico.
El joven de la americana volvió a la carga.
-Mire usted, señora, el último precio, ¿me da usted tres duros?
La Encarna se horrorizó.
-¿Tres duros? ¡Quite usted allá! Mire usted, caballero, no se lo quería decir, pero esa americana huele a muerto.
-¡Anda! ¿Y a qué quería usted que oliese, a malvavisco? Este olor se le va en cuanto que usted la tenga colgada al aire un par de días. Después de todo, tampoco es nada malo. Vamos, ¡digo yo!
Al cabo de hora y cuarto de discusión la Encarna se quedó con la americana por nueve pesetas.
La Encarna puso un gesto conciliador.
-Ande, ande. Déjela ahí, me ha ganado usted por la simpatía…

Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, y Estanislao de Dios López, alias Vidrio, acabaron contrayendo. Cuando un hombre y una mujer se aman, ya se sabe: primero toman vermú con gambas; después, se cogen de la mano; más tarde, se aman, y al final, si no hay impedimento, contraen. Entre la Encarna y el Estanislao no había impedimento: los dos eran libres como el pájaro y, además, no eran primos, que siempre entorpece.
La pareja hizo el viaje de novios a Navalcarnero, donde la Encarna tenía una hermana muy bien casada.
-Veniros a Navalcarnero -les había dicho la hermana de la Encarna-; aquello es muy saludable.
-Bueno.
La hermana de la Encarna tenía tres hijos mayorcitos, pero uno, sobre todo, era el que más llamaba la atención. Su nombre era Maximino y tenía la cabeza gorda y una pata seca, tan seca que parecía hecha de cecina.
-El Maximino, ahí donde usted lo ve -le decía la hermana de la Encarna al Estanislao-, es más listo que el hambre. Verá usted. ¿Maximino, quieres una peseta?
-Muuu…
-¿Lo ve usted? No se le escapa ni una.
Maximino, aunque ya tenía catorce años, todavía no hablaba. Maximino lo único que decía era muuu…, muuu…, como si fuera un choto; pero su madre lo entendía muy bien.
-Eso debe ser el instinto de la maternidad -se decía el Estanislao-; a esta criatura el día que le falte la madre, lo mejor que le podía pasar es que lo pisase el tren.
Al Estanislao, eso de estar todo el tiempo escuchando mugir al Maximino, le daba mucha tristeza: El Estanislao era muy sentimental, siempre había tenido muy buenas inclinaciones.
-Oye, Encarna -le dijo un día a su señora-; yo creo que nos debíamos volver a Madrid; a mí el Maximino me trastorna, ¡qué quieres!
-¡Pero si es muy buen chico!
-Sí; yo no digo que sea malo…
La Encarna y su marido, a los dos días de la conversación sobre el Maximino, se volvieron a Madrid. En el autobús, la Encarna se puso tierna y le dijo a su marido:
-Oye, Estanislao, ¿de qué le habrá venido eso al Maximino?
-¡Anda, hija! ¿Y yo qué sé?
La Encarna hizo todo el viaje preocupada.
-¿Te mareas?
-No; me estaba acordando del Maximino. Oye, Estanislao.
-¿Qué?
-Pues que digo yo que, para que salga como el Maximino, más valdría no tener hijos, ¿verdad?
-¡Claro! El pobre Maximino es una desdicha; a la criatura no hay por dónde cogerle. Pero, vamos, si nosotros tenemos un hijo, no ha de ser así. El Maximino es lo que se llama una excepción.


El sol de primavera, que sobre el Rastro se pintaba con la amorosa y doliente color de la calderilla, sacaba destellos de frac de las chaquetas sin dueño que colgaba la Encarna en su tenderete.
-¿Tiene usted un chaleco canela en buen uso, señora?
-Sí, caballero, en mi tienda nada falta, una tiene de todo…
Encarnación tenía, efectivamente, de todo. Encarnación Ortega no se podía quejar. Encarnación Ortega Ripollet tenía un marido guapo, un puesto de propiedad, un alma de artista y, para que nada le faltase, un niño cabezota y tartaja, que decía muuu…, muuu…, por todo decir y que se parecí a su primo Maximino como una gota de agua a otra gota de agua.
Pero Encarnación Ortega Ripollet, alias Mahoma, no lo veía.
-¿Verdad, usted, que está muy crecido? -solía decir a los compradores que se acercaban a su negocio a mercar el pantalón que había dejado, como un frío y lejano suspiro, un muerto de sus mismas carnes, poco más o menos.

Nuevo retablo de don Cristobita. Camilo José Cela, 1957.
 

jueves, 25 de julio de 2019

Monterroso nunca imaginado. Eva Sánchez Palomo.

Cuando se despertó el dinosaurio todavía estaba allí, así que la pequeña le preguntó:
-¿Qué? ¿Somos ya la princesa y el dragón del cuento?
El dinosaurio miró a la niña (su piel oscura, su pelo rizado negro, sus ojos de azabache), y suspirando con sus 2,3 toneladas de estegosaurio le contestó:
-No, aún no, pero ya queda poco, sigue durmiendo, yo te aviso.

 

miércoles, 24 de julio de 2019

Sagrada lluvia. Eduardo Galeano.

El niño quiere volver la cabeza, pero los soldados le obligan a mirar. Fernando ve cómo el verdugo arranca la lengua de su hermano Hipólito y lo empuja desde la escalera de la horca. El verdugo cuelga también a dos de los tíos de Fernando y después al esclavo Antonio Oblitas, que había pintado el retrato de Túpac Amaru, y a golpes de hacha lo corta en pedazos; y Fernando ve. Con cadenas en las manos y grillos en los pies, entre dos soldados que le obligan a mirar, Fernando ve al verdugo aplicando garrote vil a Tomasa Condemaita, cacica de Acos, cuyo batallón de mujeres ha propinado tremenda paliza al ejército español. Entonces sube al tablado Micaela Bastidas y Fernando ve menos. Se le nublan los ojos mientras el verdugo busca la lengua de Micaela, y una cortina de lágrimas tapa los ojos del niño cuando sientan a su madre para culminar el suplicio: el torno no consigue ahogar el fino cuello y es preciso que echándole lazos al pescuezo, tirando de una y otra parte y dándole patadas en el estómago y pechos, la acaben de matar.
Ya no ve nada, ya no oye nada Fernando, el que hace nueve años nació de Micaela. No ve que ahora traen a su padre, a Túpac Amaru, y lo atan a las cinchas de cuatro caballos, de pies y de manos, cara al cielo. Los jinetes clavan las espuelas hacia los cuatro puntos cardinales, pero Túpac Amaru no se parte. Lo tienen en el aire, parece una araña; las espuelas desgarran los vientres de los caballos, que se alzan en dos patas y embisten con todas sus fuerzas, pero Túpac Amaru no se parte.
Es tiempo de larga sequía en el valle del Cuzco. Al mediodía en punto, mientras pujan los caballos y Túpac Amaru no se parte, una violenta catarata se descarga de golpe desde el cielo: cae la lluvia a garrotazos, como si Dios o el Sol o alguien hubiera decidido que este momento bien vale una lluvia de ésas que dejan ciego al mundo.

Memoria del fuego II. Las caras y las máscaras. Eduardo Galeano, 1984.
 

martes, 23 de julio de 2019

Telefonía móvil. Fabián Vique.

La telefonía móvil acaba de desarrollar un novedoso sistema de comunicación. Consiste en buscar en la agenda del aparato el nombre de la persona amada y, una vez localizado, besar la pantalla. El beso saldrá dirigido inmediatamente.
El sistema tiene una enorme ventaja con respecto a los anteriores: El mensaje no llega al teléfono de la persona sino directamente a su corazón.
En el haber, no obstante, hay todavía dos pequeños detalles, en los que los ingenieros están trabajando para perfeccionar el servicio. El primero es que, a diferencia de los tradicionales, estos mensajes todavía tardan demasiado tiempo en llegar (meses, a veces años). El segundo (que no es una anomalía misma, sino una consecuencia de lo anterior), es que las demoras hacen que los mensajes se vuelvan volátiles, con lo cual casi siempre acaban incrustados en corazones desconocidos, cuando no estampados contra un árbol.


La vida misma y otras microficciones. Fabián Vique, 2010.
 

lunes, 22 de julio de 2019

Nubes. Marcelo Gill.

Para Ana María Shua.
 
Y pensar que esos seres fantásticos, (dragones, unicornios, leviatanes) tan inteligentes y temerosos de la extinción, se disfrazan de nubes para que no sospechemos nada, para que creamos que solo vemos nubes con formas de dragones, unicornios y leviatanes.



 

domingo, 21 de julio de 2019

Encender una hoguera. Jack London.

El día amaneció extraordinariamente gris y frío. El hombre abandonó el camino principal del Yukon y empezó a trepar por la empinada cuesta. En ella había un sendero apenas visible y muy poco frecuentado, que se dirigía al Este a través de una espesura de abetos. La pendiente era muy viva. Al terminar de subirla, el viajero se detuvo para tomar aliento y trató de ocultarse a sí mismo esta debilidad consultando su reloj. Eran las nueve. No había el menor atisbo de sol, a pesar de que ni una sola nube cruzaba el cielo. El día era diáfano, pero las cosas parecían cubiertas por un velo intangible, por un algo sutilmente lóbrego que lo entenebrecía todo y cuya causa era la falta de sol. Pero esto no preocupaba al caminante. Estaba ya acostumbrado. Llevaba varios días sin ver el globo radiante y sabía que habrían de transcurrir algunos más para que se asomase un poco por el Sur, sobre la línea del horizonte, volviendo a desaparecer en seguida.
El viajero miró hacia atrás. El Yukon tenía allí una anchura de más de kilómetro y medio, y estaba cubierto por una capa helada de un metro de espesor, sobre la que se extendía otra de nieve, igualmente densa. La superficie helada del río era de una blancura deslumbrante y se extendía en suaves ondulaciones formadas por las presiones contrarias de los hielos. De Norte a Sur, en toda la extensión que alcanzaba la vista, reinaba una ininterrumpida blancura. Sólo una línea oscura, fina como un cabello, serpenteaba y se retorcía hacia el Sur, bordeando una isla cubierta de abetos; después cambiaba de rumbo y se dirigía al Norte, siempre ondulando, para desaparecer, al fin, tras otra isla, cubierta de abetos igualmente. Esta línea oscura y fina era un camino, el camino principal que, después de recorrer más de ochocientos kilómetros, conducía por el Sur al Paso de Chilcoot (Dyea) y al agua salada, y por el Norte a Dawson, tras un recorrido de ciento doce kilómetros. Desde aquí cubría un trayecto de mil seiscientos kilómetros para llegar a Nulato, y otro de casi dos mil para terminar en St. Michael, a orillas del mar de Behring. Pero nada de esto -ni el misterioso camino, fino como un cabello, que se perdía en la lejanía, ni la falta del sol en el cielo, ni el frío intensísimo, ni aquel mundo extraño y espectral – causaba la menor impresión a nuestro caminante, no porque estuviese acostumbrado a ello, ya que era un chechaquo recién llegado al país, y aquél era el primer invierno que pasaba en él, sino porque era un hombre sin imaginación. Despierto y de comprensión rápida para las cosas de la vida, sólo le interesaban estas cosas, no su significado. Cincuenta grados bajo cero correspondían a más de ochenta grados bajo el punto de congelación. Esto le impresionaba por el frío y la incomodidad que llevaba consigo, pero la cosa no pasaba de ahí. Tan espantosa temperatura no le llevaba a reflexionar sobre su fragilidad como animal de sangre caliente, ni a extenderse en consideraciones acerca de la debilidad humana, diciéndose que el hombre sólo puede vivir dentro de estrechos limites de frío y calor; ni tampoco a filosofar sobre la inmortalidad del hombre y el lugar que ocupa en el universo. Para él, cincuenta grados bajo cero representaba un frío endemoniado contra el que había que luchar mediante el uso de manoplas, pasamontañas, mocasines forrados y gruesos calcetines. Para él, cincuenta grados bajo cero eran simplemente… eso: cincuenta grados bajo cero. Que pudiera haber algo más en este hecho era cosa que nunca le había pasado, ni remotamente, por la imaginación.
Al disponerse a continuar, escupió para hacer una prueba, y oyó un chasquido que le sobresaltó. Escupió nuevamente y otra vez la saliva crujió en el aire, antes de caer en la nieve. Sabía que a cincuenta grados bajo cero la saliva se helaba y producía un chasquido al entrar en contacto con la nieve, pero esta vez el chasquido se había producido en el aire. Sin duda, y aunque no pudiera precisar cuánto, la temperatura era inferior a cincuenta grados bajo cero. Pero esto no le importaba. Su objetivo era una antigua localidad minera situada junto al ramal izquierdo del torrente de Henderson, donde sus compañeros le esperaban. Ellos habían llegado por el otro lado de la línea divisoria que marcaba el límite de la comarca del riachuelo indio, y él había dado un rodeo con objeto de averiguar si en la estación primaveral sería posible encontrar buenos troncos en las islas del Yukon. Llegaría al campamento a las seis; un poco después del atardecer ciertamente, pero sus compañeros ya estarían allí, con una buena hoguera encendida y una cena caliente preparada. Para almorzar ya tenía algo. Apretó con la mano el envoltorio que se marcaba en su chaqueta. Lo llevaba bajo la camisa. La envoltura era un pañuelo en contacto con su piel. Era la única manera de evitar que las galletas se helasen. Sonrió satisfecho al pensar en aquellas galletas, empapadas en grasa de jamón y que, partidas por la mitad, contenían gruesas tajadas de jamón frito.
Penetró entre los gruesos troncos de abeto. El sendero apenas se distinguía. Había caído un palmo de nieve desde haber pasado el último trineo, y el hombre se alegró de no utilizar esta clase de vehículos, pues a pie podía viajar más de prisa. A decir verdad, no llevaba nada, excepto su comida envuelta en el pañuelo. De todos modos, aquel frío le molestaba. «Hace frío de verdad», se dijo, mientras frotaba su helada nariz y sus pómulos con su mano enguantada. La poblada barba que cubría su rostro no le protegía los salientes pómulos ni la nariz aquilina, que avanzaba retadora en el aire helado. Pisándole los talones trotaba un perro, un corpulento perro esquimal, el auténtico perro lobo, de pelambre gris que, aparentemente, no se diferencia en nada de su salvaje hermano el lobo. El animal estaba abatido por aquel frío espantoso. Sabía que aquel tiempo no era bueno para viajar. Su instinto era más certero que el juicio del hombre. En realidad la temperatura no era únicamente algo inferior a cincuenta grados bajo cero, sino que se acercaba a los sesenta. El perro, naturalmente, ignoraba por completo lo que significaban los termómetros. Es muy posible que su cerebro no registrase la aguda percepción del frío intensísimo que captaba el cerebro del hombre. Pero el animal contaba con su instinto. Experimentaba una vaga y amenazadora impresión que se había adueñado de él por entero y le mantenía pegado a los talones del hombre. Su mirada ansiosa e interrogante seguía todos los movimientos, voluntarios e involuntarios, de su compañero humano. Parecía estar esperando que acampara, que buscara abrigo en alguna parte para encender una hoguera. Sabía por experiencia lo que era el fuego y lo deseaba.
A falta de él, de buena gana se habría enterrado en la nieve y se habría acurrucado para evitar que el calor de su cuerpo se dispersara en el aire. Su húmedo aliento se había helado, cubriendo su piel de un fino polvillo de escarcha. Especialmente sus fauces, su hocico y sus pestañas estaban revestidos de blancas partículas cristalizadas. La barba y los bigotes rojos del viajero aparecían igualmente cubiertos de escarcha, pero de una escarcha más gruesa, pues era ya compacto hielo, y su volumen aumentaba de continuo por efecto de las cálidas y húmedas espiraciones. Además, el hombre mascaba tabaco, y el bozal de hielo mantenía sus labios tan juntos, que, al escupir, no podía expeler la saliva a distancia. A consecuencia de ello, su barba cristalina, amarilla y sólida como el ámbar, se iba alargando paulatinamente en su mentón. De haber caído, se habría roto en mil pedazos como si fuera de cristal. Pero aquel apéndice no tenía importancia. Era el precio que habían de pagar en aquel inhóspito país los aficionados a mascar tabaco. Además, él ya había viajado en otras dos ocasiones con un frío horroroso. No tanto como esta vez, desde luego; pero también extraordinario, pues, por el termómetro de alcohol de Sixty Mile, supo que se habían registrado de cuarenta y seis a cuarenta y ocho grados centígrados bajo cero.
Recorrió varios kilómetros a través de la planicie cubierta de bosque, cruzó un amplio llano cubierto de flores negruzcas y descendió por una viva pendiente hasta el lecho helado de un arroyuelo. Estaba en el Henderson Creek y sabía que le faltaban dieciséis kilómetros para llegar a la confluencia. Consultó nuevamente su reloj. Eran las diez. Avanzaba a casi seis kilómetros y medio por hora, y calculó que llegaría a la bifurcación a las doce y media. Decidió almorzar cuando llegase, para celebrarlo. El perro se pegó de nuevo a sus talones, con la cola hacia bajo -tanto era su desaliento-, cuando el viajero siguió la marcha por el lecho del río. Los surcos de la vieja pista de trineos se veían claramente, pero más de un palmo de nieve cubría las huellas de los últimos hombres que habían pasado por allí. Durante un mes nadie había subido ni bajado por aquel arroyuelo silencioso. El hombre siguió avanzando resueltamente. Nunca sentía el deseo de pensar, y en aquel momento sus ideas eran sumamente vagas. Que almorzaría en la confluencia y que a las seis ya estaría en el campamento, con sus compañeros, era lo único que aparecía con claridad en su mente. No tenía a nadie con quien conversar y, aunque lo hubiese tenido, no habría podido pronunciar palabra, pues el bozal de hielo le sellaba la boca. Por lo tanto, siguió mascando tabaco monótonamente, mientras aumentaba la longitud de su barba ambarina.
De vez en cuando pasaba por su cerebro la idea de que hacía mucho frío y de que él jamás habría sufrido los efectos de una temperatura tan baja. Durante su marcha, se frotaba los pómulos y la nariz con el dorso de su enguantada mano. Lo hacía maquinalmente, una vez con la derecha y otra con la izquierda. Pero, por mucho que se frotara, apenas dejaba de hacerlo, los pómulos primero, y poco después la punta de la nariz, se le congelaban. Estaba seguro de que se le helarían también las mejillas. Sabía que esto era inevitable y se recriminaba por no haberse cubierto la nariz con una de aquellas tiras que llevaba Bud cuando hacía mucho frío. Con esta protección habría resguardado también sus mejillas. Pero, en realidad, esto no importaba demasiado. ¿Qué eran unas mejillas heladas? Dolían un poco, desde luego, pero la cosa no tenía nunca complicaciones graves.
Por vacío de pensamientos que estuviese, el hombre se mantenía alerta y vigilante; así pudo advertir todos los cambios que sufría el curso del riachuelo: sus curvas, sus meandros, los montones de leña que lo obstruían… Al mismo tiempo, miraba mucho dónde ponía los pies. Una vez, al doblar un recodo, dio un respingo, como un caballo asustado, se desvió del camino que seguía y retrocedió varios pasos. El arroyo estaba helado hasta el fondo – ningún arroyo podía contener agua en aquel invierno ártico -, pero el caminante sabía que en las laderas del monte brotaban manantiales cuya agua discurría bajo la nieve y sobre el hielo del arroyo. Sabía también que estas fuentes no dejaban de manar ni en las heladas más rigurosas, y, en fin, no ignoraba el riesgo que suponían. Eran verdaderas trampas, pues formaban charcas ocultas bajo la lisa superficie de la nieve, charcas que lo mismo podían tener diez centímetros que un metro de profundidad. A veces, una sola película de hielo de un centímetro de espesor se extendía sobre ellas y esta capa de hielo estaba, a su vez, cubierta de nieve. En otros casos, las capas de hielo y agua se alternaban, de modo que, perforada la primera, uno se iba hundiendo cada vez más hasta que el agua, como ocurría a veces, le llegaba ala cintura.
De aquí que retrocediera, presa de un pánico repentino: había notado que la nieve cedía bajo sus pies y, seguidamente, su oído había captado el crujido de la oculta capa de hielo. Mojarse los pies cuando la temperatura era tan extraordinariamente baja suponía algo tan molesto como peligroso. En el mejor de los casos, le impondría una demora, pues se vería obligado a detenerse con objeto de encender una hoguera, ya que sólo así podría quitarse los mocasines y los calcetines para ponerlos a secar, permaneciendo con los pies desnudos. Se detuvo para observar el lecho del arroyo y sus orillas y llegó a la conclusión de que el agua venía por el lado derecho. Reflexionó un momento, mientras se frotaba la nariz y las mejillas, y seguidamente se desvió hacia la izquierda, pisando cuidadosamente, asegurándose de la firmeza del suelo a cada paso que daba. Cuando se hubo alejado de la zona peligrosa, se echó a la boca una nueva porción de tabaco y prosiguió su marcha de seis kilómetros y medio por hora. En las dos horas siguientes de viaje se encontró con varias de aquellas fosas invisibles. Por regla general, la nieve que cubría las charcas ocultas formaba una depresión y tenía un aspecto granuloso que anunciaba el peligro. Sin embargo, por segunda vez se salvó el viajero por milagro de una de ellas. En otra ocasión, presintiendo el peligro, ordenó al perro que pasara delante. El animalito se hacía el remolón y clavaba las patas en el suelo cuando el hombre le empujaba. Al fin, viendo que no tenía más remedio que obedecer, se lanzó como una exhalación a través de la blanca y lisa superficie. De pronto, se hundió parte de su cuerpo, pero el animal consiguió alcanzar terreno más firme. Tenía empapadas las patas delanteras y al punto el agua que las cubría se convirtió en hielo. Inmediatamente empezó a ladrar, haciendo esfuerzos desesperados para fundir la capa helada. Luego se echó en la nieve y procedió a arrancar con los dientes los menudos trozos de hielo que habían quedado entre sus dedos. El instinto le impulsaba a obrar así, pues sus patas se llagarían si no las despojaba de aquel hielo. El animal no podía saber esto y se limitaba a dejarse llevar de aquella fuerza misteriosa que surgía de las profundidades de su ser. Pero el hombre estaba dotado de razón y lo comprendía todo: por eso se quitó el guante de la mano derecha y ayudó al perro en la tarea de quitarse aquellas partículas de agua helada. Ni siquiera un minuto tuvo sus dedos expuestos al aire, pero de tal modo se le entumecieron, que el hombre se quedó pasmado al mirarlos.
Lanzando un gruñido, se apresuró a calzarse el guante y al punto empezó a golpear furiosamente su helada mano contra su pecho. A las doce, el día alcanzaba allí su máxima luminosidad, a pesar de que el sol se hallaba demasiado hacia el Sur en su viaje invernal rumbo al horizonte que debía trasponer. Casi toda la masa de la tierra se interponía entre el astro diurno y Henderson Creek, región donde el hombre puede permanecer al mediodía bajo un cielo despejado sin proyectar sombra alguna. A las doce y media en punto, llegó el viajero a la confluencia. Estaba satisfecho de su marcha. Si mantenía este paso, estaba seguro de que se reuniría con sus compañeros a las seis de la tarde. Se quitó la manopla y se desabrochó la chaqueta y la camisa para sacar el paquete de galletas. No tardó más de quince segundos en realizar esta operación, pero este breve lapso fue suficiente para que sus dedos expuestos a la intemperie quedasen insensibles. En vez de ponerse la manopla, golpeó repetidamente la mano contra su pierna. Luego se sentó en un tronco cubierto de nieve, para comer. Las punzadas que había notado en sus dedos al caldearlos a fuerza de golpes cesaron tan rápidamente, que se sorprendió. Ni siquiera había tenido tiempo de morder la galleta. Volvió a darse una serie de golpes con la mano en la pierna y de nuevo la enfundó en la manopla, descubriéndose la otra mano para comer. Intentó introducir una galleta en su boca, pero el bozal de hielo se lo impidió.
Se había olvidado de que tenía que encender una hoguera para fundir aquel hielo. Sonrió ante su estupidez y, mientras sonreía, notó que el frío se iba infiltrando en sus dedos descubiertos. También advirtió que la picazón que había sentido en los dedos de los pies al sentarse iba desapareciendo, y se preguntó si esto significaría que entraban en calor o que se helaban. Al moverlos dentro de los mocasines, llegó a la conclusión de que era lo último. Se puso la manopla a toda prisa y se levantó. Estaba un poco asustado. Empezó a ir y venir, pisando enérgicamente hasta que volvió a sentir picazón en los pies. La idea de que hacía un frío horroroso le obsesionaba. En verdad, aquel tipo que conoció en Sulphur Creek no había exagerado cuando le habló de la infernal temperatura de aquellas regiones. ¡Pensar que entonces él se había reído en sus barbas! Indudablemente, nunca puede uno sentirse seguro de nada. Evidentemente, el frío era espantoso. Continuó sus paseos, pisando con fuerza y golpeándose los costados con los brazos. Al fin, se tranquilizó al notar que se apoderaba de él un agradable calorcillo. Entonces sacó las cerillas y se dispuso a encender una hoguera. Se procuró leña buscando entre la maleza, allí donde las crecidas de la primavera anterior habían acumulado gran cantidad de ramas semipodridas. Procediendo con el mayor cuidado, consiguió que el pequeño fuego inicial se convirtiese en crepitante fogata, cuyo calor desheló su barba y le permitió comerse las galletas. Por el momento había logrado vencer al frío. El perro, con visible satisfacción, se había acurrucado junto al fuego, manteniéndose lo bastante cerca de él para entrar en calor, pero no tanto que su pelo pudiera chamuscarse.
Cuando hubo terminado de comer, el viajero cargó su pipa y dio varias chupadas con toda parsimonia. Luego volvió a ponerse los guantes, se ajustó el pasamontañas sobre las orejas y echó a andar por el ramal izquierdo de la confluencia. El perro mostró su disgusto andando como a la fuerza y lanzando nostálgicas miradas al fuego. Aquel hombre no tenía noción de lo que significaba el frío. Seguramente, todos sus antepasados, generación tras generación, habían ignorado lo que era el frío, el frío de verdad, el frío de sesenta grados bajo cero. Pero el perro sí que sabía lo que era; todos sus antepasados lo habían sabido, y él había heredado aquel conocimiento. También sabía que no era conveniente permanecer a la intemperie haciendo un frío tan espantoso. Lo prudente en aquel momento era abrir un agujero en la nieve, ovillarse en su interior y esperar que un telón de nubes cortara el paso a la ola de frío. Por otra parte, no existía verdadera intimidad entre el hombre y el perro. Éste era el sufrido esclavo de aquél y las únicas caricias que de él había recibido en su vida eran las que se podían prodigar con el látigo, que restallaba acompañado de palabras duras y gruñidos amenazadores. Por lo tanto, el perro no hizo el menor intento de comunicar su aprensión al hombre. No le preocupaba el bienestar de su compañero de viaje; si miraba con nostalgia al fuego, lo hacía pensando únicamente en sí mismo. Pero el hombre le silbó y le habló con un sonido que parecía el restallar de un látigo, y él se pegó a sus talones y continuó la marcha.
El hombre empezó de nuevo a masticar tabaco y otra vez se le formó una barba de ámbar. Entre tanto, su aliento húmedo volvía a cubrir rápidamente sus bigotes, sus cejas, sus pestañas, de un blanco polvillo. En la bifurcación izquierda del Henderson no parecía haber tantos manantiales, pues el hombre ya llevaba media hora sin descubrir el menor rastro de ellos. Y entonces sucedió lo inesperado. En un lugar que no mostraba ninguna señal sospechosa, donde la nieve suave y lisa hacía pensar que el hielo era sólido debajo de ella, el hombre se hundió. Pero no muy profundamente. El agua no le había llegado a las rodillas cuando consiguió salir de la trampa trepando a terreno firme. Montó en cólera y lanzó una maldición. Confiaba en llegar al campamento a las seis, y aquello suponía una hora de retraso, pues tendría que encender fuego para secarse los mocasines. La bajísima temperatura imponía esta operación. Consciente de ello, volvió a la orilla y trepó por ella. Ya en lo alto, se internó en un bosquecillo de abetos enanos y encontró al pie de los troncos abundante leña seca que había depositado allí la crecida: astillas y pequeñas ramas principalmente, pero también ramas podridas y hierba fina del año anterior. Echó sobre la nieve varias brazadas de esta leña y así formó una capa que constituiría el núcleo de la hoguera, a la vez que una base protectora, pues evitaría que el fuego se apagase apenas encendido, al fundirse la nieve. Frotando una cerilla contra un trocito de corteza de abedul que sacó del bolsillo, y que se inflamó con más facilidad que el papel, consiguió hacer brotar la primera llama. Acto seguido, colocó la corteza encendida sobre el lecho de hierba y ramaje y alimentó la incipiente hoguera con manojos de hierba seca y minúsculas ramitas.
Realizaba esta tarea lenta y minuciosamente, pues se daba cuenta del peligro en que se hallaba. Poco a poco, a medida que la llama fue creciendo, fue alimentándola con ramitas de mayor tamaño. Echado en la nieve, arrancaba a tirones las ramas de la enmarañada maleza y las iba echando en la hoguera. Sabía que no debía fracasar. Cuando se tienen los pies mojados y se está a sesenta grados bajo cero, no debe fallar la primera tentativa de encender una hoguera. Si se tienen los pies secos, aunque la hoguera se apague, le queda a uno el recurso de echar a correr por el sendero. Así, tras una carrera de un kilómetro, la circulación de la sangre se restablece. Pero la sangre de unos pies mojados y a punto de congelarse no vuelve a circular normalmente por efecto de una carrera cuando el termómetro marca sesenta grados bajo cero: por mucho que se corra, los pies se congelarán. El hombre sabía perfectamente todo esto. El veterano de Sulphur Creek se lo había dicho el otoño anterior, y él recordaba ahora, agradecido, tan útiles consejos. Sus pies habían perdido ya la sensibilidad por completo. Para encender el fuego había tenido que quitarse los gruesos guantes, y los dedos se le habían entumecido con asombrosa rapidez. Gracias a la celeridad de su marcha, su corazón había seguido enviando sangre a la superficie de su cuerpo y a sus extremidades. Pero, apenas se detuvo, la bomba sanguínea aminoró el ritmo. El frío del espacio caía sin clemencia sobre la corteza terrestre, y el viajero recibía de pleno el impacto en aquella región desprotegida. Y entonces su sangre se escondía, atemorizada. Su sangre era algo vivo como el perro, y, como él, quería ocultarse, huyendo de aquel frío aterrador. Mientras el hombre caminó a paso vivo, la sangre, mal que bien, llegó a la superficie del cuerpo, pero ahora que se había detenido, el líquido vital se retiraba a lo más recóndito del organismo.
Las extremidades fueron las primeras en notar esta retirada. Sus pies mojados se congelaban a toda prisa. Los dedos de sus manos, al permanecer al descubierto, sufrían especialmente los efectos del frío, pero todavía no habían empezado a congelarse. Su nariz y sus mejillas comenzaban a helarse, y lo mismo ocurría a toda su epidermis, al perder el calor de la corriente sanguínea. Pero estaba salvado. La congelación sólo apuntaría en los dedos de sus pies, su nariz y sus mejillas, porque el fuego empezaba a arder con fuerza. Lo alimentaba con ramas de un dedo de grueso. Transcurrido un minuto, podría echar ramas como su muñeca. Entonces, podría quitarse los empapados mocasines y, mientras los secaba, tener calientes los pies desnudos, manteniéndolos junto al fuego… después de haberse frotado con nieve, como es natural. Había conseguido encender fuego. Estaba salvado. Se acordó otra vez de los consejos del veterano de Sulphur Creek y sonrió. Este hombre le había advertido que no debía viajar solo por el Klondike cuando el termómetro estuviese a menos de cincuenta grados bajo cero. Era una ley. Sin embargo, allí estaba él, que había sufrido los mayores contratiempos, hallándose solo y, a pesar de ello, se había salvado. Pensó que aquellos veteranos, a veces, exageraban las precauciones. Lo único que había que hacer era no perder la cabeza, y él no la había perdido. Cualquier hombre digno de este nombre podía viajar solo. De todos modos, era sorprendente la rapidez con que se le helaban las mejillas y la nariz. Por otra parte, nunca hubiera creído que los dedos pudiesen perder la sensibilidad en tan poco tiempo. Los tenía como el corcho: apenas podía moverlos para coger las ramitas y le parecía que no eran suyos. Cuando asía una rama, tenía que mirarla para asegurarse de que la tenía en la mano. Desde luego, se había cortado la comunicación entre él y las puntas de sus dedos.
Pero nada de esto tenía gran importancia. Allí estaba el fuego, chisporroteando, estallando y prometiendo la vida con sus inquietas llamas. Empezó a desatarse los mocasines. Estaban cubiertos de una capa de hielo. Los gruesos calcetines alemanes que le llegaban hasta cerca de las rodillas parecían fundas de hierro, y los cordones de los mocasines eran como alambres de acero retorcidos y enmarañados. Estuvo un momento tirando de ellos con sus dedos entumecidos, pero, al fin, comprendiendo lo estúpido de su acción, sacó el cuchillo. Antes de que pudiese cortar los cordones, sucedió la catástrofe. La culpa fue suya, pues había cometido un grave error. No debió encender el fuego debajo del abeto, sino al raso, aunque le resultaba más fácil buscar las ramas entre la maleza para echarlas directamente al fuego. El árbol al pie del cual había encendido la hoguera tenía las ramas cubiertas de nieve. Desde hacía semanas no soplaba la más leve ráfaga de aire y las ramas estaban sobrecargadas. Cada vez que arrancaba una rama de la maleza sacudía ligeramente al árbol, comunicándole una vibración que él no notaba, pero que fue suficiente para provocar el desastre. En lo alto del árbol una rama soltó su carga de nieve, que cayó sobre otras ramas, arrastrando la nieve que las cubría. Esta nieve arrastró a la de otras ramas, y el proceso se extendió a todo el árbol. Formando un verdadero alud, toda aquella nieve cayó de improviso sobre el hombre, y también sobre la hoguera, que se apagó en el acto. Donde hacía un momento ardía alegremente una fogata, sólo se veía ahora una capa de nieve floja y recién caída.
El viajero quedó anonadado. Tuvo la impresión de que acababa de oír pronunciar su sentencia de muerte. Permaneció un momento atónito, sentado en el suelo, mirando el lugar donde había estado la hoguera. Acto seguido, una profunda calma se apoderó de él. Sin duda, el veterano de Sulphur Creek tenía razón. Si hubiera viajado con otro, no habría corrido el peligro que estaba corriendo, pues su compañero de viaje habría encendido otra hoguera. En fin, como estaba solo, no tenía más remedio que procurarse un nuevo fuego él mismo, y esta vez aún era más indispensable que no fallara. Aunque lo consiguiera, no se libraría, seguramente, de perder algunos dedos de los pies, pues los tenía ya muy helados y la operación de encender una nueva fogata le llevaría algún tiempo. Éstos eran sus pensamientos, pero no se había sentado para reflexionar, sino que mientras tales ideas cruzaban su mente, se mantenía activo, trabajando sin interrupción. Dispuso un nuevo lecho para otra hoguera, esta vez en un lugar despejado, lejos de los árboles que la pudieran apagar traidoramente. Después reunió cierta cantidad de ramitas y hierbas secas. No podía cogerlas una a una, porque tenía los dedos agarrotados, pero sí en manojos, a puñados. De este modo pudo formar un montón de ramas podridas mezcladas con musgo verde. Habría sido preferible prescindir de este musgo, pero no pudo evitarlo.
Trabajaba metódicamente. Incluso reunió una brazada de ramas gruesas para utilizarlas cuando el fuego fuese cobrando fuerza. Entre tanto, el perro permanecía sentado, mirándole con expresión anhelante y triste. Sabía que era el hombre el que había de proporcionarle el calor del fuego, pero pasaba el tiempo y el fuego no aparecía. Cuando todo estuvo preparado, el viajero se llevó la mano al bolsillo para sacar otro trocito de corteza de abedul. Sabía que estaba allí, en aquel bolsillo, y aunque sus dedos helados no la pudieron identificar por el tacto, reconoció el ruido que produjo el roce de su guante con ella. En vano intentó cogerla. La idea de que a cada segundo que pasaba sus pies estaban más congelados absorbía su pensamiento. Este convencimiento le sobrecogía de temor, pero luchó contra él, a fin de conservar la calma. Se quitó los guantes con los dientes y se golpeó fuertemente los costados con los brazos. Ejecutó estas operaciones sentado en la nieve, y luego se levantó para seguir braceando. El perro, en cambio, continuó sentado, con las patas delanteras envueltas y protegidas por su tupida cola de lobo, las puntiagudas orejas vueltas hacia adelante para captar el menor ruido, y la mirada fija en el hombre. Éste, mientras movía los brazos y se golpeaba los costados con ellos, experimentó una repentina envidia al mirar a aquel ser al que la misma naturaleza proporcionaba un abrigo protector. Al cabo de un rato de dar fuertes y continuos golpes con sus dedos, sintió en ellos las primeras y leves señales de vida. La ligera picazón fue convirtiéndose en una serie de agudas punzadas, insoportablemente dolorosas, pero que él experimentó con verdadera satisfacción. Con la mano derecha desenguantada pudo coger la corteza de abedul. Sus dedos, faltos de protección, volvían a helarse a toda prisa. Luego sacó un haz de fósforos. Pero el tremendo frío ya había vuelto a dejar sin vida sus dedos, y, al intentar separar una cerilla de las otras, le cayeron todas en la nieve. Trató de recogerlas, pero no lo consiguió: sus entumecidos dedos no tenían tacto ni podían asir nada. Entonces concentró su atención en las cerillas, procurando no pensar en sus pies, su nariz y sus mejillas, que se le iban helando. Al faltarle el tacto, recurrió a la vista, y cuando comprobó que sus dedos estaban a ambos lados del haz de fósforos, intentó cerrarlos. Pero no lo consiguió: los agarrotados dedos no le obedecían. Se puso el guante de la mano derecha y la golpeó enérgicamente contra la rodilla. Luego unió las dos enguantadas manos de modo que formó con ellas un cuenco, y así pudo recoger las cerillas, a la vez que una buena cantidad de nieve. Lo depositó todo en su regazo, pero con ello no logró que las cosas mejorasen.
Tras una serie de manipulaciones, consiguió que el haz de cerillas quedase entre sus dos muñecas enguantadas, y, sujetándolo de este modo, pudo acercarlo a su boca. Haciendo un gran esfuerzo, y entre crujidos y estampidos del hielo que rodeaba sus labios, logró abrir las mandíbulas. Entonces replegó la mandíbula inferior y adelantó la superior, con cuyos dientes logró separar una de las cerillas, que hizo caer en su regazo. Pero el esfuerzo resultó inútil, pues no podía recogerla. En vista de ello, discurrió un nuevo sistema. Atenazó la cerilla con los dientes y la frotó contra su pierna. Tuvo que repetir veinte veces el intento para lograr que el fósforo se encendiera. Entonces, manteniéndolo entre los dientes, lo acercó a la corteza de abedul. Pero el azufre que se desprendió de la cerilla, por efecto de la combustión, penetró en sus fosas nasales y llegó hasta sus pulmones, produciéndole un violento ataque de tos. La cerilla cayó en la nieve y se apagó.
«El veterano de Sulphur Creek tenía razón», se dijo, procurando dominar su desesperación, que aumentaba por momentos. «Cuando la temperatura es inferior a cincuenta grados bajo cero, no se puede viajar».
Se golpeó las manos una contra otra, pero no consiguió despertar en ellas sensación alguna. De súbito, se quitó los guantes con los dientes y apresó torpemente el haz de cerillas con sus manos insensibles, que pudo apretar una contra otra con fuerza, gracias a que los músculos de sus brazos no se habían helado. Una vez hubo sujetado así el manojo de cerillas, lo frotó contra su pierna. Los sesenta fósforos se encendieron de súbito, todos a la vez. No se podían apagar, porque la inmovilidad del aire era absoluta. El viajero apartó la cabeza para esquivar la sofocante humareda y acercó el ardiente manojo a la corteza de abedul. Entonces sintió algo en su mano. Era que su carne se quemaba. Lo notó por el olor y también por cierta sensación profunda que no llegaba a la superficie. Esta sensación se convirtió en un dolor que se fue agudizando, pero él lo resistió y apretó torpemente el llameante haz de cerillas contra la corteza de abedul, que no se encendía con la rapidez acostumbrada, porque las manos quemadas del hombre absorbían casi todo el calor.
Al fin, no pudo resistir el dolor y separó las manos. Entonces, los fósforos encendidos cayeron sobre la nieve, donde se fueron apagando entre débiles silbidos. Afortunadamente, la llama había prendido ya en la corteza de abedul. El hombre empezó a acumular hierba seca y minúsculas ramas sobre el incipiente fuego. Pero no podía hacer una selección escrupulosa de la leña porque, para cogerla, tenía que unir, a modo de tenaza, los bordes de sus dos manos. Con los dientes, y como podía, separaba los menudos trozos de madera podrida y de musgo verde adheridos a las ramas. Sopló para mantener encendida la pequeña hoguera. Sus movimientos eran torpes, pero aquel fuego significaba la vida y no debía apagarse. La sangre había abandonado la parte exterior de su organismo, y el hombre empezó a temblar y a proceder con mayor torpeza todavía. En esto, un puñado de musgo verde cayó sobre la diminuta hoguera. Al tratar de apartarlo, lo hizo tan torpemente a causa de su vivo temblor, que dispersó las ramitas y las hierbas encendidas. Intentó reunirlas nuevamente, pero, por mucho cuidado que trató de poner en ello, sólo consiguió dispersarlas más, debido a aquel temblor que iba en aumento. De cada una de aquellas ramitas llameantes brotó una débil columnita de humo, y al fin las llamas desaparecieron. El intento de encender la hoguera había fracasado.
Miró con gesto apático a su alrededor y su vista se detuvo en el perro. El animal estaba al otro lado de la apagada hoguera. Sentado en la nieve, no cesaba de moverse, dando muestras de inquietud, agachándose y levantándose, adelantando ahora una pata y luego otra, sobre las que descargaba alternativamente todo el peso de su cuerpo, y lanzando gemidos de ansiedad. Al verle, brotó una siniestra idea en el cerebro del hombre. Recordó la historia de un viajero que, sorprendido por una tempestad de nieve, mató a un buey para guarecerse en su cuerpo, cosa que hizo, logrando salvarse. Se dijo que podía matar al perro para introducir sus manos en el cuerpo cálido del animal y así devolverles la vida. Entonces podría encender otra hoguera. Le llamó, pero en su voz había un matiz tan extraño, tan nuevo para el perro, que el pobre animal se asustó. Allí había algo raro, un peligro que la bestia, con su penetrante instinto, percibió. No sabía qué peligro era, pero algo ocurrió en algún punto de su cerebro que despertó en él una instintiva desconfianza hacia su dueño. Al oír su voz, bajó las orejas y sus gestos de inquietud se acentuaron, mientras seguía levantando y bajando las patas delanteras.
Al ver que no acudía a su llamada, el viajero avanzó a gatas hacia él, insólita postura que aumentó el recelo del animal y le impulsó a retroceder paso a paso. El hombre se sentó en la nieve y trató de dominarse. Se puso los guantes con ayuda de los dientes y se levantó. Tuvo que mirarse los pies para convencerse de que se sostenía sobre ellos, pues era tal la insensibilidad de sus plantas, que no podía notar el contacto con la tierra. Al verle de pie, las telarañas de la sospecha que se habían tejido en el cerebro del can empezaron a disiparse; y cuando el hombre le llamó enérgicamente, con voz que restalló como un látigo, él obedeció como de costumbre y se acercó a su amo. Al tenerlo a su alcance, el hombre perdió la cabeza. Tendió súbitamente los brazos hacia el perro y experimentó una profunda sorpresa al descubrir que no podía sujetarlo con las manos, que sus dedos insensibles no se cerraban: se había olvidado de que tenía las manos congeladas y se le iban helando cada vez más. Con rápido movimiento, y antes de que el animal pudiese huir, le rodeó el cuerpo con los brazos. Entonces se sentó en la nieve, sin soltar al perro, que gruñía, gemía y luchaba por zafarse. Pero esto era todo cuanto podía hacer: permanecer sentado con los brazos alrededor del cuerpo del perro. Entonces comprendió que no podía matarlo. No podía hacerlo de ninguna manera. Con sus manos inermes y desvalidas, no podía sacar ni empuñar el cuchillo, ni estrangular al animal. Lo soltó, y el perro huyó como un rayo, con el rabo entre piernas y sin dejar de gruñir. Cuando se hubo alejado unos doce metros, se detuvo, se volvió y miró a su amo con curiosidad, tendiendo hacia él las orejas.
El hombre buscó con la mirada sus manos y las halló: pendían inertes en los extremos de sus brazos. Era curioso que tuviese que utilizar la vista para saber dónde estaban sus manos. Empezó a mover los brazos de nuevo, enérgicamente, y dándose golpes en los costados con las manos enguantadas. Después de hacer esta violenta gimnasia durante cinco minutos, su corazón envió a la superficie de su cuerpo sangre suficiente para evitar por el momento los escalofríos. Pero sus manos seguían insensibles. Le producían el efecto de dos pesos inertes que pendían de los extremos de sus brazos. Sin embargo, no logró determinar de qué punto de su cuerpo procedía esta sensación. Un principio de temor a la muerte, deprimente y sordo, empezó a invadirle, y fue cobrando intensidad a medida que el hombre fue percatándose de que ya no se trataba de que se le helasen los pies o las manos, ni de que llegara a perderlos, sino de vivir o morir, con todas las probabilidades a favor de la muerte.
Tal pánico se apoderó de él, que dio media vuelta y echó a correr por el antiguo y casi invisible camino que se deslizaba sobre el lecho helado del arroyo. El perro se lanzó en pos de él, manteniéndose a una prudente distancia. El hombre corría sin rumbo, ciego de espanto, presa de un terror que no había experimentado en su vida. Poco a poco, mientras corría dando tropezones aquí y allá, fue recobrando la visión de las cosas: de las riberas del arroyo, de los montones de leña seca, de los chopos desnudos, del cielo… Aquella carrera le hizo bien. Su temblor había desaparecido. Se dijo que si seguía corriendo, tal vez se deshelaran sus pies. Por otra parte, aquella carrera le podía llevar hasta el campamento donde sus compañeros le esperaban. Tal vez perdiera algunos dedos de las manos y de los pies, y parte de la cara, pero sus amigos le cuidarían y salvarían el resto de su cuerpo. Sin embargo, a este pensamiento se oponía otro que iba esbozándose en su mente: el de que el campamento estaba demasiado lejos para que él pudiera llegar, pues la congelación de su cuerpo había llegado a un punto tan avanzado, que pronto se adueñaría de él la rigidez de la muerte. Arrinconó este pensamiento en el fondo de su mente, negándose a admitirlo, y aunque a veces la idea se desmandaba y salía de su escondite, exigiendo se le prestara atención, él la rechazaba, esforzándose en pensar en otras cosas.
Se asombró al advertir que podía correr con los pies tan helados que no los sentía cuando los depositaba en el suelo descargando sobre ellos todo el peso de su persona. Le parecía que se deslizaba sin establecer el menor contacto con la tierra. Recordaba haber visto una vez un alado Mercurio y se preguntó si este dios mitológico experimentaría la misma sensación cuando volaba a ras de la tierra. Había un serio obstáculo para que pudiera llevar a cabo su plan de seguir corriendo hasta llegar al campamento en que sus compañeros le esperaban, y era que no tendría la necesaria resistencia. Dio varios traspiés y, al fin, después de tambalearse, cayó. Intentó levantarse, pero no pudo. En vista de ello, decidió permanecer sentado y descansar. Luego continuaría la marcha, pero no ya corriendo, sino andando. Cuando estuvo sentado, notó que no sentía frío ni malestar. Ya no temblaba, e incluso le pareció que un agradable calorcillo se expandía por todo su cuerpo. Sin embargo, al tocarse las mejillas y la nariz, no sintió absolutamente nada. Se le habían helado y, por mucho que corriese, no las volvería a la vida. Lo mismo podía decir de sus manos y de sus pies. Y entonces le asaltó el pensamiento de que la congelación se iba extendiendo paulatinamente a otras partes de su cuerpo. Trató de imponerse a esta idea, de rechazarla, pensando en otras cosas, pues se daba cuenta de que tal pensamiento le producía verdadero pánico, y el mismo pánico le daba miedo. Pero la aterradora idea triunfó y permaneció. Al fin, ante él se alzó la visión de su cuerpo enteramente helado. Y no pudiendo sufrir semejante visión, se levantó, no sin grandes esfuerzos, y echó a correr por el camino. Poco a poco, fue reduciendo la velocidad de su insensata huida hasta marchar al paso, pero como volviera a pensar que la congelación iba extendiéndose, emprendió de nuevo una loca carrera.
El perro no lo dejaba, le seguía pegado a sus talones. Y cuando vio que el hombre caía por segunda vez, se sentó frente a él, se envolvió las patas delanteras con la cola, y se quedó mirándole atentamente, con ávida curiosidad. Al ver al animal, protegido por el abrigo que le proporcionaba la naturaleza, el hombre se enfureció y empezó a maldecirle de tal modo, que el perro bajó las orejas con gesto humilde y conciliador. Inmediatamente el viajero empezó a sentir escalofríos. Perdía la batalla contra el frío, que penetraba en su cuerpo por todas partes, insidiosamente. Al advertirlo, hizo un esfuerzo sobrehumano para levantarse y seguir corriendo. Pero apenas había avanzado treinta metros, empezó de nuevo a tambalearse y volvió a caer. Éste fue su último momento de pánico. Cuando recobró el aliento y el dominio de sí mismo, se sentó en la nieve y se encaró por primera vez con la idea de recibir la muerte con dignidad. Pero él no se planteó la cuestión en estos términos, sino que se limitó a pensar que había hecho el ridículo al correr de un lado a otro alocadamente como – éste fue el símil que se le ocurrió – una gallina decapitada. Ya que nada podía impedir que muriese congelado, era preferible morir de un modo decente.
Al sentir esta nueva serenidad, experimentó también la primera sensación de somnolencia.
«Lo mejor que puedo hacer -se dijo- es echarme a dormir y esperar así la llegada de la muerte».
Le parecía que había tomado un anestésico. Morir helado no era, al fin y al cabo, tan malo como algunos creían. Había otras muertes mucho peores. Se imaginó a sus compañeros en el momento de encontrar su cadáver al día siguiente. De súbito, le pareció que estaba con ellos, que iba con ellos por el camino, buscándole. El grupo dobló un recodo y entonces el hombre se vio a sí mismo tendido en la nieve con la rigidez de la muerte. Estaba con sus compañeros, contemplando su propio cadáver; por lo tanto, su cuerpo ya no le pertenecía.
Aún pasó por su pensamiento la idea del tremendo frío que hacía. Cuando volviese a los Estados Unidos podría decir lo que era frío… Después se acordó del veterano de Sulphur Creek y lo vio con toda claridad, bien abrigado y con su pipa entre los dientes.
-Tenías razón, amigo; tenías razón -murmuró como si realmente lo tuviese delante.
Seguidamente se sumió en el sueño más dulce y apacible de su vida.
El perro se sentó frente a él y esperó. El breve día iba ya hacia su ocaso en un lento y largo crepúsculo. El animal observaba que no había indicios de que el hombre fuera a encender una hoguera, y le extrañaba, porque era la primera vez que veía a un hombre sentado en la nieve de aquel modo sin preparar un buen fuego. A medida que el crepúsculo iba avanzando hacia su fin, el animal iba sintiendo más ávidamente el deseo de ver brotar las llamas de una hoguera. Impaciente, levantaba y bajaba las patas anteriores. Luego lanzó un suave gemido y bajó las orejas, en espera de que el hombre le riñese. Pero el hombre guardó silencio. Entonces, el perro gimió con más fuerza y, arrastrándose, se acercó a su dueño. Retrocedió con los pelos del lomo erizados: había olfateado la muerte. Aún estuvo allí unos momentos, aullando bajo las estrellas que parpadeaban y danzaban en el helado firmamento. Luego dio media vuelta y se alejó al trote por la pista, camino del campamento, que ya conocía y donde estaba seguro de encontrar otros hombres que tendrían un buen fuego y le darían de comer.

 

sábado, 20 de julio de 2019

Origen. Caro Fernández y Leo Mercado.

Los antiguos habitantes de la Mesopotamia sostenían que el ácido de la primera cebolla domesticada, eyectado accidentalmente sobre los ojos de su cosechador, habría inventado el llanto.
Desde entonces, nos pasamos unos cinco mil años tratando de entender la tristeza.

 Hacer el cuento. Microcrónicas, 2012.

viernes, 19 de julio de 2019

La verdadera caída. Albero Caeiro. (Fernando Pessoa)


Un día en que Dios estaba durmiendo y el Espíritu Santo andaba en uno de sus vuelos, Jesucristo fue a la caja de los milagros y robó tres. Con el primero hizo que nadie supiese de su huida. Con el segundo se creó eternamente humano y niño. Con el tercero creó un Cristo eternamente en la cruz y lo dejó clavado en esa cruz que hay en el cielo y sirve de modelo a todas las demás. Después huyó hacia el sol y bajó por el primer rayo que pudo atrapar.
Hoy vive conmigo en mi aldea. Es un niño hermoso cuando ríe, y natural. Se limpia la nariz en el brazo derecho, chapotea en las charcas, coge las flores, le gustan y las olvida. Tira piedras a los borricos, roba fruta de los árboles y huye a gritos y llorando de los perros. Y porque sabe que a ellas no les gusta, pero que todo el mundo lo celebra, persigue a las chicas que en grupo van por los caminos con el cántaro en la cabeza y les levanta las faldas.

El guardador de rebaños. Alberto Caeiro. 1996.