lunes, 30 de noviembre de 2020

Entre tejuelos. Antonia García Lago.

Cuando las luces de la biblioteca se apagan, algunas novelas eróticas se despojan de sus tapas y se entregan a una orgía de tintas y papel.
Al día siguiente algunas historias son distintas, y al poco, pequeños libros sospechosamente parecidos a otros más viejos, aparecen en los anaqueles.


 

domingo, 29 de noviembre de 2020

Quedarse atrás. Ken Liu.

Tras la Singularidad, la mayoría de la gente eligió morir.
Los muertos nos tenían lástima y se referían a nosotros como «los que hemos dejado atrás», como si fuéramos unos pobres desgraciados que no hubieran podido llegar a tiempo a una balsa salvavidas. Eran incapaces de comprender que realmente hubiéramos podido elegir quedarnos atrás. Y por eso, año tras año, implacablemente, intentaban robarnos a nuestros hijos.


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Yo nací en el Año Cero de la Singularidad, cuando el primer hombre fue transferido a una máquina. El Papa condenó al «Adán digital»; la élite de la comunidad online lo celebró; y todos los demás se esforzaron por asimilar el nuevo mundo.
«Siempre hemos querido vivir eternamente —declaró Adam Ever, fundador de la empresa Everlasting, y el primero que se marchó. Una grabación con su mensaje fue retransmitida por internet—. Y ahora podemos».
Mientras Everlasting construía su inmenso centro de datos en Svalbard, las naciones del mundo se esforzaban por decidir si las transferencias que se realizaban en ese lugar eran asesinatos. Detrás de cada hombre que era transferido quedaba un cuerpo sin vida, con el cerebro convertido en una masa amorfa y sanguinolenta tras el destructivo procedimiento de escaneo. Pero ¿qué es lo que en realidad sucedía con esa persona?, ¿con su esencia?, ¿con su, a falta de una mejor palabra, alma?
¿Se había convertido en una inteligencia artificial?, ¿o seguía siendo en cierta forma humano, con el silicio y el grafeno encargándose de ejecutar las funciones neuronales? ¿Se trataba simplemente de una actualización del hardware de la conciencia?, ¿o se había convertido en un mero algoritmo, en una imitación mecánica del libre albedrío?
Los ancianos y los enfermos terminales fueron los primeros. Era muy caro. Más adelante, a medida que el precio de admisión fue abaratándose, cientos, miles y luego millones se pusieron en la cola.
—Hagámoslo —propuso mi padre, cuando yo iba al instituto.
Para entonces, el caos se estaba apoderando del mundo. La mitad del país se había quedado despoblado. Los precios de las materias primas habían caído en picado. En todas partes estaba presente el fantasma de la guerra o la guerra misma: conquistas, reconquistas, matanzas sin fin. Los que se lo podían permitir se marchaban a Svalbard en el primer vuelo disponible. La humanidad estaba abandonando el mundo y destruyéndose.
Mi madre alargó la mano y cogió la de mi padre.
—No —dijo—. Creen que pueden engañar a la muerte, pero en realidad murieron en el instante en que decidieron cambiar el mundo real por una simulación. Mientras haya pecado, debe haber muerte. Es lo que hace que la vida tenga sentido.
Mi madre era católica, y aunque no era practicante anhelaba la certeza de la Iglesia; a mí su teología siempre me había parecido un tanto inconsistente. No obstante, estaba convencida de que había una manera correcta de vivir y una manera correcta de morir.


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Mientras Lucy está en el colegio, Carol y yo registramos su cuarto. Carol busca en el armario folletos, libros y otros objetos que demuestren que se relaciona con los muertos. Yo me conecto a su ordenador.
Lucy es tozuda, pero responsable. Desde que era pequeña le vengo diciendo que debe prepararse para resistir las tentaciones de los muertos. Solo ella puede garantizar la continuidad de nuestro modo de vida en este mundo abandonado. Lucy me escucha y mueve la cabeza afirmativamente.
Quiero confiar en ella.
Sin embargo, los muertos utilizaban la propaganda de manera muy inteligente. Al principio acostumbraban a enviar unos aviones metálicos grises, pilotados por control remoto, que sobrevolaban nuestras ciudades lanzando octavillas con mensajes supuestamente enviados por nuestros seres queridos. Nosotros quemábamos las octavillas y disparábamos a los aviones, que, finalmente, dejaron de venir.
Luego intentaron llegar hasta nosotros utilizando las conexiones inalámbricas entre las ciudades: la cuerda de salvamento electrónica a la que nos aferrábamos los que nos habíamos quedado atrás, que evitaba que nuestras menguantes comunidades quedaran completamente aisladas las unas de las otras. Esto nos obligaba a vigilar atentamente las redes, en busca de sus insidiosos zarcillos, que no dejaban de intentar colarse por cualquier fisura.
En estos últimos tiempos, están volcando sus esfuerzos en los niños. Es posible que los muertos finalmente nos hayan dado por perdidos a los adultos, pero están intentando atrapar a la siguiente generación, a nuestro futuro. Mi obligación como padre es proteger a Lucy de aquello que todavía no entiende.
El ordenador arranca lentamente. Es un milagro que haya conseguido mantenerlo funcionando durante tanto tiempo, muchos más años de los que su fabricante contaba con que aguantara. Le he cambiado todos los componentes, y, algunos, unas cuantas veces.
Busco la lista de los ficheros que Lucy ha creado o modificado recientemente, los correos que ha recibido, las páginas web que ha visitado. En su mayoría son trabajos para el colegio y cháchara inocente con sus amigos. La exigua red que une los distintos asentamientos va menguando día a día. Con toda la gente que va muriendo cada año, o que simplemente se rinde, resulta difícil mantener el suministro eléctrico y la capacidad operativa de las torres de radio que conectan las ciudades. Antes podíamos comunicarnos con amigos que vivían en lugares tan alejados como San Francisco, con los paquetes de datos saltando por las ciudades intermedias como si estas formaran un camino de piedras a través de un estanque. Pero ahora los ordenadores accesibles desde aquí ya no alcanzan ni el millar, y ninguno está más allá de Maine. Llegará un día en que ya no podremos encontrar las piezas necesarias para mantener los ordenadores funcionando, y entonces la regresión hacia el pasado será todavía mayor.
Carol ya ha terminado con su registro. Se sienta en la cama de Lucy y me mira.
—Has acabado rápido —comento.
—Nunca vamos a encontrar nada —responde con un encogimiento de hombros—. Si confía en nosotros, nos lo contará; pero si no, no encontraremos lo que quiera esconder.
No es la primera vez que noto en estos últimos tiempos que Carol tiene este tipo de sentimientos fatalistas. Es como si se estuviera cansando, como si ya no estuviera tan entregada a la causa. Continuamente me descubro esforzándome por reavivar su fe.
—Lucy todavía es joven, demasiado joven para entender a qué tendría que renunciar a cambio de las falsas promesas de los muertos —le digo—. Sé que odias estos registros, pero estamos intentando salvarle la vida.
Carol me mira, y finalmente suspira y asiente con la cabeza.
Compruebo los ficheros de imágenes por si hay información oculta, y el disco, en busca de ficheros borrados que podrían contener códigos secretos. Examino las páginas web, buscando las palabras clave que ofrecen falsas promesas.
Suspiro con alivio. Está limpia.


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No me hace demasiada gracia tener que salir de Lowell en estos tiempos. Más allá de nuestra cerca, el mundo se está volviendo cada vez más duro y peligroso. Los osos han regresado al este de Massachusetts. El bosque se vuelve más denso y se acerca más al límite de la ciudad año tras año. Y también hay quien asegura haber visto lobos rondando por los bosques.
Hace un año, Brad Lee y yo tuvimos que ir a Boston para buscar piezas de recambio para el generador de la ciudad, que está alojado en el antiguo molino a orillas del río Merrimac. Llevamos escopetas, como protección tanto frente a los animales como frente a los vándalos que todavía correteaban por entre las ruinas urbanas alimentándose con las últimas latas de comida. El pavimento de la avenida de Massachusetts, desierta desde hace treinta años, estaba lleno de grietas por las que asomaban matas de hierbas y arbustos. Los duros inviernos de Nueva Inglaterra, con el agua que se filtra y el hielo que se cuela por todas partes, habían ido desconchando los altos edificios que nos rodeaban, y sus esqueletos sin ventanas se estaban deteriorando y desmoronando a falta de calor artificial y de un mantenimiento regular.
Al doblar una esquina en el centro de la ciudad, sorprendimos a dos personas acurrucadas alrededor de una hoguera, alimentándola con libros y papeles que habían cogido de una librería cercana. Incluso los vándalos necesitaban calor, y es posible que también estuvieran disfrutando destruyendo los restos de la civilización.
Los dos se agazaparon y nos gruñeron, pero no hicieron movimiento alguno cuando Brad y yo les apuntamos con nuestras escopetas. Me acuerdo de lo delgados que tenían los brazos y piernas, de sus rostros sucios, los ojos inyectados de sangre y llenos de odio y terror. Pero sobre todo me acuerdo de sus rostros llenos de arrugas y de su cabello blanco. «Hasta los vándalos están envejeciendo —pensé—. Y ellos no tienen hijos».
Brad y yo retrocedimos cautelosamente. Me alegré de no haber tenido que matar a nadie.


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Durante el verano en que yo tenía ocho años y Laura once, mis padres nos llevaron de viaje por Arizona, Nuevo México y Texas. Viajamos en coche por viejas autovías y carreteras secundarias, una gira por la belleza monumental de los desiertos del oeste del país, llenos de nostálgicas y desoladas ciudades fantasma.
Cuando pasábamos por las reservas indias (de los navajo, los zuni, los acoma, los laguna), mi madre quería parar en todas las tiendas que había junto a la carretera para admirar la cerámica tradicional. Laura y yo recorríamos los pasillos con pies de plomo, con cuidado para no romper nada.
Ya de vuelta en el coche, mi madre me dejó coger una cazuelita que había comprado. Le di vueltas una y otra vez entre mis manos, examinando la tosca superficie blanca, los nítidos y pulcros diseños geométricos negros, y la marcada silueta del flautista acuclillado con plumas sobresaliéndole por detrás de la cabeza.
—Increíble, ¿verdad? —dijo mi madre—. No está hecha con un torno de alfarero. La mujer la fue modelando a mano, utilizando las técnicas que han ido pasando de generación en generación en su familia. Incluso sacó la arcilla de los mismos lugares de donde la sacaba su abuela. Está manteniendo viva una antigua tradición, un modo de vida.
De pronto, la cazuela se volvió pesada entre mis manos, como si pudiera notar el peso de la memoria de esas generaciones.
—Todo eso no es más que un cuento para vender más —intervino mi padre, mirándome por el espejo retrovisor—, pero sería todavía más triste si fuera verdad. Si haces las cosas exactamente igual que tus antepasados, entonces tu modo de vida está muerto y te has convertido en un fósil, en un espectáculo para entretener a los turistas.
—Esa mujer no estaba actuando —dijo mi madre—. No te das cuenta de qué es lo que realmente importa en la vida, de a qué merece la pena aferrarse. No solo es el progreso lo que nos hace humanos. Eres igual que esos fanáticos de la Singularidad.
—Por favor, no sigan discutiendo —interrumpió Laura—. Vamos al hotel a sentarnos en la piscina.
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Jack, el hijo de Brad, está en la puerta. Se le nota cohibido e incómodo, a pesar de que lleva meses viniendo a nuestra casa. Lo conozco desde que era un bebé, como a todos los otros chiquillos del pueblo. Quedan tan pocos… El instituto, instalado en la vieja Whistler House, tan solo tiene doce alumnos.
—Hola —masculla mirando el suelo—. Lucy y yo tenemos que seguir con el trabajo.
Me aparto para dejarle que pase camino de las escaleras que llevan a la habitación de Lucy.
No necesito recordarle las reglas: la puerta del cuarto abierta, y en todo momento al menos tres de sus cuatro pies sobre la alfombra. Les oigo charlar, sin alcanzar a entender lo que dicen, y reírse de vez en cuando.
Su noviazgo se caracteriza por una cierta inocencia que no se daba en mi juventud. Sin la televisión y la verdadera internet con su bombardeo de sexualidad cínica, los niños pueden seguir siendo niños durante más tiempo.


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Hacia el final, ya no quedaban demasiados médicos. Los que quisimos quedarnos atrás nos agrupamos en pequeñas comunidades, colocando las carretas en círculo como defensa contra las cuadrillas de vándalos que merodeaban y se entregaban a los placeres de la carne mientras los transferidos iban dejando atrás el mundo físico. Yo nunca llegué a terminar mis estudios universitarios.
La enfermedad fue consumiendo a mi madre durante meses. Estaba postrada en la cama, debatiéndose entre la consciencia y la inconsciencia, con el cuerpo atiborrado de drogas para aliviarle los dolores. Nos turnábamos para sentarnos a su lado y cogerle la mano. Cuando tenía días buenos, lapsos pasajeros de lucidez, solo teníamos un tema de conversación.
—No —decía mi madre entre jadeos—. Tienen que prometérmelo. Es importante. He vivido una vida de verdad y moriré una muerte de verdad. De ningún modo me convertiré en una grabación. Hay cosas peores que la muerte.
—Si te transfieres, seguirás pudiendo elegir —le explicaba mi padre—. Pueden suspender tu conciencia, o incluso borrarla, si cuando lo hayas probado no te gusta. Pero si no te transfieres, te irás para siempre. No podrás arrepentirte ni volver atrás.
—Si hago lo que tú quieres también me iré para siempre —le rebatía ella—. No hay forma de regresar aquí, al mundo real. De ningún modo me van a reproducir con un montón de electrones.
—Déjalo, por favor —le rogaba Laura a mi padre—. Estás haciéndola sufrir. ¿Por qué no puedes dejarla tranquila?
Los momentos de lucidez de mi madre se fueron espaciando cada vez más.
Y entonces, aquella noche: el ruido de la puerta principal despertándome al cerrarse, la lanzadera en el jardín cuando miré por la ventana, la precipitada carrera escaleras abajo.
Estaban llevando a mi madre a la lanzadera en una camilla. Mi padre estaba junto a la puerta del vehículo gris poco mayor que una furgoneta, «EVERLASTING» pintado en el lateral.
—¡Deténganse! —grité por encima del ruido de los motores de la lanzadera.
—No hay tiempo —dijo mi padre. Tenía los ojos inyectados de sangre. Llevaba varios días sin dormir. Todos llevábamos varios días sin dormir—. Tienen que hacerlo ahora, antes de que sea demasiado tarde. No puedo perderla.
Forcejeamos. Me sujetó con un fuerte abrazo y me derribó.
—¡Es su elección, no la tuya! —le grité al oído. Se limitó a sujetarme con más fuerza y yo luché intentando liberarme—. ¡Laura, detenlos!
Laura se tapó los ojos.
—¡Dejen de pelearse los dos! Ella no hubiera querido que pelearan.
La odié por hablar como si mamá ya se hubiera ido.
La lanzadera cerró la puerta y se elevó por el aire.


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Papá se marchó a Svalbard dos días más tarde. Me negué a hablar con él hasta el último momento.
—Ahora voy a reunirme con ella —dijo—. Vengan en cuanto puedan.
—Tú la mataste —le espeté. Mis palabras lo sobresaltaron, y eso me alegró.


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Jack le ha pedido a Lucy que sea su pareja en el baile de graduación. Me alegra que los chicos hayan decidido celebrarlo. Demuestra que se toman en serio lo de mantener vivas las tradiciones e historias que les han contado sus padres, las leyendas de un mundo que solo han experimentado de manera indirecta, a través de videos viejos y fotos antiguas.
Luchamos por mantener lo que podemos de nuestra vida pretérita: representamos añejas obras de teatro, leemos libros viejos, celebramos las fiestas de antes, cantamos canciones tradicionales. Habíamos tenido que renunciar a muchísimas cosas. Las viejas recetas habían tenido que ser adaptadas a nuestros limitados ingredientes; las viejas esperanzas se habían reajustado para encajar dentro de unos horizontes más limitados. Pero cada una de estas penurias también ha hecho que los miembros de la comunidad nos unamos más, nos aferremos con más fuerza a nuestras tradiciones.
Lucy quiere hacerse el vestido ella misma. Carol le sugiere que antes eche un vistazo a sus vestidos viejos.
—Tengo algunos vestidos de gala de cuando era solo un poco mayor que tú.
Lucy no está interesada.
—Son viejos —dice.
—Son clásicos —le digo yo.
Pero Lucy es inflexible. Trocea algunos de sus vestidos viejos, unas cortinas, unos manteles encontrados por ahí, y hace cambalaches con las otras chicas, cambiándolos por retales de diversos tejidos: seda, gasa, tafetán, encaje, algodón… Hojea las revistas viejas de Carol, en busca de inspiración.
Lucy es buena costurera, mucho mejor que Carol. Todos los chicos son de lo más competente en artes que en el mundo en que yo crecí desde hacía tiempo se consideraban obsoletas: las labores de punto, la talla de madera, los trabajos agrícolas, la caza… Carol y yo tuvimos que redescubrir y aprender todo esto en los libros cuando ya éramos adultos, para adaptarnos a un mundo que repentinamente había cambiado. Pero los chicos no han conocido otra cosa. Son los nativos de esta civilización.
Todos los estudiantes del instituto han pasado estos últimos meses investigando en el Museo de Historia Textil, estudiando la posibilidad de que tejamos nuestras propias telas, preparándose para cuando llegue el momento en que ya no queden tejidos aprovechables que puedan recuperarse de las ruinas de las ciudades en desintegración. En cierta manera resulta bastante pertinente: Lowell, que en el pasado creció apoyándose en la industria textil, debe ahora, durante nuestro lento retroceso por la curva tecnológica, redescubrir esas artes perdidas.


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Una semana después de que nuestro padre se fuera, recibimos un correo electrónico de nuestra madre.
Estaba equivocada.
A veces siento nostalgia y tristeza. Los echo de menos a ustedes, hijos míos, y al mundo que hemos dejado atrás. Pero la mayor parte del tiempo me siento eufórica, y, con frecuencia, incrédula.
Somos cientos de millones los que estamos aquí, pero no estamos hacinados. En esta casa hay innumerables moradas. Cada mente habita en su propio mundo, y cada uno de nosotros dispone de espacio infinito y tiempo infinito.
¿Cómo puedo explicárselos? Solo puedo utilizar las mismas palabras que tantos otros ya han utilizado. En mi antigua existencia, sentía la vida, pero débilmente y a distancia, mitigada por el cuerpo, que me ataba, me constreñía. Pero ahora soy libre, un alma desnuda expuesta a la pleamar de la vida eterna.
¿Cómo se va a poder comparar una conversación con su padre con la intimidad de la comunicación directa entre nuestras psiques? ¿Acaso se puede comparar el oírle hablar de cuánto me amaba y el sentir realmente su amor? Comprender de verdad a otra persona, experimentar la textura de su mente… es algo maravilloso.
Me dicen que esta sensación se llama hiperrealidad, pero me da igual cómo se llame. Me equivocaba al aferrarme con tanta fuerza a la comodidad de una vieja cáscara hecha de carne y sangre. Los seres humanos, los de verdad, siempre hemos estado formados por estructuras de electrones que caían como cascadas por el abismo, la nada entre los átomos. ¿Qué más da si esos electrones se encuentran en un cerebro o en chips de silicio?
La vida es sagrada y eterna, pero nuestro antiguo modo de vida era insostenible. Le exigíamos demasiado a nuestro planeta, exigíamos demasiados sacrificios al resto de seres vivos. Antes pensaba que era un aspecto inevitable de nuestra existencia, pero no es así. Ahora, con los petroleros encallados, los coches y camiones inmóviles, los campos sin cultivar y las fábricas mudas, ese mundo vivo, que casi habíamos extinguido, volverá.
La humanidad no es el cáncer del planeta. Tan solo necesitamos trascender las necesidades de nuestros ineficientes cuerpos, máquinas que ya no son adecuadas para su función. ¿Cuántas conciencias vivirán ahora en este nuevo mundo, criaturas puro espíritu eléctrico y pensamiento ingrávido? No hay límites.
Vengan a reuniros con nosotros. Nos morimos de ganas de volver a abrazarlos.
Mamá
Laura lloró mientras lo leía, pero yo no sentí nada. No era mi madre quien hablaba. Mi verdadera madre sabía que lo que importaba de verdad en la vida era la autenticidad de esta existencia chapucera; el anhelo constante de la intimidad con otro ser, por imperfecta que pueda ser la comprensión entre ambos; el dolor y sufrimiento de nuestra carne.
Ella me había enseñado que nuestra mortalidad es lo que nos hace humanos. El tiempo limitado que se nos concede a cada uno de nosotros es lo que le otorga un valor a nuestros actos. Morimos para dejar nuestro lugar a nuestros hijos, y a través de ellos una parte de nosotros continúa viviendo, en lo que es la única forma verdadera de inmortalidad.
Y es este mundo, el mundo en el que nos corresponde vivir, lo que nos amarra y requiere nuestra presencia, no los paisajes imaginarios de una ilusión computarizada.
El correo era un remedo de mi madre, una grabación propagandística, un señuelo para hacernos caer en el nihilismo.


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Carol y yo nos conocimos en una de mis primeras expediciones en busca de enseres abandonados. Su familia se había estado escondiendo en el sótano de su casa en Beacon Hill. Una pandilla de vándalos los había encontrado y había asesinado a su padre y a su hermano. Cuando aparecimos, estaban a punto de empezar con ella. Ese día maté a un animal con forma humana, y no me arrepiento.
La llevamos de vuelta con nosotros a Lowell y, aunque tenía diecisiete años, durante días se pegó a mí y se negó a apartarse de mi lado. Incluso cuando estaba durmiendo quería que estuviera allí, cogiéndole la mano.
—Es posible que mi familia se equivocara —dijo un día—. Nos hubiera ido mejor si nos hubiéramos transferido. Aparte de la muerte, aquí ahora ya no queda nada.
No le llevé la contraria. Dejé que me siguiera mientras iba de aquí para allá ocupándome de mis quehaceres. Le enseñé cómo estábamos manteniendo el generador en funcionamiento, cómo nos tratábamos entre nosotros con respeto, cómo rescatábamos libros viejos y nos aferrábamos a las rutinas de toda la vida. La civilización todavía estaba presente en este mundo, mantenida con vida igual que la llama de una vela. Y sí, había personas que morían, pero también había otras que nacían. La vida seguía adelante, dulce, placentera, la auténtica vida.
Y entonces, un día, me besó.
—En este mundo también estás tú —dijo—. Y eso es suficiente.
—No, no lo es —repuse—. Nosotros también traeremos vida nueva a este mundo.


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Esta es la noche.
Jack está en la puerta. Le queda bien ese esmoquin, el mismo que llevé yo en mi baile de graduación. También serán las mismas canciones las que pongan, que saldrán de un viejo ordenador de sobremesa y unos altavoces que están en las últimas.
Lucy está espléndida con su vestido: blanco con estampado negro, cortado a partir de un patrón sencillo, pero muy elegante. La falda es amplia y larga, con pliegues que caen con gracia hasta el suelo. Carol se ha encargado de peinarla: rizos con algunos toques de brillo. Tiene un aspecto glamuroso, con una chispa de picardía infantil.
Les saco varias fotografías con una cámara, una que todavía funciona más o menos.
Espero hasta estar seguro de que soy capaz de controlar la voz y digo:
—No tienes ni idea de lo que me alegra ver que los jóvenes van a celebrar el baile, como hacíamos nosotros.
Lucy me da un beso en la mejilla.
—Adiós, papá.
Tiene lágrimas en los ojos. Y eso me hace volverlo a ver todo borroso.
Carol y Lucy se abrazan durante un instante. Carol se seca los ojos.
—Preparada y lista.
—Gracias, mamá. —Y entonces se vuelve hacia Jack y le dice—: Vámonos.
Jack la va a llevar al Lowell Four Seasons en su bicicleta. No se puede hacer nada mejor puesto que llevamos muchos años sin gasolina. Lucy se acomoda con cuidado en la barra de arriba, sentada de lado, levantando el vestido con una mano. Jack la rodea con los brazos protectoramente cuando agarra el manillar. Y echan a andar, bamboleándose calle abajo.
—Pásenla bien —les grito.


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La traición de Laura fue la más difícil de asimilar.
—Pensaba que nos ibas a echar una mano a Carol y a mí con el bebé —le dije.
—¿Pero acaso este es un mundo para traer niños a él? —repuso ella.
—¿Y tú crees que allí donde te vas las cosas van ser mejores, en ese mundo sin niños, sin vidas nuevas?
—Llevamos quince años intentando sacar esto adelante, y cada año que pasa resulta más y más difícil creer en esta farsa. A lo mejor estábamos equivocados y deberíamos adaptarnos.
—Solo es una farsa cuando se ha perdido la fe —digo.
—¿La fe en qué?
—En la humanidad, en nuestra forma de vida.
—No quiero tener que seguir luchando contra nuestros padres. Solo quiero que volvamos a estar juntos, que seamos una familia.
—Esas cosas no son nuestros padres. Son unos algoritmos que los imitan. Tú siempre has evitado los conflictos, Laura, pero hay conflictos que no pueden evitarse. Nuestros padres murieron cuando papá perdió la fe, cuando ya no pudo resistirse a las falsas promesas de las máquinas.
El camino que se adentraba en el bosque terminaba en un pequeño claro, cubierto de hierba y lleno de flores silvestres. En medio había una lanzadera esperando. Laura entró por la puerta.
Otra vida perdida.


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Los chicos tienen permiso para no volver hasta medianoche. Lucy me había pedido que no me ofreciera como carabina, y accedí, para concederle ese pequeño margen de libertad esta noche.
Carol está inquieta. Intenta leer pero lleva una hora en la misma página.
—No te preocupes —trato de tranquilizarla.
Se esfuerza por sonreírme, pero no puede ocultar su ansiedad. Mira por encima de mi hombro el reloj de la pared del salón.
Yo también me giro para mirar.
—¿No tienes la sensación de que es más tarde de las once?
—No, para nada —responde ella—. No sé por qué dices eso.
Su voz suena demasiado ansiosa, casi desesperada. En sus ojos se vislumbra el miedo. Le falta poco para ser presa del pánico.
Abro la puerta de la casa y me adentro en la oscuridad de la calle. El cielo se ha ido aclarando con el paso de los años y ahora se ven muchas más estrellas. Pero yo estoy buscando la Luna, y no está donde debiera.
Entro de nuevo en casa y voy al dormitorio. Mi viejo reloj, que ya no llevo porque son muy escasas las ocasiones en las que importa ser puntual, está en el cajón de la mesita de noche. Lo saco. Es casi la una de la madrugada. Alguien ha manipulado el reloj del salón.
Carol está en la puerta del dormitorio. Está a contraluz, lo que me impide verle la cara.
—¿Qué es lo que has hecho? —le pregunto. No estoy enfadado, solo decepcionado.
—Lucy no puede hablar contigo. Está convencida de que no la vas a escuchar.
La ira me inunda como bilis caliente.
—¿Dónde están?
Carol mueve la cabeza negativamente sin decir nada.
Me acuerdo de cómo se ha despedido Lucy de mí. Me acuerdo de cómo ha ido caminado con cuidado hasta la bicicleta de Jake, sujetándose la voluminosa falda, una falda tan amplia que debajo podría llevar escondida cualquier cosa, como ropa para cambiarse y unos zapatos cómodos para el bosque. Me acuerdo de Carol diciéndole: «Preparada y lista».
—Ya es demasiado tarde —dice Carol—. Laura va a venir a recogerlos.
—Apártate. Tengo que salvarla.
—¿Salvarla para qué? —De pronto, Carol está furiosa. No se aparta de la puerta—. Esto es un juego, una broma, la recreación de algo que nunca sucedió. ¿O es que tú fuiste a tu baile de graduación en bicicleta? ¿Acaso escuchabas solo las canciones que tus padres habían escuchado de jóvenes? ¿O creciste pensando que rebuscar entre la basura era la única profesión posible? ¡Ya hace mucho tiempo que nuestro modo de vida desapareció, murió, se acabó! ¿Qué quieres que haga Lucy cuando esta casa se venga abajo dentro de treinta años? ¿Qué hará cuando el último tarro de aspirinas se haya terminado?, ¿cuando la última olla de aluminio se haya oxidado por completo? ¿La vas a condenar a ella y a sus hijos a una vida de hurgar entre los montones de basura, descendiendo por la curva tecnológica año tras año, hasta que todos los avances logrados por la raza humana durante los últimos cinco mil años se hayan perdido?
No tengo tiempo para discutir con ella. Con suavidad, pero con firmeza, apoyo las manos en sus hombros dispuesto a apartarla a un lado.
—Yo me quedaré contigo —continúa—. Yo siempre me quedaré contigo porque te amo tanto que la muerte no me da miedo. Pero ella es una niña. Debería tener la oportunidad de tener una vida distinta.
Tengo la sensación de que mis brazos se quedan sin fuerza.
—Es justo al revés. —La miro a los ojos, deseando que recupere la fe—. Su vida es lo que le da sentido a las nuestras.
De pronto, su cuerpo se queda laxo y Carol se desliza hasta el suelo, llorando en silencio.
—Deja que se vaya —dice en voz baja—. Déjala.
—No puedo rendirme —le digo—. Soy humano.


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Una vez dejo atrás la puerta de la verja, empiezo a pedalear frenéticamente. El cono de luz que proyecta la linterna danza a mi alrededor mientras intento mantenerla apoyada en el manillar. Pero conozco bien el camino del bosque. Lleva al claro donde aquel día Laura subió a aquella lanzadera.
Una luz brillante a lo lejos, y el sonido de motores acelerando.
Saco mi pistola y disparo varios tiros al aire.
El sonido de los motores se apaga.
Salgo al claro del bosque, bajo un cielo lleno de diminutas estrellas brillantes y frías. Salto de la bicicleta y la dejo caer junto al camino. La lanzadera está en mitad del claro, con la puerta abierta. Lucy y Jack, vestidos ya con ropa informal, están en la puerta.
—Lucy, cielo, sal de ahí.
—Papá, lo siento. Me voy.
—No, no te vas.
Una simulación electrónica de la voz de Laura llega desde los altavoces de la lanzadera:
—Déjala marchar, hermano. Se merece tener una oportunidad para ver lo que tú te niegas a ver. O todavía mejor, ven con nosotros. Todos te echamos de menos.
Hago caso omiso de mi hermana, mejor dicho, de eso.
—Lucy, ahí no hay futuro alguno. Lo que te prometen las máquinas no es real. Ahí no hay ni niños ni esperanza, tan solo una existencia simulada, eterna e inmutable como piezas de una máquina.
—Ahora tenemos niños —dice la copia de la voz de Laura—. Hemos encontrado la manera de crear niños de la mente, nativos del mundo digital. Deberías venir a conocer a tus sobrinos. Eres tú el que se está aferrando a una existencia inmutable. Este es el paso siguiente en nuestra evolución.
—No se puede experimentar nada si no se es humano. —Sacudo la cabeza, no debería caer en la trampa de ponerme a discutir con una máquina—. Si te vas —le digo a Lucy—, morirás una muerte sin sentido. Los muertos habrán ganado. No puedo permitir que eso suceda.
Levanto la pistola. El cañón apunta a Lucy. No permitiré que los muertos me roben a mi niña.
Jack intenta interponerse, pero Lucy lo aparta. Sus ojos están llenos de pesar, y la luz del interior de la lanzadera le enmarca el rostro y el dorado pelo haciéndola parecer un ángel.
De repente me percato de cuánto se parece a mi madre. Los rasgos de mi madre, heredados a través de mí, han revivido de nuevo en mi hija. La vida está hecha para ser vivida así. Abuelos, padres, hijos… cada generación apartándose del camino de la siguiente; una lucha eterna para alcanzar el futuro, el progreso.
Pienso en cómo a mi madre le arrebataron el derecho a elegir; en cómo no se le permitió morir como un ser humano; en cómo fue devorada por los muertos; en cómo se convirtió en una parte de sus grabaciones mecánicas, circulando eternamente por sus circuitos. El rostro de mi madre, tal como lo recuerdo, se superpone con el de mi hija, mi dulce, inocente y alocada Lucy.
Aferro la pistola con más fuerza.
—Papá —dice Lucy con calma, su rostro tan firme como el de mi madre tantos años atrás—, se trata de mi elección. No de la tuya.


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Cuando Carol llega al claro ya es por la mañana. La cálida luz del sol atraviesa las hojas de los árboles y motea el vacío círculo de hierba. Las gotas de rocío cuelgan de las puntas de las hojas de hierba, en cada una de ellas una visión en suspensión y en miniatura del mundo. Los trinos de los pájaros llenan el silencio que se va despertando. Mi bici sigue en el suelo junto al camino, donde la dejé.
Carol se sienta a mi lado en silencio. Rodeo sus hombros con mi brazo y la acerco hacia mí. No sé qué es lo que está pensando, pero nos basta con estar sentados así, juntos, nuestros cuerpos apretados el uno contra el otro, manteniendo así el calor. Las palabras son superfluas. Miramos este prístino mundo que nos rodea, un jardín heredado de los muertos.
Tenemos todo el tiempo del mundo.

sábado, 28 de noviembre de 2020

Tonto. Roberto Moso.

Aquel mierda se había atrevido a llamarle tonto. Lo hizo con un hilillo de voz y otro de sangre manando de su bocaza, pero lo hizo. Así que él, el más guay de la clase, no podía dejar de vengarse. Cada vez que se acordaba de aquel momento, maquinaba una nueva manera de humillarle. Acompañado de sus sicarios le había tirado los libros al río, le había manchado de tinta el asiento, le había escupido y manteado hasta la saciedad... Pero el más guay de la clase aún no sentía que fuera suficiente. Decidió dar un paso más y grabó su última paliza con el móvil para colgarlo en Youtube.
En los días posteriores el mundo entero se le cayó encima. Le llamaron delincuente, criminal, asocial, pero nada le dolió tanto como aquel inmenso clamor que amplificaba la evidencia: TONTO.

Polvo: relatos liofilizados de pompas de papel. 2010.

viernes, 27 de noviembre de 2020

La bruja de la calle Fuencarral. Alfonso Sastre.

Desde que me establecí en este pisito de la calle de Fuencarral he tenido algunos casos extraordinarios que me compensan sobradamente de la pérdida del sol y del aire; elementos, ay, de que gozaba en los tiempos, aún no lejanos, en que desempeñaba mi sagrado oficio en Alcobendas. Y cuando digo que tales casos me han compensado no me refiero sólo, desde luego, al aspecto pecuniario del asunto (tan importante sin embargo), sino también a la rareza y dificultad de algunos de esos casos; rareza y dificultad que han puesto a prueba -y con mucho orgullo puedo decir que siempre he salido triunfante- la extensión y la profundidad de mis conocimientos ocultos y de mis dotes mágicas.
Pero ninguno de ellos tan curioso como el que se me ha presentado hoy a media tarde. Voy a escribirlo en este diario mío, y lo que siento es no disponer para ello de una tinta dorada que hiciera resaltar debidamente la belleza de lo ocurrido, que más parece propio de una buena novela que de la triste y oscura realidad.
Era un muchacho pálido. Cuando se ha sentado frente a mí en el gabinete que yo llamo de tortura, sus manos temblaban violentamente dentro de sus bolsillos. Ha mirado la cuerda de horca -la cual pende del techo- con un gesto de mudo terror y he comprendido que lo que yo llamo la «preparación psicológica» estaba ya hecha y que podíamos empezar. Después, él ha mirado la bola de cristal; que no es, ni mucho menos, un objeto mágico -no pertenezco a la ignorante y descalificada secta de de los cristalománticos-, sino una concesión decorativa al mal gusto, a la tradición y al torpe aburguesamiento que sufre nuestra profesión, otrora alta y difícil como un sacerdocio, viciada hoy por el intrusismo oportunista de tantos falsos magos, de tantos burdos mixtificadores. ¡Ellos han convertido lo que antaño era un templo iluminado y científico en un vulgar comercio próspero e infame!
He dejado (en el relato, no en la realidad) al joven mirando la bola de cristal. Prosigo.
El joven miraba fijamente la bola de cristal y yo le he llamado la atención sobre mi presencia, santiguándome y diciendo en voz muy alta y solemne, como es mi costumbre: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». «Cuéntame tu caso, hijo mío», he añadido en cuanto he visto sus ojos fijos en los míos cerrados como es mi costumbre, pues es sabido que yo veo perfectamente a través de mis párpados; lo cual, sin tener importancia en realidad, impresiona mucho a mi clientela cuando describo los mínimos movimientos de mis visitantes.
El relato del joven ha sido, poco más o menos, el siguiente: «Estoy amenazado de muerte por la joven María del Carmen Valiente Templado, de dieciocho años, natural de Vicálvaro (Madrid), dependienta de cafetería, la cual dice haber dado a luz un hijo concebido por obra y gracia de contactos carnales con un servidor; el cual que soy de la opinión de que la Maricarmen es una zorra que anda hoy con uno y mañana con otro y que lo que ahora quiere ni más ni menos es cargarme a mí el muerto -o séase, el chaval.
»Mi nombre es Higinio Rosales Cruz, de veintinueve años, natural de Getafe, de profesión oficial de churrería, con domicilio en esta capital, en el Gran San Blas, donde tiene usted, señora bruja, su propia casa si de ella hubiera menester.
»Mi caso es que pretendo desgraciar a la Maricarmen de modo que me deje en paz la condenada, para lo cual después de leer algunas obras norteamericanas -que en esto, como en otras técnicas los yanquis van a la cabeza- me he fabricado esta estatuilla de cera que representa a la andoba en pelota viva tal y como yo la he tenido en la cama sin que a ella, que es una sinvergüenza, le diera ni una pizca de garlochi; y vengo con la pretensión de que usted le endiñe, que usted sabrá el cómo y de qué manera, algún alfilerazo mortal, de modo que la tía golfa abandone esta jodida persecución y me deje en la misma paz que para usted deseo; y hablando así no hago, con perdón de la mesa, más que seguir fielmente la doctrina pontificia de que nos dejemos en paz los unos a los otros».
A lo cual yo he respondido levantándome y yéndome derecha al acerico; entre las cabezas multicolores he elegido una roja y la he clavado con el debido ritual, en el sexo de la estatuilla, no por hacerle daño, sino tan sólo para impedir a la perdida que continuara su desordenada vida sexual; y acto seguido he penetrado en mi sanctasanctórum y he cogido con las pinzas de plata una de mis arañas locas, la cual la he introducido en una bolsita de cuero, cuya boca he atado con un cordel. Otra vez en la cámara o gabinete (siempre con los ojos cerrados, como es mi antiquísima costumbre), he puesto al cuello del joven el amuleto diciéndole: «Has de llevar esta bolsita, que contiene una sagrada piedra, sobre tu pecho, durante tres días y tres noches; ni una más ni una menos; pues ésta es la garantía de que esa tal desista de su persecución». Y (una vez abonado en caja el importe de la consulta) he acompañado al joven a la puerta y le he deseado, al despedirle, todo género de bienandanzas.
A esta hora en que escribo el joven quizás esté durmiendo. Es seguro que no se ha dado cuenta de que no es una piedra, sino un peludo insecto lo que lleva en la bolsita sobre su pecho. (Estas arañas locas mueven sus patas suavemente hasta el momento del ataque.) Ahora, por la noche, la araña conseguirá (por virtud de su ataque lunático) salir de su encierro; se paseará a su antojo, silbando como acostumbran, por el desnudo cuerpo del muchacho, y morderá por fin en algún lugar propicio -probablemente el pubis- con su repugnante mandíbula que es, por otra parte, una mortal fuente de veneno. El joven morirá seguramente al amanecer entre atroces dolores lo más seguro abdominales.
Yo me he quedado aquí, desvelada. He cogido en mis manos la muñequita de cera. Su rostro se parece, inexplicablemente, al de mi hija pequeña, la cual murió hace un año por su propia voluntad, pues se cortó las venas en el cuarto de baño de una modesta pensión de Tetuán de las Victorias. Era camarera en un bar de la Ciudad Jardín.
En la autopsia se descubrió que estaba embarazada. Ahora beso la frente de la muñequita y lloro.

Las noches lúgubres. 1964.

sábado, 21 de noviembre de 2020

Una cometa roja. Chantal Maillard.

Una cometa roja desciende sobre el agua. De pronto es pájaro, de pronto pez que se sumerge en el río y queda, pequeña mancha arrugada, flotando entre las flores marchitas.
El niño ha cortado el hilo. Pequeños dioses, los niños, que se desentienden de sus errores. Una vida que acaba es el fallo de un dios que juega a las cometas.


Diarios indios, 2005.

viernes, 20 de noviembre de 2020

El refugio. Manuel Chaves Nogales.

Como los chicos corrían más llegaron antes al refugio. Aquello de esconderse de los aviones no pasaba de ser para ellos un juego divertido. El padre y la madre salieron de la casa rezagados, gruñendo, hartos ya de tanto ajetreo. Aquello era insoportable. ¿Cuántas veces al día tenían que abandonar sus quehaceres para ir a meterse en los sótanos del caserón designado como refugio para los vecinos de aquel viejo rincón de Bilbao? La vida se les hacía imposible. Los aviones fascistas bombardeaban la villa de hora en hora y en ocasiones los cuatro toques de sirena que anunciaban el cese del peligro eran seguidos de una nueva señal de alarma, porque otra escuadrilla facciosa venía a relevar a la que en aquellos momentos se alejaba después de derramar su carga mortífera sobre las viviendas hacinadas de los barrios populosos, en cuyas entrañas se apiñaba estremecida una abigarrada muchedumbre que, no obstante las rigurosas órdenes dictadas para que se guardase silencio en los refugios, promovía una algarabía formidable, un espantoso guirigay en el que se destacaban los llantos desgarrados de los niños, las voces broncas de los padres agrupando a su prole y los gritos histéricos de las mujeres, que clamaban a todos los santos de la corte celestial contra aquel castigo que les llovía del cielo.
En el breve intervalo que solía haber entre el toque corto de alarma y los tres largos toques que señalaban la presencia del peligro, los chicos, que conocían ya de sobra el camino del refugio, atravesaban la calle en dos saltos y se metían bulliciosos en el sótano, contentos de encontrarse de nuevo reunidos con los demás chicos de la vecindad en aquel estrecho recinto que tenía para sus imaginaciones infantiles el prestigio de un misterioso subterráneo de algún palacio encantado. La madre, que antes de abandonar su cocina se obstinaba en dejar recogidos sus pucheros y el padre, que iba a esconderse siempre de mala gana y un poco humillado, no llegaban nunca al refugio más que cuando ya la primera explosión sacudía el ámbito de la ciudad e iba retumbando de montaña en montaña con pavoroso estruendo. Por eso, porque las cuatro criaturitas estaban ya dentro del refugio y el padre y la madre, rezagados, no habían entrado aún, fue por lo que el destino pudo hacer aquella espantosa jugarreta.
Una bomba de ciento cincuenta kilos, lanzada por un avión fascista, fue a caer sobre el tejado del refugio, traspasó como si fuesen de papel los pisos del caserón y explotó sobre las cabezas del medio millar de seres hacinados en los sótanos. Tembló la tierra como si sus entrañas se hubiesen desgarrado; tejas, ventanas y chimeneas fueron escupidas al cielo y, entre aquella masa de humo negro que se estiraba violentamente hacia lo alto en un instante y luego se abullonaba vencida, aparecieron los recios muros heridos de muerte por las anchas grietas que abrió en ellos la explosión de la dinamita. Aquellas grietas se agrandaron en unos segundos y cuando ya por ellas se le veían las tripas al caserón, los altos paredones se inclinaron solemnes y se abatieron con pavoroso estruendo alzando al llegar al suelo una gran nube blanca que lo borró todo. Ya no se vio más.
El padre y la madre que presenciaron, paralizados por el espanto, aquella fantasmagoría apocalíptica fueron cegados por densas oleadas de polvo y humo y cayeron al fin, batidos por la lluvia de tierra, hierros y maderos que el cielo devolvía. Pasó el tiempo. El Junker niquelado brillaba al sol como un juguete, allá a lo lejos, junto a las crestas del Sollube. La gran nube de polvo y humo se elevaba lentamente sobre el barrio viejo de Bilbao y los ojos de los bilbaínos, agrandados por el terror, iban descubriendo la magnitud de la catástrofe. El caserón se había desplomado y no quedaba de él más que un montón ingente de cascote, vigas de hierro retorcidas, maderos astillados y planchas de cemento cuarteadas. Debajo había medio millar de seres humanos: todos los infelices que se habían refugiado en el sótano.
Sacudiéndose la tierra que casi le había sepultado, ciego, medio asfixiado, con la cabeza turbia y el cuerpo magullado por el cascote que le había caído encima, el padre se incorporó penosamente y poco menos que a rastras llegó hasta el montón humeante de ladrillos y bloques de cemento y se puso a gritar llamando desesperadamente a sus hijos. Trepó por aquella montaña informe dando alaridos espantosos. Los últimos paredones se desplomaban en torno suyo. A través de las nubecillas de polvo que cada derrumbamiento levantaba, se le veía saltar de un lado para otro manoteando y llamando a sus hijos con voces patéticamente inarticuladas que ahogaba el sordo rumor del corrimiento de los escombros, que iban poco a poco estabilizándose hasta formar una pirámide abrupta en cuya base se quedaban sepultados aquellos centenares de infelices, que huyendo de los aviones se habían guarecido en los sótanos de la casa derrumbada. Con el rostro cubierto de sangre, las ropas en jirones y las manos destrozadas, aquel hombre enloquecido removía furiosamente los ladrillos y los hierros retorcidos gritando cada vez con voz más ronca y más débil:
—¡José Mari! ¡Chomin! ¡Iñasio! ¡Carmenchu!
Los primeros vecinos que se atrevieron a llegar hasta allí, tuvieron que luchar a brazo partido para sujetar a aquel loco furioso que, con las uñas ensangrentadas forcejeaba desesperadamente para mover los enormes bloques que tapaban lo que fue entrada del refugio.
La noticia de la catástrofe corría por todo Bilbao y centenares de personas acudían a prestar auxilio. Un hormiguero de seres atemorizados comenzó a remover aquella montaña de escombros, pero la confusión y la angustia dificultaban el salvamento. Cada cual removía el montón de cascotes por donde se le antojaba. Hasta que acudieron los bomberos y unas cuadrillas de obreros con herramientas, no se hizo nada eficaz. Siguiendo las indicaciones de los técnicos se comenzó a abrir a golpe de pico un camino hacia el lugar más accesible del sótano.
Pronto se oyeron las voces débiles y lejanas de los que estaban sepultados. El equipo de salvamento trabajó entonces con brío redoblado y al cabo de unos minutos de angustia silenciosa en los que sólo se oían los golpes secos de los picos y los azadones y el jadear fatigoso de los que febrilmente los manejaban, se consiguió apartar los enormes bloques de cemento que habían sepultado en vida a tantos seres infelices.
Por el boquete abierto asomó primero una cabecilla calva, en cuya boca desdentada ponía el terror una mueca espantosa. Apenas lo izaron cogiendo al hombre por debajo de los sobacos, aquella cabeza se tronchó sobre el pecho, roto al fin el resorte de la angustia que la había mantenido erguida. Salieron después por aquel boquete hasta treinta o cuarenta personas; casi todas ellas apenas se veían a salvo se desplomaban inertes. Una mujer llevaba en brazos un niño de dos años con los ojazos azules muy abiertos y los bracitos colgando, al que vanamente intentaba reanimar con sus besos. Se lo quitaron del regazo antes de que se diese cuenta de la inutilidad de sus caricias.
Los que salieron por su pie de aquel agujero no llegaron al medio centenar y, sin embargo, en el refugio debía haber, al ocurrir la explosión, de trescientas a quinientas personas. Los bomberos agrandaron el boquete y se metieron en el sótano, de donde fueron extrayendo a los que allí yacían, unos desmayados, otros heridos, muertos otros. Así y todo no se encontró más de un centenar de personas. La bóveda del sótano se había hundido por el centro y los refugiados habían quedado incomunicados a uno y otro lado.
Pero simultáneamente al salvamento intentado por aquel lugar, los infelices que quedaron sepultados al otro lado del sótano se habían ido abriendo camino con las uñas a través de los escombros y pronto se pusieron en comunicación con el exterior. Dentro quedaron únicamente los que estaban heridos y aprisionados por el cascote y los que habían muerto en su mayoría asfixiados. Fueron extrayéndose sus cuerpos inertes y colocándoseles en unas parihuelas que eran alineadas a lo largo de una pared frontera. Los vecinos que no habían encontrado aún a sus deudos recorrían horrorizados aquella fila de máscaras espantosas talladas por la muerte en las que buscaban los rasgos de los seres queridos. El padre aquel cuyos cuatro hijos, José Mari, Chomin, Iñasio y Carmenchu, habían entrado en el refugio segundos antes de la explosión, rendido al fin, agotadas sus fuerzas, recorría con la mirada perdida la fila de las víctimas que se extendía a lo largo del muro: tras él, pálida como una muerta y con los ojos secos, iba la madre. Ella fue la que vio primero con sus ojos voraces aquella camilla en la que traían a dos de sus hijuelos: José Mari y Chomin, abrazados para siempre: estaban como cuando se dormían en su cunita: las cabezas juntas, los brazos del mayor, José Mari, cubriendo el cuerpecillo menudo del pequeño Chomin. Los vio un instante y cayó como fulminada por un rayo.
Unos vecinos piadosos se la llevaron de allí. Por eso no vio cómo después sacaban, cogiéndolo a puñados, el cuerpecillo destrozado también de Iñasio. El padre, sí. Lo vio y palpó con sus manos temblorosas aquella cabecita tierna espantosamente machacada. Cuando se lo quitaron de entre las manos se quedó anonadado, insensible. Superada su capacidad de dolor, más allá del horror y del sufrimiento, consideraba con un frío estupor la catástrofe, incapaz ya de sentir más. Había visto los cuerpos destrozados de sus tres hijuelos varones y se maravillaba tanto de haber podido verlo como de poder pensar en ello con aquella calma, aquella serenidad mortal que le invadía. ¿Y su hija? ¿Y su Carmenchu?
Ya nada podía aterrarle. Vagaba al azar sobre las ruinas removiendo con el pie los escombros y a cada instante esperaba encontrar el cuerpo destrozado de su hija entre aquel revoltijo de hierros, maderos y cascote; lo esperaba ya sin horror; aceptando la tremenda posibilidad con una espantosa sangre fría.
Cayó la tarde y, busca que te busca entre el cascote, vino la noche. Los trabajos de salvamento continuaban con agobio. Además de los cincuenta y tantos cadáveres retirados ya de entre los escombros faltaban aún veinte o treinta personas que positivamente habían estado en el refugio al ocurrir el hundimiento y aún no habían sido halladas ni muertas ni vivas. Sus deudos, desesperados, vagaban como él entre las cuadrillas de obreros que seguían trabajando a la luz cruda y espectral de los mecheros de acetileno. Poco a poco fueron marchándose los meros curiosos. Los mismos familiares de los desaparecidos, agotados, desistían de la angustiosa y estéril búsqueda. Es inútil, decían los más sensatos. Quienes estén aún sepultados no pueden seguir viviendo. Seguramente han perecido ya. Mañana al ser de día se encontrarán sus cadáveres.
—Entre esos cadáveres —pensaba el padre aquel— estará el de mi Carmenchu.
Pero se resistía a alejarse del siniestro paraje. Las cuadrillas de obreros seguían trabajando. Se acercó a una de ellas. Los hombres luchaban tenaces por abrirse camino.
—Es inútil —resollaba uno—; necesitaríamos tres días para remover todo esto; los bloques desprendidos son enormes; sería mejor emplear la dinamita.
—¿Y si hay gente con vida aún?
—¡Qué va a haber ya a estas horas!
Uno de los obreros se fijó entonces en el padre aquel que les escuchaba absorto. Se callaron apesadumbrados y redoblaron el esfuerzo. El padre se alejó silencioso con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.
Un poco más allá creyó advertir que los que trabajaban habían encontrado algo. Se acercó con una glacial desesperanza cuajada en los ojos. El grupo de trabajadores se apiñaba en torno a un agujero. Dieron voces.
—¿Qué habéis encontrado?
Otra víctima.
—Viva o muerta.
—¡Muerta, hombre, muerta!
El grupo de los que trabajaban para extraer el cadáver no le dejaba acercarse. Oyó una voz que decía:
—¡Es una muchacha! ¡Pobre!
El padre entonces apartó furioso a los que estaban delante de él y se metió en el agujero gritando.
—¡Mi hija! ¡Mi Carmenchu!
Quisieron llevárselo de allí, pero no había fuerzas humanas capaces de arrancarle. Debatiéndose con los que intentaban apartarle se acercó a su hija.
El mechero de acetileno colocado en el fondo de aquel agujero producía un deslumbrante entrecruzamiento de sombras duras y haces de luz blanca y fría. Se tiró de bruces y asomando la cara por el cruce de unos maderos vio al fin el rostro de cera de Carmenchu al que aquella luz daba una lividez espectral. Tenía el cuello doblado en un escorzo difícil y reposaba la cabeza sobre una viga de hierro que había quedado cogida entre dos enormes bloques de cemento. Uno de aquellos bloques pesaba sobre el tierno cuerpecillo.
—¡Carmenchu! ¡Mi Carmenchu! —gritaba el padre como un poseído, intentando vanamente llegar con las manos extendidas hasta aquella cabeza de la que le separaba aún la maraña de hierros y cascote.
—¡Carmenchu!
Entonces, a la luz deslumbradora del acetileno se vio lo inconcebible. ¿Era una alucinación? La niña había abierto los ojos y sus labios se habían movido.
—¡Carmenchu! —rugió el padre.
—¡Está viva! ¡Está viva! —gritaron todos.
Con una fuerza insospechable el hombre aquel apartó los hierros y los maderos que le separaban de su hija, y alargó las manos temblorosas hasta tocar su cabellera rubia. Sintió la niña la caricia y volvió a plegar los labios como si sonriese.
—¡Vive! ¡Vive! —gritaba el padre estremecido de pies a cabeza.
Se puso a quitar con ímpetu los escombros amontonados que tapaban el cuerpo de la niña, de la que sólo se veían la cabeza doblada hacia atrás y un brazo.
El equipo de salvamento agrandó el hoyo aquel en unos segundos y pronto estuvieron rodeando a la muchacha sepultada cinco o seis hombres que afanosamente apartaban el cascote que la cubría. Se vio entonces que el cuerpecito de la inocente estaba aprisionado por un bloque enorme de cemento, que si bien había resbalado sobre la viga de hierro en que la niña apoyaba la cabeza ladeándose, gracias a lo cual no la había aplastado, debía estar gravitando por su parte inferior sobre las piernecitas de le infeliz criatura. El padre intentó inútilmente mover aquella mole.
—¡Papá! —dijo Carmenchu—. ¡Papá, sácame de aquí!
Juntaron todos sus esfuerzos y quisieron levantar el bloque de cemento. Estaba empotrado en otros bloques análogos y apenas consiguieron moverlo. En cambio, la niña abrió los ojos desmesuradamente y luego los cerró haciendo rodar la cabeza sobre la viga en que la apoyaba.
—¡Cuidado! —gritó uno—. ¡Si movemos el bloque podemos matarla!
—¡Qué venga un médico!
—¡Un ingeniero para dirigir la maniobra!
—¡Una grúa!
—¡Más hombres!
—¡Lo que sea!
—¡Salven, salven ustedes a mi hija! —pedía de rodillas el padre.
Vino el jefe de los trabajos de salvamento. Para sacar de allí a la criatura sin hacerle daño había que levantar primero una serie de bloques de cemento y vigas de hierro que se empotraban los unos en los otros. Era, a lo menos, una hora de trabajo. ¡Manos a la obra!
¿Tendría la pobre víctima resistencia para esperar? Mientras se oían las voces de mando de los capataces y el resuello de los obreros que empujaban los bloques acudió el médico, quien después de pulsar aquel brazo inerte se apresuró a ponerle unas inyecciones de aceite alcanforado. La vida se le escapaba.
Reanimada por las inyecciones la niña abría los ojos e intentaba sonreír a su padre que le pasaba las manos destrozadas y temblonas por la frente de cera. Oíase el jadear angustioso de los hombres que removían los bloques. A veces una masa de escombros falta de apoyo rodaba hasta el fondo del agujero levantando una nubecilla de polvo que ponía un halo blanquecino en torno a la llama de la lámpara. El padre cubría la cabeza de la niña con su cuerpo y suspiraba:
—¡Hasta cuándo! ¡Hasta cuándo!
Media hora después, el médico tuvo que poner una nueva inyección a la niña para reanimar su corazón, que poco a poco se debilitaba. El padre junto a ella le murmuraba el oído palabras incoherentes de esperanza y alegría.
—¡Mi Carmenchu! Estate quietecita que dentro de nada ya no sufrirás más. Te vamos a sacar ahora mismo y te curaremos muy bien para que no te duela… Vendrás a casa y podrás jugar y correr y divertirte… Se acabará la guerra… y tendrás un vestido bonito… y no habrá aviones ni bombas… e iremos al bosque y a la playa… y nos reiremos mucho, mucho. ¡Porque ya no habrá guerra!
La niña escuchaba con los ojos cerrados aquella letanía pueril que debía llegar como una brisa hasta el fondo de su alma en lucha por desasirse de aquel cuerpecillo mutilado. Los hombres rudos que forcejeaban incansables para apartar los escombros tenían lágrimas en los ojos.
Cuando al fin consiguieron dejar libre y descarnado el bloque de cemento que aprisionaba a la niña habían pasado dos horas y estaba ya amaneciendo.
Agrupáronse entonces todos ellos y en medio de un silencio imponente se oyó la voz de mando de un capataz, resonó unánime el estertor de aquellos pechos contraídos por el esfuerzo y el bloque fue alzado en vilo. El padre tiró suavemente de la criatura y con ella en brazos, estrechándola contra su pecho, salió de la hoyanca y se sentó en un promontorio de escombros mientras el médico, de rodillas ante él, examinaba las horribles magulladuras que tenía el breve cuerpecillo. La claridad difusa del alba luchaba ya con la masa de luz compacta del mechero de acetileno. El médico suspendió de improviso su exploración de las heridas, pulsó la muñeca de Carmenchu que colgaba inerte y después se irguió sin decir palabra. El padre le miraba fijamente a los ojos sin atreverse a preguntar.
En aquel instante hendieron el silencio del alba las vibraciones alarmantes de las sirenas. Todos alzaron los ojos hacia el cielo lechoso del amanecer. Sobre las crestas del Sollube aparecían otra vez los puntos refulgentes de una escuadrilla de aviones fascistas. Las sirenas marcaron insistentes la señal de peligro y las cuadrillas de trabajadores tuvieron que retirarse a los refugios. En unos segundos quedó desierta aquella vasta extensión de ruinas donde los hombres, como hormiguitas, se afanaban por salvar unas vidas que otros hombres se obstinaban en destruir. Sobre aquella desolación de escombros no quedó más alma viviente que aquel padre sentado en un promontorio de cascote con el cadáver caliente de su hija entre los brazos.
Los aviones de bombardeo alemanes e italianos se abatieron como aves de presa sobre el caserío de la villa dormida. Pronto comenzaron a sentirse las formidables explosiones que desgarraban las entrañas de la población. El eco de las montañas repetía indefinidamente los estampidos: vibraban en el aire los proyectiles lanzados por los cañones antiaéreos, crepitaban las ametralladoras y en medio de aquel estruendo apocalíptico, el padre aquel, con su hija muerta entre los brazos, permanecía absorto, indiferente al espantoso desencadenamiento de todas las potencias de destrucción provocado por aquella monstruosa concepción de la guerra total.
Cuando los aviones de bombardeo hubieron arrojado su carga sobre las vulnerables viviendas urbanas se abatieron a su vez sobre ellas los pequeños aviones de caza que volando a ras de los tejados barrían las calles con el plomo de sus ametralladoras.
Uno de aquellos aviones minúsculos bajó inclinando el ala hacia tierra en un viraje audaz hasta volar a pocos metros de altura sobre la explanada cubierta de escombros. Describió un círculo completo en torno a aquella figura inmóvil del padre infeliz, que ni siquiera alzó la cabeza para mirarlo. Luego, cuando ya se iba, al remontar el vuelo, el avión escupió sobre aquella figura que parecía petrificada la rociada de plomo de su ametralladora.
Las balas fustigaron el aire y la tierra en torno suyo, pero el hombre no se movió. El dolor le había hecho invulnerable e invencible.

Imagen: Bombardeos fascistas sobre Bilbao. 1937.

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, 1937.

jueves, 19 de noviembre de 2020

Equinoccio de otoño. Mariana Torres.

Me despierto tan temprano que mi cama está llena de lagartos. Al incorporarme se han quedado inmóviles, con los ojos clavados en mí. La persiana está a medio bajar, la habitación casi a oscuras y el cielo al otro lado se distingue cubierto. Los lagartos son de color verde mestizo, un poco amarillos; motas marrones les cubren el cuerpo, como a las hojas en otoño. Después de la pausa continúan lo que estaban haciendo, meten bien el hocico entre las hojas caídas. Se mueven con cuidado para que las hojas no crujan.


 

miércoles, 18 de noviembre de 2020

Moscú, Masha y la felicidad. Ernesto Pérez Castillo.

Moscú. Maskva. La ciudad helada que nos recibió, a regañadientes, en el otoño del ochenta y nueve. La gente ocupada en sí misma, el periódico Pravda que por fin comenzaba a contar la verdad: para ellos, los tres estudiantes cubanos que arribamos a iniciar estudios de Arte Dramático apenas existíamos.
Ésa fue nuestra suerte y nuestro capital. Tanto no existíamos, que no molestábamos, no ocupábamos espacio alguno, y nos dejaban ser y hacer, porque nos ignoraban.
Allí estábamos, ese siete de noviembre, en medio de la nieve de la Plaza Roja, tiritando bajo nuestros grises paletós, tratando de parecer alegres en la foto que nos íbamos a tomar. El Mausoleo de Lenin al fondo del encuadre y, al otro lado de la cámara, Masha, empeñada en que ése fuera un día muy feliz.
Llevábamos una semana en la ciudad, tras un año desperdiciado en La Habana en el aprendiza de un idioma del cual nunca llegamos a servirnos ni bien ni mal.
La noche anterior, en la segunda botella de vodka sin naranja, decidimos renunciar. Éramos los bichos raros de Instituto de Arte de Moscú. Los otros estudiantes nos miraban pasar y ni siquiera sentíamos curiosidad en sus miradas. Ni burla. Ni nada. Nadie sabía quiénes éramos, qué hacíamos allí, ni cómo habíamos llegado, ni les importaba para qué.
Con resignación, nos entregaron la llave del cuarto 216, que no tenía baño, con camas sólo para dos, sin calefacción, el doble cristal de la única ventana lleno de garabatos en inglés, y de cuyo techo pendía una bombilla de caurenta watts, fundida.
Pedimos otra cama y una bombilla nueva, y anotaron nuestro pedido al final de una larga lista de solicitudes, de varias páginas. Salimos de la administración y, de vuelta al 216, vimos entrabierta la puerta de otro cuarto.
Llamamos, y nade contestó. Entramos, y allí conseguimos la cama que nos hacía falta y una bombilla nueva. Nos llevamos también un samovar, sin que de momento nos importara demasiado que no supiésemos cómo usarlo.
Ése fue nuestro primer día allí. A la semana, borrachos y decididos a regresar a Cuba, escuchamos aquellos golpes desesperados en nuestra puerta. Abrimos, y así apareció Masha en nuestras vidas: el cabello rubio, muy corto, revuelto; los ojos azules, muy claros, asustados; los senos pequeños, de pezones duros, desnudos.
Entró, cerró sin mirarnos y pasó el seguro, agitada la respiración. Recostó la espalda en la puerta, y se deslizó hasta el suelo, sin decir una palabra, cubriéndose el pecho.
Nosotros permanecimos quietos, silenciosos, hasta que Tomás se le acercó con una cobija entre las manos, y la arropó allí mismo, en el suelo. Ella le dejó hacer, y luego se hizo un ovillo sobre la alfombra de la entrada, con la cobija de Tomás.
Guardamos la botella, apagamos la luz, y cada quien se fue a su cama en silencio. Sabíamos que algo terrible acababa de suceder, pero también sabíamos que ninguno de los tres quería saber qué fue.
A la mañana siguiente nos despertó el olor del té recién hecho y el rumor del samovar contra las maderas del piso de la habitación. Masha sirvió las tazas y nos invitó a desayunar.


Descendimos del metro en la estación Komsomolskaya, y salimos a la avenida, guiados por Masha, que en el trayecto no paró de sonreír.
Sería un día feliz, nos prometió después del desayuno, sin comentar ni una palabra sobre la noche anterior, y sin que ninguno de los tres se atreviera a preguntarle nada.
El frío se colaba entre nuestras ropas. Pese a los guantes, los gorros, las bufandas, nos punzaba el cuerpo. Lo sentíamos especialmente en los oídos, la frente, los labios, y dábamos constantes resbalones sobre la nieve sucia y dura como un cristal bajo nuestros pies.
Así llegamos, entumecidos, a la Plaza roja.
Nos hicimos ésa y muchas fotos, aunque sólo ésa imprimimos después. Las demás quedaron desenfocadas, o el encuadre era pésmo, o el rebote de la luz en la nieve quemó el negativo. Pero en aquélla, nuestra única foto, parecíamos alegres de verdad. Masha nos indicó las posiciones que debíamos adoptar, contra qué fondo pararnos, desde qué ángulo quería que miráramos a la cámara.
Luego nos invitó a un café en la Plaza Pushkin, y allí pidió kvas para los cuatro. Sentados al calor de ese local cerrado, entre el humo de los cigarrillos de los habituales, Masha comenzó a hablar.
Primero sólo dijo nimiedades, cosas que olvidamos de inmediato: el nombre de la aldea donde nació, su preferencia por ciertos tipos de infusiones, el deso de vivir en otro país.
Luego se sacó el abrigo, lo dobló sobre sus piernas, se acodó en él y, en voz muy baja y por primera vez en español, nos dijo, sin mirar a ninguno de los tres sino a un punto indeterminado en la avenida, a través de los cristales a nuestras espaldas:
-Muchachos, yo quiero irme a Cuba. ¿Cuál de los tres se casará conmigo?
Soltamos una carcajada al unísono, y Masha rió también, con aquellos ojos que pareciera podía anudarse tras su nuca. La hilaridad fue pasando, y Masha bajó la cabeza hasta apoyarla sobre el mantel.
Hicimos silencio, y ella levantó el rostro hacia nosotros, los ojos brillosos, llenos de lágrimas:
-Díganme, muchachos, ¿cuál se casará conmigo?


Masha no estudiaba en el Instituto, pero solía pernoctar allí. Después de esa noche, muchas otras llamó a nuestra puerta, y le dejábamos entrar. Siempre llegaba con flores, que ponía en un búcaro que ella misma trajo y dejó en una esquina del cuarto, en el suelo, junto al samovar, y traía pastelillos, galletas, golosinas, cualquier cosa que sirviera para acompañar el té.
A retazos, fuimos componiendo la hisotria de Masha: su padre era cubano como nosotros, y también había estudiado en el Instituto, del cual fue una especie de alumno modelo, graduado con diploma de oro muchos años atrás.
Nos dijo su nombre, pero no conocíamos a ningún teatrista nuestro que se llamara así. Aventuramos que tal vez era alguien de provincias, desconocido en la capital.
Otra probabilidad era que su padre jamás hubiera regresado a Cuba, quizá abandonó el vuelo de retorno a la Isla en la escala de su avión en Canadá, y desde allí podría haber ido a dar a cualquier rincón del mundo. Pero eso no se lo quisimos decir.
Su madre ingresó al Instituto justo en el año en que aquel cubano iba a terminar sus estudios. No fueron novios, ni siquiera se conocieron durante el curso. Todo pasó en la noche de la graduación del cubano, y a la mañana siguiente la madre tomó el tren de vuelta a la aldea, para sus vacaciones.
Nunca regresó al Instituto. Cuando debía volver a Moscú, ya su embarazo era evidente, y el padre la abofeteó a la entrada de la casa y tiró sus pocas cosas sobre la hierba del jardín.
La madre se marchó, nunca se supo adónde, y sólo una vez regresó a la aldea, un año después. Sin llamar a la puerta de la casa, dejó a la bebé en el portal y se volvió a ir.
Así se lo contó su abuela, a los dieciocho años, cuando Masha decidió mudarse a Moscú. En la ciudad probó suerte en varios oficios, en los que duraba un mes o dos, de los que siempre la echaban. Un día alguien la confundió con una prostituta y le preguntó su tarifa.
Masha no era demasiado cara, por lo que supimos. Ella lo prefería así, y conservar su independencia, sin tener encima a la milicia ni a nadie que mirara por su seguridad y por ello cargara con la mitad de sus ganancias, y encima disfrutara gratis de sus favores.
Al Instituto iba porque allí la clientela era menos desagradable, y por la esperanza de alguna vez tener noticias de su padre, o de conocer a alguien con quien largarse a cualquier otro país.


Podían pasar dos y hasta tres semanas entre una y otra visita de Masha, y también tenía temporadas de venir casi un día sí y otro no. Igual, de pronto aparecía cargada de comida y permanecía en el cuarto un día detrás del otro, sin salir para nada. En esos días se ocupaba de lavar nuestra ropa, incluso si estaba limpia, quitaba el polvo, dejaba reluciente el samovar. Luego, sin un aviso, sin una señal, volvía a desasaparecer.
Las noches que pasaba con nosotros eran noches de charla y té. Al momento de dormir, ella se metía en la cama de alguno, nunca al azar sino siempre en un orden que jamás falló, aunque hubiera pasado más de un mes desde la última vez.
Una noche en que tocó la puerta muy suavemente, cuando abrimos, la encontramos sonriente: traía una radio casetera en las manos. Entró mirándonos por encima del hombro, con cara maliciosa, puso música y comenzó a bailar.
Bailamos con ella los tres, reímos al verla intentar bailar nuestros sones, se burlaba ella cuando nosotros la queríamos seguir en una polka.
Llevábamos semanas esperándola, extrañándola. En algún momento de la madrugada le pedimos que cerrara los ojos. Que estirara las manos al frente. Le teníamos una sorpresa guardada desde varios días atrás.
Masha cerró los ojos, y extendió sus manos abiertas. Pusimos un sobre cerrado en sus manos. Debía adivinar qué contenía. No era dinero. No era una foto. No era una entrada al Teatro Bolshói.
Desesperada, sonriente, nerviosa, Masha rasgó el sobre, y se quedó mirando aquello que tenía en las manos, sin comprender.
Era una copia de la llave de nuestro cuarto.
Fue como si aquel pedazo de metal le quemara las manos. Lo arrojó de sí, comenzó a gritar, histérica, a llorar, y nos golpeaba con los puños cerrados.
Luego dio un portazo y se largó.
Nos quedamos mudos, mirándonos sin entender. Un par de horas después, en medio de la madrugada, Masha regresó, silenciosa. Buscó en el suelo de la habitación hasta encontrar la llave, y con ella en las manos nos besó en los labios a los tres, algo que nunca volvió a hacer.
Luego nos dijo:
-Discúlpenme, muchachos, nunca he tenido la llave de ningún lugar.


Ninguno de nosotros tuvo sexo con Masha, aunque ella siempre se desnudaba para dormir. Lo tres, y cada uno a su manera, la queríamos y, aunque nunca lo hablamos, sabíamos que el único modo de conservarla y conservar la alegría que su aparición traía era dejar las cosas así.
Comenzando el verano, una noche, Masha abrió la puerta del cuarto cuando ya estábamos acostados. Tomás, al sentirla, encendió la luz, pero ella se lanzó sobre el interruptor y apagó la bombilla otra vez.
Alcanzamos a ver sus ropas rasgadas y varios moretones en el rostro, pero ninguno se animó a preguntar.
Quedamos en silencio. Sólo se escuchaban en la habitación los bajos quejidos de Masha, que no se metió en la cama de ninguno, sino que se tiró sola, sobre la alfombra.
Antes del amanecer, antes de que una gota de luz atravesara la ventana del cuarto, Masha habló:
-Llévenme con ustedes, muchachos. Seré la perra fiel del que me haga su esposa.
No contestamos. No nos movimos siquiera en nuestras camas.
Sin esperar la salida del sol, Masha abandonó la habitación, sin decirnos nada más. Los tres sospechamos que esta vez demoraría en regresar.


Tres días más tarde fuimos citados a la administración. Esperábamos que en algún momento seríamos requeridos, que alguien nos exigiría explicaciones por la presencia de Masha en nuestro cuarto.
La administradora ni nos invitó a sentar, leyó nuestros nombres en un documento, y luego nos lo entregó. Tardamos un rato en comprender.
En el documento se nos informaba que el convenio de estudios había sido cancelado y teníamos una semana para abandonar el Instituto.
Nos parecía absrudo, a alguien se le estaba yendo la mano con ese castigo, Masha era sólo una buena amiga, intentamos explicarle a la administadora, pero ella nos interrumpió.
-¿Masha? ¿A quién le importa vuestra Masha? Éste es un aviso del Gobierno de la República Rusa. O pagan, o se van. Esa Masha no tiene nada que ver.


En el consulado nos tranquilizaron.
Ya estaban al tanto, también ellos habían sido informados, habían comunicado la situación a La Habana, y estaban a la espera de una solución.
El propio cónsul nos dijo:
-Deben confiar en la Revolución. La Revolución no les dará la espalda en un momento así.
En el Instituto, cuando concluyó la semana de plazo, hicieron la vista gorda y nos dejaron estar sin decirnos nada más. Algún que otro profesor se nos acercó, interesándose por nuestra situación. Varios alumnos organizaron una colecta: querían pagarnos de sus bolsillos los estudios. Lo supinos cuando llamaron a nuestra puerta, para entregarnos el dinero recaudado.
Eso nos conmovió, por una vez sentimos que en verdad existíamos para ellos, pero les contestamos que no era necesario, que nuestro Gobierno encontraría una solució, y no les aceptamos el dinero.
En el fondo, temíamos que aquello, lejos de ayudar, pudiera complicar más el asunto.


Entonces fuimos citados al consulado.
Nos hicieron pasar a una oficina, donde nos esperaba un funcionario al que no habíamos visto nunca antes. Nos explicó cuánto se había deteriorado la situación política en la Unión Soviética y los costos que eso estaba representando para sus relaciones con Cuba. Nosotros mismos estábamos siendo víctimas de eso.
Al terminar, nos entregó nuestros pasaportes y boletos de avión para regresar a La Habana la noche siguiente. También nos dio algunos rublos, para cualquier eventualidad.
Antes de salir de allí nos recordó:
-A las siete en punto un auto de la embajada los recogerá y los llevará al aeropuerto.


En el cuarto recogimos nuestras cosas, sin dirigirnos la palabra. Recordábamos que apenas a una semana de llegar nos queríamos ir.
Sin embargo, algo había cambiado, algo había pasado en esos meses. Ya no queríamos regresar. Pero ahí estábamos, empacando nuestras pocas cosas.
Luis, al terminar, preguntó qué haríamos con la radio casetera. Estuvimos de acuerdo en que se la llevara él. Tomás se llevaría el samovar.
Al levantar el samovar del sueo, Tomás descubrió allí la llave de Masha. Así supimos que esa madrugada ella nos abandonó para no volver jamás.
Yo me traje a Cuba la foto donde aparentamos estar felices, sobre la nieve de la Plaza Roja. En la foto sólo estamos Luis, Tomás y yo, pero cada vez que la veo siento que al otro lado está Masha mirándonos, siempre risueña, tratando de darnos el imposible de su felicidad.

Cosecha Ñ. 2010.
 

lunes, 16 de noviembre de 2020

Nochebuena. Eduardo Galeano.

Fernando Silva dirige el hospital de niños, en Managua.
En vísperas de Navidad, se quedó trabajando hasta muy tarde. Ya estaban sonando los cohetes, y empezaban los fuegos artificiales a iluminar el cielo, cuando Fernando decidió marcharse. En su casa lo esperaban para festejar. Hizo una última recorrida por las salas, viendo si todo quedaba en orden, y en eso estaba cuando sintió que unos pasos lo seguían. Unos pasos de algodón: se volvió y descubrió que uno de los enfermitos le andaba detrás. En la penumbra, lo reconoció. Era un niño que estaba solo. Fernando reconoció su cara ya marcada por la muerte y esos ojos que pedían disculpas o quizá pedía permiso. 
Fernando se acercó y el niño lo rozó con la mano: 
Decile a… –susurró el niño–. Decile a alguien, que yo estoy aquí.

El libro de los abrazos, 1989.