Como los chicos corrían más llegaron antes al refugio. Aquello de
esconderse de los aviones no pasaba de ser para ellos un juego
divertido. El padre y la madre salieron de la casa rezagados,
gruñendo, hartos ya de tanto ajetreo. Aquello era insoportable.
¿Cuántas veces al día tenían que abandonar sus quehaceres para ir
a meterse en los sótanos del caserón designado como refugio para
los vecinos de aquel viejo rincón de Bilbao? La vida se les hacía
imposible. Los aviones fascistas bombardeaban la villa de hora en
hora y en ocasiones los cuatro toques de sirena que anunciaban el
cese del peligro eran seguidos de una nueva señal de alarma, porque
otra escuadrilla facciosa venía a relevar a la que en aquellos
momentos se alejaba después de derramar su carga mortífera sobre
las viviendas hacinadas de los barrios populosos, en cuyas entrañas
se apiñaba estremecida una abigarrada muchedumbre que, no obstante
las rigurosas órdenes dictadas para que se guardase silencio en los
refugios, promovía una algarabía formidable, un espantoso guirigay
en el que se destacaban los llantos desgarrados de los niños, las
voces broncas de los padres agrupando a su prole y los gritos
histéricos de las mujeres, que clamaban a todos los santos de la
corte celestial contra aquel castigo que les llovía del cielo.
En el breve
intervalo que solía haber entre el toque corto de alarma y los tres
largos toques que señalaban la presencia del peligro, los chicos,
que conocían ya de sobra el camino del refugio, atravesaban la calle
en dos saltos y se metían bulliciosos en el sótano, contentos de
encontrarse de nuevo reunidos con los demás chicos de la vecindad en
aquel estrecho recinto que tenía para sus imaginaciones infantiles
el prestigio de un misterioso subterráneo de algún palacio
encantado. La madre, que antes de abandonar su cocina se obstinaba en
dejar recogidos sus pucheros y el padre, que iba a esconderse siempre
de mala gana y un poco humillado, no llegaban nunca al refugio más
que cuando ya la primera explosión sacudía el ámbito de la ciudad
e iba retumbando de montaña en montaña con pavoroso estruendo. Por
eso, porque las cuatro criaturitas estaban ya dentro del refugio y el
padre y la madre, rezagados, no habían entrado aún, fue por lo que
el destino pudo hacer aquella espantosa jugarreta.
Una bomba de ciento
cincuenta kilos, lanzada por un avión fascista, fue a caer sobre el
tejado del refugio, traspasó como si fuesen de papel los pisos del
caserón y explotó sobre las cabezas del medio millar de seres
hacinados en los sótanos. Tembló la tierra como si sus entrañas se
hubiesen desgarrado; tejas, ventanas y chimeneas fueron escupidas al
cielo y, entre aquella masa de humo negro que se estiraba
violentamente hacia lo alto en un instante y luego se abullonaba
vencida, aparecieron los recios muros heridos de muerte por las
anchas grietas que abrió en ellos la explosión de la dinamita.
Aquellas grietas se agrandaron en unos segundos y cuando ya por ellas
se le veían las tripas al caserón, los altos paredones se
inclinaron solemnes y se abatieron con pavoroso estruendo alzando al
llegar al suelo una gran nube blanca que lo borró todo. Ya no se vio
más.
El padre y la madre
que presenciaron, paralizados por el espanto, aquella fantasmagoría
apocalíptica fueron cegados por densas oleadas de polvo y humo y
cayeron al fin, batidos por la lluvia de tierra, hierros y maderos
que el cielo devolvía. Pasó el tiempo. El Junker niquelado brillaba
al sol como un juguete, allá a lo lejos, junto a las crestas del
Sollube. La gran nube de polvo y humo se elevaba lentamente sobre el
barrio viejo de Bilbao y los ojos de los bilbaínos, agrandados por
el terror, iban descubriendo la magnitud de la catástrofe. El
caserón se había desplomado y no quedaba de él más que un montón
ingente de cascote, vigas de hierro retorcidas, maderos astillados y
planchas de cemento cuarteadas. Debajo había medio millar de seres
humanos: todos los infelices que se habían refugiado en el sótano.
Sacudiéndose la
tierra que casi le había sepultado, ciego, medio asfixiado, con la
cabeza turbia y el cuerpo magullado por el cascote que le había
caído encima, el padre se incorporó penosamente y poco menos que a
rastras llegó hasta el montón humeante de ladrillos y bloques de
cemento y se puso a gritar llamando desesperadamente a sus hijos.
Trepó por aquella montaña informe dando alaridos espantosos. Los
últimos paredones se desplomaban en torno suyo. A través de las
nubecillas de polvo que cada derrumbamiento levantaba, se le veía
saltar de un lado para otro manoteando y llamando a sus hijos con
voces patéticamente inarticuladas que ahogaba el sordo rumor del
corrimiento de los escombros, que iban poco a poco estabilizándose
hasta formar una pirámide abrupta en cuya base se quedaban
sepultados aquellos centenares de infelices, que huyendo de los
aviones se habían guarecido en los sótanos de la casa derrumbada.
Con el rostro cubierto de sangre, las ropas en jirones y las manos
destrozadas, aquel hombre enloquecido removía furiosamente los
ladrillos y los hierros retorcidos gritando cada vez con voz más
ronca y más débil:
—¡José Mari!
¡Chomin! ¡Iñasio! ¡Carmenchu!
Los primeros vecinos
que se atrevieron a llegar hasta allí, tuvieron que luchar a brazo
partido para sujetar a aquel loco furioso que, con las uñas
ensangrentadas forcejeaba desesperadamente para mover los enormes
bloques que tapaban lo que fue entrada del refugio.
La noticia de la
catástrofe corría por todo Bilbao y centenares de personas acudían
a prestar auxilio. Un hormiguero de seres atemorizados comenzó a
remover aquella montaña de escombros, pero la confusión y la
angustia dificultaban el salvamento. Cada cual removía el montón de
cascotes por donde se le antojaba. Hasta que acudieron los bomberos y
unas cuadrillas de obreros con herramientas, no se hizo nada eficaz.
Siguiendo las indicaciones de los técnicos se comenzó a abrir a
golpe de pico un camino hacia el lugar más accesible del sótano.
Pronto se oyeron las
voces débiles y lejanas de los que estaban sepultados. El equipo de
salvamento trabajó entonces con brío redoblado y al cabo de unos
minutos de angustia silenciosa en los que sólo se oían los golpes
secos de los picos y los azadones y el jadear fatigoso de los que
febrilmente los manejaban, se consiguió apartar los enormes bloques
de cemento que habían sepultado en vida a tantos seres infelices.
Por el boquete
abierto asomó primero una cabecilla calva, en cuya boca desdentada
ponía el terror una mueca espantosa. Apenas lo izaron cogiendo al
hombre por debajo de los sobacos, aquella cabeza se tronchó sobre el
pecho, roto al fin el resorte de la angustia que la había mantenido
erguida. Salieron después por aquel boquete hasta treinta o cuarenta
personas; casi todas ellas apenas se veían a salvo se desplomaban
inertes. Una mujer llevaba en brazos un niño de dos años con los
ojazos azules muy abiertos y los bracitos colgando, al que vanamente
intentaba reanimar con sus besos. Se lo quitaron del regazo antes de
que se diese cuenta de la inutilidad de sus caricias.
Los que salieron por
su pie de aquel agujero no llegaron al medio centenar y, sin embargo,
en el refugio debía haber, al ocurrir la explosión, de trescientas
a quinientas personas. Los bomberos agrandaron el boquete y se
metieron en el sótano, de donde fueron extrayendo a los que allí
yacían, unos desmayados, otros heridos, muertos otros. Así y todo
no se encontró más de un centenar de personas. La bóveda del
sótano se había hundido por el centro y los refugiados habían
quedado incomunicados a uno y otro lado.
Pero simultáneamente
al salvamento intentado por aquel lugar, los infelices que quedaron
sepultados al otro lado del sótano se habían ido abriendo camino
con las uñas a través de los escombros y pronto se pusieron en
comunicación con el exterior. Dentro quedaron únicamente los que
estaban heridos y aprisionados por el cascote y los que habían
muerto en su mayoría asfixiados. Fueron extrayéndose sus cuerpos
inertes y colocándoseles en unas parihuelas que eran alineadas a lo
largo de una pared frontera. Los vecinos que no habían encontrado
aún a sus deudos recorrían horrorizados aquella fila de máscaras
espantosas talladas por la muerte en las que buscaban los rasgos de
los seres queridos. El padre aquel cuyos cuatro hijos, José Mari,
Chomin, Iñasio y Carmenchu, habían entrado en el refugio segundos
antes de la explosión, rendido al fin, agotadas sus fuerzas,
recorría con la mirada perdida la fila de las víctimas que se
extendía a lo largo del muro: tras él, pálida como una muerta y
con los ojos secos, iba la madre. Ella fue la que vio primero con sus
ojos voraces aquella camilla en la que traían a dos de sus hijuelos:
José Mari y Chomin, abrazados para siempre: estaban como cuando se
dormían en su cunita: las cabezas juntas, los brazos del mayor, José
Mari, cubriendo el cuerpecillo menudo del pequeño Chomin. Los vio un
instante y cayó como fulminada por un rayo.
Unos vecinos
piadosos se la llevaron de allí. Por eso no vio cómo después
sacaban, cogiéndolo a puñados, el cuerpecillo destrozado también
de Iñasio. El padre, sí. Lo vio y palpó con sus manos temblorosas
aquella cabecita tierna espantosamente machacada. Cuando se lo
quitaron de entre las manos se quedó anonadado, insensible. Superada
su capacidad de dolor, más allá del horror y del sufrimiento,
consideraba con un frío estupor la catástrofe, incapaz ya de sentir
más. Había visto los cuerpos destrozados de sus tres hijuelos
varones y se maravillaba tanto de haber podido verlo como de poder
pensar en ello con aquella calma, aquella serenidad mortal que le
invadía. ¿Y su hija? ¿Y su Carmenchu?
Ya nada podía
aterrarle. Vagaba al azar sobre las ruinas removiendo con el pie los
escombros y a cada instante esperaba encontrar el cuerpo destrozado
de su hija entre aquel revoltijo de hierros, maderos y cascote; lo
esperaba ya sin horror; aceptando la tremenda posibilidad con una
espantosa sangre fría.
Cayó la tarde y,
busca que te busca entre el cascote, vino la noche. Los trabajos de
salvamento continuaban con agobio. Además de los cincuenta y tantos
cadáveres retirados ya de entre los escombros faltaban aún veinte o
treinta personas que positivamente habían estado en el refugio al
ocurrir el hundimiento y aún no habían sido halladas ni muertas ni
vivas. Sus deudos, desesperados, vagaban como él entre las
cuadrillas de obreros que seguían trabajando a la luz cruda y
espectral de los mecheros de acetileno. Poco a poco fueron
marchándose los meros curiosos. Los mismos familiares de los
desaparecidos, agotados, desistían de la angustiosa y estéril
búsqueda. Es inútil, decían los más sensatos. Quienes estén aún
sepultados no pueden seguir viviendo. Seguramente han perecido ya.
Mañana al ser de día se encontrarán sus cadáveres.
—Entre esos
cadáveres —pensaba el padre aquel— estará el de mi Carmenchu.
Pero se resistía a
alejarse del siniestro paraje. Las cuadrillas de obreros seguían
trabajando. Se acercó a una de ellas. Los hombres luchaban tenaces
por abrirse camino.
—Es inútil
—resollaba uno—; necesitaríamos tres días para remover todo
esto; los bloques desprendidos son enormes; sería mejor emplear la
dinamita.
—¿Y si hay gente
con vida aún?
—¡Qué va a haber
ya a estas horas!
Uno de los obreros
se fijó entonces en el padre aquel que les escuchaba absorto. Se
callaron apesadumbrados y redoblaron el esfuerzo. El padre se alejó
silencioso con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.
Un poco más allá
creyó advertir que los que trabajaban habían encontrado algo. Se
acercó con una glacial desesperanza cuajada en los ojos. El grupo de
trabajadores se apiñaba en torno a un agujero. Dieron voces.
—¿Qué habéis
encontrado?
Otra víctima.
—Viva o muerta.
—¡Muerta, hombre,
muerta!
El grupo de los que
trabajaban para extraer el cadáver no le dejaba acercarse. Oyó una
voz que decía:
—¡Es una
muchacha! ¡Pobre!
El padre entonces
apartó furioso a los que estaban delante de él y se metió en el
agujero gritando.
—¡Mi hija! ¡Mi
Carmenchu!
Quisieron llevárselo
de allí, pero no había fuerzas humanas capaces de arrancarle.
Debatiéndose con los que intentaban apartarle se acercó a su hija.
El mechero de
acetileno colocado en el fondo de aquel agujero producía un
deslumbrante entrecruzamiento de sombras duras y haces de luz blanca
y fría. Se tiró de bruces y asomando la cara por el cruce de unos
maderos vio al fin el rostro de cera de Carmenchu al que aquella luz
daba una lividez espectral. Tenía el cuello doblado en un escorzo
difícil y reposaba la cabeza sobre una viga de hierro que había
quedado cogida entre dos enormes bloques de cemento. Uno de aquellos
bloques pesaba sobre el tierno cuerpecillo.
—¡Carmenchu! ¡Mi
Carmenchu! —gritaba el padre como un poseído, intentando vanamente
llegar con las manos extendidas hasta aquella cabeza de la que le
separaba aún la maraña de hierros y cascote.
—¡Carmenchu!
Entonces, a la luz
deslumbradora del acetileno se vio lo inconcebible. ¿Era una
alucinación? La niña había abierto los ojos y sus labios se habían
movido.
—¡Carmenchu!
—rugió el padre.
—¡Está viva!
¡Está viva! —gritaron todos.
Con una fuerza
insospechable el hombre aquel apartó los hierros y los maderos que
le separaban de su hija, y alargó las manos temblorosas hasta tocar
su cabellera rubia. Sintió la niña la caricia y volvió a plegar
los labios como si sonriese.
—¡Vive! ¡Vive!
—gritaba el padre estremecido de pies a cabeza.
Se puso a quitar con
ímpetu los escombros amontonados que tapaban el cuerpo de la niña,
de la que sólo se veían la cabeza doblada hacia atrás y un brazo.
El equipo de
salvamento agrandó el hoyo aquel en unos segundos y pronto
estuvieron rodeando a la muchacha sepultada cinco o seis hombres que
afanosamente apartaban el cascote que la cubría. Se vio entonces que
el cuerpecito de la inocente estaba aprisionado por un bloque enorme
de cemento, que si bien había resbalado sobre la viga de hierro en
que la niña apoyaba la cabeza ladeándose, gracias a lo cual no la
había aplastado, debía estar gravitando por su parte inferior sobre
las piernecitas de le infeliz criatura. El padre intentó inútilmente
mover aquella mole.
—¡Papá! —dijo
Carmenchu—. ¡Papá, sácame de aquí!
Juntaron todos sus
esfuerzos y quisieron levantar el bloque de cemento. Estaba empotrado
en otros bloques análogos y apenas consiguieron moverlo. En cambio,
la niña abrió los ojos desmesuradamente y luego los cerró haciendo
rodar la cabeza sobre la viga en que la apoyaba.
—¡Cuidado! —gritó
uno—. ¡Si movemos el bloque podemos matarla!
—¡Qué venga un
médico!
—¡Un ingeniero
para dirigir la maniobra!
—¡Una grúa!
—¡Más hombres!
—¡Lo que sea!
—¡Salven, salven
ustedes a mi hija! —pedía de rodillas el padre.
Vino el jefe de los
trabajos de salvamento. Para sacar de allí a la criatura sin hacerle
daño había que levantar primero una serie de bloques de cemento y
vigas de hierro que se empotraban los unos en los otros. Era, a lo
menos, una hora de trabajo. ¡Manos a la obra!
¿Tendría la pobre
víctima resistencia para esperar? Mientras se oían las voces de
mando de los capataces y el resuello de los obreros que empujaban los
bloques acudió el médico, quien después de pulsar aquel brazo
inerte se apresuró a ponerle unas inyecciones de aceite alcanforado.
La vida se le escapaba.
Reanimada por las
inyecciones la niña abría los ojos e intentaba sonreír a su padre
que le pasaba las manos destrozadas y temblonas por la frente de
cera. Oíase el jadear angustioso de los hombres que removían los
bloques. A veces una masa de escombros falta de apoyo rodaba hasta el
fondo del agujero levantando una nubecilla de polvo que ponía un
halo blanquecino en torno a la llama de la lámpara. El padre cubría
la cabeza de la niña con su cuerpo y suspiraba:
—¡Hasta cuándo!
¡Hasta cuándo!
Media hora después,
el médico tuvo que poner una nueva inyección a la niña para
reanimar su corazón, que poco a poco se debilitaba. El padre junto a
ella le murmuraba el oído palabras incoherentes de esperanza y
alegría.
—¡Mi Carmenchu!
Estate quietecita que dentro de nada ya no sufrirás más. Te vamos a
sacar ahora mismo y te curaremos muy bien para que no te duela…
Vendrás a casa y podrás jugar y correr y divertirte… Se acabará
la guerra… y tendrás un vestido bonito… y no habrá aviones ni
bombas… e iremos al bosque y a la playa… y nos reiremos mucho,
mucho. ¡Porque ya no habrá guerra!
La niña escuchaba
con los ojos cerrados aquella letanía pueril que debía llegar como
una brisa hasta el fondo de su alma en lucha por desasirse de aquel
cuerpecillo mutilado. Los hombres rudos que forcejeaban incansables
para apartar los escombros tenían lágrimas en los ojos.
Cuando al fin
consiguieron dejar libre y descarnado el bloque de cemento que
aprisionaba a la niña habían pasado dos horas y estaba ya
amaneciendo.
Agrupáronse
entonces todos ellos y en medio de un silencio imponente se oyó la
voz de mando de un capataz, resonó unánime el estertor de aquellos
pechos contraídos por el esfuerzo y el bloque fue alzado en vilo. El
padre tiró suavemente de la criatura y con ella en brazos,
estrechándola contra su pecho, salió de la hoyanca y se sentó en
un promontorio de escombros mientras el médico, de rodillas ante él,
examinaba las horribles magulladuras que tenía el breve cuerpecillo.
La claridad difusa del alba luchaba ya con la masa de luz compacta
del mechero de acetileno. El médico suspendió de improviso su
exploración de las heridas, pulsó la muñeca de Carmenchu que
colgaba inerte y después se irguió sin decir palabra. El padre le
miraba fijamente a los ojos sin atreverse a preguntar.
En aquel instante
hendieron el silencio del alba las vibraciones alarmantes de las
sirenas. Todos alzaron los ojos hacia el cielo lechoso del amanecer.
Sobre las crestas del Sollube aparecían otra vez los puntos
refulgentes de una escuadrilla de aviones fascistas. Las sirenas
marcaron insistentes la señal de peligro y las cuadrillas de
trabajadores tuvieron que retirarse a los refugios. En unos segundos
quedó desierta aquella vasta extensión de ruinas donde los hombres,
como hormiguitas, se afanaban por salvar unas vidas que otros hombres
se obstinaban en destruir. Sobre aquella desolación de escombros no
quedó más alma viviente que aquel padre sentado en un promontorio
de cascote con el cadáver caliente de su hija entre los brazos.
Los aviones de
bombardeo alemanes e italianos se abatieron como aves de presa sobre
el caserío de la villa dormida. Pronto comenzaron a sentirse las
formidables explosiones que desgarraban las entrañas de la
población. El eco de las montañas repetía indefinidamente los
estampidos: vibraban en el aire los proyectiles lanzados por los
cañones antiaéreos, crepitaban las ametralladoras y en medio de
aquel estruendo apocalíptico, el padre aquel, con su hija muerta
entre los brazos, permanecía absorto, indiferente al espantoso
desencadenamiento de todas las potencias de destrucción provocado
por aquella monstruosa concepción de la guerra total.
Cuando los aviones
de bombardeo hubieron arrojado su carga sobre las vulnerables
viviendas urbanas se abatieron a su vez sobre ellas los pequeños
aviones de caza que volando a ras de los tejados barrían las calles
con el plomo de sus ametralladoras.
Uno de aquellos
aviones minúsculos bajó inclinando el ala hacia tierra en un viraje
audaz hasta volar a pocos metros de altura sobre la explanada
cubierta de escombros. Describió un círculo completo en torno a
aquella figura inmóvil del padre infeliz, que ni siquiera alzó la
cabeza para mirarlo. Luego, cuando ya se iba, al remontar el vuelo,
el avión escupió sobre aquella figura que parecía petrificada la
rociada de plomo de su ametralladora.
Las balas fustigaron
el aire y la tierra en torno suyo, pero el hombre no se movió. El
dolor le había hecho invulnerable e invencible.
Imagen: Bombardeos fascistas sobre Bilbao. 1937.
A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España, 1937.
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