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martes, 26 de octubre de 2021

Un mentiroso. Juan José Millás.

Un tipo, en el restaurante, alababa la silueta de su compañero de mesa.

—Estás estupendo, de verdad. ¿Cómo consigues mantenerte?

—Por odio a mi mujer —respondía el interpelado—. Cada día está más gorda y cada día se lamenta más de ello. Me he comprado un peso para el cuarto de baño. Cuando salgo de la ducha diciendo que he adelgazado cien gramos, le amargo el día, je, je.

El tipo tenía pinta de jefe de departamento. Me pareció que llevaba un peluquín, pero no estoy seguro. Hay cabellos que acaban adquiriendo la textura de una prótesis, del mismo modo que hay labios que parecen operados sin haber pasado por el quirófano. El tipo delgado presumía, además, de haber dejado de fumar. Su compañero de mesa le preguntaba cómo.

—También gracias a mi mujer—respondía—. Vi que ella era incapaz de dejarlo, aunque lo deseaba, y me apeteció darle una lección. Ahora, cada vez que enciende un cigarrilo la miro con lástima y la pobre lo pasa fatal. A veces, se esconde para fumar, pero siempre me las arreglo para sorprenderla.

Empecé a imaginarme a la esposa del susodicho y me excité: una mujer que fumaba con culpa, que comía sin desearlo... Quizá vivía también a su pesar. Esa mujer y yo, me dije, somos almas gemelas.

—Lo mejor —añadió el hombre delgado— es que he comenzado a escribir poesías gracias también a mi mujer. Un día, habiendo gente en casa, comentó que no entendía la poesía, que sólo era capaz de leer novelas. Esa noche me puse a ello y me salieron unos versos que presenté a los juegos florales. Y los gané.

Una mujer gorda que fumaba y que no entendía la poesía, como Platón. Aquello era demasiado. Habría dado cualquier cosa por conocerla en ese mismo instante.

—Me voy —dijo el poeta— , he quedado con ella, con mi mujer, para ir al cine y no soporta que sea puntual, porque ella siempre llega con diez o quince minutos de retraso.

Pedí la cuenta y le seguí. Pero todo era mentira, porque se metió en un cine cualquiera, más solo que la una, y se pasó la película durmiendo.

 

 Articuentos completos, 2011.

jueves, 28 de enero de 2021

Drácula y los niños. Juan José Millás.

Estaba firmando ejemplares de mi última novela en unos grandes almacenes, cuando llegó una señora con un niño en la mano derecha y mi libro en la izquierda. Me pidió que se lo dedicara mientras el niño lloraba a voz en grito.
-¿Qué le pasa? -pregunté.
-Nada, que quería que le comprara el libro de Drácula y le he dicho que es pequeño para leer esas cosas.
El niño cesó de llorar unos segundos para gritar al universo que no era pequeño y que le gustaba Drácula. Tendría seis o siete años, calculo yo, y al abrir la boca dejaba ver unos colmillos inquietantes, aunque todavía eran los de leche. Yo estaba un poco confuso. Pensé que a un niño que defendía su derecho a leer con tal ímpetu no se le podría negar un libro, aunque fuera de Drácula. De modo que insinué tímidamente a la madre que se lo comprara.
-Su hijo tiene una vocación lectora impresionante. Conviene cultivarla.
-Mi hijo lo que tiene es un ramalazo psicópata que, como no se lo quitemos a tiempo, puede ser un desastre.
Me irritó que confundiera a Drácula con un psicópata y me dije que hasta ahí habíamos llegado.
-Pues si usted no le compra el libro de Drácula al niño, yo no le firmo mi novela -afirmé.
-¿Cómo que no me firma su novela? Ahora mismo voy a buscar al encargado.
Al poco rato volvió la señora con el encargado, que me rogó que firmara el libro, pues para eso estaba allí, para firmar libros, dijo. El niño había dejado de llorar y nos miraba a su madre y a mí sin saber por quién tomar partido. La gente, al oler la sangre, se había arremolinado junto a la mesa. No quería escándalos, de modo que cogí la novela y puse: “A la idiota de Asunción (así se llamaba), con el afecto de Drácula.” La mujer leyó la dedicatoria, arrancó la página, la tiró al suelo y se fue. Cuando salían, el pequeño volvió la cabeza y me guiñó un ojo de un modo extremadamente raro. Llevo varios días soñando con él. Quizá llevaba razón su madre.

Articuentos escogidos, 2012.

miércoles, 23 de diciembre de 2020

Surrealismo cotidiano. Juan José Millás.

Vi una pegatina en un farol: “Señora muy seria se ofrece para cuidar niños y planchar.” Me pareció extraña la especialización: cuidar niños y planchar. Nada de quitar el polvo, hacer camas, preparar la comida, atender las llamadas… Sólo planchar y cuidar niños. Y la señora era muy seria. ¿Qué se entiende por señora muy seria, una mujer antipática, sin sentido del humor muy, cumplidora? Cuando había dejado el farol atrás regresé a él, por si no hubiera leído bien. Pero ponía lo mismo. Me pareció una de esas pequeñas muestras de surrealismo que ofrece la vida cotidiana y que se nos escapan por no estar atentos. De modo que cuidar niños y planchar. ¿Todo al mismo tiempo o una cosa después de la otra? De otro lado, decía planchar, pero no decía qué. La ropa, dirán algunos. ¿Y por qué una mujer tan quisquillosa no lo especificaba?
Total que arranqué el número de teléfono y continué andando hasta el quiosco, donde compré el periódico. Ya en el bar, con el café delante, saqué el móvil y telefoneé a la señora muy seria.
-¿Hace usted otras cosas, además de planchar y cuidar niños?
-No, señor.
-¿Y cuida a los niños mientras plancha?
-Tampoco, una cosa después de la otra, pues la plancha provoca muchos accidentes.
Le di las gracias, colgué y hojeé el periódico por encima, sin prestarle mucha atención, enganchado como estaba al asunto de la señora seria. Esa tarde, en casa preparé unos cartelitos en los que escribí: “Señor serio escribe necrológicas y da de comer a las palomas.” Anoté mi móvil y pegué diez o doce por los faroles de mi barrio. Lo curioso es que no han dejado de llamarme, unas personas para que les escriba la necrológica, otras para que dé de comerá a las palomas, y unas terceras para que haga las dos cosas a la vez. Pido 12 euros la hora, lo que no sabía si era caro o barato hasta que volví a llamar a la señora seria, que cobraba 20 euros por planchar y quince por cuidar niños. O sea, que pone más atención a la ropa que a los niños. El mundo es un lugar hermoso y extraño, pero sobre todo terrorífico.

Articuentos escogidos, 2012.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Peor para ella. Juan José Millás.

Tengo un ordenador portátil con el que voy a todas partes. Lleva dentro de sí más folios escritos de los que cabrían en un baúl, y más fotografías de las que entrarían en siete cajas de zapatos. Y no pesa más que un libro grande. En eso, los ordenadores se parecen a nosotros, que tenemos la cabeza llena de obsesiones, fantasías, deseos, rencores, agradecimientos, cosas, en fin, que no podríamos meter en un camión gigante de mudanzas ni apretando. Muchas veces, este ordenador se adelanta a mis deseos y si voy a escribir, por ejemplo, la palabra febril, él me sugiere que ponga febrero cuando apenas he tecleado febr. O martes si me dispongo a escribir martillo. Normalmente no le hago caso, pero a veces sí y salen textos curiosos. Por las noches lo dejo encendido para ver si se decide a redondear un artículo entero, o dos, por su cuenta, pero aún no me ha dado esa alegría.
Hace poco, me disponía a escribir una carta a un amigo y tecleé: Querid, pero antes de que acabara la palabra, el ordenador me sugirió: Queridos padre y madre. Se me cortó el aliento, como pueden ustedes suponer, sobre todo porque soy huérfano y nunca se me habría ocurrido dirigirme a estas alturas a mis progenitores muertos. No obstante, hice caso a mi máquina y redacté una carta que ni siquiera era un ajuste de cuentas: de lo mejor que he escrito en mi vida. No tengo adónde enviarla, pero eso me ocurre también con muchas personas que están vivas.
Ahora bien, lo mejor es que ayer estaba trabajando cuando la pantalla del ordenador se puso negra durante unos segundos angustiosos y luego volvió en sí, como si hubiera tenido una lipotimia, una pérdida, un vahído. A mí me pasan esas cosas también: me desmayo durante un momento y enseguida se me enciende la luz y continúo sin problemas con lo que tenía entre manos. Ignoro si esta compenetración con mi ordenador es rara o no, pero a mí me gusta. O sea, que lo que hace diez o quince años nos habría parecido un cuento de ciencia ficción empieza a ser realismo costumbrista. La realidad es que es muy voraz: materializa todo lo que se nos pasa por la cabeza.


Articuentos escogidos, 2012.

domingo, 4 de octubre de 2020

El libro. Juan José Millás.

El libro se parece a un agujero negro cuya atracción es tal que absorbe y distorsiona todo lo que sucede cerca de él, incluidos el tiempo y el espacio. De manera que a lo mejor son las ocho de la mañana y tú vas en el autobús a la oficina, pero de súbito eres arrebatado por esa masa gravitatoria llamada libro, que llevabas en la mano o en el bolso, y apareces en un escenario diferente, identificado, por ejemplo, con un individuo que se lava las manos llenas de sangre en la pila de una cocina francesa, mientras en el dormitorio de esa misma casa ha empezado a enfriarse un cadáver. Y no son las ocho de la mañana, sino las diez de la noche. Y no es primavera, sino invierno. Y tú no eres ese sujeto sin pasado que ahora se baja del autobús, sino ese otro que, después de borrar las huellas dactilares de las copas de coñac, se pone un abrigo oscuro y huye escaleras abajo.
Al cerrar la novela cesa la atracción, y es, una vez más, la hora de fichar, así que fichas y entras en la oficina, donde mueves los papeles de un lado a otro o atiendes el teléfono con la eficacia o la pereza de siempre. Has vuelto a tu dimensión, en fin, sin que nadie se diera cuenta de que te habías ido. Si tus compañeros supieran que en lugar de venir de casa, como procede, vienes de una cocina francesa en cuya pila te has lavado las manos llenas de sangre, se quedarían espantados. De hecho, quizá no seas el mismo ahora que antes de haber leído el libro. Por tu sangre discurre el argumento desdichado o feliz que estaba en la novela, del mismo modo que los exploradores vuelven con malarias de África o de Molokai con lepra.
Hay más libros que playas, y en ellos está contenida la materia oscura que los físicos buscan en las estrellas. Si has leído la novela del individuo que se quita la sangre de las manos, ya siempre serás ese individuo, siempre, sin dejar de ser tú y, lo que es más sorprendente todavía, sin dejar de ser al mismo tiempo el cadáver que comenzaba a enfriarse cuando descendiste del autobús. Pura materia oscura, pues, invisible, como la conciencia, pero real como tu jefe.

Articuentos escogidos, 2012.

sábado, 29 de agosto de 2020

Los dedos. Juan José Millás.

Como hacía una mañana muy agradable, decidí ir a la oficina dando un paseo. Todo iba bien, si exceptuamos que al mover el pie derecho me parecía escuchar un ruido como de sonajero proveniente del dedo gordo de ese pie; daba la impresión de que algún objeto duro anduviera suelto en su interior golpeándose contra las paredes.
Cuando llegué al despacho me descalcé y comprobé que, en efecto, el sonido procedía del pie y no del zapato. Observé el dedo gordo desde todos los ángulos por si tuviera alguna grieta o ranura que permitiera asomarse a su interior, pero choqué con una envoltura hermética, repleta de callosidades y muy resistente a mis manipulaciones. Finalmente advertí que la uña actuaba como tapadera y que se podía quitar desplazándola hacia adelante, igual que la de los plumieres. De este modo, abrí el dedo y vi que estaba lleno de pequeños lápices de colores que se habían desordenado con el movimiento. Los coloqué como era debido y luego me entretuve con los otros dedos, cuyas tapaderas se quitaban con idéntica facilidad. En uno había un cuadernito con dibujos para colorear. En otro, un sacapuntas diminuto; en el siguiente, una reglita; por fin, en el más pequeño, encontré una goma de borrar del tamaño de un valium. Saqué el cuaderno y un lápiz para pintar, pero en ese momento se abrió la puerta del despacho y apareció mi jefe, que se puso pálido de envidia y salió dando gritos. La verdad es que yo no había tenido la precaución de colocar las uñas en su sitio y me pilló con todas las cajas de los dedos abiertas. Por taparlas con prisas me hice algunas heridas y me han traído al hospital. Ahora estoy deseando que me manden a casa para mirar con tranquilidad lo que tengo en los dedos del pie izquierdo, porque cuando lo muevo suenan como si hubiera canicas de cristal.

Algo que te concierne, 1995.

domingo, 16 de agosto de 2020

Efímero. Juan José Millás.

Mi hijo entra y me pregunta qué quiere decir efímero. Otras veces, en lugar de con una palabra, viene con un insecto para que le diga su nombre. Cuando un niño abre la mano y te muestra un animal, es como si tú mismo vieras por primera vez ese animal. Y cuando te muestra una palabra, es como si no la hubieras oído nunca hasta ese instante. Efímero. No siempre trae insectos o palabras. A veces, llega a casa con objetos cuya utilidad ignora. Yo tengo la costumbre de preguntarle de dónde ha sacado tal cosa o tal animal. No es lo mismo hurgar en la caja de herramientas que en la basura. El mismo objeto significa cosas diferentes según de dónde proceda. Con las palabras pasa igual. “De dónde has sacado esa palabra”, le pregunto.
No me lo quiere decir. Le presiono. “De un libro”, dice al fin. “De qué clase de libro”, insisto, aunque sé que he llegado al límite del interrogatorio. Y es que no me gusta que vaya recogiendo palabras de cualquier sitio. Las palabras transmiten multitud de infecciones. Una vez contagiado, caen sobre ti las enfermedades oportunistas (las frases oportunistas, cabría decir) y estás perdido. No es lo mismo encontrar la palabra efímero en un poema que en una esquela. No es lo mismo. Le digo al fin que algo efímero es algo que no dura y le sirvo tres o cuatro sinónimos: fugaz, perecedero, provisional… “¿La vida es efímera?”, me pregunta ahora y comprendo que ha sacado la palabra de donde no debe.
La vida es muy larga, hijo -le respondo-. Las horas, al menos, lo son”, añado recordando un verso de Borges (“la vida es corta, aunque las horas son tan largas”). Me mira con expresión ausente. Luego me da las gracias y se va olvidando la palabra encima de la mesa. No recuerdo la primera vez que yo mismo tropecé con ese término, efímero, ni si fue en la basura o en un libro. Pero recuerdo la primera vez que, por pura inconsciencia, tomé una cucaracha entre los dedos. Hoy no me atrevería. Tampoco me atrevería a coger la palabra efímero. No por asco, sino por miedo al contagio, así que la dejo, para que desaparezca cuando limpien el polvo.


 Articuentos escogidos, 2012.

jueves, 9 de julio de 2020

Las lenguas. Juan José Millás.

Es sabido que los habitantes de Babel, una vez confundidas sus lenguas, se dividieron en grupos que partieron en direcciones diferentes para repoblar la Tierra. La Biblia no dice si había grupos, valga la contradicción, de una sola persona. Pero nosotros queremos imaginar que en aquel reparto lingüístico hubo lenguas que sólo hablaba un individuo: los solitarios del mundo, los malditos, los incomprendidos. Hombres o mujeres que hablaban sin que nadie los entendiera y sin que ellos entendiera a los demás. Aquellas almas partieron solas y fundaron países de un solo hombre o de una sola mujer con su constitución y sus semáforos y su ganadería y su gramática y su gastronomía y su medicina natural y su urbanismo.
Una lengua de este tipo, dado que las palabras sirven para comunicarse, puede parecer un peine sin púas. Pero se trata de algo más dramático (o quizá más hermoso). Si dispones de una lengua, por rara que sea, ¿cómo evitar utilizarla? Hablas contigo mismo, con el armario de tres cuerpos, con la mesa camilla, con la nevera, con el polvo, con las sábanas… Pero hablas. Hasta es posible que te dé por escribir. ¿Se imaginan a alguien escribiendo una obra maestra que nadie, excepto su creador, podrá leer? El caso es que hay en la actualidad un número notable de lenguas habladas por un solo individuo y otras tantas en trance de extinción. Todos los días desaparece algún idioma como desaparece una especie animal o vegetal. Estamos en pleno proceso de implosión.
Las lenguas de un solo individuo se están convirtiendo en una especie de atracción turística. Los estudiosos de todas las universidades del mundo acuden a visitar a estas personas, por lo general ancianas, y les piden que hablen. Hay una fascinación difícil de entender en esa escucha, como en los idiomas particulares creados por algunos hermanos gemelos. La división de lenguas, tal como aparece en la Biblia, parece una maldición, pero fue un milagro. Gracias a ella somos conscientes del valor del idioma. Si todos habláramos el mismo, la lengua habría devenido en algo biológico, a la altura del hígado. Pero el hígado sería interesante si lo poseyera un solo hombre.

Articuentos escogidos, 2012. 


 

domingo, 14 de junio de 2020

Mientras dormimos. Juan José Millás.

Una pareja de jóvenes donostiarras tuvo una niña muy deseada a la que, por razones obvias, llamaron Desiré. La noticia fue recibida con enorme alegría por toda la familia y su entorno. Como es habitual en estos casos, Desiré recibió multitud de regalos, unos de carácter práctico y otros de orden inmaterial. La madre la amamantaba mientras el padre observaba con arrobo la escena, etcétera. Por las tardes, abrigaban a la criatura, pues había nacido en pleno invierno, y salían a pasear deteniéndose ante los escaparates y entrando en las tiendas, donde los empleados hacían carantoñas a la criatura.

Un día, al poco del feliz acontecimiento, el padre de Desiré se despertó a medianoche y no vio, junto a la cama de matrimonio, la cunita de la niña. Sorprendido por la ausencia, se dirigió a la habitación de al lado, por si su mujer la hubiera llevado allí por alguna razón que no se alcanzaba. No la halló. Angustiado, volvió al dormitorio principal con la intención de despertar a su mujer. Pero una sospecha interior le detuvo. ¿Y si todo hubiera sido un sueño? ¿Y si Desiré no existía? Como tenía complejo de inferioridad, nunca daba crédito a sus certezas, de modo que recorrió toda la casa en busca de los rastros típicos de un bebé sin encontrar ninguno. No había regalos, no había pañales, no había cremas ni colonias, no había patucos, no había en el salón un cochecito para salir de paseo… Tampoco olía a bebé ni a leche materna. Dios mío, se dijo, ¿habría sido todo un delirio?

Sin hacer ruido, para no despertar a su esposa, se metió en la cama e intentó dormir imaginando que la luz del día pondría de nuevo las cosas en su sitio. Al sonar el despertador, dejó que lo apagara su mujer e hizo como que seguía durmiendo. Ella se levantó con naturalidad y no dijo nada pese a que la cuna, como él comprobó entreabriendo un poco los ojos, continuaba desaparecida. Finalmente salió de la cama y se dirigió a la cocina para preparar un café. Al poco, apareció su esposa. Le pareció que había llorado, pero no se atrevió a preguntarle por qué. Desayunaron en silencio y cada cual se fue a su trabajo. Jamás pudo explicarse aquel misterio que guardó para sí mismo toda la vida.

Articuentos escogidos, 2012.

viernes, 1 de mayo de 2020

Reformas. Juan José Millás.

En la oficina, mientras masticaba con pereza el bocadillo de media mañana, escuché unos crujidos procedentes del interior de la cabeza, como si una parte de mi calavera se estuviera astillando. Levanté los ojos del dibujo que formaban las migas de pan sobre la mesa y observé a mis compañeros, pero no advertí en ellos ningún signo de extrañeza. Permanecí atento y noté crecer un alboroto de tabiques caídos y muebles arrastrados en el interior del cráneo. Al rato, estaba haciendo unas anotaciones en el libro mayor cuando me empezó a salir de las narices un polvo fino, como de cemento. Pensé que quizá estaban ya desescombrando, porque también de los oídos caían virutas y desperdicios sólidos que se depositaban con suavidad sobre los hombros, produciendo un efecto como de caspa. Me fui a llorar al servicio, y comprobé que en el agua de las lágrimas navegaban limaduras y despojos de ideas fijas u obsesiones que envolví con cuidado en un trozo de papel higiénico.
Regresé al despacho disimulando mi turbación, y mientras saltaba del haber al debe con la punta del lápiz, imitando el picoteo nervioso de un pájaro, comprobé que el estrépito anterior había dado paso a un golpeteo rítmico: deduje que habían empezado a alicatar o a colgar cuadros.
Hacia el mediodía cesaron los ruidos y me marché a casa alegando un malestar indefinido. Me encerré en el dormitorio y saqué del armario una caja de zapatos donde conservo el recordatorio de la primera comunión, una partida de nacimiento caducada, dos dientes de leche y cosas así. Desenvolví los restos que había guardado en el papel higiénico y les hice un hueco entre todos aquellos escombros de mi existencia. Luego me metí en la cama y llamé al médico, que dijo que tenía gripe.

Algo que te concierne, 1995.
 

sábado, 11 de abril de 2020

El móvil. Juan José Millás.

El tipo que desayunaba a mi lado, en el bar, olvidó un teléfono móvil debajo de la barra. Corrí tras él, pero cuando alcancé la calle había desaparecido. Di un par de vueltas con el aparato en la mano por los alrededores y finalmente lo guardé en el bolsillo y me metí en el autobús. A la altura de la calle Cartagena comenzó a sonar. Por mi gusto no habría descolgado, pero la gente me miraba, así que lo saqué con naturalidad y atendí la llamada. Una voz de mujer, al otro lado, preguntó: "¿Dónde estás?". "En el autobús", dije. "¿En el autobús? ¿Y qué haces en el autobús?". "Voy a la oficina". La mujer se echó a llorar, como si le hubiera dicho algo horrible y colgó. Guardé el aparato en el bolsillo de la chaqueta y perdí la mirada en el vacío. A la altura de María de Molina con Velázquez volvió a sonar. Era de nuevo la mujer. Aún lloraba. "Seguirás en el autobús, ¿no?", dijo con voz incrédula. "Sí", respondí. Imaginé que hablaba desde una cama con las sábanas negras, de seda, y que ella vestía un camisón blanco, con encajes. Al enjugarse las lágrimas se le deslizó el tirante del hombro derecho, y yo me excité mucho sin que nadie se diera cuenta. Una mujer tosió a mi lado. "¿Con quién estás?", preguntó angustiada. "Con nadie", dije. "¿Y esa tos?". "Es de una pasajera del autobús". Tras unos segundos añadió con voz firma: "Me voy a suicidar; si no me das alguna esperanza me mato ahora mismo". Miré a mi alrededor; todo el mundo estaba pendiente de mí, así que no sabía qué hacer. "Te quiero", dije, y colgué. Dos calles más allá sonó otra vez: "¿Eres tú el imbécil que anda jugando con mi móvil?", preguntó una voz masculina. "Sí", dije tragando saliva. "¿Me lo vas a devolver?" "No", respondí. Al poco lo dejaron sin línea, pero yo lo llevo siempre en el bolsillo por si ella volviera a telefonear.

Cuentos de adúlteros desorientados, 2003.
 

jueves, 26 de marzo de 2020

El agente de la Interpol. Juan José Millás.

El padre de mi mejor amigo, durante el bachillerato, era ferretero, pero a su hijo le parecía poca cosa y un día, en secreto, me dijo que la ferretería era una tapadera.
-En realidad -añadió-, es agente de la Interpol.
Yo me asomaba a veces al establecimiento y siempre lo veía allí, contando tuercas o tornillos, o despachando bombillas de 40 vatios, y me preguntaba de dónde sacaba el hombre tiempo para interpolar, aunque quizá lo hacía los domingos, durante los cuales, en aquella época al menos, sólo trabajaban los espías.
Pasado el tiempo, ya de adultos, mi amigo y yo estábamos comiendo un día juntos, cuando le recordé aquella mentira de adolescente. Al principio nos reímos mucho, pero luego él se puso serio y me confesó que aquel padre irreal, el agente de la Interpol, había sido más importante en su vida que el verdadero.
-¿Qué quieres decir? -pregunté.
-Exactamente lo que oyes. Yo sé que mi padre, objetivamente hablando, no fue más que un humilde tendero de barrio, pero ese padre apenas ha influido en mi educación. El que de verdad me hizo fue el imaginario. Él me dio los mejores consejos y orientó mi vida de tal modo que sin su existencia yo habría sido diferente. No sé si mejor o peor, pero diferente.
Me gustó aquella confesión, pues siempre he mantenido que las cosas irreales han determinado nuestras vidas muchos más que las reales. Mi amigo era un ejemplo vivo. Le animé a que continuara hablando de la relación real con un ser inexistente y mi amigo me contó que aquel padre hipotético le había prohibido fumar, mientras que el de verdad le ofreció un cigarrillo al cumplir los dieciocho años.
-Imagínate -añadió-, si llego a hacer caso al ferretero, ahora sería un fumador empedernido. ¿Recuerdas la época en que me dio por practicar deporte?
-Claro.
-Pues fue gracias al padre falso también. Me aseguró que el deporte era lo mejor para evitar malos rollos, y tenía razón.
Continuamos hablado del asunto mientras nos servían el café y entonces me confesó que un día, encontrándose al borde de la muerte el padre real, mi amigo se acercó a él y le dijo:
-Papá, tú no has sido para mí un simple ferretero. Quiero que sepas que fuieste un agente de la Interpol.
-¿Un agente de qué? -preguntó el padre un pie en el más allá.
-De la Interpol. Una especie de espía. Un policía internacional encargado de velar por el orden mundial.
Por lo visto, su padre se quedó mirándolo unos segundo, con un rostro pensativo, y finalmente dijo:
-Pues algo había notado yo.
O sea, que no sabemos.

Articuentos escogidos, 2012.
 

viernes, 21 de febrero de 2020

Mi tío. Juan José Millás.

Tuve un tío carnal, y perdonen la redundancia (no he conocido a ninguno que no sea de carne), que vendía cepillos de dientes, lo que se consideraba una actividad de mucho futuro hace años, cuando apenas el 8% de la población se ocupaba de la higiene bucal. Mi familia siempre ha trabajado en actividades con mucho futuro, aunque escaso presente: somos muy pioneros. De hecho, una vez que los cepillos de dientes comenzaron a ser un negocio de verdad mi tío carnal se dedicó a la venta de desodorantes, pese a que ni siquiera se había inventado la axila, que sustituyó, si ustedes recuerdan, al sobaco.
Un día le oí hablar a mi madre de mi tío, que era su hermano, y dijo que le daban ganas de llorar cuando se lo imaginaba en los hoteles o en las pensiones, por la noche, lavándose los calcetines, porque mi tío, pese a vender higiene bucal, se lavaba los calcetines más que los dientes, y luego los tendía en la barra de la cortinilla de la bañera. Se me quedó grabada aquella imagen de los calcetines colgados de la barra en la que, con los años, acabó concentrándose toda la tristeza que era capaz de segregar la realidad de este perro mundo. El calcetín es una prenda blanda, rara, sospechosa, pero, sobre todo, es una prenda atribulada.
Hace poco, en un hotel, me puse a lavar los calcetines negros, negros, negros (y perdonen la redundancia, pues no los conozco de otro color), cuando de súbito levanté la mirada hacia el espejo y en lugar de encontrarme conmigo me encontré con mi tío, el pionero. Si mi madre levantara la cabeza, pensé, y viera a su hijo en este trance se volvía a morir, la pobre, del disgusto. De hecho, casi me muero yo. Así que abandoné los calcetines a un lado del lavabo, sin aclararlos, y me metí en la cama a punto de llorar. Dios mío, qué solo me sentí aquella noche. Aunque lo peor fue al día siguiente, cuando los tuve que guardar mojados en la maleta, junto a una novela policíaca que había cogido para el viaje. Podía haberlos abandonado en el hotel, pero pensé que eso habría sido tanto como dejar tirado en la cuneta a mi tío carnal, el redundante. Qué complicados somos.

Articuentos escogidos, 2012.



viernes, 17 de enero de 2020

Habitaciones sin alma. Juan José Millás.

Llego a la habitación de un hotel de nivel medio que tiene todo lo que se le supone: la cama, desde luego, las mesillas de noche, una mesa, una tele, y hasta una butaca en la que descansar o leer. No hay en ella, digamos, nada raro, distinto a aquellas otras habitaciones en las que he pasado tantas noches. Sin embargo, me dan ganas de dar la vuelta y salir corriendo. No lo hago. Coloco disciplinadamente la maleta sobre el mueble destinado a ello y la abro para que respire, pero lo dejo todo dentro, como con miedo a que la ropa se contamine de la atmósfera reinante. De todos modos, me acerco al armario, corro la puerta y lo huelo conteniendo el ataque de angustia que se anuncia desde el estómago. Un armario vacío, con perchas tristes, tristísimas, perchas como costillas sin carne. Hay en la parte de debajo de este vacío de madera una caja fuerte de hierro con la puerta abierta. Me acerco a la ventana, descorro las cortinas, y miro afuera. Aunque la habitación no da a un aparcamiento (lugar triste donde los haya), se observa un paisaje ciudadano que conduce también a la desolación. Como ha comenzado a anochecer, acciono todos los interruptores, todos, provocando una sensación contradictoria, pues cuantas más luces se encienden más oscura está la habitación. Los vatios se restan en vez de sumarse.
Te dices: “Total, por una noche…”, que viene a ser como decir en la ruleta rusa: “Total, por una bala…” Esa bala te puede matar. Esa habitación puede permanecer en la memoria el resto de tu vida. No hay nada peor que abandonar una habitación de hotel llevándosela dentro. Pero la cuestión es ésta: ¿por qué este cuarto, siendo idéntico a tantos otros por los que he pasado, me provoca una tristeza infinita? ¿Por qué este cuarto de baño, que posee una disposición habitual, da miedo? ¿Es distinto el bidé, la ducha, el retrete, el secador del pelo? Pues la verdad, no. Lo que le ocurre a esta habitación, en fin, es que carece de alma. De hecho, si me miro en el espejo, me devuelve el rostro de un individuo también desalmado porque se trata de un espejo afligido, enlutado, incapaz de reflejar otra cosa que no sea el dolor. ¿Cómo se le insufla el alma a la habitación de un hotel? Ni idea. Bastante tiene el viajero con que no le arrebate la propia.

Articuentos escogidos, 2012.
 

viernes, 20 de diciembre de 2019

Soy muy feliz. Juan José Millás.

Acabábamos de empezar a comer cuando sonó el teléfono. No me moví, porque siempre lo coge mi mujer, pero esta vez continuó sirviéndose las manitas de cerdo como si no ocurriera nada. “¿No oyes eso?”, le dije. “¿Qué?”, preguntó ella. “El teléfono”, respondí. Laura giró un poco el cuello, dirigiendo la oreja buena hacia el aparato y negó con la cabeza. No insistí porque hace años tuve una crisis con alucinaciones auditivas, entre otros síntomas, y fue un infierno. Todavía tomo una medicación con efectos secundarios desastrosos. Después de diez o doce timbrazos, dejó de sonar. Volví a oírlo mientras tomábamos café. Como no advertí tampoco en mi mujer ningún signo de atención, di por supuesto que se trataba de un teléfono que sólo sonaba dentro de mi cabeza e hice como que no ocurría nada hasta que se calló.
Después de tomar el café solemos sentarnos en el sofá para ver algún programa de sobremesa. Mi mujer se duerme enseguida y yo, tras bajar el sonido de la tele, me pongo a pensar en mis cosas. En la piel, por ejemplo. Últimamente estoy obsesionado con la piel. He leído que se trata del órgano más grande del cuerpo. Nunca se me habría ocurrido pensar en ella en términos de órgano, pero para los médicos es igual que un riñón, que el hígado, que el bazo. La piel es el órgano encargado de relacionarnos con el mundo. La de mi mujer es muy especial porque tiene un tacto parecido al de la seda. Si cierras los ojos y le acaricias un brazo o una pierna, tienes la impresión de estar acariciando un trozo de seda; de seda fría, por cierto, pues tiene una temperatura un poco más baja de lo normal, lo que, contra lo que podríamos pensar, no es desagradable, todo lo contrario. Hace poco, por cierto, fui a comprarme unos pantalones y me los ofrecieron en un tejido llamado así, seda fría. Están recomendados para el verano, como es lógico. También me vendieron una chaqueta de lana cruda. Me quedé con aquellas dos expresiones -seda fría y lana cruda- porque me produjeron una impresión indeleble (suena bien “impresión indeleble”, ¿verdad?).
Pues bien, al poco de que mi mujer comenzara a dormitar, volvió a sonar el teléfono. Observé a Laura, por si se despertaba o hacía al menos algún movimiento de incomodidad, pero no, nada. Era de nuevo el teléfono de mi cabeza. Esta vez, cerré los ojos y me imaginé caminando por el interior de mi cuerpo para descolgarlo. Subí por el cuello de unas escaleras de caracol imaginarias y enseguida llegué al lugar de la bóveda craneal donde se encontraba el aparato. Era uno de esos teléfonos negros, muy antiguos, de baquelita, creo, que ahora se ven en los anticuarios. Lo descolgué y dije diga, pero no me contestaron. Sólo se escuchaba la respiración de alguien. “Diga”, insistí un poco inquieto.
-¿Está usted solo? -preguntó la voz de una mujer cuyo tono cortaba como un cuchillo.
-Como si lo estuviera -respondí -porque mi mujer duerme en el sofá y esto sólo ocurre dentro de mi cabeza, de manera que hablo con el pensamiento, sin mover los labios.
Tras unos instantes de silencio, la mujer añadió que tenían secuestrada a mi hija y que si quería que todo saliera bien no avisara a la policía. Me pidió una cantidad de dinero que debía abandonar esa misma tarde en una papelera situada frente a una cafetería céntrica. Pregunté cómo sabía que mi hija es encontraba bien y me la pasó.
-Haz todo lo que te piden, papá -gritó la voz desesperada de una chica al otro lado. Luego se cortó la comunicación.
Cuando me empezaron a medicar, fue precisamente porque yo me había empeñado en que habían secuestrado a nuestra hija. Al principio la policía y mi mujer me dieron la razón, pero como mi desesperación no hacía otra cosa que crecer, me explicaron que no teníamos ninguna hija, que todo era fruto de mi imaginación. Gracias a la ayuda del psiquiatra y de la medicación, acabé comprendiendo que se trataba, en efecto, de una hija inventada y de la que me había olvidado hasta el momento este en el que empezó a sonar el teléfono dentro de mi cabeza. El caso es que hice lo que me pidieron los secuestradores, todo dentro de mi cabeza, claro, para que mi mujer no se diera cuenta, y me devolvieron a la cría, que era guapísima. Desde entonces, la llevo al colegio y la voy a recoger y le hago regalos, siempre aquí dentro, mientras mi mujer dormita frente al televisor o trastea por la casa. De vez en cuando me observa como si le ocultara algo, pero yo pongo un gesto de indiferencia, como si todo, gracias a las medicinas, me diera igual y se va con la música a otra parte. Soy muy feliz con mi niña.

Articuentos escogidos, 2012.
 

sábado, 16 de noviembre de 2019

La respiración pulmonar. Juan José Millás.

Durante una época escribí en una revista de medicina y humanidades. Procuraba, por experimentar, dar a mis artículos un tono como de prospecto de medicina. Tuvo mucho éxito uno en el que recomendaba a la gente no tirar los analgésicos caducados en la idea que podrían aliviar, gracias a su capacidad retroactiva, los dolores de cabeza antiguos. Recibía muchas cartas de lectores hipocondríacos que me relataban sus síntomas en la convicción de que podía ayudarles. Conservo, entre otras, la de un ama de casa obsesionada con la idea de que si no estaba pendiente todo el rato de su respiración, los pulmones dejarían de funcionar. El síntoma comenzó en una clase de yoga que le había recomendado su médico de cabecera, cuya primera lección consistía en aprender a respirar. Ella había tenido hasta entonces muchos síntomas, pero ninguno relacionado con el aparato respiratorio. En las clases pedían a los alumnos que hicieran consciente el hecho de respirar, que imaginaran que el aire entraba de un color por las narices y salía de otro color por la boca.
Al segundo día, mientras regresaba a casa en el metro, sintió que en el vagón no había aire suficiente, o que estaba muy viciado, y tuvo que salir tres o cuatro estaciones antes de la suya. Era consciente, segundo a segundo, de su respiración, hasta el punto, aseguraba, de que si dejaba de pensar en ella, dejaba de respirar. Sobra decir que apenas dormía por miedo a asfixiarse y que empezó a utilizar por su cuenta y riesgo un broncodilatador del que se servía sin medida alguna. Su carta tenía un poder de sugestión increíble, pues mientras la leía yo mismo notaba que me faltaba el aire si dejaba de pensar en los movimientos de los pulmones. De otro lado, describía muy bien sus noches angustiosas en la cocina de su casa, observando atentamente su respiración y los números luminosos del microondas. Aunque su marido y sus hijos le preguntaban si le ocurría algo, ya que tenía cara de susto todo el rato, ella lo achacaba a las jaquecas.
Esa noche soñé que si no respondía a aquella carta agobiante, moriría asfixiado. Soy un poco supersticioso, de modo que decidí escribir a la mujer dándole unos consejos de trámite, para aliviar mi mala conciencia. Lo curioso es que mientras el bolígrafo se deslizaba por la cuartilla, mi respiración mejoraba de manera notable. Me pareció increíble que, habiendo respirado toda la vida, no me hubiera dado cuenta hasta aquel instante de lo importante que era hacerlo bien. El aire se había convertido de súbito en un producto de gourmet. A veces, me detenía a respirar como el que hace un alto en su trabajo para tomar una copa de cava con un montado de caviar.
Eché la carta al correo y ahí quedó la cosa. A los pocos días me olvidé de la mujer y volví a respirar de forma rutinaria. Pasados unos meses. recibí a través de la revista la carta de un hombre que se identificaba como el marido de aquella mujer. Me contaba que su esposa había muerto de un enfisema pulmonar y que al recoger sus cosas había visto mi carta entre sus pertenencias. Me agradecía los “consejos pulmonares” que le había dado a su mujer y me enviaba también, absurdamente, una fotografía de ella. Calculé que tendría unos treinta años. Su rostro era afilado y enormemente atractivo. Se trata de una foto de carné, con la marca de un sello, como si hubiera sido arrancada del pasaporte o de un documento semejante. La mujer estaba seria y tenía los labios entreabiertos en una expresión de ansiedad.
Lo suyo hubiera sido que me desprendiera de la fotografía, y de la carta, pero un movimiento supersticioso me obligó a guardarla en una caja donde meto las cosas que no me interesan, pero de las que me da miedo desprenderme. A veces, me venía a la memoria la expresión “consejos pulmonares” de aquel hombre y notaba en la boca un gusto raro, como el que siento en el mercado al pasar por delante de la casquería. Escribí varios artículos sobre la respiración pulmonar para ver si se me quitaba la idea de la cabeza y lo cierto es que con el tiempo me olvidé de la mujer, de su marido y de los pulmones.
Un año o dos más tarde, revisando papeles antiguos para hacer una limpia, tropecé con la fotografía de la mujer. No me atrevía a tirarla, pero tampoco quería dejarla en la caja de las cosas que asustan, de modo que le hice un hueco en el álbum familiar. Hace unos días mi mujer estaba ordenando las fotos de nuestro último viaje y descubrió la de la mujer que no respiraba bien. “Quién es esta”, preguntó. “No tengo ni idea”, dije. Tras contemplarla unos segundos, la dejó dentro del álbum, por si fuera alguien.

 

domingo, 6 de octubre de 2019

Barbacoas familiares. Juan José Millás.

No es verdad que en el campo haya silencio. Lo sé porque estoy en el campo y a pocos metros de mí hay un individuo conduciendo un cortacésped que suena como una avioneta. Lleva dos horas jugando a pilotar el cortacésped, y se ha colocado incluso unas gafas de aviador de la Segunda Guerra Mundial. En el resto del cuerpo, sin embargo, sólo lleva un bañador tipo tanga de un color indefinido, pero horrible. Para amenizar el trabajo ha puesto a todo meter un casete con el Corazón partío, de Alejando Sanz, a quien Dios confunda. A lo mejor el campo fue en tiempos otra cosa pero hoy es un espanto. Los únicos animales que ves son de tu especie, y es una especie ruidosa y sucia. Una familia de cuatro personas puede organizar más ruido y más basura que una manada de jabalíes. De hecho, nunca he conseguido ver a una familia de jabalíes, y eso que esta zona, según me han dicho, está llena. Se ve que los jabalíes son gente discreta.
A veces tengo la fantasía de que voy paseando por el bosque y tropiezo con una familia de toros haciendo una barbacoa de seres humanos. No comprendo por qué no se animan. Según los caníbales, los seres humanos sabemos a pollo de granja gracias a las porquerías que comemos. No hay como comer mal para saber bien. Fíjense en los cerdos de corral, que sólo comen mondas de melón con las que fabrican unos jamones que le hacen a uno perder el sentido, o el sentío, para que rime con el corazón partío que me taladra la cabeza mientras avanzo penosamente por la pantalla del ordenador hacia la línea 33. Por otra parte, si hay algún animal que se merezca ser asado en una barbacoa, ése es el ser humano.
Uno de los peores incendios de este verano fue provocado por una barbacoa familiar. Estoy seguro de que se traba de una familia que oía a todo trapo el Corazón partío mientras uno de los cuñados, en bragas, segaba el césped con una avioneta. El de aquí al lado no piensa parar hasta que derribe a otro cortacésped, pues en su fantasía, como digo, es un piloto de la Segunda Guerra Mundial. Suceden pocas desgracias, para lo que nos merecemos.




viernes, 20 de septiembre de 2019

Lo que les quería decir. Juan José Millás.

Mi padre y mi madre habían discutido esa tarde por alguna razón, o por ninguna, no me acuerdo. Creo que discutían más veces por ninguna que por alguna. El caso es que a la hora de la cena, mi madre, como viera que mi padre no dejaba de observarla, le dijo:
-¿Qué pasa?
-La saliva por la garganta -respondió mi padre.
Yo, que era muy pequño y no advertí la ironía, me quedé impresionado. Mi madre preguntaba qué pasaba y mi padre le respondía que la saliva por la garganta, como si se tratara de un hecho excepcional, raro, quizá patológico. Sin decir nada, concentré toda la atención en mi boca y comprobé que también a mí me pasaba la saliva por la garganta, lo que no supe cómo interpretar.
-A mí también me pasa la saliva por la garganta -dije asustado.
-Pues lleva cuidado, no te envenenes -añadió mi padre, descargando sobre mí el mal humor provocado por la discusión con mi madre.
Deduje, en fin, que el hecho de que a uno le pasara la saliva por la garganta podía tener efectos perniciosos y me pasé los siguientes quince días escupiendo a escondidas. A veces, dejaba que la saliva se acumulara en la boca y cuando ya no me cabía más, corría al baño y la descargaba sobre el lavabo. Aunque con el tiempo averigüé que lo normal era que la saliva pasara por la garganta, se me instaló en esa zona del cuerpo un malestar del que nunca me he recuperado. Me cuesta tragar.
En el diván de mi psicoanalista, al permanecer boca arriba, el asunto se complica más, si cabe, pues la saliva, debido a la fuerza de la gravedad, se desliza enseguida hacia la faringe.
-Ya está pasándome otra vez la saliva por la garganta -dije el otro día en voz alta.
-¿Cómo dice usted? -preguntó ella.
Iba a contarle la historia, pero me dio tal pereza que me hundí en el silencio. Desde entonces no he parado de tragar cantidades industriales de saliva, pero cuanto más pienso en ello, más producen mis glándulas. Y eso es lo que les quería decir.

Articuentos escogidos, 2012.
 

viernes, 9 de agosto de 2019

Agujeros. Juan José Millás.

En la mesa de al lado, a la hora del git-tonic, hablaban un hombre y una mujer, quizá compañeros de oficina. Él le decía que continuamente se le ocurrían ideas absurdas.
-¿Qué clase de ideas? -preguntaba ella.
-Ayer, por ejemplo, en el avión, me dio por calcular cuántos dedos reuníamos entre todos los pasajeros. Volábamos 120 personas, incluida la tripulación, de modo que me salieron 1.200 dedos.
-Sin contar los de los pies, claro -matizó ella.
-Es que yo a los de los pies no los considero dedos en sentido estricto porque no sirven para nada.
La mujer asintió con alguna reserva, pero le animó a continuar.
-1.200 dedos -añadió él- son muchos dedos, ¿no te parece? Estamos hablando de 1.200 uñas y de 3.600 falanges, si no hice mal los cálculos. Total que me dio por imaginar qué habrían hecho esos dedos a lo largo de su vida.
-Pellizcar pan -dijo ella.
-Y pezones -añadió él.
-Sujetar lápices.
-Moldear plastilina.
-Sostener cucharas y tazas de té.
-Pasar páginas de los periódicos.
-Desabrochar botones.
Estuvieron un rato compitiendo por ver a quién se le ocurrían más cosas. Yo, que andaba por el segundo git-tonic, enumeré para mí mismo unas cuantas (dejar huellas dactilares, hacer agujeros en la masa de las empanadas, electrocutarse en los enchufes…). Luego comenzaron a imaginar dónde se habrían metido algunos de aquellos dedos. La mujer habló de los agujeritos de la pared sin especificar a qué agujeritos se refería. Él mencionó la entrada de los hormigueros. Por mi parte, recordé haber metido los míos en los bolsillos de la chaqueta de mi padre. A continuación él mencionó las narices y ella se ruborizó. De modo que no siguieron hablando de los agujeros corporales, pero a los tres se nos ocurrieron unos cuantos. Pedí otro gin-tonic.

Articuentos escogidos, 2012.
 

lunes, 29 de julio de 2019

El perro fantasma. Juan José Millás.

Paso todos los días con mi perro por delante de una casa con jardín donde en tiempos vivió otro perro que nos ladraba. Al mío se le erizaban los pelos unos metros antes de llegar a la verja tras cuyos barrotes aparecía el rostro oscuro de su adversario. Una vez cara a cara, se enseñaban los dientes y hacían grandes manifestaciones de odio mientras yo sujetaba al mío de la correa. Se trataba de un rito más o menos inocente al que todos estábamos acostumbrados. Un día el perro enemigo no apareció tras la verja. Casualmente, esa misma tarde me encontré en el mercado con su dueño, que me dijo que había muerto. Le di el pésame y pedí tres cuartos de kilo de chuletas de cordero.
De eso hace ya un año, más o menos. Sin embargo, cada vez que pasamos por delante de la casa del perro muerto, el mío se eriza como la primera vez y lanza hacia el interior del jardín tres o cuatro ladridos de advertencia. A mí me hace gracia, pues ya le he dicho varias veces y en distintos idiomas (menos el suyo, evidentemente) que su enemigo está muerto, y que por lo tanto hace un gasto inútil de agresividad y adrenalina. El otro día, sin embargo, se me ocurrió de súbito la posibilidad de que mi perro ladrara al fantasma del animal fallecido. Es obvio que él no está, pero cómo asegurar que no se ha quedado su fantasma. Se lo comenté a un amigo aficionado a asuntos esotéricos y no le pareció descabellado. El mundo, dijo, está lleno de espíritus que los seres humanos no percibimos porque hemos perdido esa capacidad, si algún día la tuvimos. Mi gato, añadió, juega todos los días en el jardín con el fantasma de otro animal cuya naturaleza no he logrado averiguar.
Fantasmas. Estuve dándole vueltas al asunto y pensé que yo mismo me pongo muchas veces en guardia para defenderme de situaciones irreales. Basta que algo evoque un asunto doloroso de la infancia o de la juventud para que reaccione como si la situación aquella volviera a repetirse. A veces soy yo, sin darme cuenta, quien provoca su repetición, para justificar mi agresividad sin duda. El mundo está, en efecto, lleno de fantasmas. La pregunta es si se encuentran dentro o fuera de nuestra cabeza.

 Articuentos escogidos, 2012.