jueves, 27 de febrero de 2014

El vals del desván. Eva Sánchez Palomo. Cuento.



En poco tiempo tras su llegada a la vieja casona el desván se convirtió en su lugar favorito. La misteriosa quietud de sus cajas cubiertas de polvo y la reverberación de cualquier sonido en su amplitud, ejercían sobre ella una fascinación mezclada con el espanto.
No se atrevía a subir sola las escaleras de madera. Peldaños oscurecidos por el tiempo y la humedad que chirriaban como si les doliera el pisarlos.
Cuánto disfrutó las primeras semanas, cuando su madre decidió poner orden en el tremendo desbarajuste de cajas, polvo y trastos. Abrir cada caja y escrutar en su interior era para ella enfrentarse muchas veces a la emoción del arqueólogo frente al tesoro perdido y por fin hallado. Pero casi todo allí eran objetos viejos, inservibles, que la madre destinó al vertedero, salvo algunas cajas con libros y fotos antiguas, que volvieron a ocupar su espacio en un rincón.
Allí en el desván se quedaron también sus dos objetos favoritos: un enorme arcón de madera lleno de disfraces y  una antiquísima gramola con una veintena de discos de pizarra. Casi todos eran música clásica, y entre ellos su predilecto, el Vals de las flores, que latía con una sonoridad rotunda en aquella habitación medio desnuda.
El arcón tuvo que ser valioso en su día, de madera repujada con relieves que mostraban un paisaje misterioso, de bosques con ninfas o hadas traviesas escondidas entre los árboles. Seguramente estuvo pintado con tinta dorada que aún se notaba, aunque medio borrada, en algunas partes.
Pero lo más fascinante eran los disfraces. Todos de adulto y muy elaborados, no como los disfraces baratos que visten hoy los niños en Halloween o Carnaval.
Su hermano y ella pasaron muchas horas jugando con aquellas ropas. No importaba lo grandes que les quedasen, ni lo pequeños que se sintieran bajo el peso de sus telas. Su favorito era el de princesa. Un vestido largo, de color verde esmeralda, decorado con encajes dorados y negros y con incrustaciones de piedra que resaltaban el azabache de sus ojos y su pelo. Casi no podía caminar con él, y tenía que recogérselo con las manos constantemente, en un movimiento que su hermano alababa por parecerle verdaderamente principesco.
Él prefería el disfraz de pirata. Unos pantalones bombachos a rayas rojas y blancas, camisola blanca de mangas anchas y chaleco de cuero negro. Solía recogerse el cabello con un pañuelo rojo. Y ese gesto, junto con su barba incipiente de adolescente, hacían de él, a ojos de su hermana, un pirata peligroso, dispuesto a salvar a la princesa de las garras de enemigos sanguinarios.
Durante mucho tiempo repitieron el ritual de subir al desván, vestirse con sus galas e interpretar un teatro improvisado que siempre acababa en final feliz, con ellos danzando al son del Vals de las flores, restallando a todo volumen en la vieja gramola.

Pero hace ya unos meses que el hermano se marchó y ella no ha vuelto a subir al desván. Aunque ahora el miedo es una razón menor que la pena.
Esta noche ella está en su cama, con los ojos cerrados, pero despierta, pensando en lo frágil que es la vida. Cuando, de repente, escucha la música. Es muy débil, casi no se oye, pero sí, es el vals, el vals de las flores, lo reconocería en cualquier parte. Viene de arriba, del desván.
Se levanta despacio y abre la puerta del cuarto, ahora lo puede oír mejor, más nítido. Será su madre, pero ¿tan tarde? No le sale la voz para llamarla, y sus pies descalzos se mueven solos.  Sube los viejos peldaños de madera, con su chirrido quejumbroso, y se queda parada frente a la puerta descascarillada. La música sigue sonando, un tres por cuatro interminable. Gira el picaporte y empuja la puerta suavemente. Y los ve, los ve con sus propios ojos, atónitos y espantados. Allí están, girando en el aire, el disfraz de princesa y el de pirata, entrelazados, mezclados en un revoloteo de telas y encajes. Ella no puede reprimir un grito y en ese instante la música cesa y los disfraces se desploman, dejando sobre la madera del desván su abrazo eterno.

El vals de las flores. Tchaikovsky. "El Cascanueces" Acto II.

martes, 25 de febrero de 2014

La casa del juicio. Oscar Wilde. Microrrelato.



Y el silencio reinaba en la Casa del Juicio, y el Hombre compareció desnudo ante Dios.
Y Dios abrió el Libro de la Vida del Hombre.
Y Dios dijo al Hombre:
-Tu vida ha sido mala y te has mostrado cruel con los que necesitaban socorro, y con los que carecían de apoyo has sido cruel y duro de corazón. El pobre te llamó y tú no lo oíste y cerraste tus oídos al grito del hombre afligido. Te apoderaste, para tu beneficio personal, de la herencia del huérfano y lanzaste las zorras a la viña del campo de tu vecino. Cogiste el pan de los niños y se lo diste a comer a los perros, y a mis leprosos, que vivían en los pantanos y que me alababan, los perseguiste por los caminos; y sobre mi tierra, esta tierra con la que te formé, vertiste sangre inocente.
Y el Hombre respondió y dijo:
-Si, eso hice.
Y Dios abrió de nuevo el Libro de la Vida del Hombre.
Y Dios dijo al Hombre:
-Tu vida ha sido mala y has ocultado la belleza que mostré, y el bien que yo he escondido lo olvidaste. Las paredes de tus habitaciones estaban pintadas con imágenes, y te levantabas de tu lecho de abominación al son de las flautas. Erigiste siete altares a los pecados que yo padecí, y comiste lo que no se debe comer, y la púrpura de tus vestidos estaba bordada con los tres signos infamantes. Tus ídolos no eran de oro ni de plata perdurable, sino de carne perecedera. Bañaban sus cabelleras en perfumes y ponías granadas en sus manos. Ungías sus pies con azafrán y desplegabas tapices ante ellos. Pintabas con antimonio sus párpados y untabas con mirra sus cuerpos. Te prosternaste hasta la tierra ante ellos, y los tronos de tus ídolos se han elevado hasta el sol. Has mostrado al sol tu vergüenza, y a la luna tu demencia.
Y el Hombre contestó, y dijo:
-Sí, eso hice también.
Y por tercera vez abrió Dios el Libro de la Vida del Hombre.
Y Dios dijo al Hombre:
-Tu vida ha sido mala y has pagado el bien con el mal, y con la impostura la bondad. Has herido las manos que te alimentaron y has despreciado los senos que te amamantaron. El que vino a ti con agua se marchó sediento, y a los hombres fuera de la ley que te escondieron de noche en sus tiendas los traicionaste antes del alba. Tendiste una emboscada a tu enemigo que te había perdonado, y al amigo que caminaba en tu compañía lo vendiste por dinero, y a los que te trajeron amor les diste en pago lujuria.
Y el Hombre respondió:
-Si, eso hice también.
Y Dios cerró el Libro de la Vida del Hombre y dijo:
-En verdad, debía enviarte al infierno. Sí, al infierno debo enviarte.
Y el Hombre gritó:
-No puedes.
Y Dios dijo al Hombre:
-¿Por qué no puedo enviarte al infierno? ¿Por qué razón?
-Porque he vivido siempre en el infierno -respondió el Hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.
Y al cabo de un momento. Dios habló y dijo al Hombre.
-Ya que no puedo enviarte al infierno, te enviaré al Cielo. Sí, al cielo te enviaré.
Y el Hombre clamó:
-No puedes.
Y Dios dijo al Hombre:
-¿Por qué no puedo enviarte al Cielo? ¿Por qué razón?
-Porque jamás y en parte alguna he podido imaginarme el Cielo -replicó el Hombre.
Y el silencio reinó en la Casa del Juicio.


El enfermo. Alfonso Sastre. Microrrelato.

No comprendo este nuevo síntoma de mi enfermedad. He perdido por completo la vista y tengo la asfixiante sensación de estar encerrado. No sé cuántas horas (o días) habré estado sin sentido. Lo último que recuerdo es el brillo de una lamparilla y un rumor de sollozos en el cuarto. Ahora quisiera decir a todos que he vuelto en mí; pero he perdido, aparte del habla, también todo movimiento salvo el del brazo derecho, que, al moverme, tropieza con algo que debe ser la pared de la habitación pero que, por causa de la perturbación de la sensibilidad que sufro, a mí me parece como una tabla. También experimento extrañas sensaciones, como un perfume de flores que parece ascender desde mis pies. Son penosos fenómenos que, evidentemente, confirman la extremada gravedad de mi estado.


jueves, 20 de febrero de 2014

Despertar. Norberto Costa. Microrrelato.



Despertó cansado, como todos los días. Se sentía como si un tren le hubiese pasado por encima.
Abrió un ojo y no vio nada. Abrió el otro y vio las vías.


El artista. José Antonio Muñoz Rojas. Microrrelato.

Era menudo, se pegaba a las paredes al andar, andaba como con miedo, saludaba como con miedo. Parecía huido de otro mundo y que en éste no conociera a nadie. La gente movía la cabeza al verlo.
-¡Digo el artista!
No debía ser como los demás hombres. Porque cuando de alguien se aseguraba que era un labrador o un curtidor o un panadero, no se decía de la misma manera, ni se dejaba entreabierto tal mundo de suposiciones:
-¿Qué hacen los artistas?
-Ese pinta. Pinta mujeres en cueros.
Cerrábamos los ojos apretadamente. Y veíamos más material la visión. El artista había andado mucho mundo, había tirado mucho dinero, había bebido de lo lindo. Y ahora pintaba sin parar a éste, al otro, a aquél.
-Como si al mundo se viniera a pintar.
Y eso nos plantaba ante el hecho de que al mundo no se venía para pintar.
-Entonces ¿para qué?
-Para hacer cosas de provecho.
-¿Qué es el provecho?
-El provecho es el provecho.
Nunca supimos a ciencia cierta de qué se llenaba el provecho. Ni tampoco que fuera de provecho pintar paredes y no gentes.En nuestro fondo una vocecilla defendía al artista. Sin querer le salía una aureola parecida a la de los santos. Y nos daba lástima que no hiciera cosas de provecho. Con lo fácil que era.





Fotografía: El taller del pintor. Óleo sobre lienzo de Gustave Coubert, 1855.

Cuento eterno. Eva Sánchez Palomo. Microrrelato.



Y la Tierra explotó.
Y millones de fragmentos volaron desparramados por el universo, convertidos en cometas.
Y muchos de esos cometas se desintegraron al contacto con atmósferas ajenas.
Y algunos cometas se alejaron de la fuente solar y aún giran impasibles, congelados; atrapados en órbitas extrañas.
Y otros cometas impactaron en suelos desconocidos, y yacen quietos. Piedras entre piedras estériles.
Y solo un cometa cayó en suelo acuoso, protector, amigo.
Y en ese cometa, restos de la vida en germen, microscópica potencia.
Y giró el planeta muchas veces.
Y la vida microscópica tornó en animal preciso, perfecto, salvaje.
Y en uno de esos seres perfectos, precisos, la parte más salvaje se murió.
Y el ser tomó conciencia de sí mismo.
Y se llamó a sí mismo “humano”.
Y llamó “Tierra” al suelo amigo.
Y el ser inteligente se multiplicó y dominó la Tierra.
Y aprendió a odiarse a sí mismo.
Y odió a su Tierra.
Y se hizo tan peligroso que provocó su destrucción.
Y la Tierra explotó.
Y millones de fragmentos volaron desparramados por el universo, convertidos en cometas.


domingo, 16 de febrero de 2014

Naufragio. Ana María Shua. Microrrelato.



¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.