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lunes, 23 de octubre de 2023

La rueda de la vida. Apronenia Avitia. [Pascual Quignard]

Antes de haber nacido somos los cadáveres de una vida que no recordamos y flotamos en el fondo del océano.
Mientras nuestras madres nos llevan dentro, nos abotargamos, nos hinchamos de aire, nos pudrimos, y subimos poco a poco a la superficie de ese océano.
El nacimiento nos arroja bruscamente a la orilla. Es una especie de ola repentina y violenta. T. Lucrecio Caro decía que cada día de nuestra vida abordamos sin cesar un río de luz.
Al primer contacto con el sol, empezamos a oler (a apestar, como carne manida) y a llorar.
La muerte nos devuelve a la profundidad, el silencio y la calma inodora del abismo.

Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. 2003.

jueves, 14 de septiembre de 2023

Quinto Alcimio. Apronenia Avitia. (Pascal Quignard).

En otros tiempos, Quinto me amaba. Éramos jóvenes. D. Avitio respiraba aún. Quinto entraba furtivamente por la segunda puerta; la noche era nuestra. Al alba, fingía que se levantaba a regañadientes, buscaba su túnica, decía que dejarme le hacía sufrir. No se daba prisa en atarse las correas de las sandalias. Me besaba la cara y el bajo vientre. Yo me despabilaba. Le decía, ansiosa: “Se va a hacer de día. Date prisa”. Él suspiraba. Este suspiro me parecía un eco del río que atraviesa el Érebo. Se erguía y se quedaba sentado en el lecho. Se anudaba una correa. Se inclinaba de nuevo y me susurraba al oído un deseo que prolongaba algo que me había contado durante la noche. Hacía una breve libación a la aurora, se limpiaba con agua la boca y el sexo, se frotaba los ojos. Yo me deslizaba tras él. Nos mirábamos un momento ante la puerta de doble batiente. Me decía que no le gustaba tener por delante todo un día lejos de mí. Gruñía que esa separación le hacía sufrir. Repetíamos cuatro o cinco veces la cita que habíamos urdido. Yo le ponía la mano en el brazo. Rozaba sus labios con los míos. Él se zafaba de repente y cruzaba la puerta. Yo volvía a la cama en la obscuridad. Me sentaba. Estaba agradecida por haber vivido la noche anterior. Me envidiaba a mí misma, apoyaba los codos en los muslos, me sentía húmeda, olorosa, despeinada. Era feliz, pero derramaba lágrimas entre los ruidos de los gallos y de los cubos. Me gustaba esa especie de pena, ese cansancio, esos olores entremezclados y esa especie de angustia colmada que no siempre se distingue de la náusea y que se debe a la suma satisfacción.

Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. 2003.