En otros tiempos, Quinto me
amaba. Éramos jóvenes. D. Avitio respiraba aún. Quinto entraba
furtivamente por la segunda puerta; la noche era nuestra. Al alba,
fingía que se levantaba a regañadientes, buscaba su túnica, decía
que dejarme le hacía sufrir. No se daba prisa en atarse las correas
de las sandalias. Me besaba la cara y el bajo vientre. Yo me
despabilaba. Le decía, ansiosa: “Se va a hacer de día. Date
prisa”. Él suspiraba. Este suspiro me parecía un eco del río que
atraviesa el Érebo. Se erguía y se quedaba sentado en el lecho. Se
anudaba una correa. Se inclinaba de nuevo y me susurraba al oído un
deseo que prolongaba algo que me había contado durante la noche.
Hacía una breve libación a la aurora, se limpiaba con agua la boca
y el sexo, se frotaba los ojos. Yo me deslizaba tras él. Nos
mirábamos un momento ante la puerta de doble batiente. Me decía que
no le gustaba tener por delante todo un día lejos de mí. Gruñía
que esa separación le hacía sufrir. Repetíamos cuatro o cinco
veces la cita que habíamos urdido. Yo le ponía la mano en el brazo.
Rozaba sus labios con los míos. Él se zafaba de repente y cruzaba
la puerta. Yo volvía a la cama en la obscuridad. Me sentaba. Estaba
agradecida por haber vivido la noche anterior. Me envidiaba a mí
misma, apoyaba los codos en los muslos, me sentía húmeda, olorosa,
despeinada. Era feliz, pero derramaba lágrimas entre los ruidos de
los gallos y de los cubos. Me gustaba esa especie de pena, ese
cansancio, esos olores entremezclados y esa especie de angustia
colmada que no siempre se distingue de la náusea y que se debe a la
suma satisfacción.

Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. 2003.