Antes de haber nacido somos los
cadáveres de una vida que no recordamos y flotamos en el fondo del
océano.
Mientras
nuestras madres nos llevan dentro, nos abotargamos, nos hinchamos de
aire, nos pudrimos, y subimos poco a poco a la superficie de ese
océano.
El
nacimiento nos arroja bruscamente a la orilla. Es una especie de ola
repentina y violenta. T. Lucrecio Caro decía que cada día de
nuestra vida abordamos sin cesar un río de luz.
Al
primer contacto con el sol, empezamos a oler (a apestar, como carne
manida) y a llorar.
La
muerte nos devuelve a la profundidad, el silencio y la calma inodora
del abismo.
Las tablillas de boj de Apronenia Avitia. Pascal Quignard. 2003.
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