miércoles, 29 de marzo de 2017

La pelea. Cristina Araujo García.

Estábamos en la cocina. Discutimos. Le grité. Él se puso como un energúmeno. Cuando se me cayó el diente al suelo nos dimos cuenta de que la discusión se nos había ido de las manos.
Lo siento —me dijo.
Debí controlar los nervios —concedí yo.
Se agachó y cogí un cuchillo. Me dio el diente y lo piqué. Siempre nos ha gustado el pollo con un poco de ajo picado por encima.


martes, 28 de marzo de 2017

La venganza es mía S.A. Roald Dahl.

Cuando me desperté, estaba nevando.
Supe que estaba nevando porque había una especie de resplandor en la habitación y afuera todo estaba en silencio. De la calle no llegaban ruidos de pisadas ni de neumáticos; sólo de los motores de los coches. Alcé los ojos y vi a George, con su bata verde, inclinado sobre la cocina de petróleo, preparando el café.
—Está nevando —dije.
—Hace frío —replicó George—. Hace frío de verdad.
Salí de la cama y cogí el periódico de la mañana, que estaba afuera, junto a la puerta. Sí que hacía frío, así que volví corriendo, me metí en la cama de un brinco y me quedé quieto un rato bajo las sábanas, con las manos apretadas entre las piernas para calentármelas.
—¿No hay cartas? —preguntó George.
—No. Ni una.
—No parece que el viejo tenga intención de soltar dinero.
—A lo mejor piensa que cuatrocientos cincuenta billetes son suficientes para un mes —dije.
—No ha estado nunca en Nueva York y no sabe lo que cuesta vivir aquí.
—No deberías habértelo gastado en una semana.
George se puso de pie y me miró.
—Querrás decir que no deberíamos haberlo gastado.
—Eso —dije—. No deberíamos.
Me puse a leer el periódico.
El café estaba listo, y George trajo la cafetera y la dejó en la mesilla que separaba nuestras camas.
—No se puede vivir sin dinero —dijo—. El viejo debería saberlo.
Se volvió a la cama sin quitarse la bata verde. Yo seguí leyendo. Acabé la página de las carreras de caballos y la del fútbol, y después me metí con Lionel Pantaloon, el famoso cronista político y de sociedad. Siempre leo a Pantaloon, al igual que otros veinte o treinta millones de personas en todo el país. Es como una costumbre; incluso más que una costumbre. Forma parte de mis mañanas, como las tres tazas de café o el afeitado.
—Este tipo es un caradura impresionante —dije.
—¿Quién?
—El Lionel Pantaloon ése.
—¿Qué dice?
—Lo de siempre. Los escándalos de costumbre. Siempre habla de los ricos. Escucha esto: «... se le ha visto en el Penguin Club... al banquero William S. Womberg con la bella estrella Theresa Williams... tres noches seguidas... La señora Womberg estaba en casa, con dolor de cabeza..., cosa que haría cualquier esposa si su marido anduviera acompañando a la señorita Williams...»
—Eso es poner a Womberg en un compromiso —dijo George.
—Yo pienso que es una vergüenza —repliqué—. Esas cosas pueden provocar un divorcio. ¿Cómo es posible que nadie le haga nada, diciendo lo que dice?
—Porque todos le tienen miedo. Pero si yo fuera William S. Womberg —dijo George—¿sabes qué haría? Le pegaría un puñetazo en la nariz al Pantaloon ése. Es la única forma de tratar a ese tipo de gentuza.
—El señor Womberg no puede hacer eso.
—¿Por qué?
—Porque es viejo —contesté—. El señor Womberg es un anciano digno y respetable. Es un eminente banquero de la ciudad. No podría...
Y entonces se me ocurrió la idea, así, de repente, mientras hablaba con George. Me callé bruscamente y sentí como si se me inundase el cerebro. Me quedé muy quieto, dejé que fluyera por mi cabeza, y casi antes de saber qué había ocurrido ya lo tenía todo pensado, un plan completo, un plan brillante y magnífico. Y justo en ese momento comprendí que era fantástico.
Me di la vuelta y vi a George mirándome fijamente con expresión de asombro.
—¿Qué ocurre? —me preguntó—. ¿Qué te pasa?
Mantuve la calma. Me serví más café antes de hablar.
—George —dije, tranquilo—, tengo una idea. Escucha con mucha atención, porque se me ha ocurrido una idea que nos hará ricos. Estamos sin una perra, ¿no?
—Sí.
—¿Crees que el tal William S. Womberg estará enfadado con Lionel Pantaloon esta mañana?
—¡Enfadado! —exclamó George—. ¡Estará furioso!
—Eso es. ¿Y crees que le gustaría que a Lionel Plantaloon le pegaran un buen puñetazo en la nariz?
—¡Vaya si le gustaría!
—Y dime, ¿no cabe la posibilidad de que el señor Womberg esté dispuesto a pagar cierta cantidad de dinero a alguien que realice por él ese combate de boxeo, eficazmente y con discreción?
George se volvió y me miró con dulzura, con cautela, y después dejó la taza de café en la mesa. En su boca empezó a dibujarse lentamente una sonrisa.
—Ya entiendo —dijo—. Veo por dónde vas.
—Pero esto es sólo una parte. Si lees la columna de Pantaloon verás que hay otra persona a la que ha ofendido.
Cogí el periódico. Una tal señora Ella Gimple, una dama de la alta sociedad que podría tener un millón de dólares en el banco.
—¿Qué dice Pantaloon de ella?
Volví a mirar el periódico.
—Insinúa —contesté— que les saca un montón de dinero a sus amigos en las partidas de ruleta en que ella lleva la banca.
—Eso pone en un compromiso a la Gimple —dijo George—. Y a Womberg. Gimple y Womberg.
Estaba sentado en la cama, muy erguido, esperando a que yo continuara.
—De modo que tenemos dos personas que odian a muerte a Pantaloon esta mañana —dije—, y las dos desean ardientemente pegarle un puñetazo en la nariz, pero no se atreven. ¿Entiendes?
—Perfectamente.
—Pues pobre Lionel Pantaloon. Pero no olvides que hay otros como él. Hay docenas de periodistas que se pasan la vida insultando a la gente rica e importante. Tenemos a Harry Weyman, a Claude Taylor, a Jacob Swinski, Walter Kennedy y muchos otros.
—Es verdad —dijo George—. Absolutamente cierto.
—Lo que quiero decir es que no hay nada que ponga tan furiosos a los ricos como que se burlen de ellos y les insulten en los periódicos.
—Continúa —dijo George—. Continúa.
—Muy bien. El plan es el siguiente. —Yo también empezaba a entusiasmarme. Estaba apoyado en el borde de la cama, con una mano en la mesilla y agitando la otra en el aire mientras hablaba—. Crearemos inmediatamente una organización, y la llamaremos... ¿Cómo podríamos llamarla?... Vamos a ver... Sí, la llamaremos «La venganza es mía, S. A.». ¿Qué te parece?
—Es un nombre muy raro.
—Es de la Biblia. A mí me gusta. «La venganza es mía, S. A.». Suena bien. Haremos tarjetas que enviaremos a nuestros clientes para recordarles que les han insultado y ofendido públicamente, y para ofrecernos a castigar al ofensor a cambio de cierta cantidad de dinero. Compraremos todos los periódicos y leeremos los artículos, y mandaremos doce tarjetas o más todos los días a los posibles clientes.
—¡Es maravilloso! —gritó George—. ¡Es fantástico!
—Nos haremos ricos en un santiamén.
—¡Tenemos que empezar inmediatamente!
Salté de la cama, cogí un cuaderno y un lápiz, y volví corriendo a meterme entre las sábanas.
—Venga —dije, subiendo las rodillas bajo la ropa de la cama y apoyando encima el cuaderno—; lo primero es decidir qué vamos a poner en las tarjetas que enviaremos a los clientes —y en la parte superior de la hoja escribí: «LA VENGANZA ES MÍA, S. A.», a modo de encabezamiento.
A continuación, y con mucho cuidado, redacté una carta en la que explicaba las funciones de la organización. Terminaba con la siguiente frase:


Por tanto, LA VENGANZA ES MIA, S. A., se compromete a infligir en su nombre, con absoluta discreción, el castigo adecuado al periodista [...],y a este fin somete respetuosamente a su consideración diversos métodos (y precios).


—¿Qué quiere decir eso de «diversos métodos»? —preguntó George.
—Tenemos que darles a elegir. Debemos pensar varias cosas..., castigos diferentes. El número uno será... —y escribí: « 1. Un fuerte puñetazo en la nariz»—. ¿Cuánto podemos cobrar por esto?
—Quinientos dólares —respondió George.
Lo anoté.
—¿Qué más?
—Poner un ojo morado —dijo George.
Escribí: «2. Poner un ojo morado... 500 dólares.»
—iNo! —exclamó George—. No estoy de acuerdo con ese precio. Es evidente que para ponerle a alguien un ojo morado como es debido hace falta más concentración que para pegarle un puñetazo en la nariz. Es un trabajo de expertos. Seiscientos dólares.
—Vale —dije—. Seiscientos. ¿Qué más?
—Las dos cosas juntas, naturalmente, O sea, el uno y el dos.
Aquél era el terreno de George. Se sentía a sus anchas.
—¿Las dos cosas?
—Desde luego. Puñetazo en la nariz y ojo morado. Mil cien dólares.
—Deberíamos hacer una rebaja —dije—. Mil dólares.
—Es baratísimo —objetó George—. Todos elegirán ése.
—¿Qué más?
Los dos quedamos en silencio, concentrándonos con todas nuestras fuerzas. Tres profundos surcos de piel arrugada aparecieron en la frente baja y huidiza de George. Se puso a rascarse la cabeza, lenta pero vigorosamente. Desvié la mirada e intenté pensar en las cosas espantosas que la gente se hacen unos a otros. Al cabo de un rato se me ocurrió algo, y mientras George observaba la mina del lápiz que se deslizaba por el papel, escribí: «4. Colocar una serpiente de cascabel (tras haberle extraído el veneno) en el suelo del coche, junto a los pedales, cuando aparque.»
—¡Cielo santo! —murmuró George—. ¿Es que quieres matarlos del susto?
—Claro —respondí.
—¿Y de dónde vamos a sacar una serpiente de cascabel?
—Comprándola. Pueden comprarse. ¿Cuánto cobramos por esto?
—Mil quinientos dólares —respondió George sin vacilar.
Lo anoté.
—Nos hace falta uno más.
—Ya lo tengo —dijo George—. Secuestrarlo con un coche, quitarle la ropa, excepto los calzoncillos, los zapatos y los calcetines, y soltarlo en la Quinta Avenida en una hora punta.
Sonrió con una sonrisa amplia, triunfal.
—No podemos hacer eso.
—Escríbelo. Y cobraremos dos mil quinientos billetes. Lo harías si el viejo Womberg te ofreciese esa cantidad.
—Si —dije—, supongo que sí —y lo escribí—. Ya hay suficientes —añadí—. Tienen para elegir.
—¿Y dónde vamos a imprimir las tarjetas? —preguntó George.
—George Karnoffsky —respondí—. Otro George. Es amigo mío. Tiene una pequeña imprenta en la Tercera Avenida. Hace invitaciones de boda y cosas así para las tiendas grandes. Lo hará, estoy seguro.
—Entonces, ¿a qué esperamos?
Los dos saltamos de la cama y empezamos a vestirnos.
—Son las doce —dije—. Si nos damos prisa, le pillaremos antes de que se vaya a comer.
Aún nevaba cuando salimos a la calle, y la capa de nieve de la acera tenía un grosor de diez o doce centímetros; pero recorrimos las catorce manzanas que nos separaban de la tienda de Karnoffsky a una velocidad increíble y llegamos justo en el momento en que se estaba poniendo el abrigo para salir.
—¡Claude! —exclamó—. ¡Hola, chaval! ¿Cómo te va? —y me dio un apretón de manos.
Tenía una cara gruesa, afable, y una nariz enorme con anchas aletas que se extendían al menos dos centímetros sobre cada mejilla. Lo saludé y le dije que habíamos ido a hablar de un asunto muy urgente. Se quitó el abrigo y nos llevó a su despacho; a continuación le hablé de nuestros planes y le dije lo que queríamos que hiciera.
Cuando le había contado aproximadamente la cuarta parte de la historia estalló en carcajadas y me resultó imposible continuar, de modo que abrevié y le di un papel con lo que había escrito para que lo imprimiese. Al leerlo, su cuerpo empezó a convulsionarse de la risa; se puso a dar palmadas en la mesa, tosiendo, atragantándose y desternillándose de la risa como un loco. Nosotros lo mirábamos. No nos parecía que tuviera ninguna gracia.
Finalmente, se calmó, sacó un pañuelo y se secó los ojos con gran aparatosidad.
—Es una broma muy buena; sí, señor. Se merece una comida. Vamos, os invito a comer.
—Oye —dije con seriedad—, no es una broma. No hay motivo para reírse. Eres testigo del nacimiento de una nueva organización muy poderosa...
—Venga —dijo, y se echó a reír otra vez—. Vamos a comer.
—¿Cuándo puedes imprimir las tarjetas? —pregunté. Mi voz era severa, grave.
Se detuvo y se quedó mirándonos.
—¿Quieres decir..., quieres decir que esto va en serio?
—Totalmente. Eres testigo del nacimiento...
—De acuerdo —dijo—, de acuerdo. Pienso que estáis locos y que os vais a buscar problemas; estoy seguro. A esa gente les gusta liar a otros, pero no que les metan en líos a ellos.
—¿Cuándo pueden estar listas las tarjetas, sin que las lea ninguno de tus empleados?
—Por esto —dijo gravemente— renunciaré a mi comida. Yo mismo prepararé la plancha. Es lo menos que puedo hacer —volvió a reír y el borde de las enormes aletas de su nariz se agitó de contento—. ¿Cuántas queréis?
—Mil para empezar. Y sobres.
—Volved a las dos —dijo.
Le di las gracias y al salir oímos su estrepitosa risa cuando iba por el pasillo hacia la trastienda.
Volvimos a las dos en punto. George Karnoffsky estaba en su despacho, y lo primero que vi cuando entramos fue un gran montón de tarjetas impresas sobre la mesa. Eran grandes, como el doble que las invitaciones de boda o de fiesta.
—¡Aquí están! —dijo—. Ya las tenéis.
Aquel imbécil seguía riéndose.
Nos dio una a cada uno, y yo examiné la mía cuidadosamente. Era muy bonita. Se notaba que se había tomado muchas molestias. Era gruesa y dura, con un estrecho borde dorado, y las letras del encabezamiento resultaban sumamente elegantes. No puedo reproducirla aquí en todo su esplendor, pero al menos les mostraré lo que decía:


LA VENGANZA ES MÍA, S. A.


Estimado................................
Seguramente habrá visto el calumnioso ataque, sin que mediara provocación alguna, que el periodista ........................... ha desatado contra su persona en el periódico de hoy. Sus insinuaciones son escandalosas, una deformación deliberada de la verdad.
¿Está usted dispuesto a consentir que un miserable provocador le insulte de esa forma sin hacer nada?
Todo el mundo sabe que los norteamericanos no permiten que se les insulte en público o en privado sin que ello provoque su justa indignación y sin que procuren —mejor dicho, exijan— una compensación adecuada.
Por otra parte, es natural que un ciudadano de su posición y reputación no desee verse envuelto personalmente en este sórdido asunto, ni tener el menor contacto directo con persona de tal calaña.
¿Cómo, entonces, puede reparar la afrenta? La respuesta es sencilla. LA VENGANZA ES MÍA, SOCIEDAD ANÓNIMA, lo hace por usted. Nos comprometemos a infligir en su nombre, con absoluta discreción, un castigo individual al periodista ..................... y a este fin sometemos respetuosamente a su consideración diversos métodos (y precios).


Dólares


1. Un fuerte puñetazo en la nariz.................................... 500
2. Poner un ojo morado................................................... 600
3. Puñetazo en la nariz y ojo morado............................. 1000
4. Colocar una serpiente de cascabel (tras haberle
extraído el veneno) en el suelo del coche, junto
a los pedales, cuando aparque..................................... 1.500
5. Secuestrarlo con un coche, quitarle la ropa,
excepto los calzoncillos, los zapatos y los calcetines
y soltarlo en la Quinta Avenida, en una hora punta.... 2500



Estos trabajos serán realizados por profesionales.


Si desea beneficiarse de alguna de estas ofertas, tenga la amabilidad de contestar a LA VENGANZA ES MÍA S. A. (la dirección se indica en la tarjeta adjunta). Si es posible, se le notificará con antelación el lugar y la hora en que tendrá lugar la acción, de modo que, si lo desea, pueda presenciar nuestra actuación desde una prudente distancia que le garantice el anonimato.
No tendrá que pagar nada hasta que sus órdenes se ejecuten a su entera satisfacción, momento en que se le enviará la cuenta por los procedimientos habituales.


George Karnoffsky había hecho un magnífico trabajo.
—¿Te gusta, Claude? —preguntó.
—Es maravilloso.
—Lo he hecho lo mejor que he podido. Es como cuando, en la guerra, veía a los soldados que se iban, a lo mejor a que los matasen, y siempre quería regalarles cosas y hacer algo por ellos.
Como empezaba a reírse otra vez, le pregunté:
—¿Tienes sobres grandes para las tarjetas?
—Aquí está todo. Y podéis pagarme cuando empiece a llegaros el dinero.
Por lo visto, aquello le hizo muchísima gracia, y se derrumbó en una silla, riéndose como un idiota. George y yo salimos rápidamente a la calle, a la fría tarde y a la nieve.
Casi fuimos corriendo hasta nuestra habitación, y al subir cogí, del teléfono público del vestíbulo, una guía de Manhattan. Encontramos «Womberg, William S.», sin ninguna dificultad, y mientras yo leía la dirección en alto —estaba por la calle Noventa Este—, George la escribió en un sobre.
«Gimple, Ella, H.», también venía en la guía, y le enviamos una tarjeta.
—Hoy se las mandaremos a Womberg y a Gimple —dije—. En realidad, todavía no hemos empezado. Mañana enviaremos una docena.
—A ver si llegamos a la última recogida del correo —dijo George.
—Las llevaremos nosotros mismos —repliqué—. Ahora, en seguida. Mañana podría ser demasiado tarde. Mañana no estarán ni la mitad de enfadados que hoy. La gente es capaz de calmarse por la noche. Mira —añadí—, tú vas a llevar estas dos tarjetas ahora mismo, y mientras tanto yo daré una vuelta por el centro a ver si averiguo algo sobre las costumbres de Lionel Pantaloon. Nos veremos aquí por la noche...
Volví a eso de las nueve, y encontré a George tumbado en la cama, fumando y bebiendo café.
—He llevado las dos —dijo—. Las metí en el buzón, llamé al timbre y salí corriendo. Womberg tiene una casa enorme, blanca. ¿Qué tal te han ido las cosas a ti?
—He estado viendo a un amigo mío que trabaja en la sección de deportes del Daily Mirror. Me lo ha contado todo.
—¿Qué te ha dicho?
—Que los movimientos de Pantaloon siempre son los mismos, más o menos. Funciona por la noche, pero aunque vaya a algún sitio antes, siempre —y esto es importante— acaba en el Penguin Club. Llega a eso de medianoche y se marcha a las dos o dos y media. Entonces es cuando sus chivatos le van con el cuento.
—Eso es todo lo que necesitamos saber —dijo George alegremente.
—Es muy fácil.
—Pan comido.
Había una botella entera de whisky en el armario y George la sacó. Durante las dos horas siguientes estuvimos sentados en la cama, bebiendo y haciendo planes fantásticos y complicados para el desarrollo de nuestra organización. Al dar las once ya teníamos cincuenta empleados, doce famosos boxeadores entre ellos, y nuestras oficinas estaban en el centro Rockefeller. A medianoche, controlábamos a todos los periodistas y les dictábamos por teléfono sus columnas desde nuestro cuartel general, poniendo cuidado en insultar y agraviar todos los días al menos a veinte personas ricas de una u otra parte del país. Éramos inmensamente ricos, y George tenía un Bentley inglés. Yo, cinco Cadillacs. George ensayaba conversaciones telefónicas con Lionel Pantaloon. «¿Es usted Pantaloon?» «Sí, señor.» «Escuche. Su columna de hoy es una porquería.» «Lo siento, señor. Mañana intentaré hacerlo mejor.» «Claro que lo intentará. La verdad es que he pensado en sustituirle por otra persona.» «Déme otra oportunidad, por favor, señor.» «De acuerdo, Pantaloon; pero es la última. A propósito, los chicos van a ponerle una serpiente de cascabel en el coche esta noche, en nombre del señor Hiram C. King, el fabricante de jabón. El señor King lo estará viendo desde la acera de enfrente; o sea, que no se olvide de aparentar que se muere de miedo cuando la vea.» «Sí, señor. Claro, señor. No lo olvidaré.»
Cuando al fin nos acostamos y apagamos la luz, seguí oyendo a George que le echaba una bronca telefónica a Pantaloon.
A la mañana siguiente nos despertamos al dar las nueve en el reloj de la iglesia de la esquina. George se levantó y fue hasta la puerta a recoger los periódicos. Volvió con una carta en la mano.
—Ábrela —dije.
La abrió y desdobló cuidadosamente una hoja de papel fino.
—¡Léela! —grité.
Se puso a leerla en alto, la voz grave y seria al principio; pero cuando comprendió el contenido, fue alzándola hasta casi soltar un grito histérico de triunfo. Decía:


Sus métodos parecen un tanto heterodoxos, pero cualquier cosa que le hagan a ese canalla cuenta con mi aprobación. De modo que adelante. Empiecen por el punto número uno, y si lo logran, con mucho gusto les indicaré que continúen hasta el último. Envíenme la factura.


William S. Womberg


Recuerdo que, con el entusiasmo, hicimos una especie de baile por la habitación, en pijama, bendiciendo al señor Womberg en voz alta y cantando que éramos ricos. George dio varias volteretas en la cama, y es posible que yo también las diera.
—¿Cuándo lo hacemos? —preguntó—. ¿Esta noche?
Reflexioné antes de responder. No quería que me metieran prisas. Las páginas de la historia están repletas de nombres de grandes hombres que han fracasado por tomar decisiones precipitadas movidos por un entusiasmo momentáneo. Me puse la bata, encendí un cigarrillo y empecé a pasear por la habitación.
—No tenemos prisa —dije—. Ejecutaremos la petición de Womberg a su debido tiempo. Pero lo primero que hay que hacer es enviar las tarjetas.
Me vestí rápidamente, fui al quiosco que había en la acera de enfrente, compré un ejemplar de todos los diarios que tenían y volví a nuestra habitación. Pasamos las dos horas siguientes leyendo las columnas de los periodistas, y al final teníamos una lista de once personas —ocho hombres y tres mujeres— a los que habían insultado aquella mañana de una u otra forma. Las cosas marchaban bien. Trabajábamos con rapidez. Tardamos otra media hora en mirar las direcciones de los ofendidos —dos no las encontramos— y en escribirlas en los sobres.
Las entregamos por la tarde, y a eso de las seis volvimos a nuestra habitación, cansados pero contentos. Hicimos café, freímos hamburguesas y cenamos en la cama. Después nos leímos mutuamente la carta de Womberg muchas veces.
—Nos ha hecho un pedido por valor de seis mil cien dólares -dijo George—. Desde el punto uno hasta el cinco, ambos inclusive.
—No está mal para empezar, teniendo en cuenta que es el primer día. Seis mil al día son... Vamos a ver... Casi dos millones de dólares al año, sin contar los domingos. Un millón para cada uno. Más de lo que tiene Betty Grable.
—Somos muy ricos —dijo George.
Sonrió con una sonrisa lenta y luminosa, de pura alegría.
—Dentro de uno o dos días nos mudaremos a una suite del St. Regis.
—Mejor al Waldorf —dijo George.
—Como quieras. Al Waldorf. Y más adelante podríamos comprar una casa.
—¿Como la de Womberg?
—De acuerdo. Como la de Womberg. Pero primero hay que trabajar. Mañana nos ocuparemos de Pantaloon. Lo pillaremos cuando salga del Penguin Club. A las dos y media lo estaremos esperando, y cuando salga a la calle tú te adelantarás y le pegarás un buen puñetazo, justo en la punta de la nariz, como nos hemos comprometido a hacer.
—Será un placer —dijo George—. Un verdadero placer. Pero ¿cómo vamos a escapar? ¿Corriendo?
—Alquilaremos un coche por una hora. Tenemos el dinero justo. Yo te esperaré al volante con el motor en marcha, a menos de diez metros, con la puerta abierta. Después de darle el puñetazo, sólo tienes que volver al coche y nos marcharemos.
—Perfecto. Le pegaré un puñetazo muy fuerte.
George guardó silencio. Apretó el puño derecho y se contempló los nudillos. Después volvió a sonreír y dijo lentamente:
—¿No se le quedará la nariz tan aplastada que no podrá volver a meterla en los asuntos de los demás?
—Es muy probable —contesté, y con ese feliz pensamiento apagamos la luz y nos dormimos en seguida.
A la mañana siguiente me despertó un grito; me incorporé y vi a George al pie de mi cama, en pijama, agitando los brazos.
—¡Mira! —gritó.—. ¡Hay cuatro! ¡Cuatro!
Miré y, efectivamente, tenía cuatro cartas en la mano.
—Ábrelas. Rápido, ábrelas.
Leyó la primera en voz alta:


Estimada La venganza es mía, S. A. Es la mejor propuesta que he recibido desde hace años. Aplíquenle al señor Jacob Swinski el tratamiento de la serpiente de cascabel (punto 4). Pero no me importaría pagar el doble si se les olvidara sacarle el veneno de los colmillos. Atentamente,
Gertrude Porter-Vandervelt


P.D.: Será mejor que le hagan un seguro a la serpiente. La mordedura de ese tipo es más peligrosa que la de una cascabel.


George leyó la segunda en voz alta:


Tengo el cheque de 500 dólares sobre la mesa, firmado. En el momento en que se me presenten pruebas de que le han pegado un buen puñetazo en la nariz a Lionel Pantaloon, se lo enviaré. Yo preferiría que le rompieran algo. Atentamente, etc.,
Wilbur H. Gollogly


George leyó la tercera en voz alta:


En mi actual estado de ánimo, y en contra de mi leal saber y entender, me siento tentado a contestar a su tarjeta y a rogarles que depositen a ese sinvergüenza de Walter Kennedy en la Quinta Avenida, vestido únicamente con la ropa interior. Pongo como condición que el suelo esté nevado y que la temperatura sea bajo cero.
H. Gresham


También leyó en voz alta la cuarta:


Un buen porrazo en la nariz de Pantaloon merece que les dé quinientos dólares, yo o cualquier otra persona. Me gustaría presenciarlo. Les saluda atentamente,
Claudia Calthorpe Hines


George dejó las cartas sobre la cama, delicada, cuidadosamente. Durante unos momentos guardamos silencio. Nos miramos, demasiado contentos, demasiado atónitos para hablar. Yo me puse a calcular el valor de aquellos cuatro pedidos en términos monetarios.
—Son cinco mil dólares —dije quedamente.
En la cara de George había una mueca de satisfacción.
—¿No deberíamos mudarnos ya al Waldorf? —dijo.
—Dentro de muy poco —contesté—, pero de momento no tenemos tiempo para mudanzas, ni siquiera para enviar más tarjetas. Hay que empezar a despachar los pedidos que tenemos entre manos. Estamos sobrecargados de trabajo.
—¿No deberíamos contratar gente y aumentar la organización?
—Más adelante —dije—. Hoy no tenemos tiempo ni para eso. Piensa en las cosas que nos quedan por hacer. Tenemos que poner una serpiente de cascabel en el coche de Jacob Swinski..., soltar a Walter Kennedy en la Quinta Avenida en calzoncillos..., pegarle un puñetazo en la nariz a Pantaloon... Vamos a ver... Sí, tenemos que darle un puñetazo en nombre de tres clientes.
Me callé, cerré los ojos, me quedé inmóvil. Una vez más tomé conciencia de que un torrente claro de inspiración se derramaba por los tejidos de mi cerebro.
—¡Ya lo tengo! —exclamé—. ¡Ya lo tengo! ¡Mataremos tres pájaros de un tiro! ¡Tres clientes con un solo puñetazo!
—¿Cómo?
—¿No lo entiendes? Solo tenemos que pegar un puñetazo a Pantaloon..., y cada uno de los tres, Womberg, Gollogly y Claudia Hines, creerá que lo hacemos especialmente en su honor.
—Explícamelo otra vez.
Se lo expliqué.
—Eres muy listo.
—Es de sentido común. Y aplicaremos el mismo sistema a los demás. El tratamiento de la serpiente de cascabel y el otro pueden esperar hasta que recibamos más pedidos.
A lo mejor dentro de unos días ya nos han pedido varias personas que pongamos una serpiente de cascabel en el coche de Swinski, y lo haremos todo de una vez.
—Estupendo.
—Entonces, esta noche nos encargaremos de Pantaloon —dije—. Pero lo primero que hay que hacer es alquilar un coche. También podemos enviar telegramas, uno a Womberg, otro a Gollogly y otro a Claudia Hines, para decirles dónde y cuándo le pegaremos el puñetazo.
Nos vestimos rápidamente y salimos.
Logramos alquilar un coche, un Chevrolet de 1934, a ocho dólares la noche, en un garaje sucio y silencioso de la calle Nueve Este. Después enviamos tres telegramas, todos idénticos y astutamente redactados para ocultar su verdadero significado ante ojos indiscretos:


Espero verle en la puerta del Penguin Club a las dos y media. Saludos, L.V.E.M.


—Falta una cosa —dije—. Es imprescindible que te disfraces. Así, ni Pantaloon ni el portero podrán reconocerte. Tienes que ponerte un bigote falso.
—¿Y tú?
—No hace falta. Yo me quedaré en el coche. No me verán. Fuimos a una tienda de juguetes y compramos un magnífico bigote negro, con las guías afiladas y hacia arriba, encerado, tieso y brillante, y cuando se lo puso en la cara, George parecía el Káiser de Alemania. El dependiente también nos vendió un tubo de pegamento y nos explicó cómo había que colocarlo sobre el labio superior.
—Se lo van a pasar en grande con los críos, ¿eh? —dijo.
George replicó:
—Desde luego.
Ya estaba todo listo, pero aún había que esperar mucho. Nos quedaban tres dólares con los que compramos un bocadillo para cada uno, y después fuimos al cine. A las once de la noche recogimos el coche y empezamos a pasear lentamente por las calles de Nueva York, esperando a que llegase el momento.
—Será mejor que te pongas ya el bigote, para que te vayas acostumbrando.
Paramos bajo una farola, le puse un poco de pegamento a George en el labio superior y le coloqué el bigote negro, enorme y peludo, con las guías afiladas. Después, continuamos. En el coche hacía frío y empezaba a nevar otra vez. Vi unos copitos caer entre las luces de los faros. George decía continuamente:
—¿Le pego muy fuerte?
Y yo contestaba:
—Lo más fuerte que puedas, y en la nariz. Tiene que ser en la nariz, porque forma parte del contrato. Hay que hacerlo todo bien. A lo mejor lo ven nuestros clientes.
A las dos de la mañana pasamos por la puerta del Penguin Club para estudiar la situación.
—Voy a aparcar ahí —dije—, un poco más allá de la entrada, en ese trozo oscuro. Pero te dejaré la puerta abierta.
Continuamos. Entonces George preguntó:
—¿Cómo es? ¿Cómo sabré quién es?
—No te preocupes —contesté—. Ya he pensado en eso —saqué del bolsillo un papel y se lo di—. Coge esto, dóblalo en pliegues pequeños y dáselo al portero. Dile que se lo lleve a Pantaloon en seguida. Actúa como si tuvieras una prisa enorme y como si estuvieras muerto de miedo. Te apuesto cien contra uno a que Pantaloon sale. Ningún periodista se resistiría a esta nota.
En el papel había escrito:


Soy un funcionario del consulado soviético. Venga a la puerta en seguida, por favor. Tengo que decirle una cosa, pero venga en seguida porque corro peligro. Yo no puedo entrar a verle.


—Con ese bigote pareces ruso. Todos los rusos tienen grandes bigotes —dije.
George cogió el papel, lo dobló en pliegues pequeños y lo sujetó entre los dedos. Eran ya casi las dos y media, y nos dirigimos al Penguin Club.
—¿Estás listo? —pregunté.
—Sí.
—Vamos allá. Voy a aparcar un poco más allá de la puerta... Aquí. Pégale fuerte —dije.
George abrió la puerta y salió del coche. Yo la cerré, pero me incliné y puse la mano en la manivela para poder abrirla rápidamente y bajé la ventanilla para mirar. El motor ronroneaba.
Vi a George dirigirse con paso rápido hacia el portero, parado bajo la marquesina roja y blanca que ocupaba parte de la acera. Vi que el portero se volvía y miraba a George, y no me gustó su forma de hacerlo. Era un hombre alto e imponente, con un bonito uniforme de color magenta con botones y hombreras dorados y una ancha lista blanca en cada pernera. También llevaba guantes blancos, y miró altaneramente a George, con el ceño fruncido, apretando con fuerza los labios. Se quedó mirando el bigote de George, y yo pensé: «Dios mío se nos ha ido la mano, va demasiado disfrazado. Se dará cuenta de que es falso, va a coger uno de los extremos, tirará de él y se soltará.» Pero no lo hizo. Le distrajo la actuación de George, porque estaba interpretando muy bien su papel. Le vi dar saltitos, entrelazar y separar las manos, balanceando el cuerpo y agitando la cabeza, y le oí decir:
—Pog favog, pog favog, dese pgisa. Es vida o muegte. Pog favog, llévelo gápido al señog Pantaloon.
Su acento ruso no se parecía a ningún acento que yo hubiese oído nunca, pero de todos modos su voz tenía un tono de verdadera desesperación.
Finalmente el portero dijo, grave, altanero:
—Déme la nota.
George se la dio y dijo:
—Gacias, gacias, pego diga que es uggente.
El portero desapareció en el interior. A los pocos momentos volvió y dijo:
—Se la están entregando en este momento.
George paseaba nervioso. Yo esperaba, observando la puerta. Pasaron tres o cuatro minutos. George se retorció las manos y dijo:
—¿Dónde está? ¿Dónde está? ¡Pog favog, vaya a veg si viene!
—Pero, ¿qué le pasa? —dijo el portero, y volvió a mirar el bigote de George.
—¡Es vida o muegte! ¡El señog Pantaloon puede ayudag! ¡Tiene que venig!
—Haga el favor de callarse —replicó el portero, pero volvió a abrir la puerta, asomó la cabeza y le oí decir algo a alguien.
A George le dijo:
—Parece que ya viene.
A los pocos minutos se abrió la puerta y salió Pantaloon, bajito y pulcro. Se detuvo y miró rápidamente de un lado a otro, como un hurón inquisitivo y nervioso. El portero se llevó la mano a la gorra y señaló a George. Oí decir a Pantaloon:
—¿Qué desea?
George respondió:
—Pog favog, vamos pog allí, pogque nadie oiga —y precediendo a Pantaloon se dirigió hacia el coche.
—Vamos, diga qué es lo que desea —repitió Pantaloon. De repente, George gritó:
—¡Mire! —y señaló al otro extremo de la calle. Pantaloon volvió la cabeza, y en ese momento George echó el brazo derecho hacia atrás y dejó caer el puño sobre la punta de la nariz de Pantaloon.
Le vi inclinarse hacia adelante con el impulso, echando todo el peso, y me dio la impresión de que el cuerpo de Pantaloon se elevaba del suelo un par de metros y que flotaba hasta que la fachada del Penguin Cluy lo frenó. Todo ocurrió con mucha rapidez y, al poco, George estaba en el coche, a mi lado. Arrancamos y oí al portero tocar un silbato detrás de nosotros.
—¡Lo conseguimos! —dijo George jadeante. Estaba excitado y sin aliento—. ¡Le he pegado un buen puñetazo! ¿Lo has visto?
Nevaba con fuerza. Conduje deprisa y giré varias veces bruscamente, sabiendo que nadie podría alcanzarnos en medio de la nevada.
—Ese hijo de perra casi ha atravesado la pared del golpe que le he dado.
—Muy bien, George —dije—. Buen trabajo.
—¿Y has visto cómo se elevaba? ¿Has visto cómo se levantaba del suelo?
—Womberg estará encantado —dije.
—Y Gollogly, y la Hines.
—Todos estarán encantados. Verás la de dinero que nos va a llegar.
—¡Viene un coche detrás de nosotros! —gritó George—. ¡Nos sigue! ¡Nos viene pisando los talones! ¡Corre, corre!
—¡Es imposible! —exclamé—. No pueden habernos descubierto todavía. Será un coche que va a lo suyo.
Me metí a la derecha.
—Sigue detrás de nosotros —dijo George—. Tuerce otra vez. Lo despistaremos.
—¿Cómo demonios vamos a despistar a un coche de la policía en un Chevrolet del treinta y cuatro? —dije—. Voy a parar.
—¡Sigue! —gritó George—. Vamos bien.
—Voy a parar —insistí—. Si seguimos se pondrán furiosos.
George protestó enérgicamente, pero yo sabía que era lo mejor que podíamos hacer y me detuve a un lado de la carretera. El otro coche torció bruscamente, pasó delante de nosotros y frenó patinando.
—Rápido —dijo George—, escapemos.
Tenía la puerta abierta y estaba dispuesto a echar a correr.
—No seas idiota —le dije—. Quédate donde estás. Ya no hay nada que hacer.
Una voz dijo desde fuera:
—¿Qué pasa, chicos? ¿Por qué tanta prisa?
—No llevamos prisa —repliqué—. Vamos a casa.
—¿Ah, sí?
—Sí, hacia allí vamos.
El hombre asomó la cabeza por la ventanilla de mi asiento; me miró a mí, después a George y otra vez a mí.
—Hace una noche espantosa —dijo George—. Queremos llegar a casa antes de que las calles se cubran de nieve.
—Pues tomáoslo con calma —dijo aquel hombre—. Quería daros esto inmediatamente —dejó caer un fajo de billetes en mi regazo—. Soy Gollogly —añadió—. Wilbur H. Gollogly —y nos sonrió en medio de la nevada, mientras daba patadas y se frotaba las manos para calentarse—. Recibí vuestro telegrama y lo he visto todo. Habéis hecho un buen trabajo. Os doy el doble. Ha merecido la pena. Es lo más divertido que he visto en mi vida. Adiós, chicos. Andaos con cuidado. Os empezarán a buscar. Yo que vosotros me marcharía de la ciudad. Adiós.
Y sin darnos tiempo a replicar, se marchó.
Cuando al fin llegamos a nuestra habitación me puse a hacer el equipaje inmediatamente.
—¿Estás loco? —dijo George—. Sólo tenemos que esperar unas horas y recibiremos quinientos dólares de Womberg y otros tantos de la Hines. Entonces tendremos dos mil dólares y podremos ir a donde queramos.
De modo que pasamos el día siguiente esperando en nuestra habitación, leyendo los periódicos. En uno de ellos decía: «Brutal agresión a un famoso periodista.» Pero, efectivamente, a última hora de la tarde nos llegaron dos cartas con quinientos dólares cada una.
Y ahora, en este preciso momento, estamos en un autocar, bebiendo whisky escocés, rumbo al sur, hacia un lugar en el que siempre brilla el sol y en el que hay carreras de caballos todos los días. Somos inmensamente ricos, y George no para de decir que si apostamos los dos mil dólares a un caballo a diez a uno ganaremos otros veinte mil dólares y podremos jubilamos.
—Compraremos una casa en Palm Beach —dice— y nos lo pasaremos realmente en grande. Al borde de nuestra piscina se tumbarán las señoras más guapas de la alta sociedad, tomando refrescos, y al cabo de cierto tiempo podríamos invertir una buena cantidad en otro caballo y hacernos aún más ricos. Es posible que nos cansemos de Palm Beach, y entonces iremos de un sitio a otro, como la gente rica. Montecarlo y sitios así. Como Ah Khan y el duque de Windsor. Seremos miembros destacados de la alta sociedad internacional, las estrellas de cine nos sonreirán, los camareros nos harán reverencias y a lo mejor, con el tiempo, hasta salimos en la columna de Lionel Pantaloon.
—Eso sería estupendo —dije.
—¿Verdad? —replicó alegremente—. ¿A que sí?

 

domingo, 26 de marzo de 2017

Metamorfosis. Álvaro Yunque.

Una rana —una rana loca según opinión de los sapos— se dijo:
Desde hoy no comeré otra cosa que reflejos de estrellas...
Después de algunas noches ya no canta: cli, cli, cli, cli, como antes.
Ahora canta como un zorzal, canta como si le hubieran nacido alas de pájaro.

 Los animales hablan. Álvaro Yunque, 1985.

viernes, 24 de marzo de 2017

Regalo sospechoso. Diego Muñoz Valenzuela.

Era un paquete enorme, delicadamente envuelto en papel celofán verde y ornamentado con un abultado moño de cinta roja. Lo abrí con recelo, pensando en alternativas desagradables: bombas de tiempo, perros muertos, lavadoras descompuestas, esculturas modernas. Errores todos ellos. Era un hermoso caballo de madera tallado y barnizado al natural, sostenido sobre una plataforma rodante. El Caballo de Troya, pensé. Tenía la pata izquierda levantada, eso le otorgaba movimiento y elegancia. Del recelo pasé al temor, y de allí al sobrecogimiento. ¿Qué oscuro enemigo podía haber ideado este plan homérico en mi contra? Repasé la lista y eso me tomó un buen tiempo. Todos podían haber sido; no pude descartar a ninguno. Ahora, qué contenía el caballo, ésa era la pregunta. Me aproximé con cautela y golpeteé la madera con los nudillos. Madera maciza. O interior repleto de explosivos plásticos. O cobalto radiactivo, para eliminarme lentamente. O una masa de arácnidos letales. No había tarjeta ni indicación de remitente.
Me subí sobre el regalo. Instantáneamente echó a rodar por el mundo. Me llevó lejos, a lugares maravillosos y desconocidos. Muy tarde comprendí la trampa, pero ya era feliz.

 

jueves, 23 de marzo de 2017

Fábula del tiempo. Lilian Elphick.

Fábola y Tigre han decidido tomarse un tiempo. Él es el primero en beberlo. Ella tiene un poco de miedo, pero Tigre la incita a coger la copita y tragarse el líquido de una sola vez.
Amargo
Más bien ácido.
Como el limón.
Pero con un toque de cicuta.
Oh, sí.
Y así hablaban hasta que el tiempo surte efecto. Los devora de inmediato, sin el trivial acto de canibalismo.
Fábola y Tigre se miran. Son un par de desconocidos en la enormidad de las praderas amarillas.


Diálogo de Tigres. Lilian Elphick, 2011.

miércoles, 22 de marzo de 2017

Penúltimo aprendizaje. Hipólito G. Navarro.

Sergio es el primero que lo sabe: quienes flotan en las piscinas como los gatos de escayola hacen siempre un buen papelón en el chalé de los amigos. Por si fuera poca certeza, sabe además que todo el brillo de su charla de sobremesa termina por apagarse apenas se quita la ropa, cuando aparece fantasmal una figura no clasificada aún en las categorías más comunes o estandarizadas. Ni atlético ni pícnico, ni asténico siquiera, del conjunto de músculos y huesos de Sergio podría decirse acaso que posee una belleza cubista, para emplear ese socorrido adjetivo que aplicado a la anatomía de un individuo la sitúa siempre más o menos por los alrededores de Avignon.
Soporta Sergio las risitas como puede, acostumbrado a ellas desde niño, sabiendo que lo peor está todavía por llegar.
-¿No te bañas? -preguntan a coro los amigos.
-Sí, un poco más tarde; es que estoy aún en digestión -argumenta Sergio, dándole nerviosas vueltas a la perolilla imaginaria de un reloj digital water resistant.
-¡En digestión!... Hemos comido todos a la vez, y luego no has parado de hablar en las tres últimas horas, por si no lo sabes.
Admira Sergio la manera de establecer contacto con lo húmedo que tienen los amigos, saltando al centro de la piscina sin pensarlo, como cuchillos que se hundieran en un flan. Mientras, él va entrando poco a poco, peldaño a peldaño, por una escalerilla de tubos que resbalan peligrosamente, y se detiene cuando el agua llega a la altura de sus partes contratantes, peleadas desde siempre con toda clase de frialdad. Así, desde ese nivel, puede comprobar cómo algunos cubren quince envidiables largos sin respirar apenas.
-Venga, hombre, que está buenísima.
Al final no tiene más remedio que penetrar. Una penetración entre comillas, obviamente. El primer baño de Sergio se reduce a darle una ridícula vuelta a la piscina, bien agarrado al borde, mientras sus amigos ríen y lo martirizan con la broma sempiterna de todos los veranos:
-Lo ibas a tener muy crudo tú, de cartero en Venecia.
Esa mofa repetida desencadena no obstante, de manera inevitable, muchos y muy variados comentarios viajeros, peregrinos, que desvían la atención de los amigos. Su torpeza, le parece a Sergio, pasa entonces más inadvertida.
Se va soltando poco a poco, con la misma lentitud con que el agua parece adquirir la consistencia de un caldo.
Ellos salen sin apenas una arruga, y Sergio acepta como cada verano el reto de quedarse solo para practicar un poco más donde no cubre.
Cafés. Infusiones.
Cuando llega el fin de la tarde, con los whiskies y el colofón de la puesta de sol sobre los árboles frutales, todavía una bonita e intensa ensoñación los embarga a todos. En ella intervienen canales, palacios y góndolas en diferentes proporciones.
Sergio flota ahora mansamente y en silencio sobre el agua, desaparecido por completo el exceso de prudencia que agarrotó a sus músculos durante las primeras horas. Un pájaro negro y enorme, planeando con las alas extendidas, cruza muy despacio por el cielo. Durante una fracción de segundo, Sergio en la piscina ha sido su exacto reflejo sobre el agua.



lunes, 20 de marzo de 2017

Cuento de miedo. Lola Suárez.

El mejor cuento de miedo, el que me quita el sueño si lo recuerdo de noche, lo leí en el interior de la tapa de un ataúd.
El protagonista anónimo había escrito el texto con su sangre. Sólo decía: “Estaba vivo”.

domingo, 19 de marzo de 2017

Los barrenderos. Herta Müller.

La ciudad está impregnada de vacío.
Un coche me atropella los ojos con sus faros.
El conductor maldice porque no se me ve en la oscuridad.
Los barrenderos están de servicio.
Barren las bombillas, barren las calles fuera de las ciudades, barren el vivir de las viviendas, me barren las ideas de la cabeza, me barren de una pierna a otra, me barren los pasos al andar.
Los barrenderos me envían luego sus escobas, sus magras escobas saltarinas. Los zapatos se me alejan taconeando.
Y camino detrás de mí, caigo fuera de mí, por sobre el borde de mis pensamientos.
A mi lado ladra el parque. Las lechuzas se comen los besos que han quedado en los bancos. Las lechuzas ni me miran. En la maleza se acurrucan los sueños cansados, hartos de trajinar.
Las escobas me barren la espalda porque me apoyo demasiado contra la noche.
Los barrenderos hacen un montón con las estrellas, las barren en sus palas y las vacían en el canal.
Un barrendero le dice algo a otro barrendero, que se lo dice a otro y éste también a otro.
De pronto los barrenderos de todas las calles hablan a la vez. Yo paso por entre sus gritos, por entre la espuma de sus voces, me quiebro, me precipito al abismo de los significados.
Camino a grandes pasos. Me quedo sin piernas al caminar.
El camino ha sido barrido.
Las escobas me caen encima.
Todo da un vuelco.
La ciudad va por el campo a la deriva, hacia algún punto.

 

sábado, 18 de marzo de 2017

El cuentista. Saki.

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta.
-No, Cyril, no -exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe-. Ven a mirar por la ventanilla -añadió.
El niño se desplazó hacia la ventilla con desgana.
-¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? -preguntó.
-Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba -respondió la tía débilmente.
-Pero en ese campo hay montones de hierba -protestó el niño-; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba.
-Quizá la hierba de otro campo es mejor -sugirió la tía neciamente.
-¿Por qué es mejor? -fue la inevitable y rápida pregunta.
-¡Oh, mira esas vacas! -exclamó la tía.
Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad.
-¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? -persistió Cyril.
El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo.
La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería.
-Acérquense aquí y escuchen mi historia -dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma.
Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños.
Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral.
-¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? -preguntó la mayor de las niñas.
Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero.
-Bueno, sí -admitió la tía sin convicción-. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho.
-Es la historia más tonta que he oído nunca -dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción.
-Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta -dijo Cyril.
La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito.
-No parece que tenga éxito como contadora de historias -dijo de repente el soltero desde su esquina.
La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado.
-Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar -dijo fríamente.
-No estoy de acuerdo con usted -dijo el soltero.
-Quizá le gustaría a usted explicarles una historia -contestó la tía.
-Cuéntenos un cuento -pidió la mayor de las niñas.
-Érase una vez -comenzó el soltero- una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.
El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara.
-Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales.
-¿Era bonita? -preguntó la mayor de las niñas.
-No tanto como cualquiera de ustedes -respondió el soltero-, pero era terriblemente buena.
Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía.
-Era tan buena -continuó el soltero- que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena.
-Terriblemente buena -citó Cyril.
-Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar.
-¿Había alguna oveja en el parque? -preguntó Cyril.
-No -dijo el soltero-, no había ovejas.
-¿Por qué no había ovejas? -llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior.
La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca.
-En el parque no había ovejas -dijo el soltero- porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio.
La tía contuvo un grito de admiración.
-¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? -preguntó Cyril.
-Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad -dijo el soltero despreocupadamente-. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes.
-¿De qué color eran?
-Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos.
El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió:
-Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger.
-¿Por qué no había flores?
-Porque los cerdos se las habían comido todas -contestó el soltero rápidamente-. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores.
Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría
decidido lo contrario.
-En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena.
-¿De qué color era? -preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés.
-Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad.
-¿Mató a alguno de los cerditos?
-No, todos escaparon.
-La historia empezó mal -dijo la más pequeña de las niñas-, pero ha tenido un final bonito.
-Es la historia más bonita que he escuchado nunca -dijo la mayor de las niñas, muy decidida.
-Es la única historia bonita que he oído nunca -dijo Cyril.
La tía expresó su desacuerdo.
-¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza.
-De todos modos -dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren-, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo.
«¡Infeliz! -se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe-. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!».


viernes, 17 de marzo de 2017

Un arma cargada de futuro. Eugenio Mandrini.

Cada ciego tiene su modo de esperanza entre tinieblas.
Está ese que con su bastón golpea y golpea las sombras hasta que una de ellas, cruja al fin, y sea el comienzo, al menos, de la penumbra.
Está ese otro que sueña un sueño modesto, un sueño de sencilla timidez pero de porfiada tenacidad: sueña ser un cíclope.
Está también el que enciende un fósforo y otros diez y otros cien, muy cerca de su cara, mientras aguarda tenso y con la sangre ardiendo a que, de entre las cenizas de los ojos, surja un humo y después el fuego.
Pero ninguno como aquél que lleva un arma en el bolsillo. Un arma tan milagrosa que si le faltara la vida por razones de un balazo en el corazón, igual lo ayudaría a seguir respirando. Un arma a la que ha de cuidar más que a su perro guía si lo tuviera, y aún más que a sus raciones de sed, de hambre y de cuerpo de mujer. Un arma (como la poesía) cargada de futuro. Por si algún día, en algún momento, de pronto...
Un diminuto espejo.

 

jueves, 16 de marzo de 2017

Y se ponía a llorar porque él no estaba cuando vivía papá. Svetlana Alexiévich.

Larisa Lisóvskaia, seis años [Actualmente es bibliotecaria]


Tengo a mi padre en la memoria... Y a mi hermanito...
Mi padre estaba en la guerrilla. Los nazis lo apresaron y lo fusilaron. Unas mujeres le dijeron a mi madre dónde los habían ejecutado, a mi padre y a los demás hombres. Mi madre fue corriendo hasta donde estaban los cuerpos... Durante toda la vida, mi madre siguió recordando el frío que hacía, decía que en los charcos había una costra de hielo. Ellos solo llevaban puestos los calcetines...
Mamá estaba embarazada. Llevaba dentro a nuestro hermanito.
Teníamos que escondernos. Los alemanes arrestaban a los familiares de los partisanos. Detenían a familias enteras, a los niños también. Se llevaban a la gente en camiones con cubierta de lona...
Estuvimos mucho tiempo escondidas en el sótano de los vecinos. Empezaba la primavera... Nos tumbábamos encima de las patatas, los tubérculos brotaban... Te quedabas dormida, por la noche salía un brote y te hacía cosquillas en la nariz. Como si fuera un bichito. Los bichos vivían en mis bolsillos. En mis calcetines. No me daban miedo, ni de día ni de noche.
Un día salimos del sótano y mamá dio a luz al hermanito. Creció, empezó a hablar. Nosotras recordábamos a papá:
Papá era alto...
Era fuerte... ¡Cómo me lanzaba al aire!
Eso decíamos mi hermana y yo, y un día nuestro hermanito preguntó:
Y yo, ¿dónde estaba?
Tú aún no estabas...
Y se ponía a llorar porque él no estaba cuando vivía papá...

 Últimos testigos. Svetlana Alexiévich. 2006.

miércoles, 15 de marzo de 2017

Memento, homo. Juan Manuel Sánchez.

Las farolas empezaban a apagarse a pesar de que aún las calles estaban en penumbra, y tal vez fuera mejor así para no ver el deterioro del disfraz y los desperfectos del peinado. Como lágrimas negras, el rímel surcaba a sus anchas el rostro del apresurado caminante, que aún escuchaba en su cabeza el retumbar de aquella melodía que hablaba de una lluvia de hombres.
Una ducha borró todo resto externo del festejo, pero aquella canción insistía en recordarle sus actos. Llegado al trabajo, suspiró aliviado por ser el primero, de modo que pudo prepararse para una mañana concurrida. Repasó la ceremonia, colocó los bancos, alumbró la sala y se puso la casulla. Nada hacía recordar al que había sido unas horas antes; nada salvo aquella musiquilla pertinaz y traviesa que no lo abandonaba.
Madrugadores y noctámbulos se dieron cita al mismo tiempo para recibir la ceniza de manos del honorable párroco, que a unos les recitaba de corrido el latinajo y a otros el tozudo estribillo bailable. Como ni los unos entendían el latín ni los otros el inglés, la liturgia no desentonó, y así todos decían para sus adentros al final: ¡Aleluya!

 Esta noche te cuento, febrero, 2004.

martes, 14 de marzo de 2017

Necrofilia. Marco Denevi.

Cuenta el mitólogo Patulio: «Al regreso de la guerra contra los mirmidones, Barión sorprendió a su mujer, Casiomea, en brazos de un mozalbete llamado Cástor. Ahí mismo estranguló al intruso y luego arrojó el cadáver al mar. Noches después, estando Barión deleitándose con Casiomea, se le apareció en la alcoba Cástor, pálido como lo que era, un muerto, y lo conminó a ir al templo de Plutón en Trézene y sacrificarle dos machos cabríos para expiar su crimen. Barión, aterrado y no menos pálido, obedeció. Mientras tanto el fantasma de Castor reanudaba sus amores con Casiomea, quien no se atrevió a negarle nada a un ser venido del otro mundo. Varias veces Barión debió ceder su lecho al cuerpo astral de Cástor sin una protesta, porque el joven lo amenazaba, si se resistía, con llevarlo con él a la tenebrosa región del Infierno». El mitólogo Patulio agrega que Castor tenía un hermano gemelo, de nombre Pólux, pero de este Pólux nada dice.

lunes, 13 de marzo de 2017

Fábula del león y la liebre. (Panchatantra)

Vivía en una montaña un león llamado Durdanta que se entretenía en matar por capricho a toda clase de animales. Un buen día estos se reunieron en asamblea y decidieron enviarle una embajada.
-Señor -le dijeron-, ¿por qué destruís así, sin ton ni son, a los animales? Tened paciencia. Todos los días escogeremos y os enviaremos a uno de nosotros para que os alimentéis.
Y así fue. El león, a partir de entonces, devoró todos los días a uno de aquellos animales.
Pero, cuando le llegó el turno a una liebre vieja, esta se dijo para sus adentros:
-Solamente se obedece a aquél a quien se teme, y eso para conservar la vida. Si he de morir, ¿de qué me servirá obedecer al león? Voy, pues, a tomarme el asunto con mucha calma y mucho tiempo. No puede costarme más que la vida y ésa ya la tengo perdida.
Así, pues, se puso tranquilamente en marcha y se iba deteniendo por el camino, aquí y allá, para contemplar el paisaje y masticar algunas sabrosas raíces.
Por fin, después de muchos días, llegó a donde estaba el león y éste, que tenía hambre atrasada, le preguntó muy colérico:
-¿Por qué diablos vienes tan tarde?
-Yo no tengo la culpa -respondió la liebre-. Otro león me ha retenido a la fuerza y me ha obligado a jurarle que volvería a su lado. Por eso, en cuanto pude, he venido a decírselo a vuestra majestad.
-¡Llévame pronto cerca de ese miserable que desconoce mi poder! -dijo el león Durdanta encolerizado.
La liebre condujo al rey león junto a un pozo muy profundo y le dijo:
-Mirad, señor, el atrevido e insolente está ahí abajo en el fondo de su cueva.
Y mostró al león su propia imagen reflejada en el agua del pozo.
El león Durdanta, el rey de la montaña, hinchado de orgullo, no pudo dominar su rabia y, queriendo aplastar a su rival, se precipitó dentro del pozo, en donde encontró la muerte.
Lo cual prueba que la inteligencia es más importante que la fuerza y que la fuerza sin la inteligencia no sirve de nada.

Panchatantra, s. III a.C.
 

domingo, 12 de marzo de 2017

El Aleph. Jorge Luis Borges.

O God, I could be bounded in a nutshell and count myself a King of infinite space.
Hamlet, II, 2.


But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time, a Nuncstans (as the Schools call it); which neither they, nor any else understand, no more than they would a Hicstans for a infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46


La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, después de una imperiosa agonía que no se rebajó un solo instante ni al sentimentalismo ni al miedo, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita. Cambiará el universo pero yo no, pensé con melancólica vanidad; alguna vez, lo sé, mi vana devoción la había exasperado; muerta, yo podía consagrarme a su memoria, sin esperanza, pero también sin humillación. Consideré que el 30 de abril era su cumpleaños; visitar ese día la casa de la calle Garay para saludar a su padre y a Carlos Argentino Daneri, su primo hermano, era un acto cortés, irreprochable, tal vez ineludible. De nuevo aguardaría en el crepúsculo de la abarrotada salita, de nuevo estudiaría las circunstancias de sus muchos retratos, Beatriz Viterbo, de perfil, en colores; Beatriz, con antifaz, en los carnavales de 1921; la primera comunión de Beatriz; Beatriz, el día de su boda con Roberto Alessandri; Beatriz, poco después del divorcio, en un almuerzo del Club Hípico; Beatriz, en Quilmes, con Delia San Marco Porcel y Carlos Argentino; Beatriz, con el pekinés que le regaló Villegas Haedo; Beatriz, de frente y de tres cuartos, sonriendo; la mano en el mentón… No estaría obligado, como otras veces, a justificar mi presencia con módicas ofrendas de libros: libros cuyas páginas, finalmente, aprendí a cortar, para no comprobar, meses después, que estaban intactos. Beatriz Viterbo murió en 1929; desde entonces no dejé pasar un 30 de abril sin volver a su casa. Yo solía llegar a las siete y cuarto y quedarme unos veinticinco minutos; cada año aparecía un poco más tarde y me quedaba un rato más; en 1933, una lluvia torrencial me favoreció: tuvieron que invitarme a comer. No desperdicié, como es natural, ese buen precedente; en 1934, aparecí, ya dadas las ocho con un alfajor santafecino; con toda naturalidad me quedé a comer. Así, en aniversarios melancólicos y vanamente eróticos, recibí gradualmente confidencias de Carlos Argentino Daneri.


Beatriz era alta, frágil, muy ligeramente inclinada: había en su andar (si el oximoron es tolerable) una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis; Carlos Argentino es rosado, considerable, canoso, de rasgos finos. Ejerce no sé qué cargo subalterno en una biblioteca ilegible de los arrabales del Sur; es autoritario, pero también es ineficaz; aprovechaba, hasta hace muy poco, las noches y las fiestas para no salir de su casa. A dos generaciones de distancia, la ese italiana y la copiosa gesticulación italiana sobreviven en él. Su actividad mental es continua, apasionada, versátil y del todo insignificante. Abunda en inservibles analogías y en ociosos escrúpulos. Tiene (como Beatriz)grandes y afiladas manos hermosas. Durante algunos meses padeció la obsesión de Paul Fort, menos por sus baladas que por la idea de una gloria intachable. “Es el Príncipe de los poetas en Francia”, repetía con fatuidad. “En vano te revolverás contra él; no lo alcanzará, no, la más inficionada de tus saetas.”
El 30 de abril de 1941 me permití agregar al alfajor una botella de coñac del país. Carlos Argentino lo probó, lo juzgó interesante y emprendió, al cabo de unas copas, una vindicación del hombre moderno.


-Lo evoco -dijo con una admiración algo inexplicable- en su gabinete de estudio, como si dijéramos en la torre albarrana de una ciudad, provisto de teléfonos, de telégrafos, de fonógrafos, de aparatos de radiotelefonía, de cinematógrafos, de linternas mágicas, de glosarios, de horarios, de prontuarios, de boletines…


Observó que para un hombre así facultado el acto de viajar era inútil; nuestro siglo XX había transformado la fábula de Mahoma y de la montaña; las montañas, ahora convergían sobre el moderno Mahoma.


Tan ineptas me parecieron esas ideas, tan pomposa y tan vasta su exposición, que las relacioné inmediatamente con la literatura; le dije que por qué no las escribía. Previsiblemente respondió que ya lo había hecho: esos conceptos, y otros no menos novedosos, figuraban en el Canto Augural, Canto Prologal o simplemente Canto-Prólogo de un poema en el que trabajaba hacía muchos años, sin réclame, sin bullanga ensordecedora, siempre apoyado en esos dos báculos que se llaman el trabajo y la soledad. Primero abría las compuertas a la imaginación; luego hacía uso de la lima. El poema se titulaba La Tierra; tratábase de una descripción del planeta, en la que no faltaban, por cierto, la pintoresca digresión y el gallardo apóstrofe.


Le rogué que me leyera un pasaje, aunque fuera breve. Abrió un cajón del escritorio, sacó un alto legajo de hojas de block estampadas con el membrete de la Biblioteca Juan Crisóstomo Lafinur y leyó con sonora satisfacción.


He visto, como el griego, las urbes de los hombres,
los trabajos, los días de varia luz, el hambre;
No corrijo los hechos, no falseo los nombres,
Pero el voyage que narro, es… autour de ma chambre.


Estrofa a todas luces interesante -dictaminó-. El primer verso granjea el aplauso del catedrático, del académico, del helenista, cuando no de los eruditos a la violeta, sector considerable de la opinión; el segundo pasa de Homero a Hesíodo (todo un implícito homenaje, en el frontis del flamante edificio, al padre de la poesía didáctica), no sin remozar un procedimiento cuyo abolengo está en la Escritura, la enumeración, congerie o conglobación; el tercero – ¿barroquismo, decadentismo, culto depurado y fanático de la forma? – consta de dos hemistiquios gemelos; el cuarto francamente bilingüe, me asegura el apoyo incondicional de todo espíritu sensible a los desenfados envites de la facecia. Nada diré de la rima rara ni de la ilustración que me permite ¡sin pedantismo!acumular en cuatro versos tres alusiones eruditas que abarcan treinta siglos de apretada literatura: la primera a la Odisea, la segunda a los Trabajos y días, la tercera a la bagatela inmortal que nos depararan los ocios de la pluma del saboyano…Comprendo una vez más que el arte moderno exige el bálsamo de la risa, el scherzo. ¡Decididamente, tiene la palabra Goldoni!


Otras muchas estrofas me leyó que también obtuvieron su aprobación y su comentario profuso; nada memorable había en ella; ni siquiera las juzgué mucho peores que la anterior. En su escritura habían colaborado la aplicación, la resignación y el azar; las virtudes que Daneri les atribuía eran posteriores. Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable; naturalmente, ese ulterior trabajo modificaba la obra para él, pero no para otro. La dicción oral de Daneri era extravagante; su torpeza métrica le vedó, salvo contadas veces, transmitir esa extravagancia al poema.
Una sola vez en mi vida he tenido la ocasión de examinar los quince mil dodecasílabos del Polyolbion, esa epopeya topográfica en la que Michael Drayton registró la fauna, la flora, la hidrografía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra; estoy seguro de que ese producto considerable, pero limitado, es menos tedioso que la vasta empresa congénere de Carlos Argentino. Éste se proponía versificar toda la redondez del planeta; en 1941 ya había despachado unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al Norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de la Concepción, la quinta de Mariana Cambaceres de Alvear en la calla Once de Setiembre, en Belgrano, y un establecimiento de baños turcos no lejos del acreditado acuario de Brighton. Me leyó ciertos laboriosos pasajes de la zona australiana de su poema; esos largos e informes alejandrinos carecían de la relativa agitación del prefacio. Copio una estrofa:


Sepan. A manderecha del poste rutinario,
(Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)
Se aburre una osamenta – ¿Color? Blanquiceleste –
Que da al corral de ovejas catadura de osario.


– ¡Dos audacias -gritó con exultación- rescatadas, te oigo mascullar, por el éxito! Lo admito, lo admito. Una, el epíteto rutinario, que certeramente denuncia, en passant, el inevitable tedio inherente a las faenas pastoriles y agrícolas, tedio que ni las geórgicas ni nuestro ya laureado Don Segundo se atrevieron jamás a denunciar así, al rojo vivo. Otra, el enérgico prosaísmo Se aburre una osamenta, que el melindroso querrá excomulgar con horror, pero que apreciará más que su vida el crítico de gusto viril. Todo el verso, por lo demás, es de muy subidos quilates. El segundo hemistiquio entabla animadísima charla con el lector, se adelanta a su viva curiosidad, le pone una pregunta en la boca y la satisface… al instante. ¿Y qué me dices de ese hallazgo blanquiceleste? El pintoresco neologismo sugiere el cielo, que es un factor importantísimo del paisaje australiano. Sin esa evocación resultarían demasiado sombrías las tintas del boceto y el lector se vería compelido a cerrar el volumen, herida en lo más íntimo el alma de incurable y negra melancolía.


Hacia la medianoche me despedí.


Dos domingos después, Daneri me llamó por teléfono, entiendo que por primera vez en la vida. Me propuso que nos reuniéramos a las cuatro, “para tomar juntos la leche, en el contiguo salón-bar que el progresismo de Zunino y de Zungri – los propietarios de mi casa, recordarás – inaugura en la esquina; confitería que te importará conocer”. Acepté, con más resignación que entusiasmo. Nos fue difícil encontrar mesa; el “salón-bar”, inexorablemente moderno, era apenas un poco menos atroz que mis previsiones; en las mesas vecinas el excitado público mencionaba las sumas invertidas sin regatear por Zunino y por Zungri. Carlos Argentino fingió asombrarse de no sé qué primores de la instalación de la luz (que, sin duda, ya conocía) y me dijo con cierta severidad:


-Mal de tu grado habrás de reconocer que este local se parangona con los más encopetados de Flores.


Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió azulado, ahora abundaba en azulino, azulenco y hasta azulillo. La palabra lechoso no era bastante fea para él; en la impetuosa descripción de un lavadero de lanas, prefería lactario, lacticinoso, lactescente, lechal… Denostó con amargura a los críticos; luego, más benigno, los equiparó a esas personas, “que no disponen de metales preciosos ni tampoco de prensas de vapor, laminadores y ácidos sulfúricos para la acuñación de tesoros, pero que pueden indicar a los otros el sitio de un tesoro”. Acto continuo censuró la prologomanía, “de la que ya hizo mofa, en la donosa prefación del Quijote, el Príncipe de los Ingenios”. Admitió, sin embargo, que en la portada de la nueva obra convenía el prólogo vistoso, el espaldarazo firmado por el plumífero de garra, de fuste. Agregó que pensaba publicar los cantos iniciales de su poema. Comprendí, entonces, la singular invitación telefónica; el hombre iba a pedirme que prologara su pedantesco fárrago. Mi temor resultó infundado: Carlos Argentino observó, con admiración rencorosa, que no creía errar el epíteto al calificar de sólido el prestigio logrado en todos los círculos por Álvaro Melián Lafinur, hombre de letras, que, si yo me empeñaba, prologaría con embeleso el poema. Para evitar el más imperdonable de los fracasos, yo tenía que hacerme portavoz de dos méritos inconcusos: la perfección formal y el rigor científico, “porque ese dilatado jardín de tropos, de figuras, de galanuras, no tolera un solo detalle que no confirme la severa verdad”. Agregó que Beatriz siempre se había distraído con Álvaro.


Asentí, profusamente asentí. Aclaré, para mayor verosimilitud, que no hablaría el lunes con Álvaro, sino el jueves: en la pequeña cena que suele coronar toda reunión del Club de Escritores. (No hay tales cenas, pero es irrefutable que las reuniones tienen lugar los jueves, hecho que Carlos Argentino Daneri podía comprobar en los diarios y que dotaba de cierta realidad a la frase.) Dije, entre adivinatorio y sagaz, que antes de abordar el tema del prólogo describiría el curioso plan de la obra. Nos despedimos; al doblar por Bernardo de Irigoyen, encaré con toda imparcialidad los porvenires que me quedaban: a) hablar con Álvaro y decirle que el primo hermano aquel de Beatriz(ese eufemismo explicativo me permitiría nombrarla) había elaborado un poema que parecía dilatar hasta lo infinito las posibilidades de la cacofonía y del caos; b) no hablar con Álvaro. Preví, lúcidamente, que mi desidia optaría por b.
A partir del viernes a primera hora, empezó a inquietarme el teléfono. Me indignaba que ese instrumento, que algún día produjo la irrecuperable voz de Beatriz, pudiera rebajarse a receptáculo de las inútiles y quizás coléricas quejas de ese engañado Carlos Argentino Daneri. Felizmente nada ocurrió – salvo el rencor inevitable que me inspiró aquel hombre que me había impuesto una delicada gestión y luego me olvidaba.


El teléfono perdió sus terrores, pero a fines de octubre, Carlos Argentino me habló. Estaba agitadísimo; no identifiqué su voz, al principio. Con tristeza y con ira balbuceó que esos ya ilimitados Zunino y Zungri, so pretexto de ampliar su desaforada confitería, iban a demoler su casa.


-¡La casa de mis padres, mi casa, la vieja casa inveterada de la calle Garay! -repitió, quizá olvidando su pesar en la melodía.


No me resultó muy difícil compartir su congoja. Ya cumplidos los cuarenta años, todo cambio es un símbolo detectable del pasaje del tiempo; además se trataba de una casa que, para mí, aludía infinitamente a Beatriz. Quise aclarar ese delicadísimo rasgo; mi interlocutor no me oyó. Dijo que si Zunino y Zungri persistían en ese propósito absurdo, el doctor Zunni, su abogado, los demandaría ipso facto por daños y perjuicios y los obligaría a abonar cien mil nacionales.
El nombre de Zunni me impresionó; su bufete, en Caseros y Tacuarí, es de una seriedad proverbial. Interrogué si éste se había encargado ya del asunto. Daneri dio que le hablaría esa misma tarde. Vaciló y con esa voz llana, impersonal, a que solemos recurrir para confiar algo muy íntimo, dijo que para terminar el poema le era indispensable la casa, pues en un ángulo del sótano había un Aleph. Aclaró que un Aleph es uno de los puntos del espacio que contienen todos los puntos.


– Está en el sótano del comedor – explicó, aligerada su dicción por la angustia -. Es mío, es mío; yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph.


-¡El Aleph! – repetí.


-Sí, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. A nadie revelé mi descubrimiento, pero volví. ¡El niño no podía comprender que le fuera deparado ese privilegio para que el hombre burilara el poema! No me despojarán Zunino y Zungri, no y mil veces no. Código en mano, el doctor Zunni probará que es inajenable mi Aleph.


Traté de razonar.


-Pero, ¿no es muy oscuro el sótano?


-La verdad no penetra un entendimiento rebelde. Si todos los lugares de la Tierra están en el Aleph, ahí estarán todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz.


-Iré a verlo inmediatamente.


Corté, antes de que pudiera emitir una prohibición. Basta el conocimiento de un hecho para percibir en el acto una serie de rasgos confirmatorios, antes insospechados; me asombró no haber comprendido hasta ese momento que Carlos Argentino era un loco. Todos esos Viterbos, por lo demás… Beatriz(yo mismo suelo repetirlo) era una mujer, una niña de una clarividencia casi implacable, pero había en ella negligencias, distracciones, desdenes, verdaderas crueldades, que tal vez reclamaban una explicación patológica. La locura de Carlos Argentino me colmó de maligna felicidad; íntimamente, siempre nos habíamos detestado.
En la calle Garay, la sirvienta me dijo que tuviera la bondad de esperar. El niño estaba, como siempre, en el sótano, revelando fotografías. Junto al jarrón sin una flor, en el piano inútil, sonreía (más intemporal que anacrónico) el gran retrato de Beatriz, en torpes colores. No podía vernos nadie; en una desesperación de ternura me aproximé al retrato y le dije:
-Beatriz, Beatriz Elena, Beatriz Elena Viterbo, Beatriz querida, Beatriz perdida para siempre, soy yo, soy Borges.


Carlos entró poco después. Habló con sequedad; comprendí que no era capaz de otro pensamiento que de la perdición del Aleph.


-Una copita del seudo coñac – ordenó – y te zampuzarás en el sótano. Ya sabes, el decúbito dorsal es indispensable. También lo son la oscuridad, la inmovilidad, cierta acomodación ocular. Te acuestas en el piso de la baldosas y fijas los ojos en el decimonono escalón de la pertinente escalera. Me voy, bajo la trampa y te quedas solo. Algún roedor te mete miedo ¡fácil empresa! A los pocos minutos ves el Aleph. ¡El microcosmo de alquimistas y cabalistas, nuestro concreto amigo proverbial, el multum in parvo!


Ya en el comedor, agregó:


-Claro está que si no lo ves, tu incapacidad no invalida mi testimonio… Baja; muy en breve podrás entablar un diálogo con todas las imágenes de Beatriz.
Bajé con rapidez, harto de sus palabras insustanciales. El sótano, apenas más ancho que la escalera, tenía mucho de pozo. Con la mirada, busqué en vano el baúl de que Carlos Argentino me habló. Unos cajones con botellas y unas bolsas de lona entorpecían un ángulo. Carlos tomó una bolsa, la dobló y la acomodó en un sitio preciso.


-La almohada es humildosa -explicó-, pero si la levanto un solo centímetro, no verás ni una pizca y te quedas corrido y avergonzado. Repantiga en el suelo ese corpachón y cuenta diecinueve escalones.


Cumplí con su ridículo requisito; al fin se fue. Cerró cautelosamente la trampa, la oscuridad, pese a una hendija que después distinguí, pudo parecerme total. Súbitamente comprendí mi peligro: me había dejado soterrar por un loco, luego de tomar un veneno. Las bravatas de Carlos transparentaban el íntimo terror de que yo no viera el prodigio; Carlos, para defender su delirio, para no saber que estaba loco tenía que matarme. Sentí un confuso malestar, que traté de atribuir a la rigidez, y no a la operación de un narcótico. Cerré los ojos, los abrí. Entonces vi el Aleph.


Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato, empieza aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna; Ezequiel, de un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph.) Quizá los dioses no me negarían el hallazgo de una imagen equivalente, pero este informe quedaría contaminado de literatura, de falsedad. Por lo demás, el problema central es irresoluble: La enumeración, siquiera parcial, de un conjunto infinito. En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o atroces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin superposición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré.
En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Frey Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer de pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemont Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplicaban sin fin, vi caballos de crin arremolinada, en una playa del Mar Caspio en el alba, vi la delicada osadura de una mano, vi a los sobrevivientes de una batalla, enviando tarjetas postales, vi en un escaparate de Mirzapur una baraja española, vi las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, vi tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, vi todas las hormigas que hay en la tierra, vi un astrolabio persa, vi en un cajón del escritorio (y la letra me hizo temblar) cartas obscenas, increíbles, precisas, que Beatriz había dirigido a Carlos Argentino, vi un adorado monumento en la Chacarita, vi la reliquia atroz de lo que deliciosamente había sido Beatriz Viterbo, vi la circulación de mi propia sangre, vi el engranaje del amor y la modificación de la muerte, vi el Aleph, desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.


Sentí infinita veneración, infinita lástima.


-Tarumba habrás quedado de tanto curiosear donde no te llaman – dijo una voz aborrecida y jovial-. Aunque te devanes los sesos, no me pagarás en un siglo esta revelación. ¡Qué observatorio formidable, che Borges!


Los pies de Carlos Argentino ocupaban el escalón más alto. En la brusca penumbra, acerté a levantarme y a balbucear:


-Formidable. Sí, formidable.


La indiferencia de mi voz me extrañó. Ansioso, Carlos Argentino insistía:


-¿La viste todo bien, en colores?


En ese instante concebí mi venganza. Benévolo, manifiestamente apiadado, nervioso, evasivo, agradecí a Carlos Argentino Daneri la hospitalidad de su sótano y lo insté a aprovechar la demolición de la casa para alejarse de la perniciosa metrópoli que a nadie ¡créame, que a nadie! perdona. Me negué, con suave energía, a discutir el Aleph; lo abracé, al despedirme y le repetí que el campo y la seguridad son dos grandes médicos.


En la calle, en las escaleras de Constitución, en el subterráneo, me parecieron familiares todas las caras. Temí que no quedara una sola cosa capaz de sorprenderme, temí que no me abandonara jamás la impresión de volver. Felizmente, al cabo de unas noches de insomnio me trabajó otra vez el olvido.


Postdata del 1º de marzo de 1943. A los seis meses de la demolición del inmueble de la calle Garay, la Editorial Procusto no se dejó arredrar por la longitud del considerable poema y lanzó al mercado una selección de “trozos argentinos”. Huelga repetir lo ocurrido; Carlos Argentino Daneri recibió el Segundo Premio Nacional de Literatura. El primero fue otorgado al doctor Aita; el tercero al doctor Mario Bonfanti; increíblemente mi obra Los naipes del tahúr no logró un solo voto. ¡Una vez más, triunfaron la incomprensión y la envidia! Hace ya mucho tiempo que no consigo ver a Daneri; los diarios dicen que pronto nos dará otro volumen. Su afortunada pluma (no entorpecida ya por el Aleph) se ha consagrado a versificar los epítomes del doctor Acevedo Díaz.


Dos observaciones quiero agregar: una sobre la naturaleza del Aleph; otra, sobre su nombre. Éste, como es sabido, es el de la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada. Su aplicación al círculo de mi historia no parece casual. Para la Cábala esa letra significa el En Soph, la ilimitada y pura divinidad; también se dijo que tiene la forma de un hombre que señala el cielo y la tierra, para indicar que el mundo inferior es el espejo y es el mapa del superior; para la Mengenlehre, es el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes. Yo querría saber: ¿Eligió Carlos Argentino ese nombre, o lo leyó, aplicado a otro punto donde convergen todos los puntos, en alguno de los textos innumerables que el Aleph de su casa le reveló? Por increíble que parezca yo creo que hay (o que hubo) otro Aleph, yo creo que el Aleph de la calle Garay era un falso Aleph.


Doy mis razones. Hacia 1867 el capitán Burton ejerció en el Brasil el cargo de cónsul británico; en julio de 1942 Pedro Henríquez Ureña descubrió en una biblioteca de Santos un manuscrito suyo que versaba sobre el espejo que atribuye el Oriente a Iskandar Zu al-Karnayn, o Alejandro Bicorne de Macedonia. En su cristal se reflejaba el universo entero. Burton menciona otros artificios congéneres – la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo que Tárik Benzeyad encontró en una torre (1001 Noches, 272), el espejo que Luciano de Samosata pudo examinar en la Luna (Historia Verdadera, I, 26), la lanza especular que el primer libro del Satyricon de Capella atribuye a Júpiter, el espejo universal de Merlín, “redondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio” (The Faerie Queene, III, 2, 19)-, y añade estas curiosas palabras: “Pero los anteriores (además del defecto de no existir) son meros instrumentos de óptica. Los fieles que concurren a la mezquita de Amr, en el Cairo, saben muy bien que el universo está en el interior de una de las columnas de piedra que rodean el patio central… Nadie, claro está, puede verlo, pero quienes acercan el oído a la superficie declaran percibir, al poco tiempo, su atareado rumor… la mezquita data del siglo VII; las columnas proceden de otros templos de religiones anteislámicas, pues como ha escrito Abenjaldún: En las repúblicas fundadas por nómadas, es indispensable el concurso de forasteros para todo lo que sea albañilería”.


¿Existe ese Aleph en lo íntimo de una piedra? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido; yo mismo estoy falseando y perdiendo, bajo la trágica erosión de los años, los rasgos de Beatriz.