La
ciudad está impregnada de vacío.
Un
coche me atropella los ojos con sus faros.
El
conductor maldice porque no se me ve en la oscuridad.
Los
barrenderos están de servicio.
Barren
las bombillas, barren las calles fuera de las ciudades, barren el
vivir de las viviendas, me barren las ideas de la cabeza, me barren
de una pierna a otra, me barren los pasos al andar.
Los
barrenderos me envían luego sus escobas, sus magras escobas
saltarinas. Los zapatos se me alejan taconeando.
Y
camino detrás de mí, caigo fuera de mí, por sobre el borde de mis
pensamientos.
A
mi lado ladra el parque. Las lechuzas se comen los besos que han
quedado en los bancos. Las lechuzas ni me miran. En la maleza se
acurrucan los sueños cansados, hartos de trajinar.
Las
escobas me barren la espalda porque me apoyo demasiado contra la
noche.
Los
barrenderos hacen un montón con las estrellas, las barren en sus
palas y las vacían en el canal.
Un
barrendero le dice algo a otro barrendero, que se lo dice a otro y
éste también a otro.
De
pronto los barrenderos de todas las calles hablan a la vez. Yo paso
por entre sus gritos, por entre la espuma de sus voces, me quiebro,
me precipito al abismo de los significados.
Camino
a grandes pasos. Me quedo sin piernas al caminar.
El
camino ha sido barrido.
Las
escobas me caen encima.
Todo
da un vuelco.
La
ciudad va por el campo a la deriva, hacia algún punto.
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