sábado, 31 de diciembre de 2022

santiago de compostela. Alejandra Pizarnik.

Habían traído la reliquia, trajeron la mano de San Pablo, plateada la mano en la blanca mano salida de una túnica roja. Pueblo aplaudiendo; mujer vieja de negro lloraba, desdentada, temblorosa, huesos crujiéndole, se abren en su cara, se abrían como flores sus ojos celestes (rojo de la sotana, plata de la reliquia), temblequeando trémula en honor de la mano pura, la mano santa, la mano que dará o daría o habría de haber dado. En la noche al borde de la ventana riéndonos de las sombras del patio contiguo al comedor del hotel. La sombra de un comensal. La sombra de un cuchillo. La sombra de un tenedor. La sombra de un ave. La sombra de una mano alzando la sombra de un tenedor hasta la sombra de una boca. Riéndonos de las sombras, ojos tuyos llenos de risa, tus manos, la noche, lo mío, lo tuyo, la noche, por favor, todo tan extraño, la noche.

Escrito en España, 1963.

viernes, 30 de diciembre de 2022

Caos y creación. Enrique Anderson Imbert.

Al mundo le faltaba una criatura que pudiera consolar a todos. Entonces los hombres crearon a Dios. Sea que lo concibieran pensando en sus mejores sueños o, al contrario, que lo modelaran con el barro de la naturaleza y siguiendo las líneas del miedo, lo cierto es que Dios salió con figura humana.
Ya el mundo estaba completo: tenía Dios.
Las bestias, con la cabeza baja, siempre miraban hacia el suelo: los hombres, con la cabeza alta, a veces miraban hacia el cielo. Hacía dónde miraba el Dios recién inventado nadie lo pudo saber. Solo, muy solo, se quejaba de que, después de hacerlo tan parecido a los hombres, lo desterrasen sin embargo lejos de los hombres; y paseaba por los baldíos del cielo preocupado por la posibilidad de que un buen día, por inservible, los hombres lo deshicieran.

El gato de Cheshire, 1965.

jueves, 29 de diciembre de 2022

Una visión fugaz. Luis Landero.

Mis padres eran campesinos, yo era muy niño, vivíamos en Alburquerque, un pueblo extremeño rayano con Portugal y dejado de la mano de Dios, y aunque teníamos casa en el pueblo, casi siempre vivíamos en el campo, en el puro campo, una finca de secano que distaba unos quince kilómetros del pueblo por un camino pedregoso de tierra, y que se llamaba y se sigue llamando Valdeborrachos. Ir y venir del pueblo al campo, en aquellos tiempos, era ponerse en camino de verdad, era un viaje que tenía toda la gravedad y el espíritu aventurero de los grandes viajes antiguos, de Odiseo, de Simbad, de los caballeros andantes, de los descubridores y conquistadores, de Caperucita Roja, de los príncipes y sastrecillos que iban en busca del dragón, de Ahab y la ballena.
Del campo al pueblo se solía ir en caballerías, más en burros o mulas que en yeguas o caballos, o a mero pie, y el camino era parte esencial del viaje. O mejor, el camino era el viaje. No el llegar, sino el ir. Entre mis recuerdos más lejanos, borrosos y vibrantes como una pintura de Van Gogh, están los que hice con mi padre, los dos solos, montados en una yegua, porque mi padre era un campesino con algunos posibles, o en un carro tirado por mulas, y en la época estival de la recolección del trigo y la cebada en una carreta de bueyes, que tardaba horas y horas en hacer aquellos quince kilómetros, tanto que había que levantarse antes del alba, de modo que el amanecer era uno de los tantos aconteceres que sucedían en el camino.
En el camino pasaban muchas cosas: esa perdiz que levantaba el vuelo, el canto de esa alondra, descendiente quizá de la que alertó a Romeo y a Julieta en su primera y única noche nupcial, las esquilas de algún rebaño de ovejas que salía ya de pastoría, los alegres y valientes ladridos, la piedrecita esa que con el primer sol brillaba con ínfulas de sirena confundiendo al caminante, trayendo a su cabeza leyendas de tesoros, de gente que en el camino encontró su fortuna. Y luego estaban las paradiñas. Lo digo así porque en aquellos tiempos la frontera hervía de gente que iba y venía buscándose la vida, acordeonistas, contrabandistas, curanderos, buhoneros, zahoríes, segadores, vagabundos…, y en ese ir y venir se mezclaban las lenguas, y yo recuerdo a mucha gente que hablaba en una especie de síntesis babélica, una lengua donde el español ponía la letra y el portugués la música, y todo eso con un desenfado vanguardista de lo más saludable.
De modo que al encontrarnos con otro viajero se hacía una paradiña. Mi padre y el viajero liaban y encendían tabaco, y hablaban y hablaban sin ninguna prisa: lentitud, artesanía en el vivir, gente sabia que había heredado la sabiduría de muchas otras generaciones. Entretanto, yo jugaba, corría, buscaba nidos en el tiempo de los nidos, ranas, lagartos, alacranes, y ellos allí, de pie, apoyándose un rato en una pierna y luego en la otra, fumando, conversando, hasta que al fin volvíamos a ponernos otra vez en camino.
Y entre esos viajeros, a veces había alguno que iba en bicicleta.
En aquellos tiempos de mi primera infancia las bicicletas eran altas, negras, serias, con sus guardabarros, su timbre para alertar a los viandantes, su trasportín para llevar a un segundo viajero o poner un pequeño serón con su carga de hortaliza o verdura. Es decir, eran bicicletas laborales, nada de tonterías con ellas, nada de usarlas como juguetes, y así eran también sus usuarios, gente grave, vestida de pana oscura, gente esforzada, gente laboral. Y así pedaleaban, como si estuviesen en el arado o en la trilla o en la huerta con el azadón. Nada de bromas. A mí aquellas bicicletas me parecían muy difíciles de manejar, de tan altas y negras y serias como eran. Pero los domingos, como una concesión a lo que de festivo puede tener la vida, ponían entre los radios de la rueda delantera un as de oros, o unas cintas tremolantes de colorines en los extremos del manillar. Cuando mi padre se paraba a hablar con algunos de aquellos viajeros, yo miraba y remiraba la bicicleta con un respeto reverencial, sin acabar nunca de admirarme de aquella máquina tan poderosa.
Así eran las cosas en aquellos tiempos. Y un día ocurrió que una mañana de verano vi a un grupo de jóvenes urbanos, alegres y modernos, montados en bicicletas de colores y vestidos también ellos con camisas y pantalones de colores, con redes de colores cubriendo las ruedas traseras, haciendo travesuras, pedaleando sin sustancia, como si montar en bicicleta fuese solo un juego, un pasatiempo de muchachos. Había también muchachas bellísimas con faldas claras y zapatillas deportivas. Fue una visión fugaz, y enseguida sus gritos y sus risas se perdieron en la distancia. Y yo me quedé allí, boquiabierto, embobado, sin saber aún que aquella era una de esas experiencias esenciales que todos tenemos en la vida, porque en ese momento descubrí que, además de las bicicletas laborales, existían también las bicicletas recreativas, el viajar sin ton ni son, el hacer del viaje un capricho, una niñería, y creo que ahí, en ese instante, concluyó de golpe mi primera infancia y comenzó la otra, esa otra edad donde lo legendario mezcla sus aguas con las de la razón, sombras y luces formando el claroscuro que ya no nos abandonará hasta el fin de los días.

Diez bicicletas para treinta sonámbulos. 2019.
 

miércoles, 28 de diciembre de 2022

Baltasar Gérard (1555-1582). Juan José Arreola.

Ir a matar al príncipe de Orange. Ir a matarlo y cobrar luego los veinticinco mil escudos que ofreció Felipe II por su cabeza. Ir a pie, solo, sin recursos, sin pistola, sin cuchillo, creando el género de los asesinos que piden a su víctima el dinero que hace falta para comprar el arma del crimen, tal fue la hazaña de Baltasar Gérard, un joven carpintero de Dóle.
A través de una penosa persecución por los Países Bajos, muerto de hambre y de fatiga, padeciendo incontables demoras entre los ejércitos españoles y flamencos, logró abrirse paso hasta su víctima. En dudas, rodeos y retrocesos invirtió tres años y tuvo que soportar la vejación de que Gaspar Añastro le tomara la delantera.
El portugués Gaspar Añastro, comerciante en paños, no carecía de imaginación, sobre todo ante un señuelo de veinticinco mil escudos. Hombre precavido, eligió cuidadosamente el procedimiento y la fecha del crimen. Pero a última hora decidió poner un intermediario entre su cerebro y el arma: Juan Jáuregui la empuñaría por él.
Juan Jáuregui, jovenzuelo de veinte años, era tímido de por sí. Pero Añastro logró templar su alma hasta el heroísmo, mediante un sistema de sutiles coacciones cuya secreta clave se nos escapa. Tal vez lo abrumó con lecturas heroicas; tal vez lo proveyó de talismanes; tal vez lo llevó metódicamente hacia un consciente suicidio.
Lo único que sabemos con certeza es que el día señalado por su patrón (18 de marzo de 1582), y durante los festivales celebrados en Amberes para honrar al duque de Anjou en su cumpleaños, Jáuregui salió al paso de la comitiva y disparó sobre Guillermo de Orange a quemarropa. Pero el muy imbécil había cargado el cañón de la pistola hasta la punta. El arma estalló en su mano como una granada. Una esquirla de metal traspasó la mejilla del príncipe. Jáuregui cayó al suelo, entre el séquito, acribillado por violentas espadas.
Durante diecisiete días Gaspar Añastro esperó inútilmente la muerte del príncipe. Hábiles cirujanos lograron contener la hemorragia, taponando con sus dedos, día y noche, la arteria destrozada. Guillermo se salvó finalmente, y el portugués, que tenía en el bolsillo el testamento de Jáuregui a favor suyo, se llevó la más amarga desilusión de su vida. Maldijo la imprudencia de confiar en un joven inexperto.
Poco tiempo después la fortuna sonrió para Baltasar Gérard, que recibía de lejos las trágicas noticias. La supervivencia del príncipe, cuya vida parecía estarle reservada, le dio nuevas fuerzas para continuar sus planes, hasta entonces vagos y llenos de incertidumbre.
En mayo logró llegar hasta el príncipe, en calidad de emisario del ejército. Pero no llevaba consigo ni siquiera un alfiler. Difícilmente pudo calmar su desesperación mientras duraba la entrevista. En vano ensayó mentalmente sus manos enflaquecidas sobre el grueso cuello del flamenco. Sin embargo, logró obtener una nueva comisión. Guillermo lo designó para volver al frente, a una ciudad situada en la frontera francesa. Pero Baltasar ya no pudo resignarse a un nuevo alejamiento.
Descorazonado y caviloso, vagó durante dos meses en los alrededores del palacio de Delft. Vivió con la mayor miseria, casi de limosna, tratando de congraciarse lacayos y cocineros. Pero su aspecto extranjero y miserable a todos inspiraba desconfianza.
Un día lo vio el príncipe desde una de las ventanas del palacio y mandó un criado a reconvenirlo por su negligencia. Baltasar respondió que carecía de ropas para el viaje, y que sus zapatos estaban materialmente destrozados. Conmovido, Guillermo le envió doce coronas.
Radiante, Baltasar fue corriendo en busca de un par de magníficas pistolas, bajo el pretexto de que los caminos eran inseguros para un mensajero como él. Las cargó cuidadosamente y volvió al palacio. Diciendo que iba en busca de pasaporte, llegó hasta el príncipe y expresó su petición con voz hueca y conturbada. Se le dijo que esperara un poco en el patio. Invirtió el tiempo disponible planeando su fuga, mediante un rápido examen del edificio.
Poco después, cuando Guillermo de Orange en lo alto de la escalera despedía a un personaje arrodillado, Baltasar salió bruscamente de su escondite, y disparó con puntería excelente. El príncipe alcanzó a murmurar unas palabras y rodó por la alfombra, agonizante.
En medio de la confusión, Baltasar huyó a las caballerizas y los corrales del palacio, pero no pudo saltar, extenuado, la tapia de un huerto. Allí fue apresado por dos cocineros. Conducido a la portería, mantuvo un grave y digno continente. No se le hallaron encima más que unas estampas piadosas y un par de vejigas desinfladas con las que pretendía —mal nadador— cruzar los ríos y canales que le salieran al paso.
Naturalmente, nadie pensó en la dilación de un proceso. La multitud pedía ansiosa la muerte del regicida. Pero hubo que esperar tres días, en atención a los funerales del príncipe.
Baltasar Gérard fue ahorcado en la plaza pública de Delft, ante una multitud encrespada que él miró con desprecio desde el arrecife del cadalso. Sonrió ante la torpeza de un carpintero que hizo volar un martillo por los aires. Una mujer conmovida por el espectáculo estuvo a punto de ser linchada por la animosa muchedumbre.
Baltasar rezó sus oraciones con voz clara y distinta, convencido de su papel de héroe. Subió sin ayuda la escalerilla fatal.
Felipe II pagó puntualmente los veinticinco mil escudos de recompensa a la familia del asesino.

Confabulario, 1952.

martes, 27 de diciembre de 2022

La foto salió movida. Julio Cortázar.

Un cronopio va a abrir la puerta de calle, y al meter la mano en el bolsillo para sacar la llave lo que saca es una caja de fósforos, entonces este cronopio se aflige mucho y empieza a pensar que si en vez de la llave encuentra los fósforos, sería horrible que el mundo se hubiera desplazado de golpe, y a lo mejor si los fósforos están donde la llave, puede suceder que encuentre la billetera llena de fósforos, y la azucarera llena de dinero, y el piano lleno de azúcar, y la guía del teléfono llena de música, y el ropero lleno de abonados, y la cama llena de trajes, y los floreros llenos de sábanas, y los tranvías llenos de rosas, y los campos llenos de tranvías. Así es que este cronopio se aflige horriblemente y corre a mirarse al espejo, pero como el espejo esta algo ladeado lo que ve es el paragüero del zaguán, y sus presunciones se confirman y estalla en sollozos, cae de rodillas y junta sus manecitas no sabe para qué. Los famas vecinos acuden a consolarlo, y también las esperanzas, pero pasan horas antes de que el cronopio salga de su desesperación y acepte una taza de té, que mira y examina mucho antes de beber, no vaya a pasar que en vez de una taza de té sea un hormiguero o un libro de Samuel Smiles.

Historias de cronopios y de famas. 1962.
 

lunes, 26 de diciembre de 2022

La feria de los animales. Robert Bloch.

Era ya oscuro cuando el camión dejó a Dave en el abandonado depósito de mercancías. Dave tuvo que mirar de soslayo para leer lo que señalaba el letrero medio borrado por la intemperie. MEDLEY, OKLAHOMA - POBLACIÓN, 1.134.
El camionero había dicho que probablemente conseguiría que alguien le llevara a la carretera estatal, pasado el otro extremo del pueblo, así que Dave enfiló la calle mayor. Y vaya calle.
Las nueve de una cálida noche de verano, y Medley estaba cerrado ya, Fred’s Eats había echado el cerrojo, el Jiffy SuperMart había bajado las puertas, incluso la gasolinera de Phil Phill-Up estaba vacía. No había coches aparcados en la oscura calle, ni siquiera estaban los habituales grupos de jóvenes en las esquinas.
Dave se preguntó qué estaba pasando, pero no durante mucho tiempo. En menos de cinco minutos había cubierto la longitud de la calle mayor, y salió a campo abierto al otro lado de la ciudad, y fue entonces cuando vio las luces y oyó la música.
Estaban celebrando un carnaval en la pequeña feria allá delante… música enlatada vociferando por los altavoces, coches atiborrando el aparcamiento, multitudes yendo y viniendo por la feria.
A Dave no acababan de gustarle aquel tipo de celebraciones, pero aún tenía ochenta centavos en los bolsillos de sus tejanos y no había comido nada desde el desayuno. Tomó la carretera secundaria que conducía a los terrenos donde estaba instalada la feria.
Como había imaginado, el carnaval era de lo más basto. Uno de aquellos horribles espectáculos, que viajaban en camiones de pueblo en pueblo; un par de agotados poneys para que montaran los chicos, y un montón de señuelos para los patanes locales. La rueda de la fortuna, Tiro al blanco, Pruebe su suerte, ese tipo de cháchara. Por aquel entonces Dave había encontrado un puesto de hamburguesas y había pedido una y un café. Horribles.
Pero no al parecer para los habitantes de Medley, Oklahoma — Población 1.134. Toda la maldita ciudad estaba allí aquella noche, y probablemente también todos los patanes de kilómetros a la redonda, arrastrando los pies y empujando por la calle principal de la feria. Dave tuvo que arrastrar los pies y empujar también para conseguir llegar al otro lado del recinto.
Y allí estaba, en el extremo más alejado, una pequeña tienda roja con una minúscula plataforma delante. Colgando flácidamente en el quieto aire, una pancarta descolorida por el sol proclamaba las maravillas del interior.
EL SAFARI DE LA JUNGLA DE HOLLYWOOD DEL CAPITÁN RYDER, rezaba la pancarta.
Dave desconocía lo que era un Safari de la jungla de Hollywood, y los arrugados carteles de tela que colgaban a ambos lados de la entrada no eran de mucha ayuda: un dibujo de un tipo en traje de explorador, luchando con una gran serpiente enrollada en torno a su cuello… el mismo individuo sujetando las abiertas fauces de un cocodrilo… otro dibujo mostrándole en trance de forcejear con un león. El último cartel mostraba al tipo de pie junto a una caja; dentro de la caja había un negro y peludo signo de interrogación, de casi dos metros de altura. Las letras que acompañaban el dibujo eran también negras y peludas ¿QUÉ ES? ¡VEA AL PODEROSO MONARCA DE LA JUNGLA VIVO EN EL INTERIOR!
Dave no sabía qué podía ser, ni le importaba. Pero había estado dando tumbos por aquellas malas carreteras durante todo el día y estaba cansado, y el ruido de los altavoces de la feria hacían que le dolieran los oídos. Al menos aquí había alguna especie de espectáculo desarrollándose dentro, y cuando vio la abertura entre la lona y el suelo en un rincón de la tienda no lo dudó y se metió dentro.
La tienda era un horno de lona.
Dave pudo oler aceite en el aire; en las cálidas noches de verano en Oklahoma uno siempre puede olerlo. Y la multitud reunida allí olía aún peor. Él tenía una disculpa para oler mal, dando tumbos por aquellas carreteras y sin poder tomar un baño, pero ¿cuál era la excusa de ellos?
La multitud estaba apiñada en torno a la base de un escenario portátil de madera en la parte del fondo de la tienda, escuchando las palabras del Capitán Ryder. Al menos Dave imaginó que era él, aunque el tipo con el salakof de imitación y los sucios pantalones blancos de montar no se parecía demasiado a los dibujos de la entrada. Estaba lanzando una de esas peroratas con un tono de voz ronco, áspero, propio de aquellos que hablan sin micrófono —algo acerca de ser un especialista de Hollywood y un explorador africano—, y no había ni serpiente ni cocodrilo ni león alguno a la vista.
La hamburguesa que se había comido con un par de sucintos bocados empezó a agitarse en sus tripas, y entre el calor producido por los cuerpos y el olor tuvo la sensación de que iba a devolverla allí mismo. Empezaba a darse la vuelta y abrirse camino por entre la gente apiñada cuando el hombre arriba en el escenario golpeó las tablas con su bastón.
—Y ahora, amigos, si se acercan un poco más…
La gente avanzó al unísono, como las cerdas de una gigantesca escoba, y Dave se encontró apretado y conducido hacia el borde del pozo cuadrado cubierto con una lona que había al extremo de la plataforma. No podía moverse ni aunque lo intentara; todos aquellos patanes se habían arracimado hasta formar una sola masa, aguardando.
Dave aguardó también, pero dejó de oír la voz en la plataforma. Toda aquella cháchara acerca de la tenebrosa África era pura farsa. Quizás aquellos payasos se lo tragaran, pero Dave no creía ni una palabra. Simplemente deseó que el viejo tipo se apresurara y terminara de una vez el espectáculo; todo lo que quería era salir de allí.
El Capitán Ryder golpeó con su bastón la lona que cubría el pozo, y su voz ronca y áspera se elevó de nuevo. El calor hizo que Dave bostezara abiertamente, pero algunas de las frases se filtraron hasta él.
—… a punto de ver aquí esta noche al más feroz monstruo de todo el mundo… capturado con gran peligro de mi vida…
Dave agitó la cabeza. Sabía lo que habría en el pozo. Algún miserable animal comprado de segunda mano a cualquier circo, quizás alguna famélica hiena. Y apostaba dos contra uno a que ni siquiera estaría viva, sino disecada. Vaya espectáculo.
El Capitán Ryder retiró la cubierta de lona y la echó a un lado del pozo. Blandió su bastón.
—¡Admiren… al señor de la jungla!
La multitud se apretó hacia adelante, empujó, miró por encima del borde del pozo.
La multitud jadeó.
Y Dave, apretando y empujando con los demás, miró a la criatura que le miraba parpadeante desde el fondo del pozo.
Era un gorila adulto, vivo.
El monstruo estaba acuclillado sobre un montón de paja, con sus recios antebrazos sujetos a estacas de hierro mediante pesadas cadenas. Bostezó mirando hacia arriba a la hilera de rostros, moviendo lentamente su gran cabeza grisácea de lado a lado mostrando el amarillento interior de su enorme boca y las masivas mandíbulas. Sólo los pequeños y reumáticos ojos orlados de rojo contenían una chispa de expresión… la suficiente para decirle a Dave, que nunca antes había visto a un gorila, que aquel animal estaba enfermo.
La apelotonada paja en la base del pozo estaba húmeda y manchada; en un rincón un abollado plato de hojalata permanecía sin haber sido tocado, con su superficie llena de una grumosa bazofia hecha de zanahorias trituradas, quimbombó, y trozos de nabo flotando en un líquido oleoso debajo de una zumbante nube de moscardones. En el denso calor de la tienda, el acre olor que brotaba del pozo era casi insoportable.
Dave sintió que los músculos de su estómago se contraían. Intentó forzar su atención hacia el Capitán Ryder. El viejo tipo estaba saliendo del escenario ahora, avanzando hacia la parte trasera del pozo y señalando hacia abajo con su bastón.
—… nada que temer, amigos, como pueden ver está perfectamente inmovilizado, ¿no es así, Bobo?
El gorila lloriqueó, echándose hacia atrás contra la sucia paja para evitar el bastón que lo apuntaba. Pero las cadenas limitaban sus movimientos, y el bastón se clavó en uno de los velludos hombros de la bestia.
—Y ahora Bobo va a bailar un poco para el distinguido público… ¿de acuerdo? —El gorila lloriqueó de nuevo, pero la punta del bastón se clavó más profundamente, y la ronca voz adoptó un tono firme de mando.
—¡Arriba, Bobo… arriba!
La criatura se puso trabajosamente en pie. Al ritmo del bastón que se elevaba y se abatía sobre sus hombros, el voluminoso cuerpo empezó a bambolearse. La multitud hizo ohs y ahs y rió tontamente.
—¡Eso es! Baila para nuestros amigos, Bobo… Baila…
Un enjambre de moscas ascendió en espiral para empezar a girar en torno a la velluda forma que se agitaba en medio del calor. Dave vio a la bestia enferma moverse con torpeza, de un lado para otro, de un lado para otro. Entonces su estómago empezó a agitarse al mismo ritmo, en respuesta, y tuvo que cerrar los ojos y volverse y abrirse camino ciegamente entre la murmurante multitud.
—¡Hey… mira donde demonios pones los pies, amigo…!
Dave alcanzó el exterior de la tienda justo a tiempo.
Haberse librado de la hamburguesa ayudó algo, y haberse alejado de la feria también ayudó algo, pero no lo suficiente. Mientras Dave avanzaba por la carretera entre los campos sintió que volvía la náusea. Aspirar el aire saturado de aceite lo mareaba, y supo que debía tenderse al menos durante unos minutos. Se dejó caer en la cuneta junto a la carretera, escudándose detrás de unas malezas, y cerró los ojos para detener la sensación de estar girando. Sólo un minuto…
El mareo desapareció, pero tras sus ojos cerrados podía ver aún al gorila, podía ver el rostro carente de expresión y los ojos demasiado expresivos. Unos ojos que miraban hacia arriba desde el montón de sucia paja en el pozo, ojos empañados por el dolor y la desesperanzada resignación, mientras las cadenas resonaban y el bastón se clavaba una y otra vez en los velludos hombros.
Debería haber alguna ley, pensó Dave. Debería existir algún tipo de ley que detuviera esto, tratar a un pobre animal de este modo. Y ese viejo tipo, el Capitán Ryder… debería haber alguna ley también para un animal como él.
Oh, al infierno con todo. Será mejor que dejes de pensar en todo esto y descanses un poco. Otro par de minutos no te van a hacer ningún daño…
Fue el trueno lo que finalmente lo despertó. El trueno lo devolvió de golpe a la consciencia, y entonces notó las calientes y gruesas gotas golpeando contra su cabeza y rostro.
Dave se puso en pie y el viento le azotó, silbando entre los campos. Debía haber dormido durante horas, porque todo estaba completamente oscuro, y cuando miró hacia atrás las luces de la feria estaban apagadas.
Por un instante el cielo adoptó un color plateado y pudo ver la lluvia cayendo intensamente. Entonces el trueno sonó de nuevo, transmitiéndole el mensaje. No se trataba tan sólo de una lluvia de verano, era una auténtica tormenta. Otro minuto y estuvo completamente empapado. Cuando llegara a la carretera estatal podía haberse ahogado, y tampoco iba a encontrar a nadie que lo llevara. Nadie viaja con ese tiempo.
Dave se subió la cremallera de su chaqueta, se levantó el cuello. No ayudó mucho, como tampoco ayudaría el echar a andar carretera adelante, pero tenía que hacer algo. El viento soplaba por su espalda y aquello sí era una ligera ayuda, pero avanzar contra la lluvia era como andar intentando atravesar una pared de agua.
Otro detalle de un relámpago, otro retumbar de un trueno. Y luego los destellos y los retumbos se entremezclaron y se hicieron continuos; luego la luz se hizo más brillante y el sonido cubrió el silbar del viento y el golpetear de la lluvia.
Dave miró hacia atrás por encima de su hombro y vio la fuente de ambas cosas. Los faros y el motor de un camión avanzando por la carretera a sus espaldas. Cuando estuvo más cerca Dave se dio cuenta de que no era un camión; era un camper, una de esas camionetas con el habitáculo detrás y la cabina del conductor delante.
Pero ahora le importaba un pimiento lo que fuera con tal de que se detuviera y lo recogiera. Cuando el camper pasó por su lado, Dave se adelantó y agitó los brazos.
El camper frenó y se detuvo. La oscura silueta de la cabina se inclinó desde detrás del volante y una mano bajó el cristal de la ventanilla del lado del pasajero.
—¿Quieres que te lleven, muchacho?
Dave asintió.
—Sube.
La portezuela se abrió y Dave trepó a la cabina. Se deslizó en el asiento y cerró tras él.
El camper se puso en marcha de nuevo.
—Cierra la ventanilla —dijo el conductor—. Está entrando la lluvia.
Dave hizo lo indicado, luego deseó no haberlo hecho. El aire en el interior de la cabina estaba cargado de olores… no tan sólo sudor, sino algo más. Dave reconoció el olor incluso antes de que el conductor sacara la botella del bolsillo de su chaqueta.
—¿Quieres un trago?
Dave negó con la cabeza.
—Licor de maíz recién destilado. Sabe como el mismísimo infierno, pero es mejor que nada.
—No, gracias.
—Tú mismo. —La botella se inclinó y gorgoteó. Los faros se reflejaron al otro lado de la carretera en una curva, al frente, y relucieron contra el cristal del parabrisas, contra el cristal de la botella. En aquel momentáneo resplandor Dave tuvo una breve visión del rostro del conductor, y el destello de luz trajo consigo un destello de reconocimiento.
El conductor era el Capitán Ryder.
El trueno rugió, haciendo retumbar el cielo, y el pesado camper penetró en la lisa superficie barrida por la lluvia de la carretera estatal.
—¿… qué pasa contigo, eres sordo o qué? Te he preguntado a dónde te diriges.
Dave se sobresaltó.
—A Oklahoma City —dijo.
—Tienes suerte. Allí es precisamente donde voy yo.
Una suerte relativa. Dave no había dejado de pensar en el viejo tipo, recordando al gorila en el pozo. Odiaba las agallas de aquel bastardo, y la idea de ir con él todo el viaje hasta Oklahoma City hacía que el estómago se le revolviera de nuevo. Por otra parte, no le iba a ser de ninguna utilidad a su estómago el quedarse allí en la pradera en medio de la tormenta, así que al infierno. Una rápida ojeada a la tromba de agua que caía reafirmó su decisión.
El camper dio un bandazo y Ryder sujetó fuertemente el volante.
—Muchacho… vaya bache.
Dave asintió.
—¿Viajas así a menudo?
—Oh, no —dijo Dave—. Este es mi primer viaje de este modo. Voy a reunirme con un amigo en Oklahoma City. Imagino que a partir de allí iremos hasta Hollywood juntos…
—¿Hollywood? —la ronca voz bajó aún más su tono—. ¡Vaya maldito lugar!
—¿Pero no viene usted de allí?
Ryder alzó bruscamente la mirada, y la luz reflejó por un breve instante su fruncido ceño. Viéndolo tan de cerca, Dave se dio cuenta de que no era tan viejo; era algo distinto al tiempo lo que había surcado su frente y marcado las amargadas arrugas en torno a sus ojos y boca.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Ryder.
—Bueno, estuve en la feria anoche. Vi su espectáculo.
Ryder gruñó, y sus ojos escrutaron la carretera al frente a través de los dos péndulos gemelos del limpiaparabrisas.
—Más bien asqueroso, ¿verdad?
Dave empezó a asentir, luego se contuvo. Era mejor ser prudente.
—Ese gorila suyo parecía más bien un poco enfermo.
—¿Bobo? Está bien. Es el clima. Apenas vayamos hacia el norte, estará bien. —Ryder hizo un gesto con la cabeza en dirección a la parte trasera del camper—. Seguro que no le has oído decir ni pío desde que nos hemos puesto en marcha.
—¿Viaja con usted?
—Por supuesto, no pensarás que lo envío por correo aéreo. —Apartó una mano del volante, gesticulando—. Este camper está construido especialmente para nosotros. Yo estoy arriba, él abajo. Mantengo su parte trasera abierta para que tenga un poco de aire, pero eso no representa ningún problema… hay unos buenos barrotes. Echa una mirada por esa ventanilla que hay detrás tuyo.
Dave se giró y miró a través de la enrejada mirilla que había en la parte de atrás de la cabina. Podía ver el iluminado interior de la parte de arriba del camper, ordenado y dispuesto para vivir en él. Bajando la vista, echó una ojeada a la oscuridad de la parte de abajo. Bien atadas a las paredes laterales estaban la tienda, la plataforma, los carteles y el armazón; el espacio entre todo aquello estaba cubierto con paja, formando como una especie de nido. Acurrucado contra la abertura cerrada por barrotes de la parte trasera se hallaba la oscura masa del gorila, girado de espaldas y mirando hacia la carretera que se alejaba, como si estuviera fascinado por la lluvia. El camper dio un breve patinazo por un momento y el animal se agitó, ladeando de tal modo su cabeza que Dave pudo captar un atisbo de sus empañados ojos. Parecía estar lloriqueando suavemente, pero a causa de un trueno Dave no pudo asegurarlo.
—Cómodo como le corresponde —dijo Ryder—. Y nosotros también. —Había sacado de nuevo la botella, descorchándola hábilmente con una sola mano—. ¿Seguro que no deseas un trago?
—Paso —dijo Dave.
La botella se elevó, luego se inmovilizó.
—¿No te gustarán otras cosas, chico?
—¿Drogas? —Dave agitó la cabeza—. Paso también.
—Me alegro de que sea así. —La botella terminó su movimiento, gorgoteó, descendió de nuevo, y Ryder la tapó—. Odio esa mierda. Las drogas. Las drogas y los hippies. Hollywood está lleno de ambas cosas. Si quieres mi consejo, manténte alejado de ahí. No es lugar para un muchacho, ya no. —Eructó fuertemente, empezó a meter la botella en el bolsillo de su chaqueta, luego se lo pensó mejor y la descorchó de nuevo.
Observándole beber, Dave se dio cuenta de que estaba empezando a emborracharse. Sería mejor hacer que siguiera hablando, apartar su mente de la botella antes de que estrellara el camper contra la cuneta.
—¿No es broma, era usted realmente un especialista de Hollywood? —dijo Dave.
—Seguro, uno de los mejores. Pero eso fue en los viejos tiempos, antes de que el lugar se convirtiera en un infierno. Trabajé en todas las grandes superproducciones: cabalgadas, falsas caídas, escenas de lucha, de todo. Pregúntale a cualquiera que sepa, te dirán que el viejo Capitán Ryder era tan bueno como Yakima Canutt, incluso mejor. —La voz se hizo más ronca por el orgullo—. Siete y medio al día, eso es lo que ganaba. Setecientos cincuenta cada día que trabajaba. Y trabajaba casi todos los días.
—No sabía que pagaran tanto esas cosas —dijo Dave.
—Tienes que recordar algo. No sólo simulaba caídas en planos generales. Cuando contrataban al Capitán Ryder sabían que estaban contratando a un talento especial. No muchos especialistas pueden manejar animales. ¿Nunca has visto esas viejas películas de la jungla por televisión… films de Tarzán y cosas así? Bien, en más de la mitad de ellos yo era el tipo que manejaba los felinos. Leones, leopardos, tigres, lo que quieras.
—Suena emocionante.
—Seguro, si te gustan los hospitales. En una ocasión luché contra una pantera, y me rajó el brazo de arriba a abajo en una sola toma. Siete y medio suena como un montón de dinero, pero tendrías que ver lo que he llegado a gastarme en cuidados médicos. Sin mencionar lo que tenía que pagar en ropa y extras. Como la piel de león y el traje de mono…
—No entiendo —Dave frunció el ceño.
—A veces la escena necesitaba de un primer plano del rostro de la estrella en pleno trabajo. Así que si se trataba de una escena de lucha con un león o algo así, entonces me tocaba cambiar los papeles… yo doblaba al animal. Querrás creerme, ¡tres de los grandes tuve que pagar tan sólo por un piojoso disfraz de mono! Pero valía la pena. Tendrías que haber visto la barraca que me construí sobre el Laurel Canyon. Cuatro dormitorios, garaje para tres coches, pista de tenis, piscina, sauna, todo lo que puedas imaginar. A Melissa le encantaba…
—¿Melissa?
Ryder agitó la cabeza.
—¿No te he hablado de ella? No, seguro que no deseas oír hablar de esas tonterías acerca de los buenos viejos tiempos. Ha corrido mucha agua desde entonces.
La mención del agua pareció traer a su memoria algo más, porque Dave le vio rebuscar de nuevo la botella. Y esta vez, cuando consiguió destaparla, la dejó gorgotear hasta que estuvo vacía.
Ryder abrió la ventanilla de su lado y arrojó la botella a la lluvia.
—Todo perdido —murmuró—. Acabado. No más botella. No más casa. No más Melissa.
—¿Quién era ella? —preguntó Dave.
—¿Realmente quieres saberlo? —Ryder apuntó con un dedo hacia el parabrisas. Dave siguió su gesto, desconcertado, hasta que alzó la vista al techo de la cabina. Allí, pegada directamente sobre el retrovisor, había una foto pequeña. Mirándoles directamente desde el papel les sonreía el rostro de una muchacha; cabello rubio, rasgos agraciados, y ese tipo de sonrisa que uno puede ver en los anuarios de la universidad.
—Mi sobrina —dijo Ryder—. Dieciséis años. Pero me hice cargo de ella cuando tenía tan sólo cinco, inmediatamente después de morir mi hermana. Me hice cargo de ella, y la eduqué durante once años. La eduqué bien. Permíteme decírtelo, a esa chica nunca le faltó nada. Cualquier cosa que deseara, cualquier cosa que necesitara, la tenía al momento. Los viajes que hicimos juntos, los buenos momentos que pasamos… infiernos, imagino que sonará estúpido, pero te sorprenderías de las satisfacciones que da el hacer feliz a alguien. ¿Y si era lista? Presidenta de la clase de penúltimo año en Brixley… ése es el nombre de la escuela privada donde la llevé, la mejor de la ciudad, el cincuenta por ciento de las estrellas llevan allí a sus hijos. Y eso es lo que era para mí, como si fuera mi propia hija. Así que imagínate. Nunca llegué a saber cómo sucedió. —Ryder parpadeó mirando al frente, los ojos fijos en la carretera.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Dave.
—Los hippies. Los malditos hijoputas de los hippies. —Sus ojos se pusieron repentinamente alertas en el entramado de profundas arrugas—. No me preguntes dónde conoció a esos bastardos. Pensé que había conseguido mantenerla alejada de todos ellos, pero esas asquerosas monstruosidades están por todas partes allí. Ella debió conocerlos a través de uno de sus amigos de la escuela… Dios sabe, incluso Bel Air está lleno de cosas extrañas. Pero recuerda, ella tenía tan sólo dieciséis años, y ¿cómo podía saber dónde se estaba metiendo? Supongo que a esa edad un chico un poco mayor, con barba y una guitarra y una motocicleta potente, parece algo excitante.
»Fuera como fuese, se lió con ellos. Una noche, mientras yo estaba fuera trabajando… quizás ella los invitó a la casa, tal vez ellos se lo pidieron. Eran cuatro, borrachos como cubas. Dude, ese era el nombre del mayor… venía a ser el jefe y suya fue la idea desde el principio. Ella no quería fumar nada, pero él imaginó que realmente sí quería, así que vino preparado. Ella sirvió algo de beber, y él se lo echó en su vaso. La mierda, me refiero. La suficiente como para acabar con un elefante, dijo el coronel.
—Quiere decir que la mató…
—No inmediatamente. Le hubiera rogado a Dios que lo hiciera. —Ryder se giró, el rostro tenso, y Dave tuvo que aguzar el oído para oír el murmullo de su voz por encima del repicar de la lluvia—. Según el coroner, debió vivir aún durante al menos una hora. Lo suficiente para que se turnaran… Dude y los otros tres. Lo suficiente, después de eso, para que se les ocurriera la idea.
»Estaban en mi cuarto de trabajo, y yo tenía toda la habitación decorada como una especie de salón de trofeos… pieles de animales en todas las paredes, tambores nativos, máscaras de vudú, cosas que había ido coleccionando en mis viajes. Y allí estaban aquellas cuatro monstruosidades, buscando nuevas sensaciones, y mi niña, con la mente estallándole. Uno de los bastardos tomó un tambor y empezó a golpearlo. Otro agarró una máscara y se puso a danzar de un lado para otro como un doctor brujo. Y Dude… fue Dude, estoy seguro, lo sé… él y el otro chico repugnante tomaron la piel de león de la pared y se la echaron encima a Melissa. Porque estaban en pleno viaje y estaban jugando a África. El Gran Cazador Blanco. Yo Tarzán, tú Jane.
»Por aquel entonces Melissa ya ni siquiera podía mantenerse en pie. Dude la hizo ponerse de cuatro patas, sobre sus manos y rodillas, y ella simplemente se quedó tambaleándose allí. Y entonces, aquel sucio podrido hijoputa… arrancó los cordones de las cortinas y ató con ellos la piel de león sobre la cabeza y hombros de Melissa. Y tomó una lanza de la pared, una de las lanzas masai, y se preparó para hundírsela en las costillas…
»Esa era la escena que encontré cuando entré en la casa. Dude, el gran hijoputa, de pie junto a Melissa, con aquella lanza.
»No estuvo así mucho tiempo. La primera mirada que me dirigió debió decírselo todo. Creo que arrojó la lanza antes de echar a correr, pero no estoy seguro. No puedo recordar claramente nada del siguiente par de minutos. Dijeron que le rompí el cuello a uno de ellos, y que el otro con la máscara tenía conmoción cerebral a causa de haberlo arrojado yo contra la pared. El tercero estaba casi muerto cuando llegaron los policías y consiguieron soltar mis dedos de su cuello. Un poco más, y hubieran llegado demasiado tarde para salvarlo.
»Y llegaron demasiado tarde para salvar a Melissa. Estaba tendida allí, bajo aquella sucia piel de león… esa es la parte que no puedo dejar de recordar una y otra vez, la parte que desearía poder olvidar…
—¿Mató a uno de los chicos? —dijo Dave.
Ryder agitó la cabeza.
—Maté a un animal. Eso es lo que dije en el juicio. Cuando un animal se vuelve asesino, hay que matarlo. El juez comprendió mis razones, pero fui condenado a dos años. —Miró a Dave—. ¿Has estado alguna vez en la cárcel?
—No. ¿Cómo es… duro?
—Puedes decirlo. Tremendamente duro. —El estómago de Ryder resonó—. Cuando llegué allí estaba bastante alterado, así que me pusieron en solitario durante un tiempo, y aquello no me ayudó. Uno se queda sentado allí en la oscuridad, y empieza a pensar. Aquí estoy, acostumbrado a viajar por todo el mundo, encerrado en una pequeña jaula como un animal. Y esos otros animales, esos que mataron a Melissa, están libres. Uno estaba muerto, de acuerdo, y otros dos puede que hubieran aprendido bien su lección. Pero el principal, el que lo empezó todo, estaba suelto. Los polis nunca lo agarraron, y no estaban dispuestos a perder más tiempo buscándolo, así que tras el juicio lo dejaron correr.
»Pensé mucho en Dude. Ese era el nombre del principal, ya te lo dije, ¿verdad? —Ryder parpadeó en dirección a Dave, y parecía casi deshecho. Pero estaba conduciendo bien y no se dormiría al volante mientras siguiera hablando, así que Dave asintió.
—Casi todo el tiempo pensaba en lo que le haría a Dude cuando saliera. Encontrarle podía ser difícil, pero sabía lo que tenía que hacer… diablos, había pasado años enteros en África, rastreando animales. Y estaba dispuesto a cazar también a aquel.
—¿Entonces es cierto que ha sido usted explorador? —preguntó Dave.
—Cazador de animales —dijo Ryder—. Kenya, Uganda, Nigeria… eso fue antes de Hollywood, y me las vi de todos los colores. Cosas como esos jóvenes inútiles de hoy en día jamás imaginarían. Allí en África danzaban y tocaban los tambores y se drogaban mucho antes de que el primer hippie se arrastrara de debajo de su roca, y déjame decirte, saben cómo hacer bien las cosas.
»Como cuando ese Dude ató la piel de león sobre Melissa: fue una simple farsa, un juego. Debería haber visto algunas de las cosas que pueden hacer esos doctores brujos.
»Primero capturan a una chica, a veces a un muchacho, pero digamos una chica a causa de Melissa. Y la meten en una cueva… un lugar con un techo muy bajo, donde no pueda permanecer de pie, tenga que estar siempre a cuatro patas. Le administran también drogas, fuertes dosis, lo suficiente como para mantenerla tranquila durante largo tiempo. Y cuando finalmente despierta, sus manos y pies han sido operados, de modo que ahora están provistos de garras. Garras de león, y se descubre encerrada dentro de una piel de león. No con una piel de león simplemente echada encima… sino cosida completamente, de modo que no puede ser quitada.
»Piensa simplemente en lo que eso representa para ella. Se descubre dentro de aquella piel de león, encerrada en una cueva, drogada, sin saber dónde está ni lo que le está sucediendo. Y la mantienen así. Sin alimentarla más que con carne cruda. Está sola allí en la oscuridad, respirando aquel maldito olor a león, sin nadie que le hable y sin nadie a quien hablar. Luego vienen y le rompen algunos huesos de su garganta, de su laringe, y todo lo que puede hacer a partir de entonces es gimotear y gruñir. Gimotear y gruñir y moverse de un lado para otro a cuatro patas.
»¿Sabes lo que ocurre entonces, muchacho? ¿Sabes lo que le ocurre a alguien así? Se vuelve loco. Y al cabo de un tiempo empieza a creer que es realmente un león. El siguiente paso para el doctor brujo es sacarlo y entrenarlo a matar, pero eso ya es otra historia.
Dave le echó una rápida mirada.
—Está bromeando…
—Está en los informes gubernamentales. Quizá los reactores lleguen ahora hasta el aeropuerto de Nairobi, pero allá dentro en la jungla las cosas no han cambiado. Como digo, esa gente sabe mucho más de drogas de lo que pueda saber cualquier hippie. Especialmente un estúpido animal como Dude.
—¿Qué ocurrió cuando salió usted? —dijo Dave—. ¿Consiguió localizarlo?
Ryder agitó negativamente la cabeza.
—Pero pensé que había dicho que tenía planeado…
—Uno acumula un montón de extrañas ideas en soledad. En un cierto sentido es casi como estar encerrado en una de esas cuevas. Empecé a pensar en ello, y aquello me hizo recordar…
—¿Qué?
—Nada. —Ryder hizo un rápido gesto—. Olvídalo. Cuando salí pensé que lo mejor era olvidar y ser olvidado.
—¿Quiere decir que nunca intentó encontrar a Dude?
Ryder frunció el ceño.
—Ya te he dicho que tenía otras cosas en qué pensar. Como en haber perdido mi trabajo, la casa, los muebles, todo. También tenía el problema de la bebida. Pero supongo que no querrás oír hablar de ello. Sea como fuera, terminé así, en las ferias, y no hay nada más que decir.
Un relámpago cruzó el cielo, y el trueno retumbó en su persecución. Dave giró la cabeza, mirando hacia atrás por la ventanilla enrejada. El gorila seguía acuclillado al otro extremo, observando por entre los barrotes alejarse la noche. Dave lo contempló durante un largo momento, deseando no dejar de mirarle, porque si lo hacía sabía que tendría que hacer la pregunta. Pero cuanto más tiempo miraba, más se daba cuenta de que no tenía elección.
—¿Y qué hay de él? —preguntó Dave.
—¿Qué? —Ryder siguió la mirada de Dave—. Oh, te refieres a Bobo. Se lo compré a un traficante al que conozco.
—Tuvo que costarle caro.
—Me lo dejó bien de precio. Aunque no son baratos.
Dave vaciló.
—En casa leí algo en una revista. Un artículo acerca de las reservas nacionales en África. Decía que los gorilas estaban protegidos por el gobierno, que no podían ser vendidos.
—Tuve suerte —murmuró Ryder. Se inclinó hacia él, y Dave se vio inmerso en una vaharada de alcohol—. Tengo contactos, ¿comprendes?
—De acuerdo. —Dave no deseaba pronunciar aquellas palabras, pero no pudo contenerse—. De todos modos, hay algo que no comprendo de esa feria. Con los gorilas tan escasos, podría montar usted un gran número.
—Eso es negocio mío —Ryder le lanzó una extraña mirada.
—De negocios precisamente estoy hablando. —Dave suspiró profundamente—. Si estaba usted tan arruinado cuando salió de la cárcel, ¿de dónde obtuvo el dinero para comprar un animal como éste?
Ryder frunció el ceño.
—Creí haberlo dicho. Lo vendí todo: la casa, los muebles…
—¿Y su piel de mono?
El puñetazo fue tan rápido que Dave ni siquiera lo vio. Pero impactó contra su frente, echándole hacia atrás en el asiento, contra la portezuela, que no tenía el seguro puesto.
Dave intentó agarrarse a algo, pero era demasiado tarde. Estaba cayendo. Golpeó la cuneta con la espalda, y tan sólo el barro lo salvó.
Entonces el cielo se incendió con un relámpago, retumbó un trueno, y el camper pasó por su lado, alejándose rápidamente y desapareciendo en el oscuro túnel de la noche. Pero no antes de que Dave pudiera captar una última y breve visión del gorila, acuclillado tras los barrotes.
El gorila, con sus ojos como drogados, su boca inmóvil como una máscara, sus alzados brazos revelando el zigzag de gruesas y negras costuras.

Escalofríos, 1977.

sábado, 24 de diciembre de 2022

Toro en el mar. (Elegía sobre un mapa perdido). Rafael Alberti.

1


Eras jardín de naranjas.
Huerta de mares abiertos.
Tiemblo de olivas y pámpanos,
los verdes cuernos.
Con pólvora te regaron.
Y fuiste toro de fuego.


2


Le están dando a este toro
pastos amargos,
yerbas con sustancia de muertos,
negras hieles
y clara sangre ingenua de soldado.
¡Ay, qué mala comida para este toro verde,
acostumbrado a las libres dehesas y a los ríos,
para este toro a quien la mar y el cielo
eran aún pequeños como establo!


3


Habría que llorar.
Sólo ortigas y cardos,
y un triste barro frío,
ya siempre, en los zapatos.
Cuando murió el soldado,
lejos, escaló el mar una ventana
y se puso a llorar junto a un retrato.
Habría que contarlo.


4


… y le daré, si vuelve, una toronja
y una jarra de barro vidriado,
de esas que se parecen a sus pechos
cuando saltan de un árbol a otro árbol.
Pero en vez del soldado
sólo llegó una voz despavorida
que encaneció el recuerdo de los álamos.


5


¡Ay, a este verde toro
le están achicharrando, ay, la sangre!
Todos me lo han cogido de los cuernos
y que quieras que no me lo han volcado
por tierra, pateándolo,
extendiéndolo a golpes de metales candentes,
sobre la mar hirviendo.
Verde toro inflamado, ¡ay!
que llenas de lamentos e iluminas, helándola,
esta desventurada noche
donde se mueven sombras ya verdaderamente sombras,
o ya desencajadas sombras vivas
que las han de tapar también las piedras.
¡Ay, verde toro, ay,
que eras toro de trigo,
toro de lluvia y sol, de cierzo y nieve,
triste hoguera atizada hoy en medio del mar,
del mar, del mar ardiendo!


Poemas del destierro y del olvido. 1976.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

El cuaderno azul nº 1. Daniil Jarms.

Érase una vez un tipo pelirrojo que no tenía ni ojos ni oídos. Tampoco tenía pelo, de modo que decía que era pelirrojo por decir algo.
No podía hablar, puesto que no tenía boca. Nariz tampoco tenía.
Por no tener, no tenía ni brazos ni piernas. Tampoco barriga, ni espalda, ni espina dorsal, ni tripas de ninguna clase. ¡No tenía nada de nada! Así que no hay forma de saber de quién estamos hablando.
Bueno, será mejor que no sigamos hablando de él.


 

martes, 20 de diciembre de 2022

Los enamorados. Pumuky.

 

Si como tanto es porque me aburro de forma suicida.Si compras sin parar es por llenar ese agujero en tus tripas.Todo es tan fugaz, 
ya es viejo lo que era nuevo.Tu carne enmoheció, 
mi espíritu hibernó hace dos inviernos.
Matemos esas hormigas de la cocina, 
quitemos lo podrido del frutero.Limpiemos la nevera, llenémosla, 
hagamos algo para enamorarnos, otra vez.
Gastemos el dinero que nos queda 
en fuegos de artificio y chucherías.Hagamos algo absurdo: amémonos.Hagamos algo para enamorarnos, otra vez.
 

 

domingo, 18 de diciembre de 2022

Atrapado. José Luis Castellanos Segura.

"Algunos extras de las películas son espectadores que han sido absorbidos en el cine por la propia película".
Cuando leyó la pintada en el túnel sonrió y pensó que cada día que pasaba la gente estaba más loca. Lo que no sabía era que del otro lado, en la oscuridad de la sala, decenas de ojos se habían clavado en la figura del asesino que se acercaba sigilosamente detrás del paseante que, distraído, leía algunos graffittis.


sábado, 17 de diciembre de 2022

La cabeza de perro. Arthur Conan Doyle.

Estoy arrellanado en el sillón junto a la chimenea en que crepita el fuego. Tengo la copa de coñac en la mano derecha. Con la mano izquierda, caída descuidadamente, acaricio la cabeza de mi perro... hasta que me doy cuenta de que no tengo perro.


 

miércoles, 14 de diciembre de 2022

Diluvio V. Lilian Elphick.

Un silencio insoportable ha invadido el arca. Está muy oscuro. Todos duermen, menos el tigre que mira el cielo queriendo encontrar una respuesta. Pero, no es suficiente. Está cansado del encierro, de la amabilidad con los otros animales, de sus debilidades. Quiere desgarrar cuellos, lamer sangre y correr, correr en soledad.
Entonces, tomando impulso, salta por la borda. Y cae a tierra.
Ya amanece. El tigre ve el arca tambaleándose arriba de un monte, tan pequeña e insignificante. Y se siente igual frente al paisaje de arenas mudas, entumecidas por las rocas.
-¿Y ahora, qué? – se pregunta, mientras camina sin rumbo por el inicio filoso de esta historia.

Del blog de la autora: Ojo travieso.

domingo, 11 de diciembre de 2022

El rival. David Roas.

Narciso se sentía diferente de sí mismo. Cuando salía de su casa, caminaba siempre dos pasos por delante de él. Sólo se detenía para esperarse cuando llegaba al café en el que desayunaba cada mañana. Allí, se abría la puerta solícito, fingiendo una falsa educación, para cerrársela inmediatamente en las narices cuando estaba a punto de cruzarla. Otro de sus juegos preferidos, por ejemplo, era desafiarse a ver quién leía más rápido, pasando velozmente la página e impidiéndose leer cómodamente.
Comer, dormir, follar… era siempre una competición.
El día en que murió, sentado frente al ataúd donde reposaba, no pudo reprimir una sonrisa de venganza.

sábado, 10 de diciembre de 2022

Los panes y los peces. Raúl del Valle.

Como cuando crees haber pasado una página y descubres que has pasado dos, al meter la cucharilla en la taza de café y efectuar el clásico movimiento circular en aras de la disolución del azúcar, me doy cuenta de que entre mis dedos hay en realidad dos cucharas. Vendrían pegadas la una a la otra, me digo para tranquilizarme tras el sobresalto inicial. Dejo las dos cucharas en el platillo donde reposa la taza y me llevo ésta a la boca para comprobar la temperatura del cortado. Demasiado caliente, me digo, tendría que haberlo pedido con la leche natural. Y, al ir a devolver la taza al plato, el sonido de la porcelana contra la porcelana antes de lo esperado me hace comprender, horrorizado, que en el plato del que he levantado la taza reposa otra taza exactamente igual a la que sostengo yo en mi mano. Sin pensármelo dos veces, dejo el cortado en la mesa y me levanto con la única idea en la cabeza de abandonar cuanto antes este bar. Un instante antes de alcanzar la puerta escucho mi propia voz que, desde la mesa, me llama por mi nombre.

jueves, 8 de diciembre de 2022

La mandolina. Luisa Castro.

Julia tenía siete años cuando entró por primera vez en la casa de su amiga Eugenia. Cruzar aquella puerta la llenó de emoción. Eugenia tenía un padre muy guapo, una madre que parecía su abuela y varios hermanos mayores. Esta familia sorprendente vivía enfrente del colegio, y Julia no conocía ese mundo del centro. No sabía cómo eran por dentro las casas de dos pisos, con puertas y ventanas que daban a una acera, y un patio trasero para jugar. Julia vivía lejos, en un lugar apartado fuera del pueblo, un barrio de casitas pequeñas de marineros al que ninguna madre del centro dejaría ir a su hija.
Al salir del colegio, la casa de Eugenia ya estaba allí. Por fuera era bonita. Julia se la imaginaba por dentro llena de lujos, con muebles de comedor y lámparas, pero cuando entró todo fue diferente. Era bastante lóbrega, olía a humedad y las paredes estaban despintadas. La madre de Eugenia tenía cara de enferma, y se le acercó:
-¿Y tú de quién eres?
Julia dio el nombre de su padre y de su madre, pero se dio cuenta de que esto no servía de nada para identificar a su familia.
-...soy de los marrubes -dijo al fin.
-Claro, con el pelo blanco, ya me lo pareció.
Los marrubes tenían el pelo rubio. El padre de Eugenia tenía un negocio de transportistas. A Julia, aquella mujer que le hacía preguntas le pareció buena, le hablaba como a una persona mayor y se disculpaba ante ella de las condiciones de la casa.
-Pasa, pasa -le dijo muy amable-, todo está un poco sucio, es que estoy enferma ¿sabes? Yo soy una mujer enferma. ¿Y no va a misa tu madre?
A los marrubes la iglesia les quedaba lejos. Aquella mujer empezó a hablar de Dios, y le preguntó si sabía rezar el rosario. No. Los marrubes no sabían rezar el rosario. Muchos marrubes no sabían ni leer.
-¿Y eres muy lista? Sé que sacas buenas notas; no como mi hija.
Julia se removió en el sofá. Le pareció que aquella madre no quería a Eugenia; pero su amiga parecía acostumbrada.
-Ven, que te enseño la guitarra -le dijo.
-Que no se vaya a romper -avisó la madre enferma.


Eugenia subió al cuarto a buscar la guitarra y Julia se quedó sola con aquella mujer. Notaba sus ojos enfebrecidos clavándose en su cara, ansiosos de saber. Eran muchas las dudas que la madre de Eugenia quería despejar: cuántos hermanos eran, y cómo era su casa; le preguntó si su madre estaba todo el día en casa como ella, si sabía coser y si sabía cocinar. Le preguntó si quería a sus padres y si era buena. ¿Y Eugenia? Le preguntó. ¿Es una buena amiga? ¿Es buena mi hija? No eran preguntas difíciles; a todo Julia contestó que sí.
-¿Y tú, cuentas mentiras? Dime la verdad -dijo la mujer al final de su interrogatorio.
Julia se quedó callada. No recordaba haber contado una mentira en su vida. No sabía lo que era mentir.
-¡No, yo no!
-Así me gusta, las personas que cuentan mentiras van al infierno, al infierno de los mentirosos. Yo se lo recuerdo todos los días a Eugenia.
En ese momento Eugenia bajó por las escaleras con la guitarra en brazos. La guitarra era más grande que ella, era un instrumento enorme. A Julia le fascinó. Jamás había visto una cosa tan hermosa en su vida. En el colegio todas las niñas iban a la rondalla menos ella. No es que lo echara de menos, pero le gustaban las misteriosas formas de aquellos instrumentos que su amigas llevaban a clase los viernes por la tarde. Las guitarras, los laúdes, las bandurrias le parecían animales con vida propia, y a veces, cuando las niñas dejaban sus instrumentos al fondo del aula, eran como armas relucientes de un ejército que desfilaba todos los viernes ante sus ojos admirados.
Su amiga Eugenia sacó con mucho cuidado la guitarra de su funda y se puso a tocar “Las sirenas”. La madre la miró con satisfacción, como si el sonido de aquellas cuerdas le recordar su juventud. Su cara se relajó y su nariz enrojecida por la humedad pareció templarse. Durante un rato permaneció absorta, ida, sin hacer comentarios hirientes ni preguntas, y cuando volvió en sí la hija de los marrubes todavía estaba allí, sentada en su sofá viejo, mirándolo todo con sus ojos enormes, mirándola a ella que se había olvidado por un momento de la humedad de las paredes y del desorden de los cuartos, de la fealdad de aquella casa que podía ser una casa bonita, la mejor del centro, y que no lo era. En ese momento la madre de Eugenia se despertó de su ensueño.
-¿Y no vas a la rondalla? ¿Qué instrumento tocas tú? -atacó.
Julia se estremeció.
-No. Yo no voy a la rondalla.
-¿No vas a la rondalla? -la madre de Eugenia se volvió a su hija, recriminándola-. ¿Lo ves, Eugenia? No todo el mundo tiene una guitarra; y luego no apruebas. Seguro que Julia saca todos sobresalientes. Eso es lo que yo tenía que hacer con Eugenia, no comprarle una guitarra.
Julia, apurada, trató de frenar aquella avalancha que amenazaba con tragársela. Y se vio de pronto en medio de una orquesta, en otro pueblo, en otro lugar.
-No es eso. Es que yo toco la mandolina -añadió.
-¿La mandolina?
La madre de Eugenia no sabía si reírse o echar a llorar.
-Sí, y mi padre el violín -aseguró la niña, hincando los pies firmemente en su fantasía.
-¡Vaya, vaya! Una familia de músicos -se rió a placer la madre de Eugenia, divertida por las ocurrencias de aquella niña-, ¿y dónde te enseñan a tocar la mandolina? Que yo sepa, no hay ninguna rondalla de mandolinas en Foz.
-En Ribadeo -se imaginó Julia, y pudo verse perfectamente a ella misma en medio de unos músicos uniformados, con una preciosa mandolina entre las manos.
-Voy a Ribadeo porque allí enseñan a tocar la mandolina, en la rondalla de Ribadeo hay mandolina, aquí no. Por eso no voy a la rondalla de aquí.
La madre de Eugenia no se dio por vencida. Hacía mucho tiempo que no se divertía tanto:
-Una mandolina, uhmm… ¿y cómo es una mandolina?
-Muy pequeña -dijo Julia, sirviéndose de sus manos para moldear la mandolina de su imaginación. Y llegó a notar en sus brazos el peso del instrumento, una mandolina real y liviana como la prolongación de una rama en otoño, deshojada-. No pesa nada y tiene muchas cuerdas. Y el sonido es el más bonito que hay, mucho más bonito que el de la bandurria y el de la guitarra. Está entre el laúd y el violín. Con la guitarra no tiene nada que ver.
La madre de Eugenia dejó de disfrutar y empezó a impacientarse.
-Pues no sabía que hubiera rondalla de mandolinas en Ribadeo.
Y se cruzó de brazos, sopesando si aquella pequeña mentirosa sería una buena influencia para su hija.
-Pues claro que hay -insistió Julia-; mi padre me lleva en coche todos los viernes. Soy la única que va de todo el colegio.
-Bueno, bueno… no sabía que tuviérais coche. Que toques bien la mandolina ¿eh?, y tu padre el violín -desistió la mujer, y le pareció excesivo el tiempo que aquella niña llevaba allí.
Afuera ya era de noche. Julia se despidió de su amiga. Con su mandolina recién inventada en el hombro caminó un buen trecho en la oscuridad. Cuando el pueblo empezaba a quedarse atrás, antes de entrar en su casa tiró lejos el instrumento de su imaginación y empezó a correr. En la cuneta del camino, en medio de un matorral, entre espinos, aún sobresalía el mástil con sus clavijas blancas. Se volvió y lo enterró hasta el fondo ayudándose con el paraguas. Y entró en su casa como en el cielo, sin ningún peso.

martes, 6 de diciembre de 2022

Cante hondo. Antonio Machado.

Yo meditaba absorto, devanando
los hilos del hastío y la tristeza,
cuando llegó a mi oído,
por la ventana de mi estancia, abierta

a una caliente noche de verano,
el plañir de una copla soñolienta,
quebrada por los trémolos sombríos
de las músicas magas de mi tierra.

... Y era el Amor, como una roja llama...
-Nerviosa mano en la vibrante cuerda
ponía un largo suspirar de oro
que se trocaba en surtidor de estrellas-.

... Y era la Muerte, al hombro la cuchilla,
el paso largo, torva y esquelética.
-Tal cuando yo era niño la soñaba-.

Y en la guitarra, resonante y trémula,
la brusca mano, al golpear, fingía
el reposar de un ataúd en tierra.

Y era un plañido solitario el soplo
que el polvo barre y la ceniza avienta. 

Soledades, galerías y otros poemas. 1899 - 1907.

lunes, 5 de diciembre de 2022

Microfábula (P de suPernumeraria). Luisa Valenzuela.

Pterodáctilos, paquidermos y palmípedos, la plena patota, pasean sus pasmadas pintas por las páginas del pasquín pituco protestando porque pidieron permiso para poder poner las patas en la pileta de Parque Palermo pero prohibiéronselo. Perros de pocas pulgas los putearon, a patadas los piantaron del parque.
Protegidos por Ptolomeo —pseudónimo del psicólogo— pterodáctilos, paquidermos y palmípedos pierden la paciencia. Ponen pies en polvorosa y parten a los pedos para otra parte pública del planeta. Parecen perdidos, platican pelotudeces. Pronto piden perdón por no poder permanecer pasivos y persistentes pónense las pilas, pecando por promiscuidad. Porfiados perversos polimorfos, se aparean plenamente pariendo poco a poco personajes perfectos para su propósito. Pájaros de pico prehistórico, plúmbeo plumaje pesadísimo y patas de pato: los pelícanos.


Moraleja:
De las más estrambóticas uniones pueden nacer criaturas sorprendentes
o
No hay mal que por bien no venga.


sábado, 3 de diciembre de 2022

Esfera trepidante. Gemma Pellicer.

Al niño se le escapa el globo en un descuido y, casi de inmediato, siente un pinchazo en el costado. Cae al suelo en una pirueta impropia de su edad justo en el momento en que ha empezado a faltarle el aire. Apenas alza su cabeza al cielo, logra atisbar el vuelo trepidante de la esfera, que sigue alejándose mientras su cuerpo poco a poco se deshincha. En el instante preciso en que se le cierren los ojos, desaparecerá la Tierra.

Mar de pirañas, 2012.

jueves, 1 de diciembre de 2022

Colores. Ángela Torrijo Arce.

Ana tiene un cepillo de dientes verde. No lo entiendo. Mamá sabe que me gusta el verde, que mi favorito es el verde y justo ese es el que le compra a ella. Después le da un beso verde, un abrazo verde y dice un te quiero verde muy bajito cuando la deja en la guardería. Y a mi naranja, todo naranja.


domingo, 27 de noviembre de 2022

Definición de amor. Iván Teruel.

A Anna Margarits
Hace ya días que el pelo se le cae como deshaciéndose. Así que al final se ha decidido. Cuando llega él, ella lo está esperando frente al espejo, con su nueva peluca. ¿Te gusta? Él responde con una sonrisa tierna y un acercamiento. Le quita la peluca con delicadeza, coge espuma de afeitar del armario y la extiende por la cabeza de ella. Alcanza una cuchilla de un cajón y con un amor infinito recorre la piel redonda del cráneo. Al acabar, besa su calva y le dice: «Recuerda, vida, que un día prometimos no tener miedo a los espejos». 

El oscuro relieve del tiempo, 2014.

sábado, 26 de noviembre de 2022

La autopsia de la sirena. Rosa Yáñez.

La autopsia de la sirena arrojó resultados muy interesantes: la incisión que se abrió desde el ombligo al cuello descubrió un par de aletas pectorales —atrofiadas bajo la piel—  que cubrían el corazón, el hígado púrpura, el estómago —vacío—  y los intestinos enredados y viscosos. Bajo estas vísceras, dos huevas —hinchadas— que ocultaban un extraño órgano que debía de hacer las veces de aparato respiratorio de la criatura. Y al final la espina dorsal arrebatada de púas.
Sin embargo, lo más interesante vino después: seccionando desde el ombligo hasta el final de la cola, ésta se abrió como una vaina dejando al descubierto dos torneadas piernas de mujer enfundadas en medias con costura trasera y unos pies pequeños aprisionados en un par de zapatos de tacón. Al retirar el calzado —hicieron falta unas tenazas—  se reveló que tenía las uñas pintadas de rojo.

martes, 22 de noviembre de 2022

Rododendro, tradescantia, tillandsia, bromelia. Patricio Pron.

1.
Al regresar de la habitación que se encuentra al final de la tienda y que sirve de depósito y de sitio para los trastos de la floristería, ella descubre que alguien ha dejado una cartera sobre el mostrador. Levanta la vista y ve que las puertas automáticas de la tienda se abren un momento y que por ellas se escabulle el último cliente; un instante después, el cliente es tragado por el río intermitente de personas que recorren el centro comercial haciendo compras o no comprando nada en absoluto. Ella coge la cartera y está a punto de correr tras él cuando una clienta que sostiene en brazos un perro con un rostro chato y estúpido, y que es la única clienta que ha entrado en la floristería en la última hora a excepción del cliente que ha olvidado su cartera, le pregunta cómo hay que regar los rododendros; ella le pide que espere un momento, pero la mujer le responde que ya ha esperado bastante y no tiene más remedio que atenderla. Naturalmente, la explicación no le resulta satisfactoria y la mujer del perro del rostro chato no compra ni los rododendros ni los helechos por los que pregunta a continuación; cuando se marcha, ella sale al pasillo pero él ya no está. Echa una mirada rápida en las tiendas contiguas, en la de chuches y en la de pantalones que hay enfrente y que a esta hora exhibe una luz mortecina y un aire fúnebre: la vendedora de la tienda de pantalones —con la que suele almorzar a veces en el patio de comidas y a veces ve también en la puerta del centro comercial fumando rápida y angustiadamente un cigarrillo, como hace también ella en las pausas— está completando un crucigrama detrás del mostrador y no puede ocultar su decepción cuando levanta la vista y descubre que es ella quien ha entrado y no un cliente. Al regresar al pasillo, ve que una pareja con un niño ha entrado en la floristería y entonces se da la vuelta y regresa a la tienda.


2.
La urbanización se encuentra en las afueras de la ciudad y todavía no ha sido completada. Aunque aún es de día, el piso al que ella se ha mudado unas semanas atrás ya está en penumbras debido a la sombra del edificio de viviendas que están construyendo al otro lado de la calle; como todas las tardes, ella llega a la casa tras terminar su turno en el centro comercial y bebe un vaso de agua en la cocina mientras observa por la ventana los progresos realizados durante el día por los obreros: a veces esos progresos son mínimos y conciernen a la estructura interna del edificio —se ha realizado la instalación eléctrica, se han colocado los azulejos en los baños, cosas por el estilo—, pero en ocasiones son estructurales y ella puede reparar en ellos simplemente observando la desaparición de las montañas de materiales que rodeaban el edificio en otros estadios de su construcción y que ahora han sido incorporados a él de maneras misteriosas. Cuando ha acabado de beber, deja el vaso en el fregadero y se sienta a la mesa del comedor y saca de su bolsa la cartera: durante el trayecto en metro desde el centro comercial hasta su piso ha estado metiendo compulsivamente la mano en la bolsa para asegurarse de que la cartera aún estaba allí, y después retirándola de inmediato, como si la cartera estuviera electrificada; al tenerla frente a ella, sin embargo, le parece inofensiva y pueril, como un pescado en una pescadería: cuero y músculos de un animal muerto hace tiempo.


3.
En ella encuentra un billete de veinte euros, otro de cinco y un total de dos euros y cuarenta y dos céntimos en monedas de diferente valor. También encuentra un recibo de la tintorería del centro comercial por la limpieza de una chaqueta, una lista de la compra que solo tiene dos ítems —por lo demás, completamente heterogéneos: un litro de leche y una planta de interior—, un carnet del Blockbuster del centro comercial, dos tarjetas de crédito, una tarjeta de ingreso al edificio de un banco, un documento de identidad y un permiso de conducir caducado. El permiso es de color rosa y tiene su nombre y su fecha de nacimiento, que es un día de un mes del año 1972, y una serie de números que ella no comprende; también, una letra «e» mayúscula rodeada de estrellas que ella sabe que es una referencia a España pero que le parece una señal de tránsito abandonada junto a una curva inminente y peligrosa ante la que nadie se detiene. Ella guarda cuidadosamente todos los ítems en la cartera y después la cierra y se queda mirándola un momento; a continuación, vuelve a abrirla y extrae el documento de identidad, que repite los datos que aparecen en el permiso de conducir pero también incluye una dirección y una fotografía, en la que reconoce a su cliente, el rostro surcado por rayas y curvas destinadas a dificultar la falsificación del documento. Luego lo guarda una vez más en la cartera y camina hasta el interruptor de la luz, a pesar de que aún no es completamente de noche.


4.
Un año después, el edificio de viviendas que se encuentra al otro lado de la calle ha sido terminado y la luz del sol ya no ingresa en ningún momento del día en el interior de su piso. Dos plantas mueren debido a la escasez de luz y ella deja de regar las que aún están con vida y mueren otras tres: al final solo queda en la casa un finísimo hilo de enredadera, que crece como la hierba mala arrastrándose sobre el suelo y no parece necesitar luz ni agua para mantenerse con vida. La cartera sigue sobre la mesa; como ella había previsto, su propietario regresó a la floristería al día siguiente y le preguntó si no se había dejado una cartera allí el día anterior. Ella le dijo que no y se quedó mirándole a la cara e imaginando que su cara también estaba surcada de rayas y curvas para no ser falsificada. Entonces él le agradeció y salió una vez más a través de las puertas automáticas de la tienda y volvió a perderse entre los visitantes del centro comercial y ella se recostó sobre el mostrador sin pensar en nada. Vino una mujer y compró seis calas y después entró un hombre preguntando por la antigua empleada y ella le dijo que no la había conocido y le vendió un helecho. A continuación vio acercarse por el pasillo del centro comercial a la mujer del perro del rostro chato y estúpido y arrojó el uniforme sobre el mostrador y salió rápidamente sin darle tiempo a la mujer a escurrirse dentro de la floristería; atravesó el patio de comidas del centro comercial tropezando con un par de niños que esperaban su turno frente al pelotero y que al ser atropellados se pusieron a llorar, compró unas gafas negras que le cubrían buena parte del rostro y recorrió el centro comercial buscándolo, pero ya no volvió a verlo. Antes de regresar a la floristería, entró a una tienda de teléfonos y buscó su número en el listín telefónico; lo apuntó en una tarjeta que le entregó la mujer de la tienda y después arrojó las gafas en una papelera frente a un local de tatuajes y se sintió feliz y libre como si acabara de cometer un crimen.


5.
Al principio lo llamaba una o dos veces a la semana desde una cabina de teléfonos junto a un campo de baloncesto frente a su urbanización: la mayor parte de las veces colgaba sin decir una palabra cada vez que él se ponía al aparato y después se quedaba escuchando cómo el corazón le latía en las sienes hasta que los latidos se detenían por completo; otras, decía cosas antes de colgar: decía «rododendro», «tradescantia», «tillandsia», «bromelia», todos nombres de plantas que ella conocía bien pero que imaginaba que a él debían dejarlo perplejo. Una vez también dijo «Constanza», que no era el nombre de una planta sino un nombre de niña que a ella le hacía pensar en la perseverancia y en los santos que aparecen en los libros.


6.
Después comenzó a seguirlo por la calle; dejaba su piso antes de que amaneciera y atravesaba la ciudad en metro hasta llegar a la zona donde se encontraba el edificio del banco donde él trabajaba y se quedaba allí esperando a que llegara, viendo a los empleados del banco llegar poco a poco y entrar al edificio todavía a oscuras y prender las luces de sus escritorios y de sus oficinas, que titilaban primero intermitentemente como si ellas mismas se hubieran desacostumbrado a su mismo destello; cuando él llegaba, ella se marchaba y comenzaba a caminar en dirección al centro comercial a través de calles repletas de coches y de urbanizaciones recientes y de baldíos en los que no había nada aún pero en los que pronto también habría edificios de viviendas y llegaba al centro comercial mucho después de que comenzara su turno: todas las veces, la encargada la regañaba y la amenazaba con el despido pero nunca la echaba. A veces no iba al banco sino a su casa, y lo veía abandonar el edificio y coger el metro pero no lo seguía, o salía del centro comercial y no regresaba a su piso: se instalaba frente a la casa de él y lo veía regresar del trabajo y encender las luces de su apartamento y después cocinar algo en la cocina y mirar la televisión, un chorro de luz azul bañándole el rostro. Durante algún tiempo lo visitó una mujer morena que siempre llevaba falda y también otra con la que él regresaba tarde y a la que conducía por el apartamento sin prender ninguna luz, pero después la mujer morena dejó de ir y apareció otra que era pelirroja. Un día, en el centro comercial, vio a la mujer pelirroja caminando apresuradamente en dirección al cajero automático y corrió hasta ponerse detrás de ella y le colocó una zancadilla. La mujer pelirroja cayó al suelo con una exclamación de dolor y ella regresó a la floristería. A veces, al comienzo, cuando él estaba con alguna mujer en su apartamento, ella tocaba el portero y salía corriendo; en una ocasión compró una cinta adhesiva ancha y pegajosa y recubrió con ella todos los timbres del edificio, que comenzaron a sonar simultáneamente mientras sus habitantes gritaban; un par de días después, el incidente era mencionado en el periódico, una pequeña nota sobre el vandalismo juvenil en las nuevas urbanizaciones de la ciudad que parecía una esquela mortuoria.


7.
Ella empezó a imaginar que tenía una vida en común con él, y esto, en cierto modo, era cierto: daba vueltas por su piso y fingía que estaba arreglándolo todo para cuando él regresara del trabajo, pedía a los restos de las plantas de interior —que eran los niños que, en la realidad conformada por ese juego, habían tenido— que salieran a recibir a su padre, y después hacía mucha comida y comía frente al televisor lanzando breves comentarios a las noticias. A continuación tiraba a la basura el contenido de los platos de él y de los niños y veía algún filme que pusieran en la televisión o leía una revista hasta que se le cerraban los ojos.


8.
Un par de veces durante ese año él volvió a la floristería y compró flores y una planta que probablemente fueran para la morena que siempre llevaba falda y tal vez para la del cabello rojo. Ella le atendió como a cualquier cliente y con algo de indiferencia, como si no le conociera y no pretendiera hacerlo. Él le preguntó en ambas ocasiones si nadie había devuelto nunca una cartera con su carnet de identidad y con otros documentos, pero ella negó con la cabeza y, al verlo marcharse, se recostó sobre el mostrador y estuvo llorando un rato. Una vez vino una mujer y compró una docena de tulipanes y después entró otra mujer mayor, una mujer realmente viejísima, y le dijo que quería unas flores para su madre, y ella no supo si la madre de la mujer viejísima había muerto ya o no pero le entregó el mejor ramo que tenía y le dijo que era un regalo de la casa. Y mientras decía esto estuvo llorando todo el rato, por ella y por la mujer de los tulipanes y por la mujer viejísima y su madre pero sobre todo por ella y por él y por todos los visitantes del centro comercial, que —de todos modos— eran más bien pocos a esa hora de la mañana.


9.
Digamos que pasan más años, al menos cuatro: ella aún conserva la cartera pero ya no lo llama; a veces juega el juego aquel de su regreso a la casa y de las plantas de interior que son los niños, pero incluso esto último le acaba dando igual. Un día él entra en la floristería cargando un niño de pocos meses en sus brazos; detrás de él viene la mujer morena que siempre llevaba falda, pero que esta vez lleva un abrigo largo y pantalones. Compran rododendros y unos helechos que la mujer que llevaba falda dice que irán bien en el cuarto del niño. Ella retira las plantas del escaparate y las envuelve en papel y luego en plástico transparente y se las entrega; cuando acaban de pagar, la mujer que llevaba falda le pide también una palmera enorme y le pregunta si puede ayudarles a cargar las cosas hasta el aparcamiento. Ella duda; a las espaldas de la mujer y del hombre, en el pasillo del centro comercial, ve que la encargada conversa con la vendedora de la tienda de pantalones, que hace mucho tiempo que ya no come con ella, y la encargada asiente y la mira y entonces ella dice que sí también y cierra la tienda y comienza a caminar junto a ellos cargando las plantas en dirección opuesta al río intermitente de personas que recorren el centro comercial haciendo compras o no comprando nada en absoluto o aprovechando simplemente la calefacción, que atenúa el frío de esos últimos días de enero. Ninguno de ellos dice una sola palabra mientras atraviesan el centro comercial, salen al aparcamiento y se dirigen a un coche, que suelta un quejido cuando él acciona una llave a distancia; a continuación, él abre el maletero y guarda las plantas que llevaba, la mujer le entrega el niño y comienza a rodear el coche; entonces él le pide a la dependienta que sostenga el niño mientras carga las plantas que ella llevaba, pero ella le responde que no puede, que nunca ha cargado uno. Los tres se miran perplejos un instante. La mujer morena que siempre llevaba falda le dice que es muy fácil y él se lo entrega a la dependienta y coge las plantas. Ella apoya el niño en su hombro mientras una pequeña burbuja de saliva estalla en sus labios y siente una tibieza y un olor inexplicable a moho que nunca había experimentado antes: por un instante está a punto de echarse a llorar. Cuando él acaba de acomodar las plantas en el maletero, lo cierra con un golpe y a continuación le quita delicadamente el niño de los brazos, le agradece su colaboración y sube al coche. Un instante después, ella tiene que echarse a un costado para no ser atropellada y se queda viendo cómo el automóvil abandona el aparcamiento con sus ocupantes y se dirige a la salida y se aleja. Entonces camina hasta una papelera y extrae la cartera de su bolso y la arroja a la basura como si esta ya hubiera cumplido su función, cualquiera que fuera, y se siente feliz por primera vez en mucho tiempo y cómoda allí, afuera del centro comercial, arriba del metro, lejos de su urbanización, en el exterior del exterior del exterior de dondequiera que ella hubiera estado siempre.

La vida interior de las plantas de interior. 2013.