domingo, 17 de marzo de 2024

Ambición. Enrique Anderson Imbert.

Ese olmo tenía unas iniciales grabadas en la corteza: sin duda, la firma del poeta que lo creó.
Solo, cerca del río, recordaba su vida: un gran envión desde la semilla hasta la flor más alta, flor que prolongaba la ascensión al difundir su fragancia. Hubiera querido seguir subiendo como ese otro árbol, el de humo, que se formaba cada vez que quemaban sus hojas secas en el otoño. Y en la primavera, cuando las urracas que se le habían posado se echaban a volar como hojas que después de planear por un rato podían volver a las ramas, el olmo sentía que su follaje era el viajero. Conocía a los pájaros por sus modos de volar: la acrobacia aérea del chajá, la tristeza de la golondrina que por alto que vuele siempre sueña con algo que está más allá de sus alas, la rebeldía de la tijereta, que se aleja de la tierra, no para explorar, sino en una rápida ofensiva contra el cielo. Si un viento lo agitaba, el olmo sabía que venía de alguien que, al ver el globo de la tierra, se había puesto a soplar para hacerlo girar y que los cambiantes colores del cielo eran intensidades de ese constante soplo.
Ante tanto cielo, ante tanto ejemplo de libertad, la ambición del olmo era volar. Se erguía, estiraba los brazos. Un día le creció un nuevo brote. No era un brote cualquiera: era una pluma. Una pluma verde. El comienzo de un ala.

El gato de Cheshire, 1965.

sábado, 16 de marzo de 2024

[Fragmento 139]. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.

Hace mucho tiempo que no escribo. Han pasado meses sin que viva, y voy perdurando, entre la oficina y la fisiología, en una parálisis íntima de pensar y sentir. Esto, infelizmente, no descansa: en la putrefacción hay fermentación.
Hace mucho tiempo que no sólo no escribo, sino que ni siquiera existo. Creo que apenas sueño. Las calles son calles para mí. Hago el trabajo de la oficina con conciencia sólo para él, pero no puedo decir exactamente que sin distraerme: por detrás estoy, en vez de meditando, durmiendo, aunque sigo siendo siempre distinto por detrás del trabajo.
Hace mucho tiempo que no existo. Estoy tranquilísimo.
Nadie me diferencia de quien soy. Me sentí ahora respirar como si hubiera practicado una cosa nueva o atrasada. Empiezo a tener conciencia de tener conciencia. Tal vez mañana despierte para mí mismo, y reanude el curso de mi existencia propia. No sé si, con eso, seré más o menos feliz. No sé nada. Levanto la cabeza de paseante y veo que, sobre la cuesta del Castillo, el ocaso opuesto arde en decenas de ventanas, con un reverbero inmenso de fuego frío. Alrededor de esos ojos de llama dura toda la cuesta tiene la suavidad del fin del día. Puedo al menos sentirme triste, y tener la conciencia de que, con esta mi tristeza, se cruzó ahora —visto con el oído— el ruido repentino del tranvía que pasa, la voz casual de los conversadores jóvenes, el susurro olvidado de la cuidad viva.
Hace mucho tiempo que no soy yo. 

Libro del desasosiego. 1982.
 

martes, 12 de marzo de 2024

El poeta. Luis Cernuda.

Aun sería Albanio muy niño cuando leyó a Bécquer por vez primera. Eran unos volúmenes de encuadernación azul con arabescos de oro, y entre las hojas de color amarillento alguien guardó fotografías de catedrales viejas y arruinados castillos. Se los habían dejado a las hermanas de Albanio sus primas, porque en tales días se hablaba mucho y vago sobre Bécquer, al traer desde Madrid sus restos para darles sepultura pomposamente en la capilla de la universidad.
Entre las páginas más densas de prosa, al hojear aquellos libros, halló otras claras, con unas cortas líneas de leve cadencia. No alcanzó entonces (aunque no por ser un niño, ya que la mayoría de los hombres crecidos tampoco alcanzan esto) la desdichada historia humana que rescata la palabra pura de un poeta. Mas al leer sin comprender, como el niño y como muchos hombres, se contagió de algo distinto y misterioso, algo que luego, al releer otras veces al poeta, despertó en él tal el recuerdo de una vida anterior, vago e insistente, ahogado en abandono y nostalgia.
Años más tarde, capaz ya claramente, para su desdicha, de admiración, de amor y de poesía, entró muchas veces Albanio en la capilla de la universidad, parándose en un rincón, donde bajo dosel de piedra un ángel sostiene en su mano un libro mientras lleva la otra a los labios, alzado un dedo, imponiendo silencio. Aunque sabía que Béequer no estaba allí, sino abajo, en la cripta de la capilla, solo, tal siempre se hallan los vivos y los muertos, durante largo rato contemplaba Albanio aquella imagen, como si no bastándole su elocuencia silenciosa necesitara escuchar, desvelado en sonido, el mensaje de aquellos labios de piedra. Y quienes respondían a su interrogación eran las voces jóvenes, las risas vivas de los estudiantes, que a través de los gruesos muros hasta él llegaban rlesde el patio salcedo. Allá adentro todo era ya indiferencia y olvido.

Ocnos, 1942.

lunes, 11 de marzo de 2024

[Una rata con alas]. Ernesto Sabato. Abaddón el exterminador.

Sin que atinara a nada (para qué gritar? para que la gente al llegar lo matara a palos, asqueada?), Sabato observó cómo sus pies se iban transformando en patas de murciélago. No sentía dolor, ni siquiera el cosquilleo que podía esperarse a causa del encogimiento y resecamiento de la piel, pero sí una repugnancia que se fue acentuando a medida que la transformación progresaba: primero los pies, luego las piernas, poco a poco el torso. Su asco se hizo más intenso cuando se le formaron las alas, acaso por ser sólo de carne y no llevar plumas. Por fin, la cabeza. Hasta ese momento, había seguido el proceso con su vista, y aunque no se atrevió a tocar con sus manos, todavía humanas, las patas de murciélago, no pudo dejar de ver con horrenda fascinación las garras de gigantesca rata, arrugada la piel como la de un anciano milenario. Pero luego, como ya se ha dicho, lo que más lo impresionó fue el surgimiento de las enormes alas cartilaginosas. Pero cuando el proceso alcanzó la cabeza y empezó a sentir cómo se alargaba su hocico y cómo le crecían los largos pelos sobre la nariz husmeante, su horror alcanzó la máxima e indescriptible intensidad. Durante un tiempo quedó paralizado en la cama, donde lo había sorprendido la transformación. Trató de conservar la calma y hacerse un plan. En ese plan entraba el propósito de mantenerse callado, pues con gritar sólo lograría el acceso de personas que lo matarían despiadadamente con fierros. Había, sí, la frágil esperanza de que comprendieran que esa inmundicia viviente era él mismo, puesto que no era lógico que se hubiese instalado en su lugar de modo inexplicable.
En su cabeza de rata bullían las ideas.
Se incorporó, por fin, y sentado, trató de serenarse y tomar las cosas como eran.
Con cierto cuidado, como si se tratara de un cuerpo extraño a él mismo (como de algún modo lo era), se movió hasta ponerse en la posición que acostumbra tomar un ser humano para levantarse de la cama: es decir, se sentó de costado, con los pies colgando hacia el suelo. Entonces advirtió que las patas no alcanzaban el piso.
Pensó que por la contracción de los huesos, su tamaño se había hecho menor, aunque no demasiado, lo que explicaba la piel tan arrugada. Calculó que su estatura podía alcanzar más o menos el metro veinte. Se levantó, y se contempló en el espejo.
Durante largo rato permaneció sin moverse. Había perdido la calma y ahora lloraba en silencio ante el horror.
Hay gente que tiene ratas en su casa, fisiólogos como Houssay, que experimentan con esos asquerosos bichos. Pero él había pertenecido siempre a la clase de gente que siente invencible asco ante la sola vista de una rata. Es imaginable, pues, lo que podía sentir ante una rata de un metro veinte, con inmensas alas cartilaginosas, con la repulsiva piel arrugada de esos monstruos. Y él dentro!
Su vista había comenzado a debilitarse y entonces tuvo la repentina convicción de que ese debilitamiento no era un fenómeno pasajero ni producto de su emoción, sino que avanzaría paulatinamente hasta llegar a la ceguera total. Así fue: en pocos segundos más, aunque esos segundos le parecieron siglos de catástrofes y pesadillas, sus ojos llegaron a la absoluta negrura. Quedó paralizado, aunque sentía que su corazón golpeaba tumultuosamente y que su piel temblaba de frío. Luego, poquito a poquito, se acercó tanteando hacia la cama y se sentó a su costado.
Así permaneció un tiempo. Hasta que de pronto, sin poder retener, olvidando su plan y sus razonables prevenciones, se encontró lanzando un inmenso y pavoroso grito de socorro. Pero un grito que no era humano ya sino el estridente y nauseabundo chillido de una gigantesca rata alada. Vino gente, como es natural.
Pero no manifestó ninguna sorpresa. Le preguntaron qué pasaba, si se sentía mal, si quería una taza de té.
No advertían su cambio, era evidente.
No respondió nada, no dijo una sola palabra, pensando que sólo lograría que lo tomasen por loco. Y decidió tratar de vivir de cualquier manera, guardando su secreto, aun en condiciones tan horrendas.
Porque el deseo de vivir es así: incondicional e insaciable.

Abaddón el exterminador, 1974.

domingo, 10 de marzo de 2024

Pequeño poema infinito. Federico García Lorca.

Equivocar el camino

es llegar a la nieve

y llegar a la nieve

es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.


Equivocar el camino

es llegar a la mujer,

la mujer que no teme la luz,

la mujer que no teme a los gallos

y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.


Pero si la nieve se equivoca de corazón

puede llegar el viento Austro

y como el aire no hace caso de los gemidos

tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.


Yo vi dos dolorosas espigas de cera

que enterraban un paisaje de volcanes

y vi dos niños locos que empujaban llorando las pupilas de un asesino.


Pero el dos no ha sido nunca un número

porque es una angustia y su sombra,

porque es la guitarra donde el amor se desespera,

porque es la demostración de otro infinito que no es suyo

y es las murallas del muerto

y el castigo de la nueva resurrección sin finales.

Los muertos odian el número dos,

pero el número dos adormece a las mujeres

y como la mujer teme la luz

la luz tiembla delante de los gallos

y los gallos sólo saben votar sobre la nieve

tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.


 Poeta en Nueva York, 1928.

sábado, 9 de marzo de 2024

Humor II. Alejandra Pizarnik.

«Dichoso el árbol que es apenas sensitivo...» -empezó la recitadora.
Alguien aplaudió. La viuda del Sr. X., es decir la Sra. X., se enjugó una lágrima con la punta de su pañuelo.
-Si es apenas sensitivo quiere decir que lo es un poquito -dijo el profesor Grou.
-A mí me parece una exageración -dijo la Sra. del Vino- calificar de «dichosa» una cosa (perdón por la rima) que siente un poquitito.
-El «quid» consiste en saber qué siente -dijo el prof. Grou sonriendo con malicia.
-Siente que está en erección, como todo árbol -dijo el psiquiatra.
-¡Oh! -exclamó la Sra. X.
-… «y más la piedra dura pues ésa ya no siente» -aseveró la recitadora.
-¡Está loco! Gritó el ciclista-. Yo soy un hombre casado y sé por experiencia que ninguna frígida es dichosa.
-Ni ningún impotente… -sugirió en voz baja el psiquiatra.
-¿Qué quiere decir? -dijo el ciclista ruborizándose.
-Lo que dije.
-Uno siempre quiere decir lo que dice pero no siempre uno dice lo que dice -suspiró la viuda del Sr. X.
-Es verdad -dijo la recitadora-. Cuando yo paré en Baradero, me hicieron una recepción en el Centro Floral de la Azucena Natural. Recité este mismo poema: «Dichoso el árbol...» y la gente, porque era gente bien es decir: ni profesores ni psiquiatras ni ciclistas ni viudas. Bueno, la gente reaccionó bien. Se quedó bien sentada. Se rió bien. Cuchicheó bien. Carcajeó bien. Y al final aplaudió bien. Después comimos bien y dormimos bien y nos despedimos bien.
-Como dice el refrán: «Dime con quién andas, cuchillo de palo» -dijo el profesor Grau palmeando el hombro de la recitadora. Cuando ésta se levantó del suelo, continuó recitando:
-«… pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo ni mayor pesadumbre que la vida...»
-¿Como que la vida? -averiguó la viuda del Sr. X.
-No hay más que una -dijo el psiquiatra que era materialista dialéctico.
-Yo soy una viva y no me duele nada -gorjeó la Srta. Puti.
-Usted quédese como está y todo irá bien -dijo el prof. G. acariciándole un hombro.


-«… que la vida consciente» -gimió, casi llorando, la recitadora.
-¡Ah! -dijo el psiquiatra-. Eso es muy importante.
-Es lo que decía mi finado, el Sr. X. -dijo la viuda de X.
-¿Qué cosa decía? -dijo la recitadora.
-No me acuerdo pero en le medio de la frase estaba la palabra “consciente”, de esto me acuerdo como si la estuviera diciendo ahora mismo.
-Dejadme seguir a orillas del mar -dijo la recitadora.
-Está bien que estemos en Mar del Plata pero no por eso hay que decir «dejadme» como si uno estuviera en San Sebastián en la época de Felipe 2do.
-Ese sí que era un caso clínico -dijo el psiquiatra-. Siempre de negro vestido, como una viuda…
-¿Qué quiere decir usted? -dijo la viuda de X. que estaba vestida de rojo.
-Lo que dije, amiga mía, y no se ofenda porque en primer lugar me refería a las viudas españolas y en segundo lugar el Sr. X. murió hace 24 años…
-Parece ayer… -dijo la viuda del Sr. X.
-Todo parece ayer -gorjeó la Srta. Concepción Puti.
-Usted, a todo le daba un doble sentido -rió el anciano prof. G. haciendo como que sacaba una pelusa del muslo desnudo de la Puti.
-El sentido único no existe; todo va entre dos vías -dijo la recitadora, cuyo padre había sido guardabarreras.
-O entre incontables vías -dijo el psiquiatra quien creía en las ruedas de las motivaciones como quien cree en la rueda de las reencarnaciones.
-«Ser y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,» -gritó la recitadora.
Todos se echaron a reír. Concepción Puti, no sin un dejo de herencia itálica, se palmeaba el muslo como una alsaciana.
-Siga recitando -gritó la viuda tirando una chancleta al aire.
-No hay por qué romper los vidrios -dijo la recitadora observando el camino de la chancleta que atravesó la ventana y desapareció hacia lo bajo.
-La poesía es una cosa para matarse de risa o para suicidarse -dijo todavía riendo la señorita Puti.
-Por delicadeza he perdido mi vida -dijo el prof. Grau queriendo decir que su afición a la poesía le impidió frecuentar muslos como los de la Puti.


Siga recitando -dijo el psiquiatra.
-«… y el temor de haber sido, y un futuro terror...»
En eso el can aulló. Alguien golpeó la puerta. La recitadora pegó un grito y mantuvo una mano en el pecho y la otra en la boca. Volvieron a golpear la puerta, el can aulló.
-Me gustaría tener 77 perritos negros recién nacidos que orinaran todo el día toda la casa -dijo la Sra. del Vino por decir algo.
-Algo es algo -dijo el prof. G. meditativo.
-Que nadie abra la puerta -chilló la viuda del Sr. X.
-Debe de ser el espectro de la rosa -dijo la recitadora pensando en «El rosal de las ruinas» y viceversa.
-Habría que abrir esa puerta. Ver para creer. Habría que abrirla y afrontar la realidad de frente -dijo el psiquiatra temblando.
-O al bies -dijo la del Vino que era costurera.
[-Me gustaría ganar un concurso de desnudos -dijo la Srta. Putti.
-¿Pinta usted? -dijo el prof. G.
-No pero en cierto modo el resultado es el mismo -dijo la joven Putti con voz enigmática.
-Siga recitando como si no pasara nada -dijeron al unísono A. y la muñeca que con el silencio acabaron por despertarse.
-Qué linda manito que tengo yo… -cantó el profesor Grou para festejar el despertar del mundo infantil.
-Qué lindo monito que tengo yo… -imitó Concepción Puti.
-Ah pícara pécora -dijo el anciano profesor amenazándola con un dedo.]
-Siga recitando como si nada pasara -repitieron A. y la muñeca.
-Tendríamos que llamar a la policía -dijo la Viuda X.
-«Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida, y por la sombra, y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y...»
Alguien volvió a golpear la puerta. En eso el can aulló.
-Hay que afrontar la realidad al bies -repitió la Sra. del Vino.
-Quiero a mi mamá -dijo el profesor Grou un poco asustado.
Se oyeron más golpes en la puerta pero esta vez el can no dijo nada. La recitadora se echó a reír pero eran sus nervios y no ella los que reían.


-Por Dios, dénle luminal, dénle valium 100, dénle evanol, dénle adanol, dénle la serpiente, dénle una manzana, hagan algo -dijo la Sra. del Vino que entendía de farmacopea.
La recitadora se calló y chirrió como un auto que frena bruscamente.
-No exageremos -dijo el psiquiatra-, ¿por qué los golpes en la puerta tendrían que anunciar algo malo?
-Cállese, no delire de nuevo con Felipe II. Repito: ¿por qué lo desconocido tendrá que ser forzosamente malo? ¿Quién avaló esto como si fuese un axioma? Lo que pasa es que lo nuevo nos aterroriza y es un error. En una de ésas está llamando a la puerta la persona que deseamos que venga, ésa y no otra…
-¿y entonces por qué no va a mirar quién es? -dijo la viuda de X.
El psiquiatra bajó los ojos, luego los levantó hacia el cielorraso y se puso a silbar Nadie me comprende cuando voy a visitar a los jíbaros. La Srta. Puti marcaba el compás con los pies; el prof. G. con las manos; la Sra. del Vino con la cabeza; la viuda de X. con los hombros. A. y la muñeca miraban el suelo tratando de no reírse.

martes, 5 de marzo de 2024

El funambulista. Pedro Ugarte.

Me gustaría dar un paso adelante, o un paso atrás. Pero es horrible sentir esa leve vibración bajo mis pies y saber que un pequeño descuido me haría caer al suelo.
Y, además, toda esa gente, allá abajo, mirándome. Es horrible.
Cómo avanzar, cómo retroceder. El jefe de pista gesticula. Estará diciendo las mentiras de siempre a su querido público. Hablará de mi valor, el muy estúpido. Explicará que he sido yo mismo el que pidió que quitaran la red, el que despreció la barra de equilibrio, el que siempre quiso caminar por el cable “desafiando -dirá- a la muerte”.
Pero yo quise la red, y quise la barra, o acaso en realidad quise siempre quedarme en el suelo, esa amplia superficie plana donde posar el pie no es un espectáculo ni un oportunidad para la muerte. Acaso yo nunca quise ser funambulista. Pero es lo que al público le gusta, decía el director, es preciso hacer lo que al público le gusta.
Yo creo que he entendido lo que quieren, lo que esperan de mí. No debo fallar. Debo hacerlo bien, y hacerlo bien será vacilar dentro de poco, caer a la pista enarenada, para que todos puedan reconfortarse contemplando un feroz estallido de miembros y de sangre.