jueves, 31 de agosto de 2023

Las aventuras de Huckleberry Finn. Capítulo XIV. Mark Twain.

Después, cuando nos levantamos, miramos en qué consistía el botín que había robado la banda en el barco naufragado y encontramos botas y mantas y ropa y toda clase de cosas distintas, un montón de libros y un catalejo y tres cajas de cigarros. Ninguno de los dos habíamos sido nunca así de ricos en la vida. Los cigarros eran de primera. Nos pasamos todo el principio de la tarde en el bosque, charlando, y yo leyendo los libros y en general pasándolo bien. Le conté a Jim todo lo ocurrido en el barco y en el transbordador y dijo que esas cosas eran aventuras, pero que no quería más. Dijo que cuando yo me metí en la cubierta superior y él se volvió a rastras a la balsa y vio que había desaparecido casi se muere, porque pensó que pasara lo que pasara para él ya había acabado todo, pues si no se salvaba se ahogaría, y si se salvaba el que lo viera lo devolvería a casa para cobrar la recompensa y entonces seguro que la señorita Watson lo vendía en el Sur. Bueno, tenía razón; casi siempre tenía razón; tenía una cabeza de lo más razonable para un negro.
Le leí a Jim muchas cosas sobre reyes y duques y condes y todo eso, y lo bien que se vestían y lo elegantes que se ponían y cómo se llamaban unos a otros «su majestad», «su señoría», «su excelencia» y todo eso, en lugar de «señor», y a Jim se le salían los ojos y estaba muy interesado. Va y dice:
No sabía que había tantos. Casi nunca había oído hablar de ellos, más que del viejo aquel del rey Salamón, sin contar los reyes de la baraja. ¿Cuánto cobra un rey?
¿Cobrar? —digo yo—; pues lo menos mil dólares al mes si quieren; pueden llevarse lo que quieran; todo es suyo.
Estupendo, ¿no? Y ¿qué tienen que hacer, Huck?
¡No hacen nada! ¡Qué cosas dices! Están ahí y nada más.
No; ¿de verdad?
Pues claro que sí. No hacen más que estar ahí, salvo a lo mejor cuando hay guerra; entonces se van a la guerra, o si no van de caza. Sí, con halcones y todo eso... ¡Shhh! ¿no has oído un ruido?
Salimos del bosque a mirar, pero no había nada más que el paleteo de la rueda de un buque de vapor a lo lejos, que daba la vuelta a la punta, así que volvimos.
Si —dije—, y otras veces, cuando las cosas están aburridas, se meten con el Parlamento, y si no hacen las cosas como quieren ellos, les cortan la cabeza. Pero donde más tiempo pasan es en el harén.
¿En el qué?
En el harén.
¿Qué es el harén?
Donde tienen a sus mujeres. ¿No sabes lo que es el harén? Salomón tenía uno donde había por lo menos un millón de mujeres.
Pues es verdad; me... me se había olvidado. Un harén es una pensión, supongo. Seguro que en el cuarto de los niños hay mucho jaleo. Y seguro que las mujeres se pelean mucho, de forma que hay más jaleo. Pero dicen que el Salamón era el hombre más sabio que ha vivido. Yo no me lo acabo de creer, porque, ¿para qué iba un tío tan sabio a querer vivir en medio de todo aquel escándalo? No... seguro que no. Un hombre sabio se haría construir una fábrica de calderas y entonces podría apagarlo todo cuando quisiera descansar.
Bueno, pero en todo caso fue el hombre más sabio del mundo, porque me lo ha dicho la viuda, nada menos.
Me da igual lo que haya dicho la viuda; no era tan sabio. Se le ocurrían algunas de las ideas más raras que he oído en mi vida. ¿Sabes lo del niño que quería partir en dos?
Sí, la viuda me lo contó.
¡Pues entonces! ¿No te parece la idea más idiota del mundo? No tienes más que pensarlo medio minuto. Ese tronco de allá, ése es una de las mujeres; ése eres tú, el otro tronco; yo soy Salamón, y ese billete de un dólar es el niño. Los dos lo queréis. ¿Qué hago yo? ¿Voy a buscar entre los vecinos para ver de quién es el billete y dárselo al dueño, como es normal, como haría cualquiera que tuviese la menor idea? No; voy y rompo el billete en dos y te doy una mitad a ti y la otra a la mujer. Eso es lo que iba a hacer el Salamón con el niño. Y lo que yo te digo: ¿De qué vale a naide medio billete? No se puede comprar nada con eso. ¿De qué vale medio niño? Yo no daría nada por un millón de medios niños.
Pero, dita sea, Jim, es que no entiendes nada... Dita sea, es que no te enteras.
¿Quién? ¿Yo? Vamos. No me vengas diciendo a mí que no lo entiendo. Creo que entiendo lo que es sentido común y lo que no. Y el hacer una cosa así no tiene sentido. La pelea no era por medio niño; la pelea era por un niño entero, y el hombre que crea que puede solucionar una pelea por un niño entero con medio niño es que no sabe lo que es la vida. No me hables a mí del tal Salamón, Huck. Ya he visto yo a muchos así.
Pero te digo que no lo entiendes.
¡Dale con que no lo entiendo! Yo entiendo lo que entiendo. Y, entérate, lo que hay que entender de verdad es más complicado; mucho más complicado. Es cómo criaron al Salamón. Piénsalo: un hombre tiene sólo uno o dos hijos; ¿va ese hombre a andar partiéndoles en dos? No, ni hablar; no se lo puede permitir. Él sabe apreciarlos. Pero un hombre que tiene cinco millones de hijos por toda la casa, ése es diferente. A ése le da igual partir en dos a un niño que a un gato. Quedan muchos más. Un niño o dos más o menos no le importaban nada al Salamón, ¡maldito sea!
Nunca he visto un negro así. Se le metía una cosa en la cabeza y ya no había forma de sacársela. Nunca he visto a un negro que le tuviera tanta manía a Salomón. Así que me puse a hablar de otros reyes y dejé en paz a ése. Le hablé de Luis XVI, al que le cortaron la cabeza en Francia hacía mucho tiempo, y de su hijo pequeño, el delfín, que habría sido rey, pero se lo llevaron y lo metieron en la cárcel y algunos dicen que allí se murió.
Pobrecito.
Pero otros dicen que se escapó y que vino a América.
¡Eso está bien! Pero se sentirá muy solo... Aquí no hay reyes, ¿verdad, Huck?
No.
Entonces no puede conseguir trabajo. ¿Qué va a hacer?
Bueno, no sé. Algunos se hacen policías y otros enseñan a la gente a hablar francés.
Pero, Huck, ¿es que los franceses no hablan como nosotros?
No, Jim; tú no entenderías ni una palabra de lo que dicen... ni una sola palabra.
Bueno, ¡que me cuelguen! ¿Porqué?
No lo sé, pero es verdad. He visto en un libro algunas de las cosas que dicen. Imagínate que viene un hombre y te dice «parlé vu fransé»; ¿qué pensarías tú?
No pensaría nada; le partiría la cara; bueno, si no era blanco. A un negro no le dejaría que me llamara eso.
Rediez, no te estaría llamando nada. No haría más que preguntarte si sabes hablar francés.
Bueno, entonces, ¿por qué no lo dice?
Pero si es lo que está diciendo. Así es como lo dicen los franceses.
Bueno, pues es una forma ridícula de decirlo y no quiero seguir hablando de eso. No tiene sentido.
Mira, Jim; ¿hablan los gatos igual que nosotros?
No, los gatos no.
Bueno, ¿y las vacas?
No, las vacas tampoco.
¿Hablan los gatos igual que las vacas o las vacas igual que los gatos?
No.
Lo natural y lo normal es que hablen distinto, ¿no?
Claro.
¿Y no es natural ni normal que los gatos y las vacas hablen distinto de nosotros?
Hombre, pues claro que sí.
Bueno, entonces, ¿por qué no es natural y normal que un francés hable diferente de nosotros? Contéstame a ésa.
Huck, ¿son los gatos iguales que los hombres?
No.
Bueno, entonces, no tiene sentido que los gatos hablen igual que los hombres. ¿Son las vacas iguales que los hombres? ¿O son las vacas iguales que los gatos?
No, ninguna de las dos cosas.
Bueno, entonces no tienen por qué hablar como los hombres o los gatos. ¿Son hombres los franceses?
Sí.
¡Pues entonces! Dita sea, ¿por qué no hablan igual que los hombres? Contéstame tú a ésa.
Vi que no tenía sentido seguir gastando saliva: a los negros no se les puede enseñar a discutir. Así que lo dejé.

Las aventuras de Huckleberry Finn. 1884.

miércoles, 30 de agosto de 2023

Los pájaros. Iolanda Barenys Ruiz.

Picoteado salvajemente por innumerables bestias, Alfred cierra los ojos en un vano intento de conseguir un fundido a negro.


 

martes, 29 de agosto de 2023

Primera persona del plural. Pía Barros.

El funcionario está escribiendo las listas de nombres para exiliar. Distraído, sin querer copia uno cualquiera de la guía de teléfonos. En otra parte de la ciudad, una mujer se apresta para ir a comprar el pan. Al salir de su casa, dejando a sus hijos, la toma la policía secreta y la arroja a un avión. Lo pierde todo, pero sobre todo, pierde su vida de todos los días. Vaga por el mundo, por los idiomas y por el desarraigo. Lleva consigo la llave de su casa durante treinta años. Caen los dictadores, emerge la bandera del retorno. La llave firmemente cogida entre las manos. Dos hijos corren abrazársele. Entre llantos, preguntan: “Mamá, ¿trajiste el pan?”.


lunes, 28 de agosto de 2023

Balada de la sinceridad al toque de Ánimas. Rafael Alberti.

Señor, al toque de Ánimas,

hoy te invoco, aunque no creo

que me escuches, pero eres

todavía una palabra

aprendida desde niño,

y hay veces, como esta tarde,

que no está mal repetirla.


Señor, ser viento, Señor.

Viento, ser campo, Señor.

Campo, ser yerba, Señor.

Yerba, ser nido, Señor.

Nido, ser pluma, Señor.

Pluma, ser nube, Señor.

Nube, ser cielo, Señor.

Cielo, ser lluvia, Señor.

Lluvia, ser río, Señor.

Río, ser barco, Señor.

Barco, ser humo, Señor.

Humo, ser mares, Señor.

Mares, ser luna, Señor.

Luna, ser rayo, Señor.

Rayo, ser trueno, Señor.

Trueno, ser calma, Señor.

Calma, ser ira, Señor.

Ira, ser verde, Señor.

Verde, ser azul, Señor.

Azul, ser negro, Señor.

Negro, ser bruma, Señor.

Bruma, ser claro, Señor.

Claro, ser alba, Señor.

Alba, ser día, Señor.

Día, ser día, Señor.

Cualquier cosa que se vea,

que flote, vuele o se hunda,

que sepa que está en el aire,

que está en la tierra o el agua.

Algo, ser algo, ser algo,

menos lo que soy ahora:

un poeta, las raíces

rotas, al viento, partidas,

una voz seca, sin riego,

un hombre alejado, solo,

forzosamente alejado,

que ve ponerse la tarde,

con el temor de la noche.

Cualquier cosa, pero viva,

por más pequeña que sea.

Sí, cualquier cosa, Señor,

pero viva, cualquier cosa...


 Poemas del destierro y de la espera, 1976.

domingo, 27 de agosto de 2023

Sinfonía n.º 2. Daniil Jarms.

Antón Mihailovich escupió, dijo ¡puaj! Escupió otra vez y dijo ¡puaj!, otra vez. Y escupió otra vez y dijo ¡puaj!, otra vez y se fue. Que se vaya al infierno. En lugar de esta historia, déjenme que les cuente la de Ilya Pavlovich.
..... Ilya Pavlovich nació en 1883 en Constantinopla. Cuando era todavía un niño, sus padres se trasladaron a San Petersburgo, y allí se graduó en la Escuela Alemana de la Calle Kirchnaya. Después trabajó en una tienda: a continuación hizo algo más; y cuando llegó la revolución, emigró. Bueno, pues que se vaya también al infierno. En lugar de esta historia permitidme que os hable acerca de Anna Ignatievna.
..... Pero no es fácil decir algo acerca de Anna Ignatievna. En primer lugar, porque no conozco casi nada sobre ella, y en segundo lugar, porque me acabo de caer de mi silla y me he olvidado de lo que iba a decir. Entonces, bueno pues déjenme que les hable de mi mismo.
..... Soy alto, bastante inteligente; me visto con cierto recato, pero con gusto; no bebo, no apuesto a los caballos, pero me gustan las mujeres. A ellas parece que no les importa. Les gusta que salga con ellas. Serafima Izmaylovna, me ha invitado a su casa en muchas ocasiones, y Zinaida Yakovlevna, también dice que ella siempre se alegra de verme. Me vi envuelto en un incidente gracioso con Marina Petrovna, que me gustaría contar. Es algo bastante vulgar, pero entretenido. Por mi culpa Marina Petrovna perdió todo su pelo –se quedó calva como la cabeza de un crío. Ocurrió así: Fui una vez a visitar a Marina Petrovna y ¡pum! perdió todo el pelo. Y eso fue todo.

Me llaman capuchino, 2006.

sábado, 26 de agosto de 2023

Funny Games. Gemma Solsona Asensio.

Me gusta la playa. Desde mi habitación veo la orilla, el mar, la arena. Imagino que bajo esos miles y millones de granitos brillantes se esconden llaves de duendes, juguetes de niños distraídos y hasta la calavera de algún pirata tuerto.
Yo juego a enterrar tesoros, es divertido. Al principio eran piedras de colores que nunca recuperé, anillos de plástico o trocitos de papel con mensajes secretos. Pero hace una semana enterré a mi muñeca favorita. Mamá dijo que tuviera cuidado, que la arena engaña, se come las cosas y las olvida. No hice caso, y la perdí. Lloré mucho, mientras mi hermano pequeño hacía burla y mamá me regañaba.
Hoy es ella quien llora. Corre arriba y abajo, abre armarios, busca bajo las camas, y me mira como con miedo. Yo solo he contado la verdad. Que esta mañana hemos ido con mi hermanito a jugar, a la playa. En la arena. Como a mí me gusta.

jueves, 24 de agosto de 2023

Fragmento 43. Libro del desasosiego. Fernando Pessoa.

Hay un cansancio de la inteligencia abstracta, y es el más horrible de los cansancios. No pesa como el cansancio del cuerpo, ni inquieta como el cansancio del conocimiento y de la emoción. Es un peso de la conciencia del mundo, un no poder respirar con el alma.
Entonces, como si el viento tropezase con ellas, y fueran nubes, todas las ideas en las que hemos sentido la vida, todas las ambiciones y designios en los que hemos fundado la esperanza de su continuación, se rasgan, se abren, se apartan transformadas en cenizas de niebla, jirones de lo que no fue ni podría ser. Y por detrás de la derrota surge pura la soledad negra e implacable del cielo desierto y estrellado.
El misterio de la vida nos duele y aterroriza de muy diversos modos. Unas veces viene sobre nosotros como un fantasma sin forma, y el alma tiembla con el peor de los miedos—el de la encarnación disforme del no-ser. Otras veces está a nuestras espaldas, sólo visible cuando no nos volvemos a ver, y es la verdad absoluta en su horror profundísimo de desconocerla.
Pero este horror que hoy me anula es menos noble y causa más tormento. Es una voluntad de no querer tener pensamiento, un deseo de nunca haber sido nada, una desesperación consciente de todas las células del cuerpo y del alma. Es un sentimiento repentino de estar enclaustrándose en la celda infinita ¿Hacia dónde imaginar la huida, si la celda es todo?
Y entonces me acomete el deseo transbordante, absurdo, de una especie de satanismo previo a Satán, de que un día —un día sin tiempo ni sustancia—se encuentre una huida fuera de Dios y el más profundo de nosotros deje, no sé de qué manera, de formar parte del ser o del no-ser.

Libro del desasosiego, 1982.

miércoles, 23 de agosto de 2023

Psicología de los guardas del campamento. Viktor Frankl.

Llegamos ya a la tercera fase de las reacciones espirituales del prisionero: su psicología tras la liberación. Pero antes de entrar en ella consideremos una pregunta que suele hacérsele al psicólogo, sobre todo cuando conoce el tema por propia experiencia: ¿Qué opina del carácter psicológico de los guardias del campo? ¿Cómo es posible que hombres de carne y hueso como los demás pudieran tratar a sus semejantes en la forma que los prisioneros aseguran que los trataron? Si tras haber oído una y otra vez los relatos de las atrocidades cometidas se llega al convencimiento de que, por increíbles que parezcan, sucedieron de verdad, lo inmediato es preguntar cómo pudieron ocurrir desde un punto de vista psicológico. Para contestar a esta pregunta, aunque sin entrar en muchos detalles, es preciso puntualizar algunas cosas.
En primer lugar, había entre los guardias algunos sádicos, sádicos en el sentido clínico más estricto. En segundo lugar, se elegía especialmente a los sádicos siempre que se necesitaba un destacamento de guardias muy severos. A esa selección negativa de la que ya hemos hablado en otro lugar, como la que se realizaba entre la masa de los propios prisioneros para elegir a aquellos que debían ejercer la función de "capos" y en la que es fácil comprender que, a menudo, fueran los individuos más brutales y egoístas los que tenían más probabilidades de sobrevivir, a esta selección negativa, pues, se añadía en el campo la selección positiva de los sádicos.
Se armaba un gran revuelo de alegría cuando, tras dos horas de duro bregar bajo la cruda helada, nos permitían calentarnos unos pocos minutos allí mismo, al pie del trabajo, frente a una pequeña estufa que se cargaba con ramitas y virutas de madera.
Pero siempre había algún capataz que sentía gran placer en privarnos de esta pequeña comodidad. Su rostro expresaba bien a las claras la satisfacción que sentía no ya sólo al prohibirnos estar allí, sino volcando la estufa y hundiendo su amoroso fuego en la nieve. Cuando a las SS les molestaba determinada persona, siempre había en sus filas alguien especialmente dotado y altamente especializado en la tortura sádica a quien se enviaba al desdichado prisionero.
En tercer lugar, los sentimientos de la mayoría de los guardias se hallaban embotados por todos aquellos años en que, a ritmo siempre creciente, habían sido testigos de los brutales métodos del campo. Los que estaban endurecidos moral y mentalmente rehusaban, al menos, tomar parte activa en acciones de carácter sádico, pero no impedían que otros las realizaran.
En cuarto lugar, es preciso afirmar que aun entre los guardias había algunos que sentían lástima de nosotros. Mencionaré únicamente al comandante del campo del que fui liberado.
Después de la liberación -y sólo el médico del campo, que también era prisionero, tenía conocimiento de ello antes de esa fecha- me enteré de que dicho comandante había comprado en la localidad más próxima medicinas destinadas a los prisioneros y había pagado de su propio bolsillo cantidades nada despreciables.
Por lo que se refiere a este comandante de las SS, ocurrió un incidente interesante relativo a la actitud que tomaron hacia él algunos de los prisioneros judíos. Al acabar la guerra y ser liberados por las tropas norteamericanas, tres jóvenes judíos húngaros escondieron al comandante en los bosques bávaros. A continuación se presentaron ante el comandante de las fuerzas americanas, quien estaba ansioso por capturar a aquel oficial de las SS, para decirle que le revelarían donde se encontraba únicamente bajo determinadas condiciones: el comandante norteamericano tenía que prometer que no se haría ningún daño a aquel hombre. Tras pensarlo un rato, el comandante prometió a los jóvenes judíos que cuando capturara al prisionero se ocuparía de que no le causaran la más mínima lesión y no sólo cumplió su promesa, sino que, como prueba de ello, el antiguo comandante del campo de concentración fue, de algún modo, repuesto en su cargo, encargándose de supervisar la recogida de ropas entre las aldeas bávaras más próximas y de distribuirlas entre nosotros.
El prisionero más antiguo del campo era, sin embargo, mucho peor que todos los guardias de las SS juntos. Golpeaba a los demás prisioneros a la más mínima falta, mientras que el comandante alemán, hasta donde yo sé, no levantó nunca la mano contra ninguno de nosotros.
Es evidente que el mero hecho de saber que un hombre fue guardia del campo o prisionero nada nos dice. La bondad humana se encuentra en todos los grupos, incluso en aquellos que, en términos generales, merecen que se les condene. Los límites entre estos grupos se superponen muchas veces y no debemos inclinarnos a simplificar las cosas asegurando que unos hombres eran unos ángeles y otros unos demonios. Lo cierto es que, tratándose de un capataz, el hecho de ser amable con los prisioneros a pesar de todas las perniciosas influencias del campo es un gran logro, mientras que la vileza del prisionero que maltrata a sus propios compañeros merece condenación y desprecio en grado sumo. Obviamente, los prisioneros veían en estos hombres una falta de carácter que les desconcertaba especialmente, mientras que se sentían profundamente conmovidos por la más mínima muestra de bondad recibida de alguno de los guardias. Recuerdo que un día un capataz me dio en secreto un trozo de pan que debió haber guardado de su propia ración del desayuno. Pero me dio algo más, un "algo" humano que hizo que se me saltaran las lágrimas: la palabra y la mirada con que aquel hombre acompañó el regalo.
De todo lo expuesto debemos sacar la consecuencia de que hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la "raza" de los hombres decentes y la raza de los indecentes.
Ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas sociales. Ningún grupo se compone de hombres decentes o de hombres indecentes, así sin más ni más. En este sentido, ningún grupo es de "pura raza" y, por ello, a veces se podía encontrar, entre los guardias, a alguna persona decente.
La vida en un campo de concentración abría de par en par el alma humana y sacaba a la luz sus abismos. ¿Puede sorprender que en estas profundidades encontremos, una vez más, únicamente cualidades humanas que, en su naturaleza más íntima, eran una mezcla del bien y del mal? La escisión que separa el bien del mal, que atraviesa imaginariamente a todo ser humano, alcanza a las profundidades más hondas y se hizo manifiesta en el fondo del abismo que se abrió en los campos de concentración.
Nosotros hemos tenido la oportunidad de conocer al hombre quizá mejor que ninguna otra generación. ¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.

lunes, 21 de agosto de 2023

Del viejecito negro de los velorios. Eliseo Diego.

Es el viejecito negro de los velorios, el que se sienta a un rincón, el paraguas enorme entre las piernas, el sombrero hongo sobre el puño del paraguas, la cara tan compuesta y melancólica que es la imagen de la oficial tristeza; a quien nadie pregunta con quién ha venido, porque se supone siempre que es el amigo del otro, y porque armoniza tan bien con el dolor de la casa aquella su antigua y espléndida tristeza.
Y si le dan café, lo toma suspirando pesaroso, como dolido de que el muerto no participe también del piscolabis. Y si no le dan, se está callado y tranquilo entre las coronas, hecho un cirio de repuesto.
Y cuando desaguazan la noche de entre el aire, quedando apenas sus últimos posos, y echan en su sitio las primeras cenizas del alba, el viejecito se escurre entre los asistentes, sube, a la puerta, el cuello de su saco, se pierde luego al cabo de la calle, sepultado bajo los copos cenicientos de la madrugada.
Y nadie lo recuerda luego, al viejecito invisible de los velorios.
En todos ha estado, vestido de distintas trazas, desde el principio del mundo. Y en todos estará, hasta que le toque velar la tierra calva, muerta de su vejez y de la enfermedad de sus grandes huesos.

sábado, 19 de agosto de 2023

Eso. David Vivancos Allepuz.

Nunca habrás tenido ocasión de ver un bebé más frío y pálido. Tanto es así que sus labios, apenas insinuados, parecen morados. Tiene el pelo ralo y fosco y una sonrisa adulta que muestra una dentadura desordenada, tan fuera de lugar que inquieta. Y un cerco oscuro de niño enfermo alrededor de los ojos. Viste un camisoncito de hilo y encajes, como los de las criaturas de las fotos sepia de finales del XIX. Canturrea, con los ojos extraviados o en blanco, según, melodías repetitivas y perturbadoras. O gruñe. Pero nada de lo que te cuento, curiosamente, me llega a estremecer. Lo que de verdad me aterra de él, lo que me hiela la sangre, es eso que sostiene en las manos.


viernes, 18 de agosto de 2023

Pergolesi. Pablo Montoya.

El monasterio de Pozzuoli es la última estancia. Queda poco tiempo y son largos los corredores por donde el frío es un transeúnte de todos los días. Pero éste es menos agobiante que en Nápoles. Y el recogimiento se vuelve tan íntimo que Pergolesi se siente en casa. El mar, a veces, puede oírse desde el jardín y la huerta. Su tono es el de un hombre cansado pero imperecedero. En ciertas horas de la tarde, cuando el cielo se viste de matices solferinos, parece endeble la convicción de que en estas tierras esté situado el averno de los hombres antiguos. Uno de los franciscanos ha dicho que esa creencia se debía a la proximidad de los volcanes y a las sacudidas frecuentes de la tierra. Pero para Pergolesi no es este un lugar y un tiempo para pensar en umbrales del infierno. Hay instantes en que sus ojos se hunden en una nube irisada y se convence de que no existe, más allá de la muerte, ningún paraje nefasto. Lo que hay después tal vez sea el contorno de un suave retiro. Pergolesi se mira el cuerpo enjuto. Estira las manos. Las mira y se asombra de ellas. Luego las toca como buscando un distante clavicémbalo. Tampoco cree que muy pronto su vida se habrá acabado. Acaso él posea una sustancia que sea inmortal. Es en las noches, sin embargo, cuando el sufrimiento crece. El dolor define los insomnios. Un fuego insoslayable lo consume. Suda copiosamente. Desde algún sitio llega un murmullo subterráneo. ¿Será un emisario del infierno?, se pregunta Pergolesi. Y ese alguien, en la vaguedad de la celda, parece otorgarle una calma para alcanzar el reposo. El emisario adquiere de pronto los rasgos de una mujer. Sobre su faz, apenas perceptible, lleva un manto azul. Aunque en la imagen no hay ojos ni boca ni cabellera. Es un manto que se prolonga a lo largo del monasterio hasta llegar a los volcanes ignotos. Mientras tanto, Pergolesi se sumerge en el sueño. Y es como si fuera un sonido extraviado en la noche. Un ser intocado como la música más pura. Tal vez como el agua, desdeñosa del tiempo, que fluye en el jardín. ¿Cuándo he nacido?, pregunta. ¿Cuándo voy a morir?, insiste. Y esa voz femenina dice que no hay principio ni fin. Sólo un movimiento, a veces contrito, a veces gozoso, que nombra el vacío. Pergolesi abre más los ojos. A su lado hay una jofaina donde la sangre de sus esputos también se disemina. Los rezos del monasterio lo van conduciendo a la otra orilla. Allí donde el mar es una palabra lentamente pronunciada.

jueves, 17 de agosto de 2023

La casada infiel. Federico García Lorca.

Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.


Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.


*


Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.


Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.

Romancero gitano, 1928.
 

miércoles, 16 de agosto de 2023

La marioneta. Javier Puche.

Tras el accidente estrepitoso y fatal, la marioneta, que yacía inerte en mitad del asfalto, abrió los ojos y empezó a incorporarse con gran lentitud. Ya erguida, aunque en precario equilibrio, avanzó unos metros por la carretera, sorteando cadáveres, hasta alcanzar la mano muerta de su dueño, donde entrelazó cuidadosamente sus hilos de nylon. Acto seguido, cayó desvencijada al suelo, cerrando los ojos para siempre.

Mar de pirañas, 2012.

martes, 15 de agosto de 2023

El pájaro pintado. Jerzy Kosinski.

A veces transcurrían varios días sin que la Estúpida Ludmila apareciera en el bosque. Una rabia silenciosa se apoderaba entonces de Lej. Miraba solemnemente a los pájaros encerrados en las jaulas, mascullando algo para sus adentros. Finalmente, después de un estudio prolongado, elegía al pájaro más robusto, lo ataba a su muñeca, y mezclaba los ingredientes más diversos para preparar pinturas pestilentes de distintos colores. Lej daba vuelta al pájaro y le pintaba las alas, la cola y el pecho con todos los tonos del arco iris hasta que su aspecto era más llamativo que un ramillete de flores silvestres.
Luego nos trasladábamos a la espesura del bosque. Allí, Lej sacaba el pájaro pintado y me ordenaba que lo cogiera en la mano y lo apretara ligeramente. El pájaro empezaba a piar y atraía a una bandada de su misma especie que revoloteaba inquieta sobre nuestras cabezas. Al oír a sus congéneres, nuestro prisionero hacía denodados esfuerzos por remontarse hacia ellos, gorjeando con más bríos, mientras su corazoncito palpitaba violentamente en el pecho recién pintado.
Cuando ya se había congregado sobre nuestras cabezas una cantidad suficiente de aves, Lej me hacía una seña para que soltara al prisionero. Éste se elevaba, dichoso y libre, como una mancha irisada contra el fondo de nubes, y se integraba enseguida en el seno de la bandada marrón que lo aguardaba. Los pájaros quedaban fugazmente desconcertados. El pájaro pintado describía círculos de un extremo de la bandada a otro, esforzándose en vano por convencer a sus congéneres de que era uno de ellos. Pero, deslumbrados por sus colores brillantes, los otros pájaros volaban alrededor de él sin convencerse. Cuanto más se obstinaba el pájaro pintado por incorporarse a la bandada, más le alejaban. No tardábamos en ver cómo una tras otra, todas las aves de la bandada protagonizaban un ataque feroz. Al cabo de poco tiempo la imagen multicolor se precipitaba a tierra. Cuando por fin encontrábamos el pájaro pintado, casi siempre estaba muerto. Lej estudiaba minuciosamente la cantidad de heridas que presentaba el ave. La sangre manaba entre sus alas coloreadas, disolviendo la pintura y manchando las manos de Lej.

El pájaro pintado, 1965. (Fragmento)

lunes, 14 de agosto de 2023

Calicalabozo. Andrés Caicedo.

Hay varias maneras de comerse a una persona. Empezando porque debe ser diferente comerse a una mujer que comerse a un hombre. Yo he visto comer hombres, pero no mujeres. No sé si me gustaría ver comer a una mujer alguna vez. Debe ser muy diferente. Lo que yo por mi parte conozco, son tres maneras de comerse a un hombre. Se puede partir en seis pedazos a la persona: cabeza, tronco, brazos, pelvis, muslos, piernas, incluyendo, claro está, manos y pies. Sé que hay personas que parten a la persona en ocho pedazos, ya que les gusta sacar también las rodillas, el hueso redondo de las rodillas, recubierto con la única porción de carne roja que tiene el ser humano. La otra forma que conozco es comerse a la persona entera, así no más, a mordiscos lentos, comer un día hasta hartarse y meter el cuerpo al refrigerador y sacarlo el otro día para el desayuno, así. Como comerse un mango a mordiscos. Porque yo puedo decir que a mí antes me gustaba muchísimo el mango verde, y después vino esa moda de partir el mango en pedacitos y fue apenas hace como una semana que me vine a dar cuenta que los mangos verdes me habían venido a gustar menos y supe también que era porque me los comía partidos, así que seguí comprándolos enteros, comiéndolos a mordiscos, y me han vuelto a gustar casi tanto como cuando estaba chiquito. Eso mismo debe pasar con los cuerpos. La persona que ya lleva siglos comiéndolos tiene que darse las maneras de variar el plato para no aburrirse, porque si no cómo hacen.
Yo no sé si ustedes leyeron la otra vez en la prensa que habían encontrado el cuerpo de un coronel retirado, metido en una chuspa de papel y amarrado con cabuya, lo que dijeron fue que lo habían encontrado por el Club Campestre, y que había expectación por el extraño estado en que se había hallado el cuerpo.
Era un coronel Rodríguez, un tipo ni flaco ni gordo, de bigotico, y con una chucha que arrasaba. Claro que los periódicos nunca dijeron en qué consistía ese «extraño estado en que se había hallado el cuerpo», pero como yo estoy al tanto de las cosas yo sé que el cuerpo ese lo que estaba era todo mordido, no se lo acabaron de comer todo porque mi coronel ya tenía cincuenta y dos, allí fue cuando se dieron cuenta que no había como la carne de gente joven, fresca.
Los ojos, por ejemplo, que dizque son lo más exquisito, dicen que cuando la persona pasa de los treinta y cinco, se endurecen y se agrian, ya no vale la pena comerlos.
He visto comerse a una persona de muchas maneras, pero lo que no he visto nunca es comerse a una persona viva. A la gente que le gusta comer gente parece que le gusta más comerse a la gente viva, según lo que me han explicado, la carne sabe mucho mejor y eso de que la sangre corra a toda que dizque le da mucho atractivo a la cosa, lo que pasa es que comerse a alguien vivo es naturalmente bastante complicado, de vez en cuando hace que se necesiten cuerdas y clavos y otros elementos, y si los que comen no son más de dos personas, una joven y la otra vieja, hacer tanta violencia se vuelve bastante dificultoso, así que se contentan con comerse a la persona muerta, claro que no hace mucho tiempo, no, recién muerta, y como el alma aunque haya mucha gente que no lo crea siempre le da muchísimo más sabor al cuerpo, pues cuando el alma abandona el cuerpo, el cuerpo queda con menos sabor, y la persona que come no se soda tanto como si se estuviera comiendo a una persona viva, pero se contenta, come silenciosamente y se contenta porque de todos modos está llenando la barriga, y puede que hasta piense en el día que amanezcan de buenas y tenga oportunidad de comerse a alguien vivo, ese día será un gran día y puede que esté cerca, y la persona que come se alegra pensando en eso.
Yo por mi parte hace ya como dos años, ¿o más de dos años?, que estoy viendo comer gente mínimo una vez por semana, y déjenme que les cuente lo que yo siento, bueno, claro que al principio se me descomponía el estómago y ondas así, pero ahora todo eso se me ha endurecido, fíjense, claro que no es que me guste ver cómo se comen a la gente, sólo que uno ya soporta eso mejor, cuando ya se vuelve cosa de cada sábado uno ya ha clasificado ese hecho entre lo que se hace todas las semanas, entre lo que sería bueno no seguir haciendo pero va a tocar seguir haciendo hasta que se muera uno, hasta que se muera uno, Dios sólo sabe cómo, pero ahora ni modo, nos tocó, mano, resultó que nosotros salimos escogidos.
Por qué mejor no me dejan que piense en otra cosa. En películas, por ejemplo. No, no me gusta hablar de películas, yo tuve un tiempo en que me la pasaba todo el tiempo hablando de películas, veía a una persona, saludaba un amigo y allí mismo le preguntaba que si había visto tal película, que si fue al teatro que si le gustó la onda, cosas así, y ya la gente me estaba poniendo apodos, peliculero, teatrero, cosas así, apodos que no tenían nada que ver conmigo y que la gente también sabía que no tenían nada que ver conmigo, pero me los ponían para distinguirme, para que la gente estuviera avisada que si yo me les acercaba que salieran de mí lo más rápido posible, que me desligaran de una, porque con el Peliculero no se podía hablar, el Teatrero no habla otra cosa sino de cine, y si había una pelada que me gustaba a mí, ella salía corriendo sin siquiera conocerme, porque a la gente de por acá ya no les gusta que uno les hable de cine, yo no sé por qué si se ven mínimo dos películas a la semana, yo no sé, van a cine como locos pero no les gusta que uno les hable de cine. Yo he conocido poquita gente a la que les gusta que uno les hable de cine. La otra vez conocí a Enrique, uno que le dicen El Lobo Feroz, que hasta por cierto estaba medio loco porque una novia que tuvo le salió vampira o algo así, y Enrique había quedado con la teja corrida de la impresión, y de un momento a otro le dio por hablar de cine, por hablar no, porque le hablaran mejor dicho, hasta se consiguió el teléfono de mi casa y me estaba llamando para que conversáramos de cine, si me invitó como dos veces al Isaacs pónganse a ver, pero yo me lo tuve que desligar porque el tipo me cayó bien y a mí no me gusta andar de a mucho con los tipos que me caen bien, no sea que los enrede bien feo con estas amistades peligrosas con las que yo ando. Pero con Enrique me pude echar mis buenas parladas, parlamos del man Corman, de lo que hizo Corman con Poe de eso que fue como un contrato al que Poe accedió porque no había modo de hacerlo de otra manera. Esas películas que Roger Corman hizo con algunos de los cuentos de Edgar Allan Poe. Esas películas que no tienen nada que ver con Poe, pero que perduran allí y si uno se las repite por quinta vez pues dice por quinta vez que son una belleza, y ahora me acuerdo cuando yo estaba chiquito y que vi el corto de Los destinos fatales, me acuerdo que lo dieron en el Cervantes cuando todavía existía el Cervantes y era un corto de colores y de sangre y de pronto aparecía la cara de Vincent Price y en la otra vista una calavera del tamaño de la cara de Vincent Price llenaba la pantalla, y después era lo mismo con la cara de Peter Lorre y de Debra Paget, Debra Paget fue la que bailó desnuda en El tigre de Bengala, cómo recuerdo esa imagen morada de Debra Paget subiendo las escaleras en Morella, esa imagen morada y negra, con esa cara que no podía ser otra cosa sino la maldad pura, la maldad pura con forma de mujer subiendo unas escaleras mientras la otra Debra Paget la esperaba arriba, arriba toda pureza toda belleza y toda candor esperando a su madre que es la maldad pura, y yo apuesto que si Poe ve esta película ahora salta de alegría y se retuerce y llora pasito, sin que nadie se dé cuenta, sin que nadie pueda presenciar sus saltos de alegrías ni sus lloradas pasiticas; cómo hubiera escrito Poe si hubiera conocido el cine, eso es lo que me pregunto yo, qué cosas hubiera escrito, digo, después de que ha entrado a una sala a la que después de una señal se le apagan las luces y entonces uno entra en ese sueño, en ese viaje colectivo de búsqueda de recuerdos que es el cine, qué es eso de que ya nadie habla, qué es eso de que si alguien habla todo el mundo dice chito y si la persona no obedece el chito pues todo el mundo se le va encima y si al otro día la policía viene e investiga y el administrador del teatro le explica cómo fue la cosa, el policía entiende y no se puede llevar a nadie a la cárcel, pero por qué si al tipo ese se le fueron encima porque no se quiso callar después de que le dijeron chito, le dijeron chito porque la gente quería seguir viendo a Vincent Price convertirse primero en cera, después en cartón y después en vómito. Puro y simple vómito.
El señor Valdemar se convirtió en vómito después de haber estado años deteniendo a la muerte, a la muerte que al final tiene que triunfar. «Una masa casi líquida de repugnante podredumbre».
Escribió Poe. Pero Corman lo volvió vómito, y fue la primera película en la historia del cine en donde un ser humano se vuelve vómito, vómito que no tiene nada que ver con Poe, ni además ese technicolor, que tampoco tiene nada que ver con Poe, pero Corman lo hizo, puso el nombre de Poe en más de siete películas, y la American International se encargó de pasearlas por debajo de cuerda por todos los cines del mundo y cuando ya Poe no le dé más a Corman pues Corman se olvida de Poe y no ha pasado nada, es bueno volver a leerlo pero nada más, ya mi trabajo con usted quedó concluido y todo el mundo muy contento. Claro que después viene otro hombre y por allí pasa algunas noches en vela después de haber leído ciertos cuentos y entonces empieza a tramitar derechos de adaptación, entonces tendremos el gusto de ver nuevas cosas de Poe en la pantalla, en nuestros sueños, y tendremos el gusto de verlas cuantas veces podamos y ojalá que no cobren ocho con ochenta por entrar a verlas, y si por si acaso yo viajo al Asturias y afuera hay como dos hembras que están esperando quién las entre a cine, si hacen todo lo que uno quiera con tal de que las entren a cine, pues entonces yo escojo la más chévere y me la entro, y cuando estemos sentados en las primeras filas y ella me empieza a meter los dedos por la bragueta, si yo puedo le cuento cosas, le hablo un poquito de Edgar para que ella coja más la onda, y así y todo vemos la nueva adaptación que hace Fellini y Robert Wise, eso no se sabe. Cualquier persona. Cualquier persona puede hacerlo. El cine no es sino problema de tener cojones.
Esto fue lo que yo hablé con El Lobo Feroz antes de que no volviera a verlo. La última vez que me lo encontré andaba con un sombrero blanco de tejano, y me vio pero no me saludó ni nada. Yo creo que ya está loco. Mucha gente se está enloqueciendo en estos días aquí en esta ciudad. Lo que pasa es que estamos pasando días difíciles, eso es lo que yo le digo a la gente apenas puedo. Pero que no se pongan muy moscas que las cosas tienen que cambiar, eso es lo que les digo, mano, que las cosas cambian.
Ya que estaba hablando de cierta onda de cine y que por allí mencioné el Asturias déjenme que les cuente de María, la pelada esa que yo conocí cuando estaba en cuarto de bachillerato y tenía catorce años y estudiaba en el San Luis pero todavía no conocía a Antígona. María tenía como trece años, los senos como dos limoncitos y la cara sucia, de vez en cuando sucia de paleta, de vez en cuando sucia de carbón, de banano, de huevo duro, de barro, de cualquier cosa. Acerca de esto yo conversaba con María después de las películas y le decía ¿María tú te has mirado alguna vez en un espejo, cierto? Y ella me decía que sí, que se había mirado en un espejo. Entonces yo le decía María y también has visto que te mantenés con la cara sucia siempre, ¿sí o no María? Y ella me decía sí me he dado cuenta que me mantengo con la cara sucia, ni que uno fuera qué, pero es que entonces cómo hace uno pa que no le peguen, me decía María, si a uno lo ven con la cara sucia ninguno de esos señores le pegan a uno. Entonces ¿qué les hacen? Le preguntaba yo después, y María me contestaba: nos dan una limosna, eso es mejor que pegarle a uno.
Pero después, me decía María, cuando ya uno esté vieja y no le inspire nada a nadie, inclusive cuando ya deje uno de ser niña, las cosas van a cambiar, de eso estoy segura mano, ya no va a valer de nada andar con cara sucia. Le van a pegar a uno de todos modos. En una época que se nos está viniendo encima.
La primera vez que yo fui al Asturias conocí a María. Miacuerdo que fue una vez que me volé de clase de anatomía y por allí derecho miacuerdo del viejo Pegaso que daba clase de anatomía, el Pegaso gordo, cabeziblanco, viejo, y esa misma tarde María mirándome al lado de la taquilla del Asturias y cuando compro la boleta la hembra con esos senos como limoncitos se me acerca y me dice ¿papito entramos? A mí por esa época era primera vez que me decían papito, mano, y claro que oigo eso y miro para todos lados pero sin dejar de mirar esos senos como limoncitos y le digo sí claro cómo no, entremos y ella me dice entramos ¿sí? Y yo le digo sí claro cómo no, entremos y ella me mira a los ojos y me dice bueno y mirándome como bien abajo, como por la barriga o más abajo creo yo, me dice bueno, entremos y yo le digo sí claro cómo no, entremos. Bueno, ¿y la boleta? Me dice ella. Ah claro cómo no, la boleta.
Y voy y compro otra boleta y entro con María a ver ¡Viva María! y la segunda de James Bond.
María era una niña de ojos pequeños y cejas muy arriba de los ojos, y la primera película que vio fue Retaguardia, que la vio cuando tenía dos años. Cuando entró conmigo por primera vez nos hicimos en la segunda fila en el lado izquierdo, con ella fue que yo aprendí que el cine se tiene que ver de bien cerquita y desde el lado izquierdo. Cuando entramos estaban en los cortos, esa tanda de cortos que dan en el Asturias: todas las películas que van a dar en la semana. Dan de a dos películas diarias de lunes a viernes y un solo doble sábados y domingos, y no hay que olvidarse que los domingos hay matinal por la mañana, o sea que si uno va un lunes pues le tiran doce cortos. Y cómo le gustaban los cortos a María, me dijo papito qué quiere que hagamos cuando estaban dando el corto de Prófugo de su pasado y yo le digo no sé mamita usted verá, como por tirar conocimiento y tal, y ella se me recostó en el hombro como con qué delicia y me dijo papito tan lindo y yo le volví a decir mamita pero a lo mejor ella ni me oiría porque estaba bien apretada a mí y bajándome una mano por la barriga y sintiendo bien cómo la barriga se le llenaba de montañitas, qué rico papito, decía ella cuando tocaba mis montañitas, ¿venimos el miércoles a ver Prófugo de su pasado? Me preguntó, y yo le dije claro mamita venimos, claro que iba a venir, claro que lo del examen de geometría lo arreglaba de cualquier manera, yo no sé, pero el miércoles venía a verme acá con ella, no todo el mundo tiene la suerte de aprender todas las cosas importantes de la vida al lado de una pelada que le explica a uno mientras uno ve cine de lo más fresco, díganme qué más se puede pedir. Tener una pelada al lado mientras se ve cine. No hay nada mejor, eso es lo único.
Con María vi Prófugo de su pasado, vi La última carreta, El jardín del mal, Pistoleros al atardecer, Pacto de sangre, Motín a bordo, Cantando bajo la lluvia, Río Bravo, El infierno es para los héroes, Obsesión de venganza, El gran vals, Sangre y arena, Demetrio el gladiador, El cazador de la frontera, todas esas cosas que ya no se ven más, y ahora, cuando me despierto, cuando abro los ojos y soy consciente de que otro día empieza con Antígona, yo me quedo como dos horas acordándome de todo lo que vi en esos tiempos, y si se me para por Lee Remick y si esa angustia se me deposita en el esternón desde temprano y no me deja hasta que se acabe el día, esa angustia me jode es por Richard Widmark todo jodido y viejo, y yo viéndolo desde acá, desde la oscuridad eterna al lado de María que agacha la cabeza bastante y me lambe el ombligo y me dice qué siente papito y yo le digo muchas cosas María siento muchas cosas, y cuando la película se acababa ella me apretaba la mano y me hacía prometer que nunca la iba a olvidar, que si algún día yo dejaba de venir ella me iba a esperar a la puerta del Asturias hasta cuando yo viniera y que si dejaba de ir dos días ella me esperaba al otro día, hasta que yo viniera porque tenía que venir, yo tenía que ir y saludarla y comprarle la boleta y si yo no tenía plata ella conseguía papito, para que los dos entráramos a cine, para que conversáramos sobre Liz Taylor y sobre Ava Gardner, tiene la boca igualitica a la de María ahora que miacuerdo.
María ahora debe tener quince años. Yo no le he preguntado a nadie de los que van al Asturias, pero sé que todavía debe estar allá. Claro que ya no me espera. Claro que ya se ha dado cuenta que yo no voy a volver, claro. Pero ni más tonta que fuera, ella no deja de ver cine. Hace diez años que va y se para todos los días al lado de la taquilla del Asturias, allí de bien cerca para que uno pueda verla apenas compra la boleta, ¿cómo estará ahora?, ¿tendrá la cara sucia? Yo no sé. Yo sólo sé que todavía está diciendo ¿papito entramos? Y sé también que todavía la entran. Y que es feliz, aunque yo no haya vuelto por ella. Ella es feliz viendo cine y va a durar siglos con esa felicidad mano, quién no.
Ahora cuando yo me despierto y me baño y desayuno y me visto y salgo por allí a andar, a encontrarme con la gente, cuando recorro la Sexta una y otra vez buscando gente y después paso al Colombo, al Conservatorio, al Berchmans, a todos esos sitios, subo al Club Campestre si alguien me invita y me quedo por allá un sábado completo o si es día de semana me voy a las dos y media al San Luis a esperar a que salga la gente y para que me hablen del colegio, de que van perdiendo materias, del último profesor que resultó cacorro, de todo eso, y ahora que mis días han cambiado, han cogido nuevos rumbos, ahora que yo pertenezco únicamente a una persona y para ella es que están mis días, pero aun así hay momentos en los que miacuerdo de todo eso, de lo que hacíamos ¿se acuerdan? De cuando fuimos a la finca de Miguel Ángel hace tres años y los tres días que pasamos con Florencia, con Martica, de cuando salíamos bien de mañana al río y si uno ya tenía novia pues llevaba a la novia en ancas y hacía correr el caballo para que ella chillara y se asustara y se prendiera de uno duro, sentir las manos de ella así de suaves en la barriga de uno. Y después la llegada al río, la desvestida, las mujeres debajo del chiminango, los hombres en el potrero del otro lado. Y uno se bañaba en el Charco si el Charco estaba vacío y si había gente pues tocaba buscar otro charco porque uno nunca fue como los de San Fernando, Marquetalia y tal, que si no encontraban el Charco vacío se agarraban por el Charco, si les contara que por ondas así hubo varios muertos. Hace como quince días me fui solo una mañana, fui a coger el bus a Santa Rosa y en el bus me encontré con Corredor que no iba para el Charco sino pal Puente, y que venía todo torcido, y me bajé en el Asombro caminé solo hasta el Charco y en la mitad del camino me quité la camisa y hacía tiempos que no me quemaba y era bueno el sol. Pero ya no queda ni el untado de lo que era el Charco. Claro que la gente se sigue bañando y todavía le dicen Charco, pero ya la corriente cogió por otro lado o es que el Pance se está secando, yo creo que es más bien eso. Ya uno no puede clavar del barranco ni bucear por debajo de las rocas. El agua a duras penas le llega al ombligo. Cuando yo fui había unos pelados de por las fincas de por allí, tal vez del Berchmans, que jugaban fútbol y después del primer tiempo se venían y se bañaban en lo que queda del Charco.
Miren yo les mentí cuando les dije que había visto comer gente todas las semanas. Miren, es mentira. Sólo he visto comer a una persona, el 6 de febrero de 1970. Me tocó verla porque la cosa fue de afán. Se la comieron a mordiscos. Era Alberto Ruiz, el muchacho ese que iba tanto a fiestas. Ese que un día se dio bala con unos policías en el Estanco en una borrachera y no lo mataron. Yo sólo he visto comer a ese, a ninguno más. Ahora sí no les estoy mintiendo. Mentir no es bueno.


1971

Calicalabozo, 1998.

domingo, 13 de agosto de 2023

Umbral. Inés Mendoza.

Ordeno unos libros sobre un anaquel en una casa vacía. Alguien me observa. No me siento inquieto. Por alguna razón, me urge encontrar una ventana. Veo de repente que desde el techo al rodapié, las paredes de la casa están cubiertas por huellas de cuadros. Hay marcas de todo tipo: el óvalo que dejó un retrato pequeño, el rectángulo donde posiblemente colgó un bodegón y bastantes más.
Al fin, reparo en una ventana que al parecer no se ha abierto desde hace años. Alguien respira a mis espaldas. Es una niña, pero tiene una mirada adulta, una mirada que me sobrecoge. La niña dice: "tiemblo por el ser". Entonces me asomo afuera y entiendo que el mundo lleva mucho tiempo muerto y que yo lo había olvidado.

Objetos frágiles, 2017.
 

sábado, 12 de agosto de 2023

Determinaciones. Miguel Ángel Arcas.

Olvidar lo que debe olvidarse para seguir vivos, lo que no es tuyo y no te mejora.


Olvidar la limosna del tiempo, el cansancio, el hollín de la tristeza que atasca el
engranaje, el hierro dulce de la lengua roja.


Olvidar las ideas que perdimos, los fantasmas, los sueños, las fieras que
te gritan en el pecho y no te dejan.


Olvidar como quien se traga una llave.


Inventarse la nada
como quien sopla un fósforo en el tiempo.

Llueve horizontal, 2014.

viernes, 11 de agosto de 2023

Eros y Tábanos. Carmela Greciet.

-Llévame a los acantilados- le pidió su novia al empleado de la funeraria.
Él, complaciente, arrancó el coche fúnebre y atravesaron la ciudad rumbo a la costa.
Ya habían rebasado las afueras, cuando ella se quitó la blusa:
-Te espero ahí detrás- dijo, pasando entre los asientos. A la luz del atardecer sus senos oscilaron como dos frutos cálidos.
Durante las obligadas esperas del trabajo, había ido él desgranando con disimulo ramos y coronas de los difuntos transportados aquel día, dejando la carroza funeraria convertida en un lecho de flores.
Ahora, en el retrovisor, mientras ascendían por las estrechas carreteras, la contempló allí tendida, desnuda toda ya, sonriente, bellísima, con sus largos cabellos esparcidos..., pero cuando llegaron a lo más alto vio con sorpresa que a ella se le mudaba el gesto y empezaba a gritar dando manotazos:
-¡Tábanos, hay tábanos! – se podía oír su zumbido oscuro y pegajoso.
De inmediato, paró el coche y se bajó con intención de abrir el portón trasero para liberarla, pero sólo pudo esbozar un ademán ridículo en el aire, pues se había olvidado de echar el freno de mano y el vehículo con ella dentro se le estaba yendo, se le había ido ya, de hecho, ladera abajo.
Y aunque corrió detrás para alcanzarla, apenas tuvo tiempo de ver tras el cristal su bello rostro aterrado y, después, al fondo del abismo de la noche, contra las rocas del acantilado, aquel estallido colosal de fuego y flores.


jueves, 10 de agosto de 2023

Los hijos. (Hace once años). Eduardo Galeano.

Hace once años, en Montevideo, yo estaba esperando a Florencia en la puerta de casa. Ella era muy chica; caminaba como un osito. Yo la veía poco. Me quedaba en el diario hasta cualquier hora y por las mañanas trabajaba en la Universidad. Poco sabía de ella. La besaba dormida; a veces le llevaba chocolatines o juguetes.
La madre no estaba, aquella tarde, y yo esperaba en la puerta de casa el ómnibus que traía a Florencia de la jardinera.
Llegó muy triste. No hablaba. En el ascensor hacía pucheros. Después dejó que la leche se enfriara en el tazón. Miraba el piso.
La senté en mis rodillas y le pedí que me contara. Ella negó con la cabeza. La acaricié, la besé en la frente. Se le escapó alguna lágrima. Con el pañuelo le sequé la cara y la soné. Entonces, volví a pedirle:
Anda, decime.
Me contó que su mejor amiga le había dicho que no la quería.
Lloramos juntos, no sé cuánto tiempo, abrazados los dos, ahí en la silla.
Yo sentía las lastimaduras que Florencia iba a sufrir a lo largo de los años y hubiera querido que Dios existiera y no fuera sordo, para poder rogarle que me diera todo el dolor que le tenía reservado.

martes, 8 de agosto de 2023

lunes, 7 de agosto de 2023

Creamy milk and Crunchy Chocolate. Sara Mesa.

Un día –una noche– una pareja de ancianos murió por mi culpa. Sucedió en la avenida de Los Infantes, a eso de las nueve. Si no conocen Cárdenas, bastará con decirles que es una travesía ancha y bastante transitada, con circulación de dos carriles en cada sentido, lo que hoy viene a llamarse una «arteria de la ciudad». Aun así, el problema aquel día no fue el tráfico, sino la escasa visibilidad. Anochecía y lloviznaba y en el aire flotaba una especie de neblina formada por las gotas de lluvia y el humo de los coches. Así estaban las cosas cuando yo, que iba conduciendo de vuelta a casa, los vi a los dos parados en la mediana, me apiadé de ellos, me detuve y les hice un gesto con la mano para que pasaran. Cruzaron y el coche que iba por mi derecha, que no podía verlos, me sobrepasó y los arrolló a ambos. El hombre murió en el acto y la mujer, que quedó muy malherida, murió una semana después. Por mucho que mis amigos me dijeran que yo no había sido culpable puesto que la pareja no debía estar cruzando por allí, lo cierto es que, al parar yo y darles paso, los había precipitado hacia la muerte. Seguramente, si no lo hubiese hecho, ellos habrían permanecido en la mediana hasta que la carretera estuviese vacía y pudiesen cruzar sin más problema. Esto no me lo podía negar ni el más compasivo de mis amigos.
La familia de los ancianos –sus hijos– quiso denunciarme por imprudencia temeraria, aunque finalmente no formalizaron la demanda. Mi abogado me contó que, tras pensarlo con calma, habían asumido la fatalidad de lo que fue, como suele decirse, un «desgraciado accidente». No me culpaban. Sus padres eran muy mayores, veían mal, caminaban torpemente, y ellos no llegaban a comprender del todo qué estaban haciendo allí, parados en la mediana, a esas horas de la noche. Mi acción había sido irresponsable, sin duda, pero no desencadenante de los hechos.
Todo esto yo también podía admitirlo, aunque mis remordimientos no se encontraban en esa parte del drama, sino más bien en la del conductor del otro coche, el que los arrolló y técnicamente los mató. Él sí que no había tenido culpa alguna. Conducía a una velocidad moderada, iba por su carril, no tenía por qué pararse donde no había ninguna indicación para hacerlo. Así que, sin venir a cuento, debido a mi mala decisión, su vida cambió de golpe al embestirlos. No voy a entrar en detalles de lo desagradable que fue la escena y de cómo quedó su coche tras aquello, pero pueden suponerlo: si yo aún lo recuerdo casi a diario, no quiero ni imaginar la tortura que debió de suponer para él.
Era un tipo algo mayor que yo, de aspecto bondadoso y humilde. Bajaba la cabeza al hablar, con verdadero dolor, por verse involucrado en el asunto. Yo lo vi llorar. Varias veces. Jamás me dirigió una palabra de reproche. Al pedirle disculpas –lo hice insistentemente, durante los siguientes días–, se limitaba a mirarme con una absoluta expresión de derrota. No encontraba consuelo. Daba igual lo que yo o lo que nadie le dijéramos. Su mujer, en cambio, sí parecía realmente irritada. Ni siquiera quiso hablar conmigo cuando intenté acercarme. La única vez que coincidimos, en los pasillos del hospital donde agonizaba la anciana, aceleró el paso y se quitó de en medio. Luego me observó de lejos, con los brazos cruzados, desafiante. Era una mujer enjuta, muy alta, con pinta de tener mucho carácter. Más adelante, una madrugada, me llamó por teléfono y, con la voz enronquecida por la rabia, me pidió –no: me exigió– que no volviese a dirigirme nunca más a su marido, cuya vida, dijo, yo había «arruinado por completo». Me dijo también que, si buscaba lavar mi conciencia, lo hiciese en otro lado, porque cada vez que le preguntaba a su marido cómo se encontraba lo hundía más y más, de modo que no sólo había ocasionado la muerte de dos pobres ancianos –ella no dijo «ocasionar la muerte»: dijo «matar»–, sino que, si seguía por ese camino, iba a acabar también con la de su marido y padre de su hijo –subrayó esto último: mi hijo.
–Sólo pido un poco de respeto –añadió–. Está tan deprimido que capaz es de hacer cualquier tontería.
Encontré aquello estremecedoramente razonable, y supe que al usar la expresión «hacer cualquier tontería» no estaba exagerando ni un pelo. Obedecí y no volví a llamarlo más. Curiosamente, me sentí reconfortado: vi que tenía una mujer que lo cuidaba, alguien capaz de sacar los dientes –y si era preciso, capaz de morder– por defenderlo.
Aun así la incomodidad continuó. «Incomodidad» es un término tibio, pero se ajusta bastante bien a mis sensaciones de entonces. No era un malestar permanente que me impidiese hacer mi vida, sino más bien el pellizco de la desazón que me atenazaba de vez en cuando, algo muy incordiante. Por ejemplo, me sentía mal si reía en público. Siempre he sido muy bromista, me encantan los juegos de palabras y contar chistes, y ahora tenía que frenar mis ganas de hacerlo. También me veía forzado a exagerar las muestras de tristeza: dejé de ir al cine y de salir con amigos y mis paseos con la perra se redujeron a lo estrictamente necesario y, a poder ser, por las calles más feas y sombrías. Si bien una parte importante de mí había ya, como la gente dice, «pasado página», otra parte me decía que no estaba bien olvidar tan pronto, y que mi comportamiento no podía ser tan desconsiderado. Fingía, pero me sentía mal por estar fingiendo. O dicho de otro modo: me sentía mal por no sentirme peor.
–No es más que otra manifestación del complejo de culpa –dijo mi hermana–. En el fondo, aún no te has perdonado a ti mismo.
Fue ella la que me recomendó ir a psicoterapia, aun sabiendo que yo siempre he pensado que la psicología, las sesiones, los talleres, todo eso de los grupos de autoayuda, no son más que otra forma –ridícula– de creencia religiosa. Oculté mi escepticismo para no ofenderla –ella misma es psicoterapeuta– y acepté su consejo. Me habló de un grupo especializado, dijo, en tratar «el complejo de culpa». El objetivo era la rehabilitación con métodos similares a los que se emplean en las adicciones: la confesión y la puesta en común de los pecados para lograr cierto grado de alivio o sedación –¡el dogma!–. Así, cada uno contaba la historia que lo atormentaba y los demás lo convencían al unísono de que no, no, no, que algunas cosas suceden sin que nadie, necesariamente, sea causante de ellas.
En aquellas sesiones conocí a Braulia. Braulia es un nombre horrible para una mujer, lo sé, pero tenían que verla: es dulce, apetecible, casi magnética, aunque sin duda lo sería mucho más si no viviese martirizada por los remordimientos. Su situación no es de las peores –me refiero a su «situación clínica»–, pero tampoco de las mejores, aunque clasificar los casos de acuerdo con estos criterios –¿mejor o peor respecto a qué?– es, evidentemente, inútil. Una de las primeras cosas que aprendí allí es que el sufrimiento que produce la culpa casi nunca equivale a la dimensión de la tragedia. Tampoco la autoculpabilización. El complejo de culpa no se guía por parámetros racionales: su lógica es intrínseca y está basada en premisas falsas y difícilmente transferibles.
Como ven, absorbí la teoría, aunque tampoco piensen que entendí gran cosa. Me bastaba con escuchar y consolarme con el mal ajeno. La mayoría de las personas que acudían allí vivían atenazadas por el dolor al culparse de hechos de los que no tenían culpa en absoluto. Éste era el caso de una mujer que pensaba que los perros abandonados –todos los perros– morían atropellados porque ella no los recogía. Así, era responsable de los que veía –siempre trataba de atraparlos y después los llevaba a una perrera, donde curiosamente, ya sí, se desentendía de su destino–, pero también de los que no veía. A menudo cogía el coche y peinaba todo el radio de carreteras y caminos en torno a la ciudad, buscando perros. Para ella, la culpa no era de los que los abandonaban –no era capaz de retroceder a ese momento de la historia–, ni de los demás conductores –que los veían en los arcenes y los dejaban allí sin más problema–, sino de ella, sólo de ella, puesto que ella era, en esencia, quien debía protegerlos y no lo hacía. Otro chico sufría intensamente cuando los alimentos se estropeaban. Su madre compraba grandes cantidades de comida y no sabía administrarse bien, de modo que muchas veces tenían que desechar lo que caducaba o se pudría. Él lloraba, se tiraba al suelo, pataleaba. No entendía por qué había permitido que tal horror sucediera, cuando hubiese sido tan fácil comérselos antes. Para él, representaba la plasmación de la mortalidad de la carne, o algo así, una idea que le angustiaba de una manera casi existencial. Pacientes como éstos tenían algo más complejo que un simple sentimiento de culpa –obsesiones, trastornos mentales serios u otras patologías de las que no tengo ni idea–, pero aun así venían a las sesiones a escuchar o a contar sus casos. Más habituales eran historias como la de la mujer que se sentía responsable del despido de una compañera a la que suplió durante una baja –lo había hecho tan bien que demostró a los jefes la ineptitud de la sustituida–, o la de un hombre que pensaba que era culpable de los daños cerebrales que sufrió su hijo porque no lo llevó al hospital en cuanto le empezó a subir la fiebre. De poco le bastaba a este hombre que los informes médicos certificaran que los mismos daños se hubiesen producido en cualquier otra situación, así como no le bastaba a ninguno de los que temían defraudar a sus padres, a sus hijos o a sus parejas ningún tipo de perdón.
¿Y Braulia? No hablaba demasiado. Se sentaba en una esquina, junto a la ventana. La luz caía sobre su pelo, aclarándoselo, y agudizaba su perfil atormentado, resaltando la nariz fina, los pómulos marcados. Se mordía los labios y las uñas continuamente, y de vez en cuando parpadeaba con rapidez, apretando mucho los ojos, como si así quisiera borrar un recuerdo y empezar de cero. Tras ella, por la ventana, se veía el camino que llevaba hasta el edificio flanqueado por jacarandas que dejaban el suelo alfombrado de flores mustias. De fondo, la línea irregular de edificios más bien toscos, con grandes antenas parabólicas y un enorme cartel publicitario de Heineken, lo presidía todo. Yo la miraba con discreción y buscaba estrategias para hablarle a la salida. Me imaginaba alejándome con ella por ese camino, con el cartel al frente, los bloques de edificios recortados contra el cielo. Cuando pienso en aquellos días me vienen a la cabeza imágenes confusas, moradas y verdes, una mezcla posible de las jacarandas y la luz del cartel cuando anochecía, algo parecido, supongo, a la nostalgia. Braulia no era joven –yo tampoco– pero su inocencia me apabullaba. Me preguntaba cómo un ser así, tan puro, tan intocado, podía sentirse culpable de algo.
No conocí su historia hasta la séptima sesión. Era un día extraño, la sala estaba cargada de una tensión eléctrica que viciaba el ambiente. No era posible aburrirse, aunque la atención que prestábamos era más bien superficial y entrecortada. Una chica temblaba al hablarnos de su novio, al que había dejado hacía poco. Decía que tenía miedo de que se suicidara y, cómo no, se sentía muy culpable por ello. Al hablar levantaba hacia el techo los brazos extremadamente flacos, con histrionismo. Gesticulaba de un modo horrible. Todos sobreactuábamos allí, pero aquello era excesivo. Nos pusimos aún más nerviosos. Braulia salió de su letargo y comenzó a tiritar. Los dientes le castañeteaban. Se abrazó a sí misma, encorvándose sobre las rodillas. La psicoterapeuta le dio la palabra. Qué pasa, Braulia, le dijo. Qué te está pasando. Ella no contestó. ¿Quieres que cuente yo tu historia a los demás?, preguntó. A lo mejor le sirve de algo a tu compañera. A lo mejor te viene bien compartirla. Braulia dejó de temblar. Ahora simplemente parecía asustada. Hizo un gesto de renuncia con la mano. Pero la psicoterapeuta habló.
Habló de un suicidio. Del suicidio de una mujer. Su marido había sido el amante de Braulia –usó esa palabra: «amante»–. Habló de los elementos que estaban produciendo confusión: la sensación de celos, de abandono. Habló de consecuencias que no eran responsabilidad de Braulia: dos niños huérfanos, una familia destrozada. Explicó que aquella mujer ya lo había intentado antes, varias veces, por lo que Braulia no formaba parte verdaderamente del núcleo de la historia. De hecho, su estado depresivo era, en parte, lo que había «arrojado a su marido a los brazos de otra mujer» –éstas fueron sus palabras textuales–. Así pues, ¿había un culpable en este caso? Y si lo había, ¿de verdad alguien creía que pudiera ser la dulce Braulia? Señaló hacia la esquina y ella levantó la mirada avergonzada, sin asomo de alivio. Ante los ojos de Dios –y ella era creyente, muy creyente–, era culpable y no había expiación posible por su error. Balbuceando, dijo que cuando pensaba en los huérfanos no podía parar de llorar. A su amante había dejado de verlo de inmediato, y ella misma se había infligido daños físicos –incluidas quemaduras– para castigarse. Juró que nunca, jamás, volvería a dejarse llevar por la lascivia.
«¿Lascivia?», preguntó un compañero. Le parecía un término muy duro. ¿Por qué no llamarlo necesidad de afecto, búsqueda de cariño o, directamente, amor? Ella se hacía daño a sí misma si lo consideraba sólo así, como lascivia. Braulia no contestó, salvo para añadir un sinónimo: «lujuria». Yo la miré y pensé que era la persona con el aspecto menos lujurioso de mundo.
Me acerqué a la salida y me ofrecí a acompañarla un poco. Me preguntó si yo estaba casado. No, le dije, y era cierto. Recorrimos juntos el caminito que tantas veces yo había mirado por la ventana. Muy cerca de nuestras cabezas se cruzaban los vencejos, chillando enloquecidos. No eran quizá un buen comienzo, esos graznidos, pero pude notar que le hacía bien ir a mi lado. Así empezó todo.
No digo que fuese fácil. No lo era. Braulia pensaba que no tenía derecho a enamorarse de alguien que conoció a causa del suicidio de otra persona. Encadenaba todos los acontecimientos con una lógica enfermiza: si no hubiese «contribuido al adulterio» –palabras suyas–, jamás se habría visto metida en esa historia de obsesión y de culpa, jamás me habría encontrado. Ella debía haberse limitado a ir a la iglesia –donde se confesaba todas las semanas–, y no entrar en el juego de aquel grupo de «modernos» tarados e «inmorales» que trataban de justificar a toda costa sus «pecados» y que, con la excusa del grupo, no hacían más que buscar «nuevas ocasiones para pecar». Algunas noches escuchaba en la radio el programa de un predicador al american way, un programa que duraba horas y horas y que ella seguía con los ojos cerrados y pequeños movimientos de cabeza. Cuando le venían los ataques y su sentimiento de culpa se agudizaba, adoptaba aquella forma de expresarse –la del predicador– y cada vez se exaltaba más y más. Entonces yo la estrechaba fuerte entre mis brazos, le acariciaba el pelo y le susurraba al oído lo que se me iba ocurriendo, cualquier cosa. Servía. Se calmaba. Brotaba otra Braulia de ella, más joven y más sana. Para mí era una especie de reto: conocer a la mujer que había sido antes de dejarse vencer por las alucinaciones de la culpa. Rescatarla. Salvarla del tormento. Ahora yo tenía una misión en la vida. Ya no pensaba en el hombre que atropelló a los ancianos por mi culpa. Mi parte de la historia estaba totalmente superada. Volví a reír en público, a contar chistes. A veces le contagiaba la risa a ella. Y era reconfortante sentir esto: la existencia de un camino más o menos limpio por delante.
Todo era –todo es–, sin embargo, demasiado frágil en la vida. Y hay pequeños instantes, epifanías, revelaciones, imágenes que se abren, palabras que se desdoblan. Sucede a veces, y entonces algo se quiebra, y todo cambia. Esto también me pasó a mí, una tarde.
Fue en el supermercado. Allí lo vi, haciendo la compra con un niño. Por la edad, por cómo se dirigía a él y lo conducía tomándolo suavemente por la nuca, supe enseguida que se trataba de su hijo. Iban metiendo los artículos en el carrito con cierta seriedad. Era una escena rutinaria y, a la vez, muy solemne. Me quedé en una esquina observándolos. No vi señal alguna de sufrimiento en aquel hombre. Tenía mejor aspecto que cuando lo conocí. Quizá demasiado serio o reflexivo, pero de todos modos daba la impresión de ser de ese tipo de personas proclives a la introspección, más allá de lo que le hubiera sucedido en su pasado. Los seguí hasta que terminaron su compra y se fueron a la caja a pagar, y entonces sentí el impulso de saber más –o la necesidad de saber más–, abandoné mi cesta en un pasillo, salí del recinto sin dejar de mirarlos de reojo, me monté en el coche y esperé a que ellos acabaran. Si también habían llegado en coche, pensé, los seguiría con el mío; si caminaban, los seguiría caminando. Para qué, ni me lo preguntaba. Mi atención se concentraba sólo en verlos salir por las puertas mecánicas y no dejaba espacio para nada más. Aparecieron unos minutos más tarde. Lo vi empujar el carrito hacia un coche –uno nuevo, más pequeño, de color blanco– y meter en el maletero todas las bolsas, con parsimonia. También se tomó su tiempo en colocar al niño atrás, asegurarse de que se abrochaba bien el cinturón de seguridad. Seguirlos fue sencillo: condujo lentamente, respetando todas las señales. Se detenía en los cruces incluso cuando no era necesario, marcaba escrupulosamente los cambios de dirección con los intermitentes. Me alegró verlo conducir, porque le había oído decir que jamás podría volver a hacerlo. También Braulia pensaba que no podría volver a acostarse con otro hombre, y sin embargo. Yo mismo creí, durante un tiempo, que no sería capaz de reírme y ser el mismo que era antes, y sin embargo. La vida continúa, pensé, y luego me pregunté por qué iría tan lejos a hacer la compra –llevábamos un buen rato uno tras otro–, habiendo tantos supermercados mucho más cerca. Al cabo de otros diez minutos aparqué en una plazoleta, a cierta distancia de donde él lo había hecho.
La plazoleta tenía un tobogán y un par de balancines desvencijados. El hombre ayudó a bajar al niño, lo tomó de la mano y se dirigieron hasta allí en silencio. Yo permanecí dentro del coche. Ellos no me veían, pero yo podía distinguirlos con claridad. Ahora, la escena ya no me parecía tan natural. Había tensión en el modo en que el niño se balanceaba y miraba a su padre, y también en el gesto repetido de él de mirar el reloj y echarse atrás el pelo, nerviosamente. Sacó un pañuelo y se limpió la frente. No hacía calor, pero cuando levantó un brazo para aupar a su hijo, noté que tenía manchas de sudor en las axilas. No había nadie más que ellos dos. De pronto, aquello resultó extraño y triste: el niño, el padre, los columpios rotos, el albero sucio, la ausencia de palabras, las miradas repetidas al reloj. Lo vi también consultar el móvil, otear un par de veces hacia uno de los bloques de pisos que rodeaban la plazoleta, esperando encontrar algo o a alguien. Todo seguía vacío. El niño se bajó del balancín, se aproximó a su padre y se quedó pegado a sus piernas. Él esbozó un gesto vago, como para abrazarlo, pero se detuvo sin terminar de hacerlo. Después se agachó a su lado, le susurró al oído. Volvieron al coche, sacó algo de una de las bolsas del maletero, se lo entregó sin cruzar palabra. El niño negó con la cabeza. Él pareció insistir. El niño gritó nítidamente –«¡No quiero!»– y él cerró el maletero de un golpe, tirando al suelo aquello que desde la distancia yo no podía ver. Luego le dio la mano y lo condujo hacia el bloque de pisos que había estado mirando antes. Me bajé del coche para seguirlos. Al verlos por detrás, vi que tenían la misma manera de andar: ligeramente encorvados, con los pies hacia fuera y la cabeza gacha. Del padre lo entendía, pero ¿también el hijo se sentía derrotado? No sé de dónde me salió ese pensamiento. ¿Derrotado? ¿Un niño de, no sé, siete u ocho años, derrotado? ¿Simplemente por su forma de andar?
Se detuvieron en el portal del bloque y llamaron al portero automático. Permanecían rígidos, en silencio, mirando hacia el suelo. Me aproximé más de lo debido, pensando que, aunque me viese, no sería capaz de identificarme. Todas las buenas señales que creí haber visto en el supermercado ahora se habían disipado, y ya sólo tenía ante mí a un hombre apesadumbrado, vencido, con la piel enrojecida y las manos temblorosas. Entonces la puerta se abrió y la vi a ella, su mujer, tan enjuta como antes, tan decidida como antes, casi una exhalación que agarró al niño y lo arrastró al interior del portal, dejando a aquel hombre solo, junto a la entrada, donde se mantuvo aún unos segundos sin moverse. Luego levantó la vista y me miró. Si me reconoció, no sé decirlo. Sus ojos estaban tan huecos como los de un animal disecado. Yo me volví con cobardía. Di la vuelta y desanduve el camino y no fui capaz de enfrentarme a esa mirada que quizá no estaba hueca, sino solamente perpleja o furiosa. Volví sobre mis pasos casi corriendo y, al pasar junto a su coche, vi en el suelo aquello que el niño había despreciado. Era una chocolatina. «Creamy milk and crunchy chocolate», leí. No sé cómo me dio tiempo a leerlo. Incluso ahora, al recordarlo, me viene con nitidez la imagen de las letras amarillas y azules y el brillo del envoltorio arrojado junto al neumático. Aceleré el paso. Tuve ganas de llorar.
Todo se quiebra en un instante, o en el espacio de unos pocos minutos, diez o quince minutos, no muchos más, los mismos que tardé en conducir hasta casa de Braulia y llamar a su puerta mientras algo áspero y muy desagradable me subía por la garganta. Y después ella abrió, me miró con extrañeza, extendió los brazos cuando me abalancé hacia su cuerpo. Y en el recibidor mismo, donde yo casi me caía –y ésa era la culpa, ésa, y no el cosquilleo que durante meses había estado sintiendo con tibieza–, le pedí que nos arrodilláramos juntos, le pedí que rezáramos a aquel Dios en quien ella creía, ansié creer en Él y obtener su perdón y su consuelo, y supe que no era yo quien tenía una misión con Braulia, sino más bien al revés, que ella me rescataba a mí de la indiferencia.
Luego, horas más tarde, después del rezo, y del amor, y otra vez del rezo, cuando aún temblábamos y ya hacía rato que la noche caía implacable sobre toda la inmensidad de nuestra culpa, recordé que había olvidado a la perra en la puerta del supermercado, atada al bicicletero donde solía dejarla siempre cuando hacía mis compras, y fui por ella todo lo rápido que pude, pero ya se la habían llevado –alguien se la había llevado–, y cuando llamé a la perrera rezando –otra vez rezando– para que estuviese allí, saltó el contestador con el aviso de que «el horario de atención al público es de 9 a 2 de la mañana y de 5 a 7 de la tarde», y yo conocía bien la perrera, y sabía que toda la profesionalidad que traslucía la voz del contestador era una farsa, y que el tono aséptico no evitaba la mugre de las jaulas ni los golpes con palos ni la escasez de comida ni los ladridos de los perros enfermos, y aquélla fue una de las noches más largas, y más duras, de mi vida.

Mala letra, 2016.