jueves, 31 de agosto de 2023

Las aventuras de Huckleberry Finn. Capítulo XIV. Mark Twain.

Después, cuando nos levantamos, miramos en qué consistía el botín que había robado la banda en el barco naufragado y encontramos botas y mantas y ropa y toda clase de cosas distintas, un montón de libros y un catalejo y tres cajas de cigarros. Ninguno de los dos habíamos sido nunca así de ricos en la vida. Los cigarros eran de primera. Nos pasamos todo el principio de la tarde en el bosque, charlando, y yo leyendo los libros y en general pasándolo bien. Le conté a Jim todo lo ocurrido en el barco y en el transbordador y dijo que esas cosas eran aventuras, pero que no quería más. Dijo que cuando yo me metí en la cubierta superior y él se volvió a rastras a la balsa y vio que había desaparecido casi se muere, porque pensó que pasara lo que pasara para él ya había acabado todo, pues si no se salvaba se ahogaría, y si se salvaba el que lo viera lo devolvería a casa para cobrar la recompensa y entonces seguro que la señorita Watson lo vendía en el Sur. Bueno, tenía razón; casi siempre tenía razón; tenía una cabeza de lo más razonable para un negro.
Le leí a Jim muchas cosas sobre reyes y duques y condes y todo eso, y lo bien que se vestían y lo elegantes que se ponían y cómo se llamaban unos a otros «su majestad», «su señoría», «su excelencia» y todo eso, en lugar de «señor», y a Jim se le salían los ojos y estaba muy interesado. Va y dice:
No sabía que había tantos. Casi nunca había oído hablar de ellos, más que del viejo aquel del rey Salamón, sin contar los reyes de la baraja. ¿Cuánto cobra un rey?
¿Cobrar? —digo yo—; pues lo menos mil dólares al mes si quieren; pueden llevarse lo que quieran; todo es suyo.
Estupendo, ¿no? Y ¿qué tienen que hacer, Huck?
¡No hacen nada! ¡Qué cosas dices! Están ahí y nada más.
No; ¿de verdad?
Pues claro que sí. No hacen más que estar ahí, salvo a lo mejor cuando hay guerra; entonces se van a la guerra, o si no van de caza. Sí, con halcones y todo eso... ¡Shhh! ¿no has oído un ruido?
Salimos del bosque a mirar, pero no había nada más que el paleteo de la rueda de un buque de vapor a lo lejos, que daba la vuelta a la punta, así que volvimos.
Si —dije—, y otras veces, cuando las cosas están aburridas, se meten con el Parlamento, y si no hacen las cosas como quieren ellos, les cortan la cabeza. Pero donde más tiempo pasan es en el harén.
¿En el qué?
En el harén.
¿Qué es el harén?
Donde tienen a sus mujeres. ¿No sabes lo que es el harén? Salomón tenía uno donde había por lo menos un millón de mujeres.
Pues es verdad; me... me se había olvidado. Un harén es una pensión, supongo. Seguro que en el cuarto de los niños hay mucho jaleo. Y seguro que las mujeres se pelean mucho, de forma que hay más jaleo. Pero dicen que el Salamón era el hombre más sabio que ha vivido. Yo no me lo acabo de creer, porque, ¿para qué iba un tío tan sabio a querer vivir en medio de todo aquel escándalo? No... seguro que no. Un hombre sabio se haría construir una fábrica de calderas y entonces podría apagarlo todo cuando quisiera descansar.
Bueno, pero en todo caso fue el hombre más sabio del mundo, porque me lo ha dicho la viuda, nada menos.
Me da igual lo que haya dicho la viuda; no era tan sabio. Se le ocurrían algunas de las ideas más raras que he oído en mi vida. ¿Sabes lo del niño que quería partir en dos?
Sí, la viuda me lo contó.
¡Pues entonces! ¿No te parece la idea más idiota del mundo? No tienes más que pensarlo medio minuto. Ese tronco de allá, ése es una de las mujeres; ése eres tú, el otro tronco; yo soy Salamón, y ese billete de un dólar es el niño. Los dos lo queréis. ¿Qué hago yo? ¿Voy a buscar entre los vecinos para ver de quién es el billete y dárselo al dueño, como es normal, como haría cualquiera que tuviese la menor idea? No; voy y rompo el billete en dos y te doy una mitad a ti y la otra a la mujer. Eso es lo que iba a hacer el Salamón con el niño. Y lo que yo te digo: ¿De qué vale a naide medio billete? No se puede comprar nada con eso. ¿De qué vale medio niño? Yo no daría nada por un millón de medios niños.
Pero, dita sea, Jim, es que no entiendes nada... Dita sea, es que no te enteras.
¿Quién? ¿Yo? Vamos. No me vengas diciendo a mí que no lo entiendo. Creo que entiendo lo que es sentido común y lo que no. Y el hacer una cosa así no tiene sentido. La pelea no era por medio niño; la pelea era por un niño entero, y el hombre que crea que puede solucionar una pelea por un niño entero con medio niño es que no sabe lo que es la vida. No me hables a mí del tal Salamón, Huck. Ya he visto yo a muchos así.
Pero te digo que no lo entiendes.
¡Dale con que no lo entiendo! Yo entiendo lo que entiendo. Y, entérate, lo que hay que entender de verdad es más complicado; mucho más complicado. Es cómo criaron al Salamón. Piénsalo: un hombre tiene sólo uno o dos hijos; ¿va ese hombre a andar partiéndoles en dos? No, ni hablar; no se lo puede permitir. Él sabe apreciarlos. Pero un hombre que tiene cinco millones de hijos por toda la casa, ése es diferente. A ése le da igual partir en dos a un niño que a un gato. Quedan muchos más. Un niño o dos más o menos no le importaban nada al Salamón, ¡maldito sea!
Nunca he visto un negro así. Se le metía una cosa en la cabeza y ya no había forma de sacársela. Nunca he visto a un negro que le tuviera tanta manía a Salomón. Así que me puse a hablar de otros reyes y dejé en paz a ése. Le hablé de Luis XVI, al que le cortaron la cabeza en Francia hacía mucho tiempo, y de su hijo pequeño, el delfín, que habría sido rey, pero se lo llevaron y lo metieron en la cárcel y algunos dicen que allí se murió.
Pobrecito.
Pero otros dicen que se escapó y que vino a América.
¡Eso está bien! Pero se sentirá muy solo... Aquí no hay reyes, ¿verdad, Huck?
No.
Entonces no puede conseguir trabajo. ¿Qué va a hacer?
Bueno, no sé. Algunos se hacen policías y otros enseñan a la gente a hablar francés.
Pero, Huck, ¿es que los franceses no hablan como nosotros?
No, Jim; tú no entenderías ni una palabra de lo que dicen... ni una sola palabra.
Bueno, ¡que me cuelguen! ¿Porqué?
No lo sé, pero es verdad. He visto en un libro algunas de las cosas que dicen. Imagínate que viene un hombre y te dice «parlé vu fransé»; ¿qué pensarías tú?
No pensaría nada; le partiría la cara; bueno, si no era blanco. A un negro no le dejaría que me llamara eso.
Rediez, no te estaría llamando nada. No haría más que preguntarte si sabes hablar francés.
Bueno, entonces, ¿por qué no lo dice?
Pero si es lo que está diciendo. Así es como lo dicen los franceses.
Bueno, pues es una forma ridícula de decirlo y no quiero seguir hablando de eso. No tiene sentido.
Mira, Jim; ¿hablan los gatos igual que nosotros?
No, los gatos no.
Bueno, ¿y las vacas?
No, las vacas tampoco.
¿Hablan los gatos igual que las vacas o las vacas igual que los gatos?
No.
Lo natural y lo normal es que hablen distinto, ¿no?
Claro.
¿Y no es natural ni normal que los gatos y las vacas hablen distinto de nosotros?
Hombre, pues claro que sí.
Bueno, entonces, ¿por qué no es natural y normal que un francés hable diferente de nosotros? Contéstame a ésa.
Huck, ¿son los gatos iguales que los hombres?
No.
Bueno, entonces, no tiene sentido que los gatos hablen igual que los hombres. ¿Son las vacas iguales que los hombres? ¿O son las vacas iguales que los gatos?
No, ninguna de las dos cosas.
Bueno, entonces no tienen por qué hablar como los hombres o los gatos. ¿Son hombres los franceses?
Sí.
¡Pues entonces! Dita sea, ¿por qué no hablan igual que los hombres? Contéstame tú a ésa.
Vi que no tenía sentido seguir gastando saliva: a los negros no se les puede enseñar a discutir. Así que lo dejé.

Las aventuras de Huckleberry Finn. 1884.

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