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domingo, 24 de abril de 2022

La lavadora. Luis del Val.

Su padre le dijo que no tenía intención de de abandonar el piso, y él respeto su decisión. Estaban en el cuarto de estar, su padre sentado en el sillón de orejeras, y él en un rincón del sofá, precisamente el que había sido el preferido de su madre.
No había mucho más que decir. Por fin, después de las exequias, se habían quedado solos, y él debía volver al país que había elegido para trabajar y para vivir, en ese orden, y su padre se quedaría en aquel piso, un poco más solo, o, para ser exacto, en la más absoluta soledad.
Fue entonces cuando su padre masculló algo que no entendió bien, y que a instancias suyas repitió con un matiz de avergonzamiento: lo que quería decir era que no sabía cómo funcionaba la lavadora.
Le pareció que lo más práctico sería hacer una colada, y le fue explicando a su padre, con paciencia, la manera de introducir el detergente, la selección de la temperatura, la separación previa de la ropa blanca de la de color, y otras cuestiones prácticas.
Apenas hacía unas horas se hallaban en el cementerio enterrando a un ser querido y, poco después, se encontraban en plena clase de supervivencia, hablando de selectores, de suavizantes, de los diferentes programas de la lavadora.
«Como siempre lo hacía tu madre...», se excusó, y comprendió que su padre representaba la última generación de una clase masculina a extinguir, el prototipo de una forma de convivencia que se agostaba.
Se quiso asegurar, antes de marcharse, de que conocía el funcionamiento del lavavajillas y, para convencerse, le sometió a un examen riguroso que su padre superó: en efecto, conocía el funcionamiento del lavavajillas.
Su padre ya le había dicho que no le acompañaría al aeropuerto, y él lo prefería, así que se despidieron en la cocina. Hasta entonces los dos habían soportado con relativa entereza las liturgias fúnebres y las condolencias sociales, pero en el abrazo de la despedida notó un estremecimiento en la espalda de su padre que le contagió un calambre de emoción contenida, y que acabó por desbordarse en un sollozo. Su padre, molesto por haber mostrado su vulnerabilidad se volvió a la lavadora y se quedó mirando fijamente las vueltas del tambor, como si allí se ocultaran los secretos del mundo.
Ya en el avión, cuando por la ventanilla se veía el sol brillante extrayendo destellos de las algodonosas nubes, el hijo recordó a su viejo de espaldas a él, dando por concluida la despedida, obcecado en ocultar sus sollozos, atento o abstraído frente a la lavadora.

Cuentos de medianoche. 2006.

sábado, 25 de julio de 2020

El zorro es más sabio. Augusto Monterroso.

Un día que el Zorro estaba muy aburrido y hasta cierto punto melancólico y sin dinero, decidió convertirse en escritor, cosa a la cual se dedicó inmediatamente, pues odiaba ese tipo de personas que dice voy a hacer esto o lo otro y nunca lo hacen.
Su primer libro resultó muy bueno, un éxito; todo el mundo lo aplaudió, y pronto fue traducido (a veces no muy bien) a los más diversos idiomas.
El segundo fue todavía mejor que el primero, y varios profesores norteamericanos de lo más granado del mundo académico de aquellos remotos días lo comentaron con entusiasmo y aun escribieron libros sobre los libros que hablaban de los libros del Zorro. Desde ese momento el Zorro se dijo con razón satisfecho, y pasaron los años y no publicaba otra cosa. Pero los demás empezaron a murmurar y a repetir “¿Qué pasa con el Zorro?”, y cuando lo encontraban en los cocteles puntualmente se le acercaban a decirle tiene usted que publicar más.
-Pero si ya he publicado dos libros -respondía él con cansancio.
-Y muy buenos -le contestaban-; por eso mismo tiene usted que publicar otro.
El Zorro no lo decía, pero pensaba: “En realidad lo que estos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer.”
Y no lo hizo.

La oveja negra y otras fábulas. 1969.

sábado, 20 de junio de 2020

La sed. Magda Hollander-Lafon.

Reina tal desorden en la distribución de la sopa y de la bebida en Birkenau que cuando me llega el turno de tender la escudilla ya no queda nada.

Llevo varios días sin beber. Estoy sedienta; tengo los labios cubiertos de grietas, la lengua hinchada, los sentidos entumecidos por completo. Me habría abalanzado sobre cualquier charco de agua si mis compañeras no hubiesen estado allí para impedírmelo. Las pupilas se dilatan, la mirada se extravía, te toman por loco.

Debí de perder el sentido porque no recuerdo más que la sensación de que la vida volvía a mí.

Sentí unas gotas de agua. ¿De dónde venía el agua? Lo supe algo más tarde. Unas compañeras desconocidas vinieron en mi ayuda y obraron a tiempo el milagro de procurarme esas gotas. En mi memoria no tienen nombre ni rostro. No sé si están vivas o muertas. Sólo sé que les debo la vida.

He visto a compañeros agonizar de deshidratación.

Una vez, sin darme cuenta, me choqué contra uno de esos esqueletos no del todo muertos. Sintió el golpe y movió la pierna. Recuerdo doloroso. No pude socorrerlo; era demasiado tarde. Yo, una vez más, tuve suerte.

Cuatro mendrugos de pan. 2012.

jueves, 13 de febrero de 2020

Medias. Tim O'Brien.

Henry Dobbins era un buen hombre y un soldado soberbio, pero la sutileza no era su fuerte. Las ironías resbalaban sobre él. En muchos sentidos, era como los propios Estados Unidos: grande y fuerte, lleno de buenas intenciones, con un michelín de grasa temblequeando en la cintura, lento al caminar, pero siempre avanzando, siempre a punto cuando lo necesitabas, firme partidario de las virtudes de la sencillez, la franqueza y el trabajo duro. Al igual que su país, Dobbins también tenía tendencia al sentimentalismo.
Incluso ahora, veinte años después, puedo verle colocándose las medias de su novia alrededor del cuello antes de partir para una emboscada.
Era su único rasgo excéntrico. Las medias, decía, tenían las propiedades de un amuleto. Le gustaba hundir la nariz en el nailon y aspirar el aroma del cuerpo de su novia; le gustaban los recuerdos que ello le inspiraba; a veces dormía con las medias contra la cara, como duerme un niño con una manta mágica, seguro y tranquilo. Pero sobre todo las medias eran como un talismán. Le mantenían a salvo. Le daban acceso a un mundo espiritual donde las cosas eran suaves e íntimas, un sitio adonde algún día llevaría a vivir a su novia. Como muchos de nosotros en Vietnam, Dobbins sentía el tirón de la superstición, y creía con firmeza y absolutamente en el poder protector de las medias. Eran como una armadura, pensaba. Cada vez que nos poníamos el equipo para una emboscada nocturna, mientras nos colocábamos los cascos y los chalecos antibalas, Henry Dobbins ejecutaba el ritual de acomodarse las medias de nailon alrededor del cuello; hacía un nudo con esmero y dejaba caer ambas perneras por encima del hombro izquierdo. Le gastábamos bromas, desde luego, pero llegamos a apreciar el misterio de todo aquello. Dobbins era invulnerable. No había sufrido ni una herida, ni un rasguño. En agosto tropezó con una mina, que no estalló. Y una semana después quedó al descubierto durante un feroz y breve tiroteo cruzado, sin ningún sitio donde cubrirse, pero se limitó a deslizar las medias sobre su nariz y a respirar hondo y dejar que la magia funcionara.
Nos convirtió en un pelotón de creyentes. No discutes los hechos.
Pero, hacia fines de octubre, su novia le dejó. Fue un golpe duro. Dobbins se quedó quieto un rato, con los ojos bajos, clavados en la carta, pero al fin sacó las medias y se las ató alrededor del cuello como una bufanda.
No hay que hacerse mala sangre –dijo–. Yo la sigo amando. La magia no desaparece.
Fue un alivio para todos nosotros.

Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, 1990.
 

viernes, 15 de noviembre de 2019

Regla de oro. Etgar Keret.

Por lo general, no nos besamos en público. Cecile, a pesar de todo lo guay que es, los escotes que lleva y su fuerte carácter de pelirroja, no deja de ser una rematada tímida. Y yo soy de esos que se fijan mucho en todo lo que pasa a su alrededor y que nunca consiguen olvidarse de dónde están. Pero la verdad es que aquella mañana sí lo conseguí y de repente Cecile y yo nos encontramos besándonos y abrazándonos sentados a la mesa de un café, como una pareja de estudiantes de instituto que intenta hacerse con un poco de intimidad en un lugar público.
Cuando Cecile se fue al lavabo me terminé el café de un trago. El resto del tiempo lo aproveché para arreglarme un poco la ropa y ordenar las ideas.
—Eres un hombre con suerte —oí una voz con un fuerte acento de Texas a mi mismísimo lado.
Volví la cabeza. En la mesa contigua había un hombre mayor con una gorra de béisbol. Todo ese rato que nos habíamos estado besando él había estado allí, hubiese podido tocarnos con sólo alargar la mano, y nosotros habíamos jadeado y gemido casi sobre su beicon y su huevo revuelto sin tan siquiera darnos cuenta de su presencia. Resultaba realmente desconcertante, pero no había manera de disculparse sin empeorar las cosas todavía más. Así que me limité a sonreírle y a asentir con la cabeza.
—No, de veras —continuó el viejo—, es muy raro conseguir conservar el amor después de casados. Normalmente, en cuanto la gente se casa, eso, sencillamente, desaparece.
—Como usted ha dicho —seguí sonriendo—, soy un hombre con suerte.
—Yo también —se rió el viejo, y alzó la mano con la alianza de boda—, yo también. Llevamos juntos cuarenta y dos años y ni tan siquiera hay asomo de desaliento. Mira, por mi trabajo me veo obligado a volar muchísimo y cada vez que me separo de ella, te lo digo, me entran ganas de llorar.
—Cuarenta y dos años —le dije dejando escapar un educado silbido de admiración—, debe de ser una mujer muy especial.
—Sí —lo corroboró el viejo.
Vi que dudaba si sacar una foto o no y me sentí aliviado cuando renunció a la idea. La situación se estaba volviendo cada vez más incómoda, a pesar de que estaba más que claro que su intención era buena.
—Tengo tres reglas —sonrió el viejo—, tres reglas de oro que me ayudan a mantener vivo nuestro amor. ¿Quieres oírlas?
—Pues claro que quiero —le dije, mientras le hacía señas a la camarera para que me trajera otro café.
—Primera regla —habló el viejo blandiendo un dedo en el aire—: todos los días intento encontrar algo nuevo que me guste de ella, aunque sea un detalle muy pequeño, ya sabes, la manera que tiene de contestar al teléfono, la forma que tiene de elevar la voz cuando simula no entender lo que digo y cosas por el estilo.
—¿Todos los días? —me admiré yo—. ¡Eso tiene que ser muy difícil!
—No tanto —se rio el viejo—, todo es ponerse a ello. Segunda regla: cada vez que veo a nuestros hijos, y ahora también a nuestros nietos, me digo a mí mismo que la mitad del amor que siento por ellos lo siento en realidad por ella. Porque la mitad de ellos son ella. Y última regla —siguió enumerando cuando Cecile, que ya volvía del lavabo, se sentó a mi lado—: cuando vuelvo de un viaje siempre le traigo un regalo a mi mujer. Aunque solamente me haya ido por un día.
Asentí con la cabeza y le dije que lo recordaría. Cecile nos miraba a los dos algo confusa porque yo no soy precisamente el tipo de persona que entabla conversación en un sitio público con un desconocido, y el viejo, que por lo visto se dio cuenta de ello, se puso de pie dispuesto a marcharse. Se tocó el ala del sombrero y me dijo:
—No cambies.
A continuación le hizo una pequeña reverencia a Cecile y se fue.
—¿Mi mujer? —se rió por lo bajo Cecile haciendo una mueca—. ¿No cambies?
—Olvídalo —le dije acariciándole la mano—, es que ha visto mi alianza de boda.
—Ah... —dijo Cecile dándome un beso en la mejilla—, tenía un aspecto un poco raro.
En el vuelo de vuelta a Israel estuve solo, tres asientos para mí, pero como de costumbre no pude dormir.
Pensé en el negocio con esa compañía suiza con la que no estaba muy seguro de que fuera a cuajar el acuerdo, y en la Play Station que le había comprado a Roí con el mando inalámbrico y todo. Y al pensar en Roí intenté recordar todo el rato que la mitad de mi amor por él era en realidad por Mira, y después intenté pensar en algún detalle que me gustara de ella, esa cara que pone como de indiferencia cuando me pesca en una mentira. Hasta le compré un regalo en el Duty Free del avión, un perfume francés nuevo que la joven y sonriente azafata dijo que ahora todos compran y que incluso ella usa.
—Compruébalo tú mismo —dijo la azafata y me tendió el bronceado dorso de la mano—, ¿no huele divino?
Y la verdad es que la mano le olía maravillosamente bien.

Un hombre sin cabeza, 2011.

jueves, 15 de agosto de 2019

La princesa y el guisante. Hans Christian Andersen.

Había una vez un príncipe que quería casarse con una princesa, pero tendría que ser una princesa de verdad. Así que viajó por todo el mundo para encontrar alguna. Pero siempre había algún problema: princesas había de sobra, pero que fueran princesas de verdad no estaba del todo claro; siempre había algo que no estaba del todo bien. Así que volvió a su casa preocupado, porque tenía muchas ganas de encontrar una auténtica princesa.
Una noche, hacía un tiempo espantoso. Había relámpagos y truenos, y llovía a cántaros. ¡Era horrible! Llamaron a la puerta, y el viejo rey fue a abrir.
Allí fuera había una princesa. ¡Pero, Dios mío, qué aspecto tenía, con aquella lluvia y aquella tormenta! El agua le escurría por el pelo y la ropa, le caía desde la nariz a las punteras de los zapatos y salía por los talones. Y dijo que era una princesa de verdad.
“Bueno, ahora veremos”, pensó la anciana reina, pero no dijo nada.
Entró en el dormitorio, quitó toda la ropa de la cama y puso un guisante sobre el somier de tablas; luego cogió veinte colchones, los puso encima del guisante, y luego veinte edredones de plumas encima de los colchones.
Allí dormiría aquella noche la princesa.
Por la mañana le preguntaron qué tal había dormido.
—¡Oh, terriblemente mal! —dijo la princesa—. Casi no he podido pegar ojo en toda la noche. Dios sabe lo que habría en esa cama. Debajo había algo duro y tengo todo el cuerpo lleno de moretones. ¡Es horrible!
Así pudieron comprobar que era una princesa de verdad, pues había notado el guisante a pesar de los veinte colchones y los veinte edredones. No podía haber nadie tan sensible, a no ser una auténtica princesa.
El príncipe se casó con ella, porque ahora sabía que había encontrado una princesa de verdad, y el guisante acabó en el museo, y allí sigue para que lo vean, si no se lo ha llevado nadie.


 

jueves, 27 de julio de 2017

Primera historia. Giovannino Guareschi.

Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer.
Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.
Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.
Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.
Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.
Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.
Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.
Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.
-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.
Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.
Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.
– ¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.
Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.
En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.
Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.
Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre: -Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo. Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.
Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:
-Sólo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.
Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: “Amén”.
Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete, de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.
A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.
Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.
-Empeora -dijo el más anciano -. No llegará a mañana.
Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.
Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: “Vamos”.
Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.
El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero. -Reverendo -dijo -, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.
El cura miraba a mi padre asombrado. -Reverendo -prosiguió mi padre -, tú sólo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!
El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.
Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.
Hacia medianoche mi padre me llamó
-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.
Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.
– ¡Papá! -grité con el último aliento.- ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!
El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.
-Está bien -dijo bruscamente mi padre.
Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.
-Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.
Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.

Don Camilo: un mundo pequeño. Giovannino Guareschi, 1948.
 

lunes, 13 de marzo de 2017

Fábula del león y la liebre. (Panchatantra)

Vivía en una montaña un león llamado Durdanta que se entretenía en matar por capricho a toda clase de animales. Un buen día estos se reunieron en asamblea y decidieron enviarle una embajada.
-Señor -le dijeron-, ¿por qué destruís así, sin ton ni son, a los animales? Tened paciencia. Todos los días escogeremos y os enviaremos a uno de nosotros para que os alimentéis.
Y así fue. El león, a partir de entonces, devoró todos los días a uno de aquellos animales.
Pero, cuando le llegó el turno a una liebre vieja, esta se dijo para sus adentros:
-Solamente se obedece a aquél a quien se teme, y eso para conservar la vida. Si he de morir, ¿de qué me servirá obedecer al león? Voy, pues, a tomarme el asunto con mucha calma y mucho tiempo. No puede costarme más que la vida y ésa ya la tengo perdida.
Así, pues, se puso tranquilamente en marcha y se iba deteniendo por el camino, aquí y allá, para contemplar el paisaje y masticar algunas sabrosas raíces.
Por fin, después de muchos días, llegó a donde estaba el león y éste, que tenía hambre atrasada, le preguntó muy colérico:
-¿Por qué diablos vienes tan tarde?
-Yo no tengo la culpa -respondió la liebre-. Otro león me ha retenido a la fuerza y me ha obligado a jurarle que volvería a su lado. Por eso, en cuanto pude, he venido a decírselo a vuestra majestad.
-¡Llévame pronto cerca de ese miserable que desconoce mi poder! -dijo el león Durdanta encolerizado.
La liebre condujo al rey león junto a un pozo muy profundo y le dijo:
-Mirad, señor, el atrevido e insolente está ahí abajo en el fondo de su cueva.
Y mostró al león su propia imagen reflejada en el agua del pozo.
El león Durdanta, el rey de la montaña, hinchado de orgullo, no pudo dominar su rabia y, queriendo aplastar a su rival, se precipitó dentro del pozo, en donde encontró la muerte.
Lo cual prueba que la inteligencia es más importante que la fuerza y que la fuerza sin la inteligencia no sirve de nada.

Panchatantra, s. III a.C.
 

sábado, 14 de mayo de 2016

Peleas. Juan Romagnoli.

Cuando discutimos, mi esposa suele decirme: 
-Con vos no se puede hablar en serio. Te comportás como un niño. 
Yo trato de controlarme y explicarle que no es así, pero me termina de enojar cuando me tapa la boca con esa papilla, y entonces la escupo y hago un berrinche.