domingo, 18 de mayo de 2014

El monstruo que no existe. Eva Sánchez Palomo. Microrrelato.



                                                                                              En la escalera a un hombre vi,
                                                                                              un hombrecillo que no estaba allí.
                                                                                              Hoy tampoco estaba.
                                                                                              ¡Cómo me gustaría que se marchara!
                                                                                                              Antigonish. William Hughes Maerns.






EL MONSTRUO QUE NO EXISTE.

Un monstruo que no existe sale cada noche de debajo de mi cama. Se arrastra por la pared hasta el techo dejando un rastro de babas y se queda allí enganchado con sus patas a la lámpara.

El monstruo que no está allí me está mirando muy quieto con su enorme ojo de agua. Esta noche no ha venido. Ojalá no me mirara. Ojalá que no sintiera como escurre por mi cuello, desde su boca, la baba. 






Los prisioneros. Andrés Neuman. Microrrelato.

Apenas se distingue al hombre al fondo de su celda, un oscuro triángulo sin ruido, sin ventilación, sin compañía. Hay dos únicos muebles: una tabla sobre dos apoyos que imita una mesa, y una silla de precaria estabilidad que soporta cada día menos el peso del hombre prisionero. Pero el prisionero escribe casi a ciegas, en unos viejos rollos de papel. En ellos cuenta la historia de Axel, un prisionero que consume sus días en una diminuta celda triangular. Axel no soporta el hedor propio ni las extrañas sombras que proyectan las paredes. Le cuesta conciliar el sueño y jamás sueña. Pasa las horas, las lentas horas triangulares de su vida garabateando en unos viejos rollos de papel la historia de un recluso que desespera en su vigilia, encerrado entre las tres paredes de una cárcel de la que sabe que no saldrá. Su nombre es Brenon, y a buen seguro caería en la desesperanza de no ser porque dedica casi todo su tiempo a narrar el triángular e inmóvil  suplicio de Crisitan, nombre del angustiado prisionero cuyo único quehacer consiste en urdir las horas de un desdichado hombre que no saldrá jamás de su cárcel equilátera, David. Pero David narra a Ernesto, Ernesto a Fiodor, Fiodor a Gastón y así sucesivamente hasta que, cierto día, un día a cierta hora, el último de los prisioneros idea un modo de escapar: Zeno, en lugar de continuar describiendo los infinitos días de cierto personaje en una prisión triangular, intuye una presencia a sus espaldas y, tras dudar un momento, se dirige a Yago, que era quien escribía su historia. En ese mismo instante, Zeno queda libre. Con la inmediatez de una luz, Yago presiente que algo sucede y casi sin darse cuenta garabatea el nombre de Xavier, y entonces queda libre. Luego Xavier menciona a Walter, éste a Viltias, Viltias escribe a Utor, Este a Tames, y así sucesivamente todos los prisioneros van quedando libres hasta que, soltando la pluma y sin poder dar crédito, el primer hombre franquea el portón de hierro de su celda triangular. 
Pero mi celda no, mi celda no se abre.