domingo, 26 de noviembre de 2017

La niña. Juan Ramón Jiménez.

La niña llegó en el barco de carga. Tenía la naricilla gorda, hinchada, y los ojos de otro color que los suyos. En el pecho le habían puesto una tarjeta que decía: «Sabe hablar algunas palabras en español. Quizá alguien español la quiera».
La quiso un español y se la llevó a su casa. Tenía mujer y seis hijos, tres nenas y tres niños.
-¿Y qué sabes decir en español, vamos a ver? La niña miraba al suelo.
-¿Ser nice?-Y todos se reían-. Me custa el socolate. -Y todos se burlaban.
La niña cayó enferma. «No tiene nada», decía el médico. Pero se estaba muriendo. Una madrugada, cuando todos estaban dormidos y algunos roncando,
la niña se sintió morir.Y dijo:
-Me muero. ¿Está bien dicho?
Pero nadie la oyó decir eso. Ni ninguna cosa más. Porque al amanecer la encontraron muda, muerta en español. 


 

jueves, 23 de noviembre de 2017

Territorios. Hipólito G. Navarro.

Yo, de perro, la verdad es que no me ando con pamplinas. Nada de micción en tronco de árbol o señal de tráfico, nada de sólida esquina de edificio, nada de esos llamativos adoquines de los alcorques. Si hay que marcar un territorio, señalar un dominio, ¿qué porvenir tengo de perro meando en mi barrio y adyacentes?, ¿cuántos barrios puede cubrir la meada de un perro? Yo voy más allá, no me ando con chiquitas ni provincianismos. Me especializo en ruedas de vehículos (tapacubos, llantas y neumáticos), y de últimas no meo ruedas a tontas y a locas, así como así, no. Distingo ya perfectamente las matrículas, dosifico, me expando. Adoro esas matrículas de colores extranjeros, amarillas, azules, verdes… 

 

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Diario de bar. Roberto Bolaño y A. G. Porta.

Jueves, 8 de febrero de 1979


Hacia las siete de la mañana Vila fumaba en un rincón atrás de la barra, el culo acomodado en el reborde de la repisa, los ojos pensativos y los brazos cruzados sobre el estómago. Tras franquear la entrada, Mario se quedó un instante mirándolo antes de subirse a la banca y apoyar los codos en el mostrador. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Vila se levantó, tenía el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas, como si jamás le hubiera dado el sol. Hola, chileno, respondió sin quitarse el pucho de los labios, caminando con movimientos de basquetbolista hacia la cafetera, un viejo modelo italiano al que de vez en cuando pasaba un trapo mojado con abrillantador. Un café solo, murmuró para sí mismo. No había nadie más en el bar, afuera llovía. El chileno se sacó la chaqueta y la sacudió, después la dejó colgando en la banca de al lado. Algo similar a un temblor le removió el estómago y la columna vertebral. Luego, la calma. Póngale un par de gotas de coñac, le pidió. Vila asintió con un suspiro. Después de una noche de trabajo al chileno le resultaba agradable estar allí, en la penumbra del rectángulo largo y estrecho, con el suelo tapizado de colillas y sobres de azúcar vacíos que la hija de Vila se encargaría de barrer en un par de horas más. No había parroquianos, afuera llovía y a Mario le brillaban los ojos, un brillo adquirido tras una noche en vela. Pensé que te habías muerto, saltó de pronto Vila mientras ordenaba unas botellas en la estantería. Mario bostezó. Luego prendió un Ducados y bebió el primer sorbo de café. Era un líquido negro y casi apestoso, con olor a sobaco, que le hizo el efecto de una patada en el interior de la garganta. Póngale un poco más de coñac, dijo. Igual se hubiera podido frotar las manos, quizá lo hizo mentalmente. Vila nunca le cobraba el coñac cuando se lo solicitaba de esa forma. Viene en el periódico de ayer. Un chileno saltó de un séptimo piso aquí al lado, gesticuló el hombre para que Mario se hiciera una idea de hacia dónde sobrevino el suceso. Era vecino, aunque nadie lo conocía, explicó Vila escarbándose una muela con una cerilla de cera. Luego encendió otro cigarrillo y se acercó hasta quedar frente a Mario. No sabía qué pensar, la semana pasada no viniste. No sabía qué pensar, se repitió el chileno para adentro, acompañando el pensamiento con un movimiento vago de la mano, sintiendo las falanges pesadas, como si cada dedo estuviera unido al otro por una membrana transparente y densa. Se observó la mano con curiosidad mientras Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, calcados al chileno. Mario se vio en la mente del dueño del bar cayendo de las alturas, aplastado contra el suelo, rodeado de pronto de gritos y de voces que se interesaban por él. Mantuvo la boca cerrada, no tenía ganas de hablar. Si desconocían su identidad, ¿cómo sabían que era chileno?




Viernes, 9 de febrero de 1979


Encontraron el pasaporte debajo del colchón, envuelto en una hoja de periódico, junto con algo de bisutería. No dejó testamento, ni dinero, desde luego, ni ropa, ni tan siquiera un paquete de cigarrillos. Lo puesto y basta.




Sábado, 10 de febrero de 1979


Vila pensaba en el suicida, en todos esos muchachos que deambulaban perdidos por las calles, como si fueran compatriotas del chileno. Parecía estúpido recordarle la inexactitud del pensamiento mecánico. Vila ya conocía eso por antecedentes históricos, si se quiere, de guerra, de raza, de clase, y si decía que eran compatriotas de Mario, lo hacía de forma casual, para abreviar los párrafos que se amontonaban en su cabeza completamente despeinada a esa hora, igual que durante el resto de la jornada.




Domingo, 11 de febrero de 1979


En medio del silencio dominical, Vila esperaba la pregunta con una especie de paciencia colgándole de los ojos, aunque a Mario le pareció que no tenía muchas ganas de hablar. Por una rendija de la puerta de vidrio se filtraba, a intervalos, una corriente de aire frío. No se descarta la posibilidad de asesinato, dijo escanciando, sin que el chileno se lo pidiera, un chorrito extra de coñac en lo que quedaba de café. Simplemente saltó, o lo echaron por la ventana del patio interior. Como si abajo estuviera el mar, pensó Mario, notando que era un tópico harto trillado. Se le ocurrió que hasta entonces ni siquiera había podido imaginar su cara o la complexión del tronco o el tamaño de sus orejas. Se tiró el piquero, se repitió dos o más veces, recordando que esa palabra le llevaba a su infancia, a esos años infantiles transcurridos en Viña del Mar, en casa de la abuela que les acompañaba, a su hermana y a él, a la piscina Recreo, donde se tiraba piqueros. Y en las prolongadas caminatas con su abuela por el molo de Valparaíso, y en la roca de los enamorados, también llamada El Salto o la roca de los suicidas: un saliente sobre el mar adonde iban a matarse los porteños desesperados, cimentando con sus cuerpos, recogidos de entre los peñascos por los bomberos, la aureola de una cosa sagrada, de la gran piedra, santuario para los otros enamorados que retozaban en sus rincones o el paraje, casi turístico, adonde las viejas inquietas arrastraban a sus nietos. Vila dijo haber reconocido al suicida en un retrato que le mostró el viernes la policía. Era vecino del bar, aunque no solía entrar. Le veía pasar por la calle de vez en cuando. Mario bebió un sorbo de la taza. Mientras el forense despachaba al muerto, forzaron la puerta del piso. La sala estaba vacía. Nada, no quedaba nada, polvo, una cama y una Guía Urbana de Barcelona. Hay gente así. Quizá era triste, pero no lo pensó.




Lunes, 12 de febrero de 1979


Aproximadamente a las diez y media de la mañana Mario atravesó el umbral de la puerta para sentarse en la banca y apoyar los brazos en el mostrador. Era muy tarde, había estado escribiendo hasta entrada la mañana, hasta que despertó, dormido sobre el escritorio. Un café solo, dijo a modo de buenos días. Luego se miró en el espejo mientras encendía un Ducados. Tras él una pareja de estudiantes se besaba en una de las mesas, sendas carpetas atadas con elásticos a un lado. La hija de Vila barría a su alrededor. A las diez y cuarenta entró una mujer, una larga y gruesa bata la cubría hasta rozar unas zapatillas acolchadas de vivos colores. Casi temblando pidió que la dejaran llamar a la policía. Vila la miró sorprendido. Mario y la pareja de la mesa levantaron la vista. La hija del dueño siguió con su labor. ¿Necesita ayuda?, preguntó Vila mientras daba línea al teléfono. Por la actitud de la mujer todos interpretaron que no era necesario. Ésta marcó un número que tenía anotado en un papel y pidió por el inspector Andrade. Luego se identificó como la portera del inmueble donde el suicida, dijo. El suicida, repitió, ha recibido una carta.




Martes, 13 de febrero de 1979


Entró un muchacho completamente mojado, se paró en el otro extremo de la barra y pidió una coca-cola. La puerta tardó en cerrarse y Mario sintió frío. Vila volvió junto a él. Sabían que era chileno por la portera, por eso pensé que quizá se trataba de ti. El primer día a nadie se le ocurrió buscar debajo del colchón. Ahí guardaba su pasaporte. ¿Tú donde lo guardas? Mario siempre andaba con él. Un viejo y arrugado pasaporte de color azul en el bolsillo trasero del pantalón. Mario no exteriorizó ningún gesto que revelara lo que pensaba en aquel momento. Levantó la vista y dirigió su mirada hacia Vila, derecho a los ojos. Se interrogaba a sí mismo, preguntándose qué diligencias habría emprendido la policía después de que recayera sobre él la sospecha de ser el suicida. Vila dejó de apoyarse con los codos en el mostrador, se colgó el trapo en la espalda y cobró la coca-cola del muchacho. Abrió la caja con un ensordecedor ruido metálico y la volvió a cerrar mientras el chico salía. Afuera llovía. A través de la vidriera se veía la calle, desprovista de peatones, gris sobre gris, transitaba por automóviles que rodaban lentamente, alguno con ventanillas tan empañadas que no se distinguía nada en su interior. No viniste durante una semana y dudo que haya demasiados vecinos chilenos. Mario pensó que, por una vez que alguien se preocupaba de su suerte, metía la pata hasta la rodilla. Quizá tampoco fuera preocuparse por uno averiguar si estaba muerto. En todo caso era preocuparse por sus familiares, o por el censo, o por una herencia, por el futuro corte y confección de un poema elegiaco. Francamente, pensó el chileno, ya no le importaba demasiado.




Miércoles, 14 de febrero de 1979


En el fondo era una historia sencilla, pensó el chileno: la guerra de cada día, la de fuera y a de dentro de uno mismo, la lejana y la que corroe las entrañas. Se le cerraron los ojos. Se estaba quedando dormido. En la parte trasera de un automóvil una niña bajó el cristal de la ventana, asomó la cabeza y luego le miró brevemente, sin verle. No tendría más de nueve años y llevaba el pelo recogido en un par de trenzas que se apoyaban en los hombros de una chaqueta escolar de color azul. El coche se puso en movimiento, la niña soltó unos papelitos que se humedecieron en cuanto llegaron al suelo, luego subió el cristal. Lo último que vio fue una trenza o tal vez otro niño, agazapado en el más allá del asiento posterior. Y después más coches. Todos herméticamente cerrados. Mario abrió los ojos y no supo si lo había soñado. Aún le quedaba la imagen de la niña.




Jueves, 15 de febrero de 1979


Era estudiante y tenía un amor. Una chica le había escrito una carta. Una chica de Gerona. Era estudiante y en el piso sólo encontraron la Guía Urbana de Barcelona. Eso era un piso para otra cosa, dijo Vila. Puede que le mataran. Todo ello era muy extraño. Hay gente así. Una chica le había escrito una carta de amor. Presumiblemente era su novia. Él era estudiante y la carta llegó tarde.




Viernes, 16 de febrero de 1979


Pensó que con una pista (una carta era una pista), olvidarían que él, primer sospechoso de haberse suicidado, no tenía ni siquiera permiso de residencia. Nada, ni una libreta de direcciones, le había dicho Vila mientras le añadía un poco de coñac al café. Como si el tipo no tuviera amigos en todo Barcelona. Tener amigos; estar solo; relacionarse; un amor; una carta. Pero si entraban en su habitación, se sonrió el chileno, encontrarían algo más: libros, novelas escritas de su puño y letra en cuadernos sin marca. Se preguntó qué ocurriría con su diario, si sería desmenuzado frase a frase, palabra a palabra por detectives ávidos de información, presurosos por cerrar un caso, su caso. Si entraban en su habitación, aseguró Vila, podrían llenar un camión de facturas y albaranes. Olían a bar. El chileno pensó que más bien era triste. Imaginó al suicida caminando con la famosa Guía. A diferencia de lo que le ocurriera unos días antes, ahora casi podía verlo: abrigo marrón raído, la guía sujeta en la mano derecha, la izquierda en el bolsillo; soñando con una carta. Vila se pasó la mano por los cabellos con la intención de peinar lo que no tenía arreglo. Mario le miró a los ojos. Como siempre, tenía sueño. Había estado escribiendo hasta muy tarde, por supuesto hasta clarear el día.




Sábado, 17 de febrero de 1979


Vila puso en marcha la cafetera. Salió de atrás de la barra y acabó de subir la puerta metálica. Pasó el trapo por encima de las mesas. Les puso un cenicero. Como por inercia dispuso en orden los taburetes y volvió detrás del mostrador. Abrió la nevera y extrajo unas pequeñas cazuelas de tapas que dejó a la vista, bajo la protección de cristal. Puso el aceite en una sartén y ésta a calentar en el fuego, luego sacó unas patatas a rodajas que ya venían preparadas y las dejó a la vista cerca de la cocina. Encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al suelo, junto a las colillas y los sobres vacíos de azúcar, al otro lado del mostrador. La hija de Vila se encargaría de barrerlo en un par de horas. Cuando la cafetera estuvo caliente se preparó un café cargado. ¡Vaya mañanita!, se dijo sin saber por qué. Hacía un frío en el exterior, todavía oscuro, de donde llegó Mario con cara de sueño.




Domingo, 18 de febrero de 1979


La calle no se había despertado todavía. Era muy tarde cuando Vila abrió al público. Mario se cruzó en la entrada con un par de ancianos que irían a misa. Pidió lo de siempre, un café solo, a modo de buenos días.




Lunes, 19 de febrero de 1979


Pasó un coche rojo. Muy rojo y brillante. Luego uno de color verde descolorido. Un viejo de dientes desparejos y traje gris de corte clásico tomaba su café con leche, el sombrero encima del mostrador. Afuera llovía como casi todos los días. La ciudad se iba despertando. Mario observó a la gente que se dirigía al trabajo, arropados debajo de sus paraguas, con el bocadillo envuelto en la mano libre, con los ojos recién estrenados, con ese ritmo silencioso que caracteriza las primeras horas del día. Entró el hijo mayor del panadero abriéndose la puerta con el pie; en las manos una bandeja repleta de pastas tapadas por un celofán transparente. Buenos días, dijo. Buenos días, respondieron Vila, el viejo del traje gris y Mario, casi al unísono. Tras despachar al muchacho, Vila se acercó a Mario. Ahora dicen que murió antes de caer por la ventana. Habladurías del barrio que saca sus propias conclusiones cada vez que se acerca un inspector preguntando sobre tal o cual cosa, por si recuerdan algún detalle. El chileno sorbió un café lentamente, apurando el cigarrillo, viendo llover en la acera. De nuevo gris sobre gris. Habladurías del barrio. Dos árabes ataviados con chilabas se detuvieron ante la puerta, dieron un vistazo al interior del bar y luego siguieron su camino. Mario imaginó que también poseerían una maravillosa Guía Urbana de Barcelona. Debería escribir algo sobre “El hombre que sólo leía la Guía Urbana de Barcelona”; un viejo amante de la novela negra. El chileno metió la mano en el bolsillo buscando el dinero con que pagar la consumición. Vila, acomodado en el reborde de la repisa, se dio impulso y levantó el culo, el cuello de la camisa sucio y las mejillas pálidas como si jamás les hubiera dado sol. Recogió el dinero y saludó con la cabeza a modo de despedida sin quitarse el pucho de los labios. Mario se bajó de la banca y dio unos pasos en dirección a la puerta. En aquel momento pensó que volvería a casa, quizá dando un paseo, rodeando el camino más corto. Para matar el rato, se dijo. De vuelta, los ojos se le detuvieron en los adoquines brillantes donde se reflejaban fragmentos de las viejas murallas, paredes grises y balcones de hierro negro, como ruinas estudiadas por arquitectos del futuro delicadamente piadosos. La lluvia fue como una barrera que le enturbió el destino. ¿Vas a dormir?, le preguntó su hermana apenas abrió la puerta. Quítate esas ropas. Mario estornudó un par o tres veces. Y séquese el pelo antes de acostarse, niñito, añadió ella. Él recordó al bueno de Vila y a la abuela de Viña del Mar, echó una última mirada al escritorio, revolvió los papeles con los dedos de una mano mientras apagaba el pucho en el cenicero y luego, despacio y sin vacilaciones, saltó al vacío por la ventana del patio interior. Como si de la puerta trasera se tratara, pensó, simplemente como si abajo estuviera el mar.

Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce. R. Bolaño y A. G. Porta, 2006.
 

lunes, 20 de noviembre de 2017

La calavera. Enrique Jardiel Poncela.

El hombre es un hueso.
(Afirmación mía.)


PREÁMBULO


¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Tendré el eficiente valor para contar esta historia? ¿Podré ejercer sobre mis nervios un dominio bastante a fin de no caer desvanecido antes de concluir?
¡Oh! Cuando vuelvo la vista atrás todo yo me estremezco y el insomnio me hace tiras y mis ojos se abren hasta el desorbiten.
¡Dios mío, dame valor y algún dinero! Voy a empezar.


EMPIEZA EL CUENTO


Hace quince años yo era más joven de lo que soy ahora. Tenía buenas ideas de todas las cosas y gastaba un hermoso peluquín que me había costado cuarenta y seis pesetas y regañar con mi prima Eloísa, a la que no le gustaban los postizos. Andando los años, este peluquín lo perdí en Montecarlo. Se equivocará quien piense que me lo jugué a la ruleta. Lo que me sucedió es —más claramente— que se me extravió yendo en el tranvía de Mónaco, un día de viento.
Vivíamos —mi prima Eloísa, mi abuela (que era una señora que en su juventud había obtenido el primer premio en un concurso de idiotas con paraguas), mi tía Marta, dos ancianos criados y yo— en una vieja casona, situada en la Montaña. (Cuando los escritores hablamos de la Montaña, el público está en la obligación de darse cuenta de que nos referimos a Santander, un poco hacia la izquierda.)
Los dos ancianos criados eran mujer y hombre, campesinos, tristes, cabizbajos, humildes y supersticiosos. Ella lloraba con mucha frecuencia y él no había usado botines nunca.
Mi tía Marta era todo lo joven que le permitía el hecho de haber asistido a los veinte años al nacimiento de Isabel II.
En cuanto a mi prima Eloísa, no la describo porque me duele un poco la cabeza.
Los seis vivíamos en la antigua casona igual que sepultados en vida y de noche todos nos reuníamos alrededor del fuego de la chimenea para rezar el rosario y mascar altramuces.


CONTINUA EL CUENTO


Una de estas noches —aquello y jugar al marro no se me olvidará jamás— el anciano criado entró en el salón de la chimenea con rostro espantado. Venía temblando, hiperestesiado y con las mejillas a medio afeitar. ¿Qué le ocurría?
Le preguntamos, le apremiamos. Él nos enseñó con un dedo rígido el contiguo pasillo.
¡Allí! ¡Allí! —decía el desgraciado Gorgonio Pérez.
Miré en la dirección indicada y todos vimos perfectamente, en el suelo, destacándose en el fondo oscuro del pasillo, una calavera humana. Las cuencas vacías, de las cuales una aparecía manchada de negro, habrían aterrado a Narváez, y la doble hilera de dientes hacía un gesto parecido al que se ejecuta para silbar La calesera. Todos sabéis cómo se silba La calesera, aunque no asistierais al estreno.
Mi abuela, mi prima, mi tía y yo lanzamos un grito de terror.
La primera interrogóme (¡qué bonito es esto de «gome»!) mientras me apretaba su brazo:
¿Por qué esa cuenca aparece negra?
Pero yo no le contesté porque en tal momento me daba igual Cuenca que Guadalajara. Iba a huir precipitadamente por una ventana, cuando mi prima Eloísa comenzó a hacer encaje de bolillos. ¡Estaba loca!


TERMINA EL CUENTO


La calavera desapareció. ¿Había sido una visión? ¿Había sido un ensueño, uno de esos ensueños, producto de la fremostasia glandulosa tan frecuente en los organismos necopáticos, o había sido un deroma vascular de los que padecen los temperamentos neuroegemónicos cuando las variaciones termométricas se invierten en un sentido verídico? No lo sé. Sin embargo, había desaparecido la calavera que todos viéramos en el pasillo.
Pero, ¡ay!, la razón no volvió ya a la mente de mi prima Eloísa.
Alguien lanzó la terrible especie de que mi prima había enloquecido de remordimientos, pues todos recordaban en el pueblo vecino que el hijo del veterinario Salomón Cateto, del que mi prima estaba enamorada hasta el sujetador de corbata sin que él consintiera en corresponder a aquel amor, había muerto misteriosamente dos años antes.
Un día, Salomón salió al campo, se echó a dormir apoyado en un tronco de encina y se lo encontró muerto, con la cabeza separada del tronco.
Y más tarde, el sepulturero de la localidad había jurado que la calavera de Salomón no estaba en la sepultura del joven ni había podido encontrarse, aunque se pusieron anuncios en los periódicos.


EPÍLOGO


Voy con frecuencia a visitar a mi prima.
¡Pobre Eloísa! Ahora le ha dado por jugar a las muñecas con una caja de cerillas y les ha hecho vestiditos y sombreritos a todos los fósforos.
Cuando la visito, rezo, pienso en Dios Nuestro Señor, y suspiro.
¡Qué amarga es la vida!
Odio los gramófonos.

El hombre que iba a casa del dentista y otros cuentos inéditos. Enrique Jardiel Poncela, 2017.
 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Quinientas lunas grises. Arantza Portabales.

Voy a contaros una historia”, dice el viajero.
Se comunica con ellos a través del pensamiento. Resulta más fácil de lo que había imaginado durante el aprendizaje. El viajero tiene miedo. El jefe de los hombres grises lo mira con su único ojo.
¿Qué es una historia, viajero?”
El viajero había sido el número uno de su promoción en Yale. Es experto en física cuántica y astrofísica. Ha resultado elegido por la NASA entre más de cinco mil aspirantes para su misión. Y sin embargo, no sabe contestar esa pregunta.
Los habitantes lo rodean. El círculo que forman a su alrededor se va estrechando. Siente su aliento. Intuye el peligro.
Llamadme Ismael”, grita el viajero. Y les ofrece imágenes de océanos profundos. Muestra la lucha de un hombre contra un ser gigante, como nunca han visto en ese planeta gris. Sabe que está salvado cuando el jefe hace un gesto con su extremidad derecha, un tentáculo largo y filamentoso. Cuando acaba la historia, todos quedan en silencio.
Eso sucedió hace tres días. Ahora está en su poblado. Según lo planeado. Quedan muchos meses para ganarse su confianza. El poblado también es gris. Los habitantes son seres cenicientos y solo su ojo amarillo rompe la monocromía del planeta. Hasta su luna despide una luz plomiza que se confunde con la línea del horizonte.
Viajero, cuéntanos otra historia”, le piden cada día. Y él abre su mente, como si fuese un gran libro. Les habla de Huck y del joven Jim. Les explica lo que es la libertad. Y a ese día le siguen otros días. Otras historias. Como la del hombre que confundía molinos de viento con gigantes. No alcanzan a entender la angustia de Gregorio Samsa. El viajero, explica que así se siente él. Distinto. Y lo comprenden. Les habla del amor. Heathcliff y Catherine. Viajan por el planeta azul del viajero subidos en globo.
Se suceden los días. Las historias. Hasta que un día se acaban.
Viajero, cuéntanos una historia”.
El viajero calcula que faltan tres meses para que vuelva el equipo de rescate.
Viajero”, claman los habitantes.
Y el viajero, que ha sido el primero de su promoción en Yale, y es capaz de descifrar una pizarra llena de ecuaciones, no recuerda más relatos.
El jefe se impacienta. Aparece en su ojo amarillo un destello de furia.
Se llamaba Mary Jane”, improvisa el viajero. “Era la chica más bonita del instituto. Y yo un jodido empollón. No sabéis lo difícil que es para un cuatro ojos, presidente del club de ciencia del instituto de Ohio, salir con la chica más popular del instituto. Pero a Mary Jane le gustaba mirar el firmamento. Un día me pidió que le explicase qué era una lluvia de estrellas. Que la acompañase a ver una. Le enseñé a dibujar constelaciones con su dedo índice. Casiopea. Andrómeda. Y nos hicimos amigos. Como lo somos nosotros ahora. Un día la besé. No entenderéis, ni en cien lunas grises, lo que se siente”.
Y el viajero sigue hablando. Día tras día. Luna gris tras luna gris. Les cuenta otras historias. Las suyas. La beca en Yale. La muerte de su madre por un cáncer de páncreas. La boda con Mary Jane. Su primer empleo en el Instituto de Ciencias de Ohio. La llamada de la Academia Nacional de Ciencias. El nacimiento de Rose.
Intercala esos grandes acontecimientos de su vida con historias comunes. El sabor de la hamburguesa con pepinillos en el bar de Al. La primera función de Rose, en la que lloró tanto que no quiso subirse al escenario. También les cuenta que añora la tarta de arándanos de su madre. Todos juntos saborean la cremosidad del queso fresco que contrasta con la acidez de los frutos rojos.
Y un día les habla del accidente que sufrió Mary Jane en Arlington Street. Y ve el horror en sus caras cuando desvela que ella falleció en el acto. No así la pequeña Rose. Rose aguantó casi setenta horas. Porque era una pequeña luchadora. Y les muestra el rostro de aquel conductor borracho.
Él es tu Moby Dick”, sentencia el jefe.
También les habla de la tristeza. “¿Qué es la tristeza, viajero?”. “La tristeza es una lluvia de estrellas sin Rose ni Mary Jane”, responde. Confiesa que es la tristeza la que lo llevó a presentarse voluntario para esa misión.
Y finalmente explica su misión. Faltan apenas diez lunas para que sus compañeros vuelvan. Esperan que él se haya ganado su confianza. Les cuenta que los viajeros que vienen no lo harán en son de paz. Que ambicionan ese planeta gris. Que no se conformarán con contar historias.
Todos moriréis”, grita. Y mil imágenes de destrucción se desploman sobre ellos.
Los habitantes lo miran con horror. Los mismos ojos que habían llorado la muerte de Mary Jane y de la pequeña Rose, se fijan al unísono sobre el viajero.
Viajero, dinos que eso es también una historia”.
Y el viajero niega con la cabeza. Les dice que deben sacrificarlo a él. Dejar su cadáver en el centro de la llanura. Luchar contra los humanos. Y el jefe responde que no puede. Que son amigos. Como Huck y Jim.
Pero el viajero explica que es necesario.
Los habitantes grises lloran con su único ojo amarillo, por el viajero que llegó del cielo, repleto de historias.
Todos lo acompañan a la gran llanura. Está a punto de anochecer. El gran jefe, enrosca su largo tentáculo alrededor del cuello del viajero y aprieta fuerte. “Te echaremos de menos, viajero”.
El viajero extiende el dedo índice. Con ese dedo dibuja el perfil de una imaginaria Osa Mayor. Y siente que el corazón se ralentiza a medida que el jefe presiona más y más fuerte. Aunque sabe que da igual. Que ya se paró hace cuatro años en Arlington Street. Fija sus ojos en la luna gris que emerge en el horizonte.
Y sonríe.

 Blog: Una nube de historias, Arantza Portabales, 17 abril 2017.

sábado, 18 de noviembre de 2017

Exilio. Edmond Hamilton.

¡Lo que daría por no haber hablado de Ciencia Ficción aquella noche! Si no lo hubiéramos hecho, en estos momentos no estaría obsesionado con esa bizarra e imposible historia que nunca podría ser comprobada ni refutada.
Pero tratándose de cuatro escritores profesionales de relatos fantásticos, supongo que el tema resultaba ineludible. A pesar de que logramos posponerlo durante toda la cena y los tragos que tomamos después, Madison, gustoso, contó a grandes rasgos su partida de caza, y luego Brazell inició una discusión sobre los pronósticos de los Dodgers. Más tarde me vi obligado a desviar la conversación al terreno de la fantasía. No era mi intención hacer algo así. Pero había bebido un escoces de más, y eso siempre me vuelve analítico. Y me divertía la perfecta apariencia de que los cuatro éramos personas comunes y corrientes.
-Camuflaje protector, eso es -anuncié-. ¡Cuánto nos esforzamos por actuar como chicos buenos, normales y ordinarios!
Brazell me miró, un poco molesto por la abrupta interrupción.
-¿De que estas hablando?
-De nosotros cuatro -Respondí-. ¡Qué espléndida imitación de ciudadanos hechos y derechos! Pero no estamos contentos con eso… Ninguno de nosotros. Por el contrario, estamos violentamente insatisfechos con la tierra y con todas sus obras; por eso nos pasamos la vida creando uno tras otro, mundos imaginarios.
-Supongo que el pequeño detalle de hacerlo por dinero no tiene nada que ver -inquirió Brazell escéptico.
-Claro que sí-admití-. Pero todos creamos nuestros mundos y pueblos imposibles muchísimo antes de escribir una sola línea, ¿verdad? incluso desde nuestra infancia, ¿no? por eso no estamos a gusto aquí.
-Nos sentiríamos mucho peor en alguno de los mundos que describimos -replicó Madison.
En ese momento, Carrick, el cuarto del grupo, intervino en la conversación. Estaba sentado en silencio como de costumbre, copa en la mano, meditabundo, sin prestarnos atención. Carrick era raro en muchos aspectos. Sabíamos poco de él, pero lo apreciábamos y admirábamos sus historias. Había escrito relatos fascinantes, minuciosamente elaborados en su totalidad sobre un planeta imaginario.
-Lo mismo me ocurrió a mí en una ocasión- dijo a Madison.
-¿Que? -pregunto Madison.
-Lo que acabas de sugerir… Una vez escribí uno sobre un mundo imaginario y luego me vi obligado a vivir en él –contesto Carrick.
Madison soltó una carcajada.
-Espero que haya sido un sitio más habitable que los escalofriantes planetas en los que yo planteo mis embustes.
Carrick ni siquiera sonrío.
-De haber sabido que viviría en él, lo habría creado muy distinto -murmuro.
Brazell, tras dirigir una mirada significativa a la copa vacía de Carrick, nos guiñó un ojo y pidió con voz melosa:
-Cuéntanos cómo fue, Carrick.
Carrick no apartó la mirada de la copa mientras la giraba entre sus dedos al hablar. Se detenía entre una frase y otra.
Sucedió inmediatamente después de que me mudara junto a la Gran Central de Energía. A primera vista, parecía un lugar ruidoso, pero, en realidad, se vivía muy tranquilo en las afueras de la ciudad. Y yo necesitaba tranquilidad para escribir mis historias. Me dispuse a trabajar en la nueva serie que había comenzado, una colección de relatos que ocurrirían en aquel mundo imaginario. Empecé por crear detalladamente todas las características físicas de ese mundo y del universo que lo contenía. Pasé todo el día concentrado en ello. Y cuando terminé, ¡algo en mi mente hizo clic!
Esa breve y extraña sensación me pareció una súbita materialización. Me quedé allí, inmovilizado, al tiempo que me preguntaba si estaría enloqueciendo, pues tuve la repentina seguridad de que el mundo que yo había creado durante todo el día acababa de cristalizar en una existencia concreta en alguna parte. Por supuesto, ignoré esa extraña idea, salí de casa y me olvidé del asunto. Pero al día siguiente sucedió de nuevo. Dediqué la mayor parte del tiempo a la creación de los habitantes del mundo de mi historia. Sin duda los había imaginado humanos, aunque decidí que no fueran demasiado civilizados pues eso imposibilitaría los conflictos y la violencia indispensable para mi trama. Así pues había gestado mi mundo imaginario, un mundo de gente que estaba a medio civilizar. Imaginé todas sus crueldades y supersticiones. Erguí sus bárbaras y pintorescas ciudades. Y, justo cuando terminé aquel clic resonó de nuevo en mi mente.
Entonces sí me asusté de verdad pues sentí con mayor fuerza que la primera vez esa extraña convicción de que mis sueños se habían materializado para dar paso a una realidad sólida. Sabía que era una locura; sin embargo, en mi mente tenía la increíble certeza. No podía abandonar esa idea. Traté de convencerme de descartar tan loca convicción. Si en verdad había creado un mundo y un universo con solo imaginarlos, ¿dónde se hallaban? Desde luego no en mi propio cosmos. No podría contener dos universos…, completamente distintos el uno del otro. Pero, ¿y si ese mundo y este universo de mi imaginación se habían concretado en la realidad en otro cosmos vacío? ¿Un cosmos localizado en una dimensión diferente a la mía? ¿Uno que contuviera solamente átomos libres, materia informe que no había adquirido forma hasta que, de alguna manera, mis concentrados pensamientos les hicieron tomar las imágenes que yo había soñado? Medité esa idea de la extraña manera en que se aplican las leyes de la lógica a las cosas imposibles. ¿Por qué los relatos que yo imaginaba no se habían vuelto realidad en ocasiones anteriores y solo ahora habían empezado a hacerlo? Bueno, para eso había una explicación plausible. Vivía cerca de la Gran Central de Energía. Alguna insospechada corriente de energía emanada de ella dirigía mi imaginación condensada, como una fuerza súper amplificadora, hacia un cosmos vacío donde conmocionó la masa informe y la hizo apropiarse de las formas que yo soñaba.
¿Creía en eso? No. Por supuesto que no, pero lo sabía. Hay una diferencia entre el conocimiento y la creencia; como alguien dijo: ‘Todos los hombres saben que algún día morirán y ninguno cree que llegara ese día’. Pues conmigo ocurrió lo mismo. Me daba cuenta de que no era posible que mi mundo fantástico hubiese adquirido una existencia física en un cosmos dimensional diferente, aunque, al mismo tiempo, yo tenía la extraña convicción de que así era. Y entonces se me ocurrió algo que me pareció entretenido e interesante. ¿Y si me creaba a mí mismo en ese otro mundo? ¿También sería yo real en él? Lo intenté. Me senté en mi escritorio y me imaginé a mí mismo como uno más entre los millones de individuos de ese mundo ficticio; pude crear todo un trasfondo familiar e histórico coherente para mí en aquel lugar. ¡Y algo en mi mente hizo clic!
Carrick hizo una pausa. Todavía contemplaba la copa vacía que agitaba lentamente entre sus dedos. Madison le incitó a continuar:
-Y seguro despertaste allí y una hermosa muchacha se acercó a ti y preguntaste: “¿Dónde estoy?”.
-No sucedió así -respondió Carrick, sombrío-. No fue así en absoluto, desperté en ese otro mundo, sí. Pero no fue como un despertar real. Simplemente, aparecí allí de repente.
Seguía siendo yo, pero era el yo imaginado por mí para ese otro mundo. Se trataba de otro yo que siempre había vivido allí…., del mismo modo que sus antepasados. Verán, yo lo había creado todo. Y mi otro yo era tan real en el mundo imaginario creado por mí como lo había sido en el mío propio. Eso fue lo peor. Todo en ese mundo a medio civilizar era tan vulgar dentro de su realidad.
Hizo una pausa.
Al principio, me resultó extraño. Caminé por las calles de aquellas bárbaras ciudades y miré los rostros de las personas con un imperioso deseo de gritar en voz alta: ¡Yo los imaginé a todos! ¡Ninguno de ustedes existía hasta que yo los soñé!
Sin embargo, no lo hice. No me habrían creído. Para ellos, yo no era más que un miembro insignificante de su raza. ¿Cómo podían creer que ellos, sus tradiciones y su historia, su mundo y su universo, habían surgido súbitamente gracias a mi imaginación? Cuando cesó mi turbación inicial, me desagradó el lugar. Lo había creado demasiado bárbaro. Las salvajes violencias y crueldades que me habían parecido tan seductoras como material para una historia, eran aberrantes y repulsivas en mi propia carne. Solo deseaba volver a mi mundo. ¡Y no pude regresar! No había forma. Tuve la vaga sensación de que podría imaginarme de vuelta en mi mundo así como había imaginado mi viaje a ese otro. Pero fue en vano. La extraña fuerza que había propiciado el milagro no funcionaba en la dirección contraria.
La pasé bastante mal al percatarme de que estaba atrapado en un mundo desagradable, extenuado y bárbaro. Primero pensé en suicidarme. Sin embargo, no lo hice. El hombre se adapta a todo. Y yo me acoplé lo mejor que pude al mundo creado por mí.
-¿Qué hiciste allí? Quiero decir: ¿Que función cumpliste? -pregunto Brazell
Carrick encogió de hombros.
-No dominaba las habilidades y destrezas del mundo que había creado. Solo poseía mi propio oficio… el de contar historias.
Empecé a reír.
-¿No querrás decir que empezaste a escribir historias fantásticas?
Él asintió, sombrío.
-No me quedó más remedio. Era lo único que podía hacer. Escribí historias sobre mi propio mundo real. Para esa gente, mis relatos eran de una imaginación desbordante… y les gustaron.
Nos echamos a reír. Pero Carrick permaneció mortalmente serio. Madison llevó la broma hasta sus últimas consecuencias.
-¿Y cómo te las arreglaste para regresar finalmente a casa desde ese otro mundo que habías creado?
-¡Nunca regresé a casa! -respondió Carrick con un amargo suspiro.

 

jueves, 16 de noviembre de 2017

Blanco y negro, Ernesto Ortega.

El día que repusieron “Casablanca” en el cine de verano hacía tanto viento que a Humphrey Bogart se le voló el sombrero y fue a parar a la fila siete, justo en mis rodillas. No pude evitar ponérmelo. Cuando terminó la película el cielo se había vuelto gris. Un hombre que se ocultaba entre las sombras me sonrió. Llovía y por alguna ventana se escapaban las notas de un piano. Una chica me pidió fuego. Yo no fumaba, pero me entraron unas ganas irresistibles de encenderme un pitillo y llamarla muñeca. Desapareció en un Austin blanco. Paré un taxi y dije: “Rápido. ¡Siga a ese coche!”, pero la perdí. Al llegar a casa una mujer me esperaba sentada en el sofá con un vestido negro. Me quité el sombrero y lo dejé sobre la mesa. Cuando iba a besarla, me dijo: “Venga, cámbiate, que llegamos tarde a la cena”, y todo recuperó su aburrido color original.

 

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Paraíso al revés. Rogelio Guedea.

Picando una cebolla la otra tarde me rebané un dedo, prácticamente me corté la yema. Entonces lo que hice fue pegarla otra vez. La dejé ahí creyendo que se adheriría de nuevo a la carne y sus fibras recobrarían la entereza de antes, fundiéndose y confundiéndose con sus fibras hermanas, brevemente ausentes. Pero no fue así. El trozo de piel quedó mal, pegado como por encima, endeble de uno a otro borde. Entonces pensé que eso pasaba un poco como cuando una mujer que amamos nos deja un buen día y, al siguiente, intentamos recuperarla, algo así de su carne ya no termina de adherirse bien a la nuestra, ni sus ojos nos miran como antes en el desayuno, ni sus manos nos acarician la espalda de la misma manera tierna al regresar del trabajo, y su alma como su amor queda colgando de un hilo, en las orillas del viento, a la deriva, y entrada la noche uno, quebrado en dos pedazos, termina andando por las calles peor que un fantasma.



martes, 14 de noviembre de 2017

Los merengues. Julio Ramón Ribeyro.

Apenas su mamá cerró la puerta, Perico saltó del colchón y escuchó, con el oído pegado a la madera, los pasos que se iban alejando por el largo corredor. Cuando se hubieron definitivamente perdido, se abalanzó hacia la cocina de kerosene y hurgó en una de las hornillas malogradas. ¡Allí estaba! Extrayendo la bolsita de cuero, contó una por una las monedas -había aprendido a contar jugando a las bolitas- y constató, asombrado, que había cuarenta soles. Se echó veinte al bolsillo y guardó el resto en su lugar. No en vano, por la noche, había simulado dormir para espiar a su mamá. Ahora tenía lo suficiente para realizar su hermoso proyecto. Después no faltaría una excusa. En esos callejones de Santa Cruz, las puertas siempre están entreabiertas y los vecinos tienen caras de sospechosos. Ajustándose los zapatos, salió desalado hacia la calle.
En el camino fue pensando si invertiría todo su capital o sólo parte de él. Y el recuerdo de los merengues -blancos, puros, vaporosos- lo decidieron por el gasto total. ¿Cuánto tiempo hacía que los observaba por la vidriera hasta sentir una salivación amarga en la garganta? Hacía ya varios meses que concurría a la pastelería de la esquina y sólo se contentaba con mirar. El dependiente ya lo conocía y siempre que lo veía entrar, lo consentía un momento para darle luego un coscorrón y decirle:
-¡Quita de acá, muchacho, que molestas a los clientes!
Y los clientes, que eran hombres gordos con tirantes o mujeres viejas con bolsas, lo aplastaban, lo pisaban y desmantelaban bulliciosamente la tienda.
Él recordaba, sin embargo, algunas escenas amables. Un señor, al percatarse un día de la ansiedad de su mirada, le preguntó su nombre, su edad, si estaba en el colegio, si tenía papá y por último le obsequió una rosquita. Él hubiera preferido un merengue pero intuía que en los favores estaba prohibido elegir. También, un día, la hija del pastelero le regaló un pan de yema que estaba un poco duro.
-¡Empara! -dijo, aventándolo por encima del mostrador. Él tuvo que hacer un gran esfuerzo a pesar de lo cual cayó el pan al suelo y, al recogerlo, se acordó súbitamente de su perrito, a quien él tiraba carnes masticadas divirtiéndose cuando de un salto las emparaba en sus colmillos.
Pero no era el pan de yema ni los alfajores ni los piononos lo que le atraía: él sólo amaba los merengues. A pesar de no haberlos probado nunca, conservaba viva la imagen de varios chicos que se los llevaban a la boca, como si fueran copos de nieve, ensuciándose los corbatines. Desde aquel día, los merengues constituían su obsesión.
Cuando llegó a la pastelería, había muchos clientes, ocupando todo el mostrador. Esperó que se despejara un poco el escenario pero, no pudiendo resistir más, comenzó a empujar. Ahora no sentía vergüenza alguna y el dinero que empuñaba lo revestía de cierta autoridad y le daba derecho a codearse con los hombres de tirantes. Después de mucho esfuerzo, su cabeza apareció en primer plano, ante el asombro del dependiente.
-¿Ya estás aquí? ¡Vamos saliendo de la tienda!
Perico, lejos de obedecer, se irguió y con una expresión de triunfo reclamó: ¡veinte soles de merengues! Su voz estridente dominó en el bullicio de la pastelería y se hizo un silencio curioso. Algunos lo miraban, intrigados, pues era hasta cierto punto sorprendente ver a un rapaz de esa calaña comprar tan empalagosa golosina en tamaña proporción. El dependiente no le hizo caso y pronto el barullo se reinició. Perico quedó algo desconcertado, pero estimulado por un sentimiento de poder repitió, en tono imperativo:
-¡Veinte soles de merengues!
El dependiente lo observó esta vez con cierta perplejidad pero continuó despachando a los otros parroquianos.
-¿No ha oído? -insistió Perico, excitándose-. ¡Quiero veinte soles de merengues!
El empleado se acercó esta vez y lo tiró de la oreja.
-¿Estás bromeando, palomilla?
Perico se agazapó.
-¡A ver, enséñame la plata!
Sin poder disimular su orgullo, echó sobre el mostrador el puñado de monedas. El dependiente contó el dinero.
-¿Y quieres que te dé todo esto en merengues?
-Sí -replicó Perico con una convicción que despertó la risa de algunos circunstantes.
-Buen empacho te vas a dar -comentó alguien.
Perico se volvió. Al notar que era observado con cierta benevolencia un poco lastimosa, se sintió abochornado. Como el pastelero lo olvidaba, repitió:
-Deme los merengues -pero esta vez su voz había perdido vitalidad y Perico comprendió que, por razones que no alcanzaba a explicarse, estaba pidiendo casi un favor.
-¿Vas a salir o no? -lo increpó el dependiente.
-Despácheme antes.
-¿Quién te ha encargado que compres esto?
-Mi mamá.
-Debes haber oído mal. ¿Veinte soles? Anda a preguntarle de nuevo o que te lo escriba en un papelito.
Perico quedó un momento pensativo. Extendió la mano hacia el dinero y lo fue retirando lentamente. Pero al ver los merengues a través de la vidriera, renació su deseo, y ya no exigió sino que rogó con una voz quejumbrosa:
-¡Deme, pues, veinte soles de merengues!
Al ver que el dependiente se acercaba airado, pronto a expulsarlo, repitió conmovedoramente:
-¡Aunque sea diez soles, nada más!
El empleado, entonces, se inclinó por encima del mostrador y le dio el cocacho acostumbrado pero a Perico le pareció que esta vez llevaba una fuerza definitiva.
-¡Quita de acá! ¿Estás loco? ¡Anda a hacer bromas a otro lugar!
Perico salió furioso de la pastelería. Con el dinero apretado entre los dedos y los ojos húmedos, vagabundeó por los alrededores.
Pronto llegó a los barrancos. Sentándose en lo alto del acantilado, contempló la playa. Le pareció en ese momento difícil restituir el dinero sin ser descubierto y maquinalmente fue arrojando las monedas una a una, haciéndolas tintinear sobre las piedras. Al hacerlo, iba pensando que esas monedas nada valían en sus manos, y en ese día cercano en que, grande ya y terrible, cortaría la cabeza de todos esos hombres gordos, de todos los mucamos de las pastelerías y hasta de los pelícanos que graznaban indiferentes a su alrededor.

 Cuentos circunstanciales. Julio Ramón Ribeyro, 1958.

lunes, 13 de noviembre de 2017

El cangrejo. Mireia Manzano.

Y me acosté pronto, y hojeé sin interés la novela, y me cepillé los dientes, y cené salchichas con un poco de la lasaña que sobró de ayer, y leí el periódico poniendo los pies encima del sillón, y me aburrí con los errores garrafales de los concursantes de Pasapalabra, y me desabroché la corbata con un suspiro de alivio, qué día de perros, y llegué a casa de mal humor porque no quedaba tabaco en el quiosco, y perdí los estribos en un atasco brutal, y tuve que quedarme hasta las seis porque a mi secretaria no se le había ocurrido nada mejor que no avisarme de la reunión hasta diez minutos antes, y estuve debatiendo sobre el nuevo fichaje del Barça con el nuevo de la oficina, que tiene pinta de ser un madridista rematado, y me distraje mirando por la ventana ahora que mi jefe ya apenas pasa por el despacho a revisar el trabajo que hacemos, y salí a comer un sándwich vegetal porque, definitivamente, desde que hablé con el doctor, estoy a dieta, y estuve ansioso esperando a que llegara la hora del almuerzo, abrasándome de calor ahora que nos han quitado el aire acondicionado a los que estamos en la primera planta, y mandé unos correos un tanto desagradables a un par de clientes morosos, y le pedí a mi secretaria un café, bien caliente y con dos de azúcar por favor, Charo, y telefoneé a mi exmujer para saber si podría encargarse ella esta tarde de ir a buscar a la niña al colegio, ya está bien, siempre me haces lo mismo y hoy te tocaba a ti, yo esta noche pensaba ir al cine con Sergi y no puedo hacerme cargo, se lo diré a mi madre y vamos a ver qué hacemos, y llegué a la oficina enfadado por culpa de una maldita moto que se saltó el ámbar en un cruce, y me vestí a toda prisa, y desayuné un cruasán reseco y un poco de café frío del día anterior, y me desperté con la almohada pegada a la mejilla porque seguramente anoche lloré un poco antes de acostarme, y me di cuenta de que necesitaba volver a empezar porque, desde hacía días, mi vida parecía estar funcionando al revés.

 
Ganadora del VI premio de Microrrelatos “El Basar”

domingo, 12 de noviembre de 2017

Tenebrae. Francisco Silvera.

Leçons de Ténèbres. Office du Vendredi Saint
Charpentier
Julián tira suavemente de su hijo pequeño, que le sigue feliz. Vaharadas de incienso recorren la portada de la Catedral para elevarse como nubes domésticas; hay murmullos de gentío y un taladrar de atambores que se acercan desde el inicio de la Avenida de la Constitución, ahora sin vientos, ritmo de paso solemne y militar, sin vientos de ridículo sevillano. Tiene buen tipo Julián y viste ropa cara, aparente informalidad, como de descanso, pero todo medido y conjuntado, nada de más y todo en su sitio como debe ser; es espigado, no alto pero de talle fino y silencioso, atractivo, trasero elegante y cuello largo, pelo rubio ligeramente ondulado y sonrisa inteligente y constante, segura. Tira suave de su hijo, que le sigue. Se mueve entre los palcos, degustando la tarde primera de los Oficios de Tinieblas, su esposa aguardando con su hija mayor, lindas las dos. Saluda aquí y allá, como un Papa entre devotos, devoción de trajes de chaqueta, corbatas y mantillas llenas de laca. Sevilla arde en éxtasis de marzo y abril, Julián en fragor de tranquilidad terrenal embustida, porque por la mañana ha sisado más de 40.000 euros a un paleto al que le hizo falta 20.000, y hoy empieza la fiesta grande y él está recién cobrado, su hijos llenos de gozo y resguardo, criándose como Dios manda, el cateto pagó antes de tener que ejecutar embargo ninguno, y un Miércoles Santo es día para la familia y los amigos, todos con ropas oscuras y joyas discretas, perlas acaso, y palcos y después tapas por El Arenal, unas manzanillas o unas cañas, y uno que le mira desde lejos y piensa: “Mira, el cabrón usurero ése”; y, mientras, Julián saluda al Obispo al pasar, sentado muy cerca, con cariños, una vez le prestó un dinero sin intereses, como Dios manda, y don Carlos se lo agradeció eternamente, y Monseñor pone las manos al niño en la cabeza como si pudiera sanarle de no sé qué, y un escalofrío de placer eriza los vellos del cuello del cura rijoso, y Julián reparado de todo, y el de lejos que piensa: “Prestamista de mierda”, y: “Usurero cabrón”; y todo el mundo sonriente pero sin extravíos, cada cosa en su sitio, en Sevilla, en Semana Santa, las gitanas vendiendo claveles rojos de la Sangre de Cristo, dicen, y de pronto suena un disparo y Julián grita aterrorizado pero mira veloz y respira aliviado cuando ve que el caído es el Obispo, y ahora Sevilla grita como si no fuera el día que es, los cielos se vuelcan limpios sin posibilidad de lluvia, Julián vuelve a sonreír repuesto porque tiene una inquietud muy oculta que le hinca un recelo, pero no ha sido a él ni a sus niños, el tiro iba para otro, y a Dios, que lo mira todo en su infinitud omipotente y omnisciente, todo le importa un carajo. 

 

sábado, 11 de noviembre de 2017

Cartas de mamá. Julio Cortázar.

Muy bien hubiera podido llamarse libertad condicional. Cada vez que la portera le entregaba un sobre, a Luis le bastaba reconocer la minúscula cara familiar de José de San Martín para comprender que otra vez más habría de franquear el puente. San Martín, Rivadavia, pero esos nombres eran también imágenes de calles y de cosas, Rivadavia al seis mil quinientos, el caserón de Flores, mamá, el café de San Martín y Corrientes donde lo esperaban a veces los amigos, donde el mazagrán tenía un leve gusto a aceite de ricino. Con el sobre en la mano, después del Merci bien, madame Durand, salir a la calle no era ya lo mismo que el día anterior, que todos los días anteriores. Cada carta de mamá (aun antes de eso que acababa de ocurrir, este absurdo error ridículo) cambiaba de golpe la vida de Luis, lo devolvía al pasado como un duro rebote de pelota. Aun antes de eso que acababa de leer —y que ahora releía en el autobús entre enfurecido y perplejo, sin acabar de convencerse—, las cartas de mamá; eran siempre una alteración del tiempo, un pequeño escándalo inofensivo dentro del orden de cosas que Luis había querido y trazado y conseguido, calzándolo en su vida como había calzado a Laura en su vida y a París en su vida. Cada nueva carta insinuaba por un rato (porque después el las borraba en el acto mismo de contestarlas cariñosamente) que su libertad duramente conquistada, esa nueva vida recortada con feroces golpes de tijera en la madeja de lana que los demás habían llamado su vida, cesaba de justificarse, perdía pie, se borraba como el fondo de las calles mientras el autobús corría por la rue de Richelieu. No quedaba más que una parva libertad condicional, la irrisión de vivir a la manera de una palabra entre paréntesis, divorciada de la frase principal de la que sin embargo es casi siempre sostén y explicación. Y desazón, y una necesidad de contestar en seguida, como quien vuelve a cerrar una puerta.


Esa mañana había sido una de las tantas mañanas en que llegaba carta de mamá. Con Laura hablaban poco del pasado, casi nunca del caserón de Flores. No es que a Luis no le gustara acordarse de Buenos Aires. Más bien se trataba de evadir nombres (las personas, evadidas hacía ya tanto tiempo, los verdaderos fantasmas que son los nombres, esa duración pertinaz). Un día se había animado a decirle a Laura: «Si se pudiera romper y tirar el pasado como el borrador de una carta o de un libro. Pero ahí queda siempre, manchando la copia en limpio, y yo creo que eso es el verdadero futuro.» En realidad, por qué no habían de hablar de Buenos Aires donde vivía la familia, donde los amigos de cuando en cuando adornaban una postal con frases cariñosas. Y el roto-grabado de La Nación con los sonetos de tantas señoras entusiastas, esa sensación de ya leído, de para qué. Y de cuando en cuando alguna crisis de gabinete, algún coronel enojado, algún boxeador magnífico. ¿Por qué no habían de hablar de Buenos Aires con Laura? Pero tampoco ella volvía al tiempo de antes, sólo al azar de algún diálogo, y sobre todo cuando llegaban cartas de mamá, dejaba caer un nombre o una imagen como monedas fuera de circulación, objetos de un mundo caduco en la lejana orilla del río.


—Eh oui, fait lourd —dijo el obrero sentado frente a él.
«Si supiera lo que es el calor —pensó Luis—. Si pudiera andar una tarde de febrero por la Avenida de Mayo, por alguna callecita de Liniers.»


Sacó otra vez la carta del sobre, sin ilusiones: el párrafo estaba ahí, bien claro. Era perfectamente absurdo pero estaba ahí. Su primera reacción, después de la sorpresa, el golpe en plena nuca, era como siempre de defensa. Laura no debía leer la carta de mamá. Por más ridículo que fuese el error, la confusión de nombres (mamá había querido escribir «Víctor» y había puesto «Nico»), de todos modos Laura se afligiría, sería estúpido. De cuando en cuando se pierden cartas; ojalá ésta se hubiera ido al fondo del mar. Ahora tendría que tirarla al water de la oficina, y por supuesto unos días después Laura se extrañaría: «Qué raro, no ha llegado carta de tu madre.» Nunca decía tu mamá, tal vez porque había perdido a la suya siendo niña. Entonces él contestaría: «De veras, es raro. Le voy a mandar unas líneas hoy mismo», y las mandaría, asombrándose del silencio de mamá. La vida seguiría igual, la oficina, el cine por las noches, Laura siempre tranquila, bondadosa, atenta a sus deseos. Al bajar del autobús en la rue de Rennes se preguntó bruscamente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) por qué no quería mostrarle a Laura la carta de mamá. No por ella, por lo que ella pudiera sentir. No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara. (¿No le importaba gran cosa lo que ella pudiera sentir, mientras lo disimulara?) No, no le importaba gran cosa. (¿No le importaba?) Pero la primera verdad, suponiendo que hubiera otra detrás, la verdad inmediata por decirlo así, era que le importaba la cara que pondría Laura, la actitud de Laura. Y le importaba por él, naturalmente, por el efecto que le haría la forma en que a Laura iba a importarle la carta de mamá. Sus ojos caerían en un momento dado sobre el nombre de Nico, y él sabía que el mentón de Laura empezaría a temblar ligeramente, y después Laura diría: «Pero qué raro... ¿qué le habrá pasado a tu madre?» Y él habría sabido todo el tiempo que Laura se contenía para no gritar, para no esconder entre las manos un rostro desfigurado ya por el llanto, por el dibujo del nombre de Nico temblándole en la boca.


En la agencia de publicidad donde trabajaba como diseñador, releyó la carta, una de las tantas cartas de mamá, sin nada de extraordinario fuera del párrafo donde se había equivocado de nombre. Pensó si no podría borrar la palabra, reemplazar Nico por Víctor, sencillamente reemplazar el error por la verdad, y volver con la carta a casa para que Laura la leyera. Las cartas de mamá interesaban siempre a Laura, aunque de una manera indefinible no le estuvieran destinadas. Mamá le escribía a él; agregaba al final, a veces a mitad de la carta, saludos muy cariñosos para Laura. No importaba, las leía con el mismo interés, vacilando ante alguna palabra ya retorcida por el reuma y la miopía. «Tomo Saridón, y el doctor me ha dado un poco de salicilato...» Las cartas se posaban dos o tres días sobre la mesa de dibujo; Luis hubiera querido tirarlas apenas las contestaba, pero Laura las releía, a las mujeres les gusta releer las cartas, mirarlas de un lado y de otro, parecen extraer un segundo sentido cada vez que vuelven a sacarlas y a mirarlas. Las cartas de mamá eran breves, con noticias domésticas, una que otra referencia al orden nacional (pero esas cosas que ya se sabían por los telegramas de Le Monde, llegaban siempre tarde por su mano). Hasta podía pensarse que las cartas eran siempre la misma, escueta y mediocre, sin nada interesante. Lo mejor de mamá era que nunca se había abandonado a la tristeza que debía causarle la ausencia de su hijo y de su nuera, ni siquiera al dolor —tan a gritos, tan a lágrimas al principio— por la muerte de Nico. Nunca, en los dos años que llevaban ya en París, mamá había mencionado a Nico en sus cartas. Era como Laura, que tampoco lo nombraba. Ninguna de las dos lo nombraba, y hacía más de dos años que Nico había muerto. La repentina mención de su nombre a mitad de la carta era casi un escándalo. Ya el solo hecho de que el nombre de Nico apareciera de golpe en una frase, con la N larga y temblorosa, la o con una torcida; pero era peor, porque el nombre se situaba en una frase incomprensible y absurda, en algo que no podía ser otra cosa que un anuncio de senilidad. De golpe mamá perdía la noción del tiempo, se imaginaba que... El párrafo venía después de un breve acuse de recibo de una carta de Laura. Un punto apenas marcado con la débil tinta azul comprada en el almacén del barrio, y a quemarropa: «Esta mañana Nico preguntó por ustedes.» El resto seguía como siempre: la salud, la prima Matilde se había caído y tenía una clavícula sacada, los perros estaban bien. Pero Nico había preguntado por ellos.


En realidad hubiera sido fácil cambiar Nico por Víctor, que era el que sin duda había preguntado por ellos. El primo Víctor, tan atento siempre. Víctor tenía dos letras más que Nico, pero con una goma y habilidad se podían cambiar los nombres. Esta mañana Víctor preguntó por ustedes. Tan natural que Víctor pasara a visitar a mamá y le preguntara por los ausentes.


Cuando volvió a almorzar, traía intacta la carta en el bolsillo. Seguía dispuesto a no decirle nada a Laura, que lo esperaba con su sonrisa amistosa, el rostro que parecía haberse dibujado un poco desde los tiempos de Buenos Aires, como si el aire gris de París le quitara el color y el relieve. Llevaban más de dos años en París, habían salido de Buenos Aires apenas dos meses después de la muerte de Nico, pero en realidad Luis se había considerado como ausente desde el día mismo de su casamiento con Laura. Una tarde, después de hablar con Nico que estaba ya enfermo, se había jurado escapar de la Argentina, del caserón de Flores, de mamá y los perros y su hermano (que ya estaba enfermo). En aquellos meses todo había girado en torno a él como las figuras de una danza. Nico, Laura, mamá, los perros, el jardín. Su juramento había sido el gesto brutal del que hace trizas una botella en la pista, interrumpe el baile con un chicotear de vidrios rotos. Todo había sido brutal en eso días: su casamiento, la partida sin remilgos ni consideraciones para con mamá, el olvido de todos los deberes sociales, de los amigos entre sorprendidos y desencantados. No le había importado nada, ni siquiera el asomo de protesta de Laura. Mamá se quedaba sola en el caserón, con los perros y los frascos de remedios, con la ropa de Nico colgada todavía en un ropero. Que se quedara, que todos se fueran al demonio. Mamá había parecido comprender, ya no lloraba a Nico y andaba como antes por la casa, con la fría y resuelta recuperación de los viejos frente a la muerte. Pero Luis no quería acordarse de lo que había sido la tarde de la despedida, las valijas, el taxi en la puerta, la casa ahí con toda la infancia, el jardín donde Nico y él habían jugado a la guerra, los dos perros indiferentes y estúpidos. Ahora era casi capaz de olvidarse de todo eso. Iba a la agencia, dibujaba afiches, volvía a comer, bebía la taza de café que Laura le alcanzaba sonriendo. Iban mucho al cine, mucho a los bosques, conocían cada vez mejor París. Habían tenido suerte, la vida era sorprendentemente fácil, el trabajo pasable, el departamento bonito, las películas excelentes. Entonces llegaba carta de mamá.


No las detestaba; si le hubieran faltado habría sentido caer sobre él la libertad como un peso insoportable. Las cartas de mamá le traían un tácito perdón (pero de nada había que perdonarlo), tendían el puente por donde era posible seguir pasando. Cada una lo tranquilizaba o lo inquietaba sobre la salud de mamá, le recordaba la economía familiar, la permanencia de un orden. Y a la vez odiaba ese orden. Y a la vez odiaba ese orden y lo odiaba por Laura, porque Laura estaba en París pero cada carta de mamá la definía como ajena, como cómplice de ese orden que el había repudiado una noche en el jardín, después de oír una vez más la tos apagada, casi humilde de Nico.


No, no le mostraría la carta. Era innoble sustituir un nombre por otro, era intolerable que Laura leyera la frase de mamá. Su grotesco error, su tonta torpeza de un instante —la veía luchando con una pluma vieja, con el papel que se ladeaba, con su vista insuficiente—, crecería con Laura como una semilla fácil. Mejor tirar la carta (la tiró esa tarde misma) y por la noche ir al cine con Laura, olvidarse lo antes posible de que Víctor había preguntado por ellos. Aunque fuera Víctor, el primo tan bien educado, olvidarse de que Víctor había preguntado por ellos.


Diabólico, agazapado, relamiéndose, Tom esperaba que Jerry cayera en la trampa. Jerry no cayó, y llovieron sobre Tom catástrofes incontables. Después Luis compró helados, los comieron mientras miraban distraídamente los anuncios en colores. Cuando empezó la película, Laura se hundió un poco más en su butaca y retiró la mano del brazo de Luis. Él la sentía otra vez lejos, quién sabe si lo que miraban juntos era ya la misma cosa para los dos, aunque más tarde comentaran la película en la calle o en la cama. Se preguntó (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) si Nico y Laura habían estado así de distantes en los cines, cuando Nico la festejaba y salían juntos. Probablemente habían conocido todos los cines de Flores, toda la rambla estúpida de la calle Lavalle, el león, el atleta que golpea el gongo, los subtítulos en castellano por Carmen de Pinillos, los personajes de esta película son ficticios, y toda relación... Entonces, cuando Jerry había escapado de Tom y empezaba la hora de Bárbara Stanwyck o de Tyron Power, la mano de Nico se acostaría despacio sobre el muslo de Laura (el pobre Nico, tan tímido, tan novio), y los dos se sentirían culpables de quién sabe qué. Bien le constaba a Luis que no habían sido culpables de nada definitivo; aunque no hubiera tenido la más deliciosa de las pruebas, el veloz desapego de Laura por Nico hubiera bastado para ver en ese noviazgo un mero simulacro urdido por el barrio, la vecindad, los círculos culturales y recreativos que son la sal de Flores. Había bastado el capricho de ir una noche a la misma sala de baile que frecuentaba Nico, el azar de una presentación fraternal. Tal vez por eso, por la facilidad del comienzo, todo el resto había sido inesperadamente duro y amargo. Pero no quería acordarse ahora, la comedia había terminado con la blanda derrota de Nico, su melancólico refugio en una muerte de tísico. Lo raro era que Laura no lo nombrara nunca, y que por eso tampoco él lo nombrara, que Nico no fuera ni siquiera el difunto, ni siquiera el cuñado muerto, el hijo de mamá. Al principio le había traído un alivio después del turbio intercambio de reproches, del llanto y los gritos de mamá, de la estúpida intervención del tío Emilio y del primo Víctor (Víctor preguntó esta mañana por ustedes), el casamiento apresurado y sin más ceremonia que un taxi llamado por teléfono y tres minutos delante de un funcionario con caspa en las solapas. Refugiados en un hotel de Adrogué, lejos de mamá y de toda la parentela desencadenada, Luis había agradecido a Laura que jamás hiciera referencia al pobre fantoche que tan vagamente había pasado de novio a cuñado. Pero ahora, con un mar de por medio, con la muerte y dos años de por medio, Laura seguía sin nombrarlo, y él se plegaba a su silencio por cobardía, sabiendo que en el fondo ese silencio lo agraviaba por lo que tenía de reproche, de arrepentimiento, de algo que empezaba a parecerse a la traición. Más de una vez había mencionado expresamente a Nico, pero comprendía que eso no contaba, que la respuesta de Laura tendía a desviar la conversación. Un lento territorio prohibido se había ido formando poco a poco en su lenguaje, aislándolos de Nico, envolviendo su nombre y su recuerdo en un algodón manchado y pegajoso. Y del otro lado mamá hacía lo mismo, confabulaba inexplicablemente en el silencio. Cada carta hablaba de los perros, de Matilde, de Víctor, del salicilato, del pago de la pensión. Luis había esperado que alguna vez mamá aludiera a su hijo para aliarse con ella frente a Laura, obligar cariñosamente a Laura a que aceptara la existencia póstuma de Nico. No porque fuera necesario, a quién le importaba nada de Nico vivo o muerto, pero la tolerancia de su recuerdo en el panteón del pasado hubiera sido la oscura, irrefutable prueba de que Laura lo había olvidado verdaderamente y para siempre. Llamado a la plena luz de su nombre el íncubo se hubiera desvanecido, tan débil e inane como cuando pisaba la tierra. Pero Laura seguía callando el nombre de Nico, y cada vez que lo callaba, en el momento preciso en que hubiera sido natural que lo dijera y exactamente lo callaba, Luis sentía otra vez la presencia de Nico en el jardín de Flores, escuchaba su tos discreta preparando el más perfecto regalo de bodas imaginable, su muerte en plena luna de miel de la que había sido su novia, del que había sido su hermano.


Una semana más tarde Laura se sorprendió de que no hubiera llegado carta de mamá. Barajaron las hipótesis usuales, y Luis escribió esa misma tarde. La respuesta no lo inquietaba demasiado, pero hubiera querido (lo sentía al bajar las escaleras por la mañana) que la portera le diera a él la carta en vez de subir al tercer piso. Una quincena más tarde reconoció el sobre familiar, el rostro del almirante Brown y una vista de las cataratas del Iguazú. Guardó el sobre antes de salir a la calle y contestar el saludo de Laura asomada a la ventana. Le pareció ridículo tener que doblar la esquina antes de abrir la carta. El Boby se había escapado a la calle y unos días después había empezado a rascarse, contagio de algún perro sarnoso. Mamá iba a consultar a un veterinario amigo del tío Emilio, porque no era cosa de que el Boby le pegara la peste al Negro. El tío Emilio era de parecer que los bañara con acaroína, pero ella ya no estaba para esos trotes y sería mejor que el veterinario recetara algún polvo insecticida o algo para mezclar con la comida. La señora de al lado tenía un gato sarnoso, vaya a saber si los gatos no eran capaces de contagiar a los perros, aunque fuera a través del alambrado. Pero qué les iba a interesar a ellos esas charlas de vieja, aunque Luis siempre había sido muy cariñoso con los perros y de chico hasta dormía con uno a los pies de la cama, al revés de Nico que no le gustaban mucho. La señora de al lado aconsejaba espolvorearlos con dedeté por si no era sarna, los perros pescan toda clase de pestes cuando andan por la calle; en la esquina de Bacacay paraba un circo con animales raros, a lo mejor había microbios en el aire, esas cosas. Mamá no ganaba para sustos, entre el chico de la modista que se había quemado el brazo con leche hirviendo y el Boby sarnoso.


Después había como una estrellita azul (la pluma cucharita que se enganchaba en el papel, la exclamación de fastidio de mamá) y entonces unas reflexiones melancólicas sobre lo sola que se quedaría si también Nico se iba a Europa como parecía, pero ese era el destino de los viejos, los hijos son golondrinas que se van un día, hay que tener resignación mientras el cuerpo vaya tirando. La señora de al lado...


Alguien empujó a Luis, le soltó una rápida declaración de derechos y obligaciones con acento marsellés. Vagamente comprendió que estaba estorbando el paso de la gente que entraba por el angosto corredor al métro. El resto del día fue igualmente vago, telefoneó a Laura para decirle que no iría a almorzar, pasó dos horas en un banco de plaza releyendo la carta de mamá, preguntándose qué debería hacer frente a la insania. Hablar con Laura, antes de nada. Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) seguir ocultándole a Laura lo que pasaba. Ya no podía fingir que esta carta se había perdido como la otra, ya no podía creer a medias que mamá se había equivocado y escrito Nico por Víctor, y que era tan penoso que se estuviera poniendo chocha. Resueltamente esas cartas eran Laura, eran lo que iba a ocurrir con Laura. Ni siquiera eso: lo que ya había ocurrido desde el día de su casamiento, la luna de miel en Adrogué, las noches en que se habían querido desesperadamente en el barco que los traía a Francia. Todo era Laura, todo iba a ser Laura ahora que Nico quería venir a Europa en el delirio de mamá. Cómplices como nunca, mamá le estaba hablando a Laura de Nico, le estaba anunciando que Nico iba a venir a Europa, y lo decía así, Europa a secas, sabiendo tan bien que Laura comprendería que Nico iba a desembarcar en Francia, en París, en una casa donde se fingía exquisitamente haberlo olvidado, pobrecito.


Hizo dos cosas: escribió al tío Emilio señalándole los síntomas que lo inquietaban y pidiéndole que visitara inmediatamentte a mamá para cerciorarse y tomar las medidas del caso. Bebió un coñac tras otro y anduvo a pie hacia su casa para pensar en el camino lo que debía decirle a Laura, porque al fin y al cabo tenía que hablar con Laura y ponerla al corriente. De calle en calle fue sintiendo cómo le costaba situarse en el presente, en lo que tendría que suceder media hora más tarde. La carta de mamá lo metía, lo ahogaba en la realidad de esos dos años de vida en París, la mentira de una paz traficada, de una felicidad de puertas para afuera, sostenida por diversiones y espectáculos, de un pacto involuntario de silencio en que los dos se desunían poco a poco como en todos los pactos negativos. Sí, mamá, sí, pobre Boby sarnoso, mamá. Pobre Boby, pobre Luis, cuánta sarna, mamá. Un baile del club de Flores, mamá, fui porque él insistía, me imagino que quería darse corte con su conquista. Pobre Nico, mamá, con esa tos seca en que nadie creía todavía, con ese traje cruzado a rayas, esa peinada a la brillantina, esas corbatas de rayón tan cajetillas. Uno charla un rato, simpatiza, cómo no vas a bailar esa pieza con la novia del hermano, oh, novia es mucho decir, Luis, supongo que puedo llamarlo Luis, verdad. Pero sí, me extraña que Nico no la haya llevado a casa todavía, usted le va a caer tan bien a mamá. Este Nico es más torpe, a que ni siquiera habló con su papá. Tímido, sí, siempre fue igual. Como yo. ¿De qué se ríe, no me cree? Pero si yo no soy lo que parezco... ¿Verdad que hace calor? De veras, usted tiene que venir a casa, mamá va a estar encantada. Vivimos los tres solos, con los perros. Che Nico, pero es una vergüenza, te tenías esto escondido, malandra. Entre nosotros somos así, Laura, nos decimos cada cosa. Con tu permiso, yo bailaría este tango con la señorita.


Tan poca cosa, tan fácil, tan verdaderamente brillantina y corbata rayón. Ella había roto con Nico por error, por ceguera, porque el hermano rana había sido capaz de ganar de arrebato y darle vuelta la cabeza. Nico no juega al tenis, qué va a jugar, usted no lo saca del ajedrez y la filatelia, hágame el favor. Callado, tan poca cosa el pobrecito, Nico se había ido quedando atrás, perdido en un rincón del patio, consolándose con el jarabe pectoral y el mate amargo. Cuando cayó en cama y le ordenaron reposo coincidió justamente con un baile en Gimnasia y Esgrima de Villa del Parque. Uno no se va a perder esas cosas, máxime cuando va a tocar Edgardo Donato y la cosa promete. A mamá le parecía tan bien que él sacara a pasear a Laura, le había caído como una hija apenas la llevaron una tarde a la casa. Vos fijate, mamá, el pibe está débil y capaz que le hace impresión si uno le cuenta. Los enfermos como él se imaginan cada cosa, de fija que va a creer que estoy afilando con Laura. Mejor que no sepa que vamos a Gimnasia. Pero yo no le dije eso a mamá, nadie de casa se enteró nunca que andábamos juntos. Hasta que se mejorara el enfermito, claro. Y así el tiempo, los bailes, dos o tres bailes, las radiografías de Nico, después el auto del petiso Ramos, la noche de la farra en casa de la Beba, las copas, el paseo en auto hasta el puente del arroyo, una luna, esa luna como una ventana de hotel allá arriba, y Laura en el auto negándose, un poco bebida, las manos hábiles, los besos, los gritos ahogados, la manta de vicuña, la vuelta en silencio, la sonrisa de perdón.
La sonrisa era casi la misma cuando Laura le abrió la puerta. Había carne al horno, ensalada, un flan. A las diez vinieron unos vecinos que eran sus compañeros de canasta. Muy tarde, mientras se preparaban para acostarse, Luis sacó la carta y la puso sobre la mesa de luz.


—No te hablé antes porque no quería afligirte. Me parece que mamá...
Acostado, dándole la espalda, esperó. Laura guardó la carta en el sobre, apagó el velador. La sintió contra él, no exactamente contra pero la oía respirar cerca de su oreja.
—¿Vos te das cuenta? —dijo Luis, cuidando su voz.
—Sí. ¿No creés que se habrá equivocado de nombre?
Tenía que ser. Peón cuatro rey, peón cuatro rey. Perfecto.
—A lo mejor quiso poner Víctor —dijo, clavándose lentamente las uñas en la palma de la mano.
—Ah, claro. Podría ser —dijo Laura. Caballo rey tres alfil.
Empezaron a fingir que dormían.


A Laura le había parecido bien que el tío Emilio fuera el único en enterarse, y los días pasaron sin que volvieran a hablar de eso. Cada vez que volvía a casa, Luis esperaba una frase o un gesto insólitos en Laura, un claro en esa guardia perfecta de calma y de silencio. Iban al cine como siempre, hacían el amor como siempre. Para Luis ya no había en Laura otro misterio que el de su resignada adhesión a esa vida en la que nada había llegado a ser lo que pudieron esperar dos años atrás. Ahora la conocía bien, a la hora de las confrontaciones definitivas tenía que admitir que Laura era como había sido Nico, de las que se quedan atrás y sólo obran por inercia, aunque empleara a veces una voluntad casi terrible en no hacer nada, en no vivir de veras para nada. Se hubiera entendido mejor con Nico que con él, y los dos lo venían sabiendo desde el día de su casamiento, desde las primeras tomas de posición que siguen a la blanda aquiescencia de la luna de miel y el deseo. Ahora Laura volvía a tener la pesadilla. Soñaba mucho, pero la pesadilla era distinta, Luis la reconocía entre muchos otros movimientos de su cuerpo, palabras confusas o breves gritos de animal que se ahoga. Había empezado a bordo, cuando todavía hablaban de Nico porque Nico acababa de morir y ellos se habían embarcado unas pocas semanas después. Una noche, después de acordarse de Nico y cuando ya se insinuaba el tácito silencio que se instalaría luego entre ellos, Laura lo despertaba con un gemido ronco, una sacudida convulsiva de las piernas, y de golpe un grito que era una negativa total, un rechazo con las dos manos y todo el cuerpo y toda la voz de algo horrible que le caía desde el sueño como un enorme pedazo de materia pegajosa. Él la sacudía, la calmaba, le traía agua que bebía sollozando, acosada aún a medias por el otro lado de su vida. Decía no recordar nada, era algo horrible pero no se podía explicar, y acababa por dormirse llevándose su secreto, porque Luis sabía que ella sabía, que acababa de enfrentarse con aquel que entraba en su sueño, vaya a saber bajo qué horrenda máscara, y cuyas rodillas abrazaría Laura en un vértigo de espanto, quizá de amor inútil. Era siempre lo mismo, le alcanzaba un vaso de agua, esperando en silencio a que ella volviera a apoyar la cabeza en la almohada. Quizá un día el espanto fuera más fuerte que el orgullo, si eso era orgullo. Quizá entonces él podría luchar desde su lado. Quizá no todo estaba perdido, quizá la nueva vida llegara a ser realmente otra cosa que ese simulacro de sonrisas y de cine francés.


Frente a la mesa de dibujo, rodeado de gentes ajenas, Luis recobraba el sentido de la simetría y el método que le gustaba aplicar a la vida. Puesto que Laura no tocaba el tema, esperando con aparente indiferencia la contestación del tío Emilio, a él le correspondía entenderse con mamá. Contestó su carta limitándose a las menudas noticias de las últimas semanas, y dejó para la postdata una frase rectificatoria: «De modo que Víctor habla de venir a Europa. A todo el mundo le da por viajar, debe ser la propaganda de las agencias de turismo. Decíle que escriba, le podemos mandar todos los datos que necesite. Decíle también que desde ahora cuenta con nuestra casa.»


El tío Emilio contestó casi a vuelta de correo, secamente como correspondía a un pariente tan cercano y tan resentido por lo que en el velorio de Nico había calificado de incalificable. Sin haberse disgustado de frente con Luis, había demostrado sus sentimientos con la sutileza habitual en casos parecidos, absteniéndose de ir a despedirlo al barco, olvidando dos años seguidos la fecha de su cumpleaños. Ahora se limitaba a cumplir con su deber de hermano político de mamá, y enviaba escuetamente los resultados. Mamá estaba muy bien pero casi no hablaba, cosa comprensible teniendo en cuenta los muchos disgustos de los últimos tiempos. Se notaba que estaba muy sola en la casa de Flores, lo cual era lógico puesto que ninguna madre que ha vivido toda la vida con sus dos hijos puede sentirse a gusto en una enorme casa llena de recuerdos. En cuanto a las frases en cuestión, el tío Emilio había procedido con el tacto que se requería en vista de lo delicado del asunto, pero lamentaba decirles que no había sacado gran cosa en limpio, porque mamá no estaba en vena de conversación y hasta lo había recibido en la sala, cosa que nunca hacía con su hermano político. A una insinuación de orden terapéutico, había contestado que aparte del reumatismo se sentía perfectamente bien, aunque en esos días la fatigaba tener que planchar tantas camisas. El tío Emilio se había interesado por saber de qué camisas se trataba, pero ella se había limitado a una inclinación de cabeza y un ofrecimiento de jerez y galletitas Bagley.


Mamá no les dio demasiado tiempo para discutir la carta del tío Emilio y su ineficacia manifiesta. Cuatro días después llegó un sobre certificado, aunque mamá sabía de sobra que no hay necesidad de certificar las cartas aéreas a París. Laura telefoneó a Luis y le pidió que volviera lo antes posible. Media hora más tarde la encontró respirando pesadamente, perdida en la contemplación de unas flores amarillas sobre la mesa. La carta estaba en la repisa de la chimenea, y Luis volvió a dejarla ahí después de la lectura. Fue a sentarse junto a Laura, esperó. Ella se encogió de hombros.
—Se ha vuelto loca —dijo.


Luis encendió un cigarrillo. El humo le hizo llorar los ojos. Comprendió que la partida continuaba, que a él le tocaba mover. Pero a esa partida la estaban jugando tres jugadores, quizá cuatro. Ahora tenía la seguridad de que también mamá estaba al borde del tablero. Poco a poco resbaló en el sillón, y dejó que su cara se pusiera la inútil máscara de las manos juntas. Oía llorar a Laura, abajo corrían a gritos los chicos de la portera.


La noche trae consejo, etcétera. Les trajo un sueño pesado y sordo, después que los cuerpos se encontraron en una monótona batalla que en el fondo no habían deseado. Una vez más se cerraba el tácito acuerdo: por la mañana hablarían del tiempo, del crimen de Saint-Cloud, de James Dean. La carta seguía sobre la repisa y mientras bebían té no pudieron dejar de verla, pero Luis sabía que al volver del trabajo ya no la encontraría. Laura borraba las huellas con su fría, eficaz diligencia. Un día, otro día, otro día más. Una noche se rieron mucho con los cuentos de los vecinos, con una audición de Fernandel. Se habló de ir a ver una pieza de teatro, de pasar un fin de semana en Fontainebleau.


Sobre la mesa de dibujo se acumulaban los datos innecesarios, todo coincidía con la carta de mamá. El barco llegaba efectivamente al Havre el vierrnes 17 por la mañana, y el tren especial entraba en Saint-Lazare a las 11:45. El jueves vieron la pieza de teatro y se divirtieron mucho. Dos noches antes Laura había tenido otra pesadilla, pero él no se molestó en traerle agua y la dejó que se tranquilizara sola, dándole la espalda. Después Laura durmió en paz, de día andaba ocupada cortando y cosiendo un vestido de verano. Hablaron de comprar una máquina de coser eléctrica cuando terminaran de pagar la heladera. Luis encontró la carta de mamá en el cajón de la mesa de luz y la llevó a la oficina. Telefoneó a la compañía naviera, aunque estaba seguro de que mamá daba las fechas exactas. Era su única seguridad, porque todo el resto no se podía siquiera pensar. Y ese imbécil del tío Emilio. Lo mejor sería escribir a Matilde, por más que estuviesen distanciados Matilde comprendería la urgencia de intervenir, de proteger a mamá. ¿Pero realmente (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) había que proteger a mamá, precisamente a mamá? Por un momento pensó en pedir larga distancia y hablar con ella. Se acordó del jerez y las galletitas Bagley, se encogió de hombros. Tampoco había tiempo de escribir a Matilde, aunque en realidad había tiempo pero quizá fuese preferible esperar al viernes diecisiete antes de... El coñac ya no lo ayudaba ni siquiera a no pensar, o por lo menos a pensar sin tener miedo. Cada vez recordaba con más claridad la cara de mamá en las últimas semanas de Buenos Aires, después del entierro de Nico. Lo que él había entendido como dolor, se lo mostraba ahora como otra cosa, algo en donde había una rencorosa desconfianza, una expresión de animal que siente que van a abandonarlo en un terreno baldío lejos de la casa, para deshacerse de él. Ahora empezaba a ver de veras la cara de mamá. Recién ahora la veía de veras en aquellos días en que toda la familia se había turnado para visitarla, darle el pésame por Nico, acompañarla de tarde, y también Laura y él venían de Adrogué para acompañarla, para estar con mamá. Se quedaban apenas un rato porque después aparecía el tío Emilio, o Víctor, o Matilde, y todos eran una misma fría repulsa, la familia indignada por lo sucedido, por Adrogué, porque eran felices mientras Nico, pobrecito, mientras Nico. Jamás sospecharían hasta qué punto habían colaborado para embarcarlos en el primer buque a mano; como si se hubieran asociado para pagarles los pasajes, llevarlos cariñosamente a bordo con regalos y pañuelos.


Claro que su deber de hijo lo obligaba a escribir en seguida a Matilde. Todavía era capaz de pensar cosas así antes del cuarto coñac. Al quinto las pensaba de nuevo y se reía (cruzaba París a pie para estar más solo y despejarse la cabeza), se reía de su deber de hijo, como si los hijos tuvieran deberes, como si los deberes fueran los de cuarto grado, los sagrados deberes para la sagrada señorita del inmundo cuarto grado. Porque su deber de hijo no era escribir a Matilde. ¿Para qué fingir (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) que mamá estaba loca? Lo único que se podía hacer era no hacer nada, dejar que pasaran los días, salvo el viernes. Cuando se despidió como siempre de Laura diciéndole que no vendría a almorzar porque tenía que ocuparse de unos afiches urgentes, estaba tan seguro del resto que hubiera podido agregar: «Si querés vamos juntos.» Se refugió en el café de la estación, menos por disimulo que para tener la pobre ventaja de ver sin ser visto. A las once y treinta y cinco descubrió a Laura por su falda azul, la siguió a distancia, la vio mirar el tablero, consultar a un empleado, comprar un boleto de plataforma, entrar en el andén donde ya se juntaba la gente con el aire de los que esperan. Detrás de una zona cargada de cajones de fruta miraba a Laura que parecía dudar entre quedarse cerca de la salida del andén o internarse por él. La miraba sin sorpresa, como a un insecto cuyo comportamiento podía ser interesante. El tren llegó casi en seguida y Laura se mezcló con la gente que se acercaba a las ventanillas de los coches buscando cada uno lo suyo, entre gritos y manos que sobresalían como si dentro del tren se estuvieran ahogando. Bordeó la zona y entró al andén entre más cajones de fruta y manchas de grasa. Desde donde estaba vería salir a los pasajeros, vería pasar otra vez a Laura, su rostro lleno de alivio porque el rostro de Laura, ¿no estaría lleno de alivio? (No era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo.) Y después, dándose el lujo de ser el último una vez que pasaran los últimos viajeros y los últimos changadores, entonces saldría a su vez, bajaría a la plaza llena de sol para ir a beber coñac al café de la esquina. Y esa misma tarde escribiría a mamá sin la menor referencia al ridículo episodio (pero no era ridículo) y después tendría valor y hablaría con Laura (pero no tendría valor y no hablaría con Laura). De todas maneras coñac, eso sin la menor duda, y que todo se fuera al demonio. Verlos pasar así en racimos, abrazándose con gritos y lágrimas, las parentelas desatadas, un erotismo barato como un carroussel de feria barriendo el andén, entre valijas y paquetes y por fin, por fin, cuánto tiempo sin vernos, qué quemada estás, Ivette, pero sí, hubo un sol estupendo, hija. Puesto a buscar semejanzas, por gusto de aliarse a la imbecilidad, dos de los hombres que pasaban cerca debían ser argentinos por el corte de pelo, los sacos, el aire de suficiencia disimulando el azoramiento de entrar en París. Uno sobre todo se parecía a Nico, puesto a buscar semejanzas. El otro no, y en realidad éste tampoco apenas se le miraba el cuello mucho más grueso y la cintura más ancha. Pero puesto a buscar semejanzas por puro gusto, ese otro que ya había pasado y avanzaba hacia el portillo de salida, con una sola valija en la mano izquierda, Nico era zurdo como él, tenía esa espalda un poco cargada, ese corte de hombros. Y Laura debía haber pensado lo mismo porque venía detrás mirándolo, y en la cara una expresión que él conocía bien, la cara de Laura cuando despertaba de la pesadilla y se incorporaba en la cama mirando fijamente el aire, mirando, ahora lo sabía, a aquél que se alejaba dándole la espalda, consumaba la innominable venganza que la hacía gritar y debatirse en sueños.


Puestos a buscar semejanzas, naturalmente el hombre era un desconocido, lo vieron de frente cuando puso la valija en el suelo para buscar el billete y entregarlo al del portillo. Laura salió la primera de la estación, la dejó que tomara distancia y se perdiera en la plataforma del autobús. Entró en el café de la esquina y se tiró en una banqueta. Más tarde no se acordó si había pedido algo de beber, si eso que le quemaba la boca era el regusto del coñac barato. Trabajó toda la tarde en los afiches, sin tomarse descanso. A ratos pensaba que tendría que escribirle a mamá, pero lo fue dejando pasar hasta la hora de la salida. Cruzó París a pie, al llegar a casa encontró a la portera en el zaguán y charlo un rato con ella. Hubiera querido quedarse hablando con la portera o los vecinos, pero todos iban entrando en los departamentos y se acercaba la hora de cenar. Subió despacio (en realidad siempre subía despacio para no fatigarse los pulmones y no toser) y al llegar al tercero se apoyó en la puerta antes de tocar el timbre, para descansar un momento en la actitud del que escucha lo que pasa en el interior de una casa. Después llamó con los dos toques cortos de siempre.


—Ah, sos vos —dijo Laura, ofreciéndole una mejilla fría—. Ya empezaba a preguntarme si habrías tenido que quedarte más tarde. La carne debe estar recocida.


No estaba recocida, pero en cambio no tenía gusto a nada. Si en ese momento hubiera sido capaz de preguntarle a Laura por qué había ido a la estación, tal vez el café hubiese recobrado el sabor, o el cigarrillo. Pero Laura no se había movido de casa en todo el día, lo dijo como si necesitara mentir o esperara que él hiciera un comentario burlón sobre la fecha, las manías lamentables de mamá. Revolviendo el café, de codos sobre el mantel, dejó pasar una vez más el momento. La mentira de Laura ya no importaba, una más entre tantos besos ajenos, tantos silencios donde todo era Nico, donde no había nada en ella o en él que no fuera Nico. ¿Por qué (no era una pregunta, pero cómo decirlo de otro modo) no poner un tercer cubierto en la mesa? ¿Por qué no irse, por qué no cerrar el puño y estrellarlo en esa cara triste y sufrida que el humo del cigarrillo deformaba, hacía ir y venir como entre dos aguas, parecía llenar poco a poco de odio como si fuera la cara misma de mamá? Quizá estaba en la otra habitación, o quizá esperaba apoyado en la puerta como había esperado él, o se había instalado ya donde siempre había sido el amo, en el territorio blanco y tibio de las sábanas al que tantas veces había acudido en sueños de Laura. Allí esperaría, tendido de espaldas, fumando también él su cigarrillo, tosiendo un poco, riéndose con una cara de payaso como la cara de los últimos días, cuando no le quedaba ni una gota de sangre sana en las venas.


Pasó al otro cuarto, fue a la mesa de trabajo, encendió la lámpara. No necesitaba releer la carta de mamá para contestarla como debía. Empezó a escribir, querida mamá. Escribió: querida mamá. Tiró el papel, escribió: mamá. Sentía la casa como un puño que se fuera apretando. Todo era más estrecho, más sofocante. El departamento había sido suficiente para dos, estaba pensado exactamente para dos. Cuando levantó los ojos (acababa de escribir: mamá), Laura estaba en la puerta, mirándolo. Luis dejó la pluma.


—¿A vos no te parece que está mucho más flaco? —dijo.
Laura hizo un gesto. Un brillo paralelo le bajaba por las mejillas.
—Un poco —dijo—. Uno va cambiando...