domingo, 30 de septiembre de 2018

En un bohío. Juan Bosch.


La mujer no se atrevía a pensar. Cuando creía oír pisadas de bestias se lanzaba a la puerta, con los ojos ansiosos; después volvía al cuarto y se quedaba allí un rato largo, sumida en una especie de letargo.
El bohío era una miseria. Ya estaba negro de tan viejo, y adentro se vivía entre tierra y hollín. Se volvería inhabitable desde que empezaran las lluvias; ella lo sabía, y sabía también que no podía dejarlo, porque fuera de esa choza no tenía una yagua donde ampararse.
Otra vez rumor de voces. Corrió a la puerta, temerosa de que nadie pasara. Esperó un rato; esperó más, un poco más: ¡nada! Sólo el camino amarillo y pedregoso. Era el viento, ahí enfrente; el condenado viento de la loma, que hacía gemir los pinos de la subida y los pomares de abajo; o tal vez el río, que corría en el fondo del precipicio, detrás del bohío.
Uno de los enfermitos llamó, y ella entró a verlo, deshecha, con ganas de llorar, pero sin lágrimas para hacerlo.
–Mama, ¿no era taita? ¿No era taita, mama?
Ella no se atrevía a contestar. Tocaba la frente del niño y la sentía arder.
–¿No era taita, mama?
–No –negó–, tu taita viene después.
El niño cerró los ojos y se puso de lado. Aún en la oscuridad del aposento se le veía la piel lívida.
–Yo lo vide, mama. Taba ahí y me trujo un pantalón nuevo…
La mujer no podía seguir oyendo. Iba a derrumbarse, como los troncos viejos que se pudren por dentro y caen un día, de golpe. Era el delirio de la fiebre lo que hacía hablar así a su hijo, y ella no tenía con qué comprarle una medicina.
El niño pareció dormitar y la madre se levantó para ver al otro. Lo halló tranquilo. Era huesos nada más y silbaba al respirar, pero no se movía ni se quejaba; sólo la miraba con sus grandes ojos serenos. Desde que nació había sido callado.
El cuartucho hedía a tela podrida. La madre –flaca, con las sienes hundidas, un paño sucio en la cabeza y un viejo traje de listado– no podía apreciar ese olor, porque se hallaba acostumbrada, pero algo le decía que sus hijos no podrían curarse en tal lugar. Pensaba que cuando su marido volviera, si era que algún día salía de la cárcel, hallaría sólo cruces sembradas frente a los horcones del bohío, y de éste, ni tablas ni techo. Sin comprender por qué, se ponía en el lugar de Teo, y sufría.
Le dolía imaginar que Teo llegara y nadie saliera a recibirlo. Cuando él estuvo en el bohío por última vez –justamente dos días antes de entregarse– todavía el pequeño conuco se veía limpio, y el maíz, los frijoles y el tabaco se agitaban a la brisa de la loma. Pero Teo se entregó, porque le dijeron que podía probar la propia defensa y que no duraría en la cárcel; ella no pudo seguir trabajando porque enfermó, y los muchachos –la hembrita y los dos niños–, tan pequeños, no pudieron mantener limpio el conuco ni ir al monte para tumbar los palos que se necesitaban para arreglar los lienzos de palizada que se pudrían. Después llegó el temporal, aquel condenado temporal, y el agua estuvo cayendo, cayendo, cayendo día y noche, sin sosiego alguno, una semana, dos, tres, hasta que los torrentes dejaron sólo piedras y barro en el camino y se llevaron pedazos enteros de la palizada y llenaron el conuco de guijarros y el piso de tierra del bohío crió lamas y las yaguas empezaron a pudrirse.
Pero mejor era no recordar esas cosas. Ahora esperaba. Había mandado a la hembrita a Naranjal, allá abajo, a una hora de camino; la había mandado con media docena de huevos que pudo recoger en nidales del monte para que los cambiara por arroz y sal. La niña había salido temprano y no volvía. Y la madre ojeaba el camino, llena de ansiedad.
Sintió pisadas. Esta vez no se engañaba: alguien, montando caballo, se acercaba. Salió al alero del bohío con los músculos del cuello tensos y los ojos duros. Sentía que le faltaba el aire. Miró hacia la subida. Sentía que le faltaba el aire, lo que le obligaba a distender las ventanas de la nariz. De pronto vio un sombrero de cana que ascendía y coligió que un hombre subía la loma. Su primer impulso fue el de entrar; pero algo la sostuvo allí, como clavada. Debajo del sombrero apareció un rostro difuso, después los hombros, el pecho y finalmente el caballo. La mujer vio al hombre acercarse y todavía no pensaba en nada. Cuando el hombre estuvo a pocos pasos, ella le miró los ojos y sintió, más que comprendió, que aquel desconocido estaba deseando algo.
Había una serie de imágenes vagas pero amargas en la cabeza de la mujer: su hija, los huevos, los niños enfermos, Teo. Todo eso se borró de golpe a la voz del hombre.
–Saludo –había dicho él.
Sin saber cómo lo hacía, ella extendió la mano y suplicó:
–Déme algo, alguito.
El hombre la midió con los ojos, sin bajar del caballo. Era una mujer flaca y sucia, que tenía mirada de loca, que sin duda estaba sola y que sin duda, también, deseaba a un hombre.
–Déme alguito –insistía ella.
Y de súbito en esa cabeza atormentada penetró la idea de que ese hombre volvía de La Vega, y si había ido a vender algo, tendría dinero. Tal vez llevaba comida, medicinas. Además comprendió que era un hombre y que le veía como a mujer.
–Bájese –dijo ella, muerta de vergüenza.
El hombre se tiró del caballo.
–Yo no más tengo medio peso –aventuró él.
Serena ya, dueña de sí, ella dijo:
–Ta bien, dentre.
El hombre perdió su recelo y pareció sentir una súbita alegría. Agarró la jáquima del caballo y se puso a amarrarla al pie del bohío. La mujer entró, y de pronto, ya vencido el peor momento, sintió que se moría, que no podía andar, que Teo llegaba, que los niños no estaban enfermos. Tenía ganas de llorar y de estar muerta.
El hombre entró preguntando:
–¿Aquí?
Ella cerró los ojos e indicó que hiciera silencio. Con una angustia que no le cabía en el alma, se acercó a la puerta del aposento; asomó la cabeza y vio a los niños dormitar. Entonces dio la cara al extraño y advirtió que hedía a sudor de caballo. El hombre vio que los ojos de la mujer brillaban duramente, como los de los muertos.
–Unjú, aquí —afirmó ella.
El hombre se le acercó, respirando sonoramente, y justamente en ese momento ella sintió sollozos afuera. Se volvió. Su mirada debía cortar como una navaja. Salió a toda prisa, hecha un haz de nervios. La niña estaba allí, arrimada al alero, llorando, con los ojos hinchados. Era pequeña, quemada, huesos y pellejos nada más.
–¿Qué te pasó, Minina? –preguntó la madre.
La niña sollozaba y no quería hablar. La madre perdió la paciencia.
–¡Diga pronto!
–En el río —dijo la pequeña—; pasando el río… Se mojó el papel y na más quedó esto.
En el puñito tenía todo el arroz que había logrado salvar. Seguía llorando, con la cabeza metida en el pecho, recostada contra las tablas del bohío.
La madre sintió que ya no podía más. Entró, y sus ojos no acertaban a fijarse en nada. Había olvidado por completo al hombre, y cuando lo vio tuvo que hacer un esfuerzo para darse cuenta de la situación.
–Vino la muchacha, mi muchacha… Váyase —dijo.
Se sentía muy cansada y se arrimó a la puerta. Con los ojos turbios vio al hombre pasarle por el lado, desamarrar la jáquima y subir al caballo; después lo siguió mientras él se alejaba. Ardía el sol sobre el caminante y enfrente mugía la brisa. Ella pensaba: “Medio peso, medio peso perdido”.
–Mama –llamó el niño adentro–. ¿No era taita? ¿No tuvo aquí taita?
Pasándole la mano por la frente, que ardía como hierro al sol, ella se quedó respondiendo:
–No, jijo. Tu taita viene dispués, más tarde.


sábado, 29 de septiembre de 2018

Dos solteronas. E. Phillips Oppenheim.


Indudablemente, Erneston Grant era un detective de primerísima clase; pero como viajero por los atajos de Devonshire, con solo un mapa y una brújula para ayudarse, era un verdadero fracaso. Hasta su gordinflón perrillo blanco, Flip, guarecido bajo un par de alfombras, tras dos horas de frío, de lluvia y de un viaje sin propósito determinado, le miraba reprobadoramente, lanzando una exclamación muy parecida a un grito de desesperación, Grant condujo su quejumbroso automóvil hasta la cima de una de esas endiabladas colinas que ni un ford subiría en su primera salida. Allí se paró y miró en torno suyo.
El panorama era el mismo en cualquier dirección que se mirase: quebradas extensiones de pastos divididas por valles boscosos de increíble espesor. Allí no había señal de tierras agrícolas, ni de la que la mano del hombre hubiese trabajado aquellas interminables tierras, ni tampoco rastro alguno de que el más sencillo vehículo hubiera recorrido aquellos senderos. No había postes indicadores, ni pueblos, ni refugio de ninguna clase. Lo único que abundaba era la lluvia…, la lluvia y la niebla. Masas grises de niebla luctuaban sobre el terreno, haciéndolas asemejarse a derrumbados trozos de nubes que bloqueaban el horizonte, atrapando cualquier esperanzador resquicio en la lejanía: una envolvente oscuridad circular. Luego, rivalizando con la niebla en humedad, comenzó la lluvia arrasadora…, una lluvia que había parecido hermosa a primera hora de la tarde, al volcarse el cielo sobre las laderas de la montaña, pero que hacía muchísimo tiempo ya que había perdido toda pretensión de ser algo más que una lluvia pasajera, insignificante, sino condenadamente ofensiva. Flip, cuyos hocicos era lo único que tenía la descubierto, resoplaba disgustado, y Grant, mientras encendía la pipa, maldecía por lo bajo, pero con fuerza. ¡Qué país! Miles de atajos sin un poste indicador; interminables extensiones sin una granja ni un pueblo. ¿Y el mapa? Grant maldijo solemnemente al hombre que lo confeccionó, al impresor que lo imprimió y a la tienda donde lo compró. Cuando hubo terminado de despotricar, Flip aventuró un simpático ladrido aprobatorio.
-En alguna parte tiene que hallarse el pueblo de Nidd -murmuró Grant para sí-. El último poste indicador de esta condenada región señalaba diez kilómetros de Nidd. Desde entonces, hemos recorrido lo menos veinticinco, sin apartarnos a la derecha ni a la izquierda, y a pesar de todo, el pueblo de Nidd no ha aparecido.
Sus ojos taladraban la acumulada oscuridad que tenía delante. A través de un ligero resquicio entre las nubes le pareció que veía kilómetros de distancia; pero en ninguna parte se percibía signo alguno de pueblo ni de vivienda humana. Pensó en el camino por donde había venido y le hizo estremecer el pensamiento tener que desandarlo. En aquel momento, en que inclinado hacia adelante observaba el vaho que salía del radiador de su coche en ebullición, fue cuando vio a la izquierda, en la lejanía, un débil reflejo de luz. Inmediatamente se apeó del coche, se subió a la tapia de piedra y miró atentamente en la dirección donde la había visto. No cabía duda de que allí había una luz, si había una luz, habría una casa. Sus ojos pudieron descubrir también el escabroso sendero que le conduciría a ella. Se bajó de la tapia, caminó hasta el coche, subió a él, lo puso en marcha y recorrió unos metros. Una verja le cortó el paso. El sendero, al otro lado de la calle, era terrible, pero no había otro. Abrió la verja y la cruzó, poniendo sus cinco sentidos en la conducción del coche.
Al parecer, el tráfico, allí, si existía algún tráfico, se reducía al de un ocasional carro de granja de la clase que estaba empezando a vislumbrar: sin muelles, con agujeros en el piso de tablas y con grandes ruedas de giro lento. Sin embargo, hizo progresos, esquivó los bordes de un tremendo bache; cruzó, con gran alegría, un campo medio cultivado; pasó a través de otra verja; subió, pareciéndole que de repente se metía entre las nubes, y bajó, siguiendo un sendero en forma de fantástico sacacorchos, hasta que, al fin, apareció la luz en línea recta delante de él. Pasó un jardín desierto y se encontró ante otra verja, ahora de hierro, destrozada en su parte inferior. Tuvo que apearse del coche para abrirla. Con todo cuidado la cerró a su espalda, recorrió unos cuantos metros de una avenida empapada y cubierta de altas hierbas, y, al final, alcanzó la puerta de lo que en alguna ocasión debió de haber sido una casa-granja muy aceptable, pero que ahora parecía ser, a pesar de la brillante luz que ardía en lo alto de la escalinata, uno de los edificio más tristes que la mente humana pueda concebir.
Sin detenerse mucho a pensar si sería bien recibido, pero con inmenso alivio ante la idea de encontrarse bajo techado, Grant se apeó del coche y golpeó con los nudillos la puerta de roble. Casi inmediatamente oyó en el interior de la casa el rascar de una cerilla al ser encendida; la luz de una vela surgió a través de las ventanas sin cortinas de una habitación a su izquierda. Se oyeron pasos en el vestíbulo y se abrió la puerta. Gran se encontró frente a una mujer que sostenía la palmatoria tan alto que la alumbraba a medias, dejando en la sombra la mayor parte de sus rasgos. No obstante, había cierta majestad en su figura, de lo que se dio cuenta en esos pocos segundos que permanecieron en la puerta.
-¿Qué desea usted?- preguntó.
Grant, mientras se quitaba el sombrero, pensó que la contestación era bastante evidente. La lluvia resbalaba por todos los pliegues del impermeable que le cubría. Su cara estaba aterida de frío.
-Soy un viajero que ha perdido el camino -explicó-. Durante horas he intentado encontrar un pueblo o una posada. Su casa es la primera vivienda humana que he visto. ¿Podría usted darme alojamiento por una noche?
-¿No hay nadie con usted?- inquirió la mujer.
-Estoy solo- respondió-, a excepción de mi perrita -añadió al oír el ladrido de Flip.
La mujer consideró el asunto.
-Será mejor que lleve el coche al cobertizo que hay a la izquierda de la casa -dijo-. Después puede usted entrar. Haremos lo que podamos por usted. Que no será mucho.
-Le estoy muy agradecido, señora -declaró Grant con toda sinceridad.
Encontró el cobertizo, que estaba ocupado solamente por dos carros de granja en un increíble estado de pobreza. Después, cogió en brazos a Flip y regresó a la puerta de la casa, que habían dejado abierta. Guiado por el ruido de leños crepitantes, llegó a una gran cocina de piedra. En una silla de alto respaldo, colocada delante del fuego, sentada con las manos sobre las rodillas, pero mirando ansiosamente hacia la puerta como si vigilase su entrada, estaba otra mujer, también alta, de edad mediana tal vez, pero aún de buena presencia y de rasgos hermosos. La mujer que le admitió estaba inclinada sobre el fuego. El detective miró a una y otra con asombro. Eran terrible y maravillosamente iguales.
-Les estoy altamente reconocido, señoras, por habernos dado alojamiento -empezó a decir-. ¡Flip! ¡Estate quieta, Flip!
Un gran perro pastor ocupaba el espacio delante del fuego, Flip, sin dudarlo un instante, corrió hacia él, ladrando con firmeza. El perro, con aspecto de extraña sorpresa, se puso en pie y miró inquisitivamente hacia atrás, retrocediendo. Flip, acomodándose en el sitio vacante, se acurrucó muy contenta y cerró los ojos.
-Pido perdón por mi perrita -continuó Grant-. Tiene mucho frío.
El perro pastor retrocedió unos metros y se sentó sobre sus patas traseras, considerando el caso. Mientras tanto, la mujer que abrió la puerta sacó una taza y un plato de la alacena, una hogaza de pan y un trozo pequeño de tocino, del que cortó unas lonchas.
-Acerque la silla al fuego -le invitó-. Tenemos muy poco que ofrecerle, pero le prepararé algo de cenar.
-Son ustedes buenas samaritanas -declaró con fervor Grant.
Se sentó al lado opuesto de la mujer que, hasta el momento, apenas había hablado ni quitado los ojos de él. La semejanza entre ambas era algo asombroso, como también su silencio. Vestían ropas iguales…, ropas gruesas, holgadas, le parecieron a él…, y su cabello, color castaño con algunas vetas grises, estaba peinado exactamente de la misma forma. Sus vestidos pertenecían a otro mundo, así como su forma de hablar y sus modales; sin embargo, había en ambas una curiosa, aunque innegable, distinción.
-A título de curiosidad -preguntó Grant-, ¿a qué distancia me hallo del pueblo de Nidd?
-No muy lejos -respondió la mujer que estaba sentada, inmóvil, al otro lado de él-. Para cualquiera que conozca el camino, bastante cerca. Los forasteros se vuelven locos para deambular por estos recovecos. Muchos que lo han intentado se han perdido.
-Su casa está muy apartada -aventuró.
-Nacimos aquí -respondió la mujer-. Ni mi hermana ni yo hemos experimentado nunca al deseo de viajar.
El tocino empezó a chisporrotear. Flip abrió un ojo, se relamió y se sentó. En pocos minutos estuvo preparada la cena. Colocaron una silla de roble de alto respaldo al extremo de la mesa. Había té, una fuente de huevos con tocino, una hogaza de pan y unos montoncitos de mantequilla. Gran ocupó su sitio.
-¿Han cenado ustedes? -preguntó.
-Hace mucho -respondió la mujer que le había preparado la cena-. Por favor, sírvase.
Ella se acomodó en otra silla de roble en el lado opuesto de su hermana. Grant, con Flip a su vera, comenzó a cenar. Hacía muchas horas que no habían probado bocado y, durante un rato, olvidaron, felices, todo, excepto los alrededores inmediatos. Sin embargo, Grant, cuando se sirvió la segunda taza de té, miró hacia sus anfitrionas. Habían apartado ligeramente sus sillas del fuego y le observaban…, le observaban sin curiosidad, aunque con cierta extraña atención. Entonces se le ocurrió a él, por primera vez, que, aunque ambas se habían dirigido por turno a él, ninguna de ellas había dirigido la palabra a la otra.
-He de confesarles lo sabroso que está todo esto -dijo Grant-. Temo haberles parecido terriblemente hambriento.
-Seguramente llevaba usted mucho tiempo sin comer -dijo una de ellas.
-Desde las doce y media.
-¿Viaja usted por placer?
-Eso creía antes de hoy -contestó con una sonrisa, a la que no hubo respuesta.
La mujer que le admitió movió su silla algunos centímetros, acercándose a él. Grant observó con cierta curiosidad que, inmediatamente de hacer ella eso, su hermana hizo lo mismo.
-¿Cómo se llama usted?
-Erneston Grant -respondió-. ¿Puedo saber a quiénes tengo que agradecer esta hospitalidad?
-Mi nombre es Mathilda Craske -anunció la primera.
-El mío es Annabelle Craske -dijo la otra como un eco.
-¿Viven aquí solas? -aventuró.
-Vivimos aquí completamente solas -contestó Mathilda-. Nos gusta así.
Grant estaba más extrañado que nunca. Su conversación estaba sujeta a la habitual entonación de Devonshire y a la suave prolongación de las vocales; pero, por otra parte, era curiosamente casi correcta. La idea de sus vidas solas en sitio tan desolado parecía, sin embargo, increíble.
-¿Labran ustedes esto, tal vez? -insistió-. ¿Tienen ustedes casas de labriegos o algo semejante a mano?
Mathilda negó con la cabeza.
-La cabaña más próxima está a seis kilómetros de distancia -le confió- Hemos dejado de ocuparnos de la tierra. Tenemos cinco vacas…, que no nos producen perturbación alguna…, y algunas gallinas.
-Es una vida muy solitaria -dijo, obstinada, Annabelle.
Grant giró la silla hacia ellas, Flip, con un gruñido de satisfacción, se tumbó entre sus piernas.
-¿En dónde se proveen ustedes de alimentos? -preguntó.
-Todos los sábados nos trae un carretero las cosas de Exford -le contestó Mathilda-. Nuestras necesidades son mínimas.
La enorme habitación, singularmente vacía de muebles, como observó al echar una ojeada a su alrededor, estaba llena de sitios en sombras, a los que no llegaba la luz de la única lámpara de petróleo. A su vez, las dos mujeres eran visibles sólo confusamente. No obstante, los ocasionales destellos del fuego hacían que las viera con más claridad. Eran tan pavorosamente semejantes que bien podían ser gemelas. Grant se encontró especulando en cuanto a su historia. Debieron de ser muy hermosas en alguna ocasión.
-Me gustaría saber si será posible abusar un poco más de su hospitalidad pidiéndoles un diván o una cama para pasar la noche -preguntó, tras una prolongada pausa-. En cualquier sitio -añadió apresuradamente.
Mathilda se puso en seguida en pie. Cogió otra palmatoria de la repisa y encendió la vela.
-Le enseñaré dónde puede dormir- dijo.
Por un momento, Grant se quedó sobrecogido. Se le había ocurrido mirar hacia Annabelle y su asombro fue grande al observar en su rostro una ligerísima y curiosa expresión de malicia. Se inclinó para traerla completamente dentro del pequeño halo de luz de la vela, y la miró incrédulo. La expresión, si es que hubo tal, había desaparecido. Ella le estaba mirando sencilla y tranquilamente, reflejando en su cara algo que él fracasó totalmente en tratar de comprender.
-Si usted quiere seguirme… -le invitó Mathilda.
Grant se puso en pie. Flip giró en redondeo, lanzando un último ladrido al enorme perro pastor que había aceptado un sitio alejado del fuego, y, fracasando en obtener una respuesta satisfactoria, trotó tras su amo. Pasaron a un vestíbulo bien arreglado, pero casi vacío, y subieron una ancha escalera de nogal hasta el descansillo del primer piso. Por la parte de fuera de la habitación donde Grant viera la luz de la vela. Mathilda se detuvo un momento y escuchó.
-¿Tienen ustedes otro huésped? -preguntó Grant.
-Annabelle tiene un huésped -contestó la mujer-. Usted es el mío. Sígame, por favor.
Le condujo a un dormitorio en el que había una enorme cama de cuatro columnas y otra más pequeña. Dejó la palmatoria encima de una mesa y dobló una especie de colcha vieja que cubría las ropas de la cama. Tocó las sábanas y asintió aprobadora. Grant, inconscientemente, se encontró siguiendo su ejemplo. Con gran sorpresa, se dio cuenta de que estaban calientes. Ella le señaló un gran calentador de cama, provisto de largo mango, que se hallaba en el extremo opuesto del dormitorio y del que salía aún un ligero humo.
-¿Esperaban ustedes a alguien esta noche? -preguntó curioso.
-Siempre estamos preparadas -contestó.
Mathilda salió del dormitorio, olvidando, al aparecer, desearle las buenas noches. Grant la llamo con voz agradable, pero ella no contestó; oyó sus pisadas mientras bajaba la escalera. Entonces, volvió el silencio…, silencio abajo, silencio en la parte de la casa donde estaba. Flip, que rondaba por el dormitorio oliendo, mostraba, a veces, síntomas de excitación, gruñendo en ocasiones. Grant, abriendo la ventana, encendió un cigarrillo.
-No puedes figurarle lo que te agradezco que estés aquí, vieja -dijo a la perra-. Éste es un sitio muy extraño.

En el exterior no había cosa digna que ver y menos que oír, excepto el murmullo de un torrente cercano y el monótono ruido de la lluvia. De pronto, se acordó de su maleta y, dejando abierta la puerta de su habitación, bajó la escalera. En la enorme cocina de piedra, las dos mujeres continuaban sentadas exactamente como lo estuvieran antes de llegar él y durante su cena. Ambas le miraban, pero ninguna habló.
-Si no les importa -explicó-, deseo recoger mi maleta del coche.
Mathilda, la mujer que le admitió en la casa, asintió con la cabeza. Grant salió a la oscuridad, se dirigió al cobertizo y cogió la maleta. Antes de cerrar metió la mano en la caja de las herramientas y sacó una linterna, que deslizó en su bolsillo. Cuando entró de nuevo en la casa, las dos mujeres continuaban sentadas en sus respectivas sillas y en silencio.
-Hace una noche terrible -observó-. No pueden ustedes figurarse lo agradecido que estoy por haberme dado hospitalidad en su casa.
Ambas le miraron, pero ninguna de las dos contestó. Esta vez, cuando él llegó a su dormitorio cerró la puerta firmemente y observó, con una mueca de desagrado, que, a excepción del picaporte, no había medio de asegurarla. Entonces, se rió para sí en silencio. A él, famoso capturador de Ned Bullavent, al triunfador de una banda de facinerosos formada por hombres desesperados, se le alteraban los nervios al encontrarse en esta casa solitaria habitada por un par de mujeres extrañas.
-¡Vaya época en que me he tomado vacaciones! -murmuró-. Nosotros no entendemos de nervios, ¿verdad Flip?
Flip abrió un ojo y gruñó. Grant estaba confuso.
-No me gusta algo de ella -rumió-. Me agradaría saber quién está en la habitación alumbrada con velas.
Abrió la puerta de su dormitorio, suavemente, una vez más, y escuchó. El silencio era casi absoluto. Abajo, en la gran cocina, pudo oír el tictac del reloj; también pudo ver la débil raya de luz amarilla debajo de la puerta. Cruzó el descansillo y escuchó un momento ante la puerta de la habitación de las velas. Dentro, el silencio era también absoluto y completo…; ni siquiera percibió el sonido de la respiración de una persona dormida. Volvió sobre sus pasos, cerró su puerta y empezó a desnudarse. En el fondo de su maleta había una pequeña automática. Sus dedos juguetearon con ella unos segundos. Luego, la dejó en su sitio. Sin embargo, colocó la linterna al lado de su cama. Antes de apagar la luz, se dirigió otra vez a la ventana y miró hacia el exterior. El ruido del agua del torrente parecía más insistente que nunca. Aparte de eso, no se oía otro ruido. La lluvia había cesado, pero el cielo estaba negro y sin estrellas. Estremeciéndose ligeramente, se volvió y se metió en la cama.

No tenía idea de la hora, pero la oscuridad exterior era intensa cuando él se despertó, repentinamente, al oír los gruñidos de Flip. Se había arrojado desde la colcha al pie de la cama, y Grant podía ver sus ojos, fulgurando como pequeños focos de luz en la oscuridad. El detective permaneció completamente inmóvil durante un momento, escuchando. Desde el primer instante se dio cuenta de que había alguien en el dormitorio. Su rapidísima intuición se lo advirtió, aunque todavía era incapaz de detectar ruido alguno. Sacó la mano lentamente por un lado de la cama, cogió la linterna y la encendió. Instantáneamente, lanzando un grito involuntario, se echó hacia atrás. En pie, a pocos centímetros de él, estaba Mathilda, aún completamente vestida. En la mano, levantada sobre él, sostenía el cuchillo más horrible que hubiera podido ver en su vida. Se deslizó fuera de la cama y, confesándose honradamente para sí que estaba asustado, mantuvo la luz fija en ella.
-¿Qué quiere? -le preguntó extrañado de la inconsistencia de su propia voz-. ¿Qué demonios está haciendo con ese cuchillo?
-Le quiero a usted, William -contestó la mujer, con una nota desagradable en su voz-. ¿Por qué se aleja usted tanto?
Grant encendió la vela. El dedo que en el gatillo de su pistola mantuvo en alto las manos de Bullavent durante dos largos minutos temblaba. Restablecida ahora la luz en la habitación, se sintió más dueño de sí.
-Arroje ese cuchillo sobre la cama -ordenó-, y dígame qué iba usted a hacer con él.
Ella obedeció en seguida y se inclinó un poco hacia él.
-Iba a matarle, William -confesó.
-¿Por qué?
Mathilda movió la cabeza, apesadumbrada.
-Porque es el único camino -contestó.
-Mi nombre no es William, en primer lugar -objetó-. ¿Y qué quiere decir usted con eso de que es el único camino?
Ella sonrió, triste y confiada.
-Usted no puede negar su nombre -dijo-. Usted es William Foulsham. Le reconocí enseguida, a pesar de su prolongada ausencia. Cuando él llegó -añadió señalando hacia la otra habitación-, Annabelle creyó que era William. Yo consentí en que se quedara con él. Yo sabía…, yo sabía que, si esperaba, usted regresaría…
-Dejando a un lado la cuestión de mi identidad -le interrumpió-, ¿por qué quiere usted matarme? ¿Qué quiso decir cuando indicó que era el único camino?
-Es el único camino… de conservar a un hombre -respondió-. Annabelle y yo averiguamos eso cuando usted nos abandonó. Usted sabía que ambas le amábamos, William; usted nos prometió a las dos que nunca nos abandonaría…, ¿lo recuerda? Así, nosotras esperábamos, sentadas aquí, a que usted regresara. No decíamos nada, pero ambas lo sabíamos.
-¿Quiere usted decir que iba a matarme para conservarme aquí? -insistió.
Mathilda miró el cuchillo amorosamente.
-Eso no es matar -dijo-. Escuche… Usted no se volverá a marchar. Usted se quedará aquí para siempre.
Grant empezaba a comprender, y un horrible pensamiento hirió su mente.
-¿Qué pasó con el hombre que usted no creyó que era William?
-Lo verá usted, si quiere. -contestó Mathilda vehementemente- Usted verá lo tranquilo que está y lo feliz que es. Tal vez, entonces, lamente haberse despertado. Sígame.
Grant se apoderó del cuchillo y la siguió fuera de la habitación. Cruzaron el descansillo. Por debajo de la puerta pudo ver la delgada raya de luz…, la luz que había sido su faro desde el sendero. Mathilda abrió suavemente la puerta y alzó la palmatoria por encima de su cabeza. Tendido sobre otra enorme cama de cuatro columnas se hallaba el cuerpo de un hombre con enmarañada barba. Su cara estaba tan blanca como la sábana, y Gran se dio cuenta, a la primera mirada, de que estaba muerto. A su lado, sentada muy erguida en su silla de alto respaldo, estaba Annabelle. Levantó un dedo y frunció el ceño cuando entraron. Miró a Grant.
-Ande despacio -susurró-. William duerme.

Justamente cuando el primer destello de la aurora empezó a abrirse paso a través del espeso banco de nubes, un hombre desconcertado y desgreñado, seguido de una perrita gorda y blanca, hizo su entrada en el pueblo de Nidd; suspiró con alivio cuando vio la placa de metal sobre la puerta y tiró de la campanilla con toda la fuerza que le fue posible. Se abrió una ventana y apareció la despeinada cabeza de un hombre.
-¿Quién está ahí? -preguntó-. ¿Qué demonios ocurre?
Grant levantó la cabeza.
-He pasado parte de la noche en una granja, a unos cuantos kilómetros de aquí -gritó-. Hay allí un hombre muerto y dos mujeres locas. Mi coche se estropeó y…
-¿Un hombre muerto? -repitió el médico.
-Sí, yo mismo lo vi. Mi coche se estropeó en el camino; si no, hubiese estado aquí antes.
-Estaré con usted en cinco minutos -prometió el doctor.
Ahora, los dos hombres iban sentados en el coche del médico, en dirección a la granja. Ya había luz, con señales de que aclararía, y poco tiempo después se hallaban ante la puerta de la casa. No hubo contestación a la llamada. El médico giró el picaporte y abrió la puerta. Entraron en la cocina. El fuego estaba apagado; pero Mathilda y Annabelle estaba sentadas allí, cada cual en su silla de alto respaldo, una frente a otra, sin hablar, pero con los ojos muy abiertos. Ambas volvieron la cabeza cuando los dos hombres entraron. Annabelle movió la cabeza con satisfacción.
-¡Si es el doctor! -exclamó-. Doctor, estoy muy contenta de que haya venido. Usted sabe, naturalmente, que regresó William. Vino por mí. Está echado arriba, en la cama; pero no puedo despertarle. Estuve sentada a su lado, le cogí la mano y le hablé; pero no me contestó. Duerme profundamente. Por favor, ¿querrá usted despertarle? Yo le indicaré dónde está.
Se puso de pie y salió de la cocina. El médico la siguió. Mathila escuchaba sus pasos. Entonces, se volvió a Grant, una vez más con aquella extraña sonrisa en sus labios.
-Annabelle y yo no nos hablamos -dijo-. Nos peleamos en cuanto usted se marchó. Hace tantos años que no nos hablamos, que he olvidado el tiempo que hace. Sin embargo, me gustaría que alguien le dijera que el hombre que está arriba no es William. Me gustaría que alguien le hiciera comprender que William es usted y que usted regresó por mí. Siéntese, William. Cuando el doctor se vaya, encenderé el fuego y haré té.
Grant se sentó y otra vez notó que le temblaban las manos. La mujer le miraba con arrobamiento.
-Usted estuvo mucho tiempo fuera -continuó-. Le habría reconocido en cualquier parte. Es raro que Annabelle no lo reconociera. Algunas veces, creo que hemos vivido juntas tanto tiempo aquí que ella puede haber perdido la memoria. Me alegro de que fuera usted en busca del doctor, William. Annabelle se dará cuenta ahora de que estaba equivocada.
Se oyó el ruido de pasos bajando la escalera. El doctor entró. Cogió a Gran por el brazo y lo llevó aparte.
-Tenía usted razón -le dijo, muy serio.- El hombre que está arriba es un pobre calderero ambulante que desapareció hace ya una semana. Aseguraría que lleva cuatro días. Uno de nosotros debe quedarse aquí mientras el otro va al puesto de Policía.
Grant cogió febrilmente el sombrero y dijo:
-Yo iré a avisar a la Policía.